lunes, 25 de marzo de 2024

Adioses:

 

El siguiente relato está dedicado a la escritora mejicana Daniela Tarazona. Es autora de al menos tres magníficas novelas: El beso de la liebre, El animal sobre la piedra y, más recientemente, Isla Partida. Esta última, Isla partida, es una joya literaria. Editada por Almadía en 2023, en su página 11 aparece la frase “Se fue con las manos desnudas para siempre”.


Se fue con las manos desnudas para siempre”.

(Daniela Tarazona, Isla partida. Madrid; Almadía Aljosan, S. L., 2023. Pág. 11.


Dos versos: un trisílabo y un endecasílabo. "Se fue con las manos desnudas para siempre", pronuncio lentamente. Avergonzado, pienso. ¿De qué o por qué? Con dudas me voy acercando a estas preguntas, tangencialmente; sin tocar el borde que describe la oración; con el mismo miedo que si me acercase al borde de un abismo. ¿Miedo a caer al precipicio? No creo que sea ese. Tal vez sea otro: ¿miedo a arrojarme al precipicio?

La oración se despliega en tres tramos distintos, pero igual de duros y firmes, insistiendo en los tres pasos en su radicalidad. Primero el paso del "se fue". Por sí mismo éste ya sería suficiente para iniciar la renuncia a todo. Cuando alguien, quienquiera, dice o escribe o piensa "se fue", indica que ya todo está concluido, que nada sigue conservando algún sentido, que nada es ya posible. ¿Por qué? Porque ya "se fue". No hay más. Se acabó. Se acabó lo que nunca quise que se acabase. De ahí su, o mí, desolación, la que queda tras la marcha definitiva, sin adiós que suavice la ausencia, la zanja abierta en mitad de la vida, el espejo que te devuelve tu rostro hueco, asimétrico, inútil.

El segundo tramo aparenta suavizar la marcha del primero. "Con las manos desnudas". Pero no lo consigue. Quien se va "con las manos desnudas", lo hace sin mirar atrás, sin querer nada de lo que ahí se queda, sin deudas. También sin anillos, como tú te fuiste, con tus manos desnudas. Sin ningún miedo a dejarse algo atrás o, más bien, queriéndolo dejar todo atrás. La vida, siempre lo dijiste, o es radical o no es vida.

Ese "con las manos desnudas" anticipa el paso final, atroz: "para siempre". "Para siempre" te fuiste, sin decir nada más, sin devolver la mirada, sin escuchar mis súplicas. Con todo perdido o ganado "para siempre". ¡Qué largo es este "siempre"! ¡Y qué corto cuando se dice!

Te fuiste, con tus manos desnudas, para siempre. Tú, a quien tanto amé y a quien sigo amando. Tal vez tú tampoco puedas olvidar el amor que yo sigo volcando hacia ti, hacia tus manos recordadas, hacia tus ojos recordados, hacia tu boca recordada, hacia tu cuerpo recordado. Tal vez. Pero yo me quedé con tu "siempre" y con su eco desde el instante en que te fuiste: desde entonces, desde siempre he sabido que tu marcha era definitiva, aunque intente, sin conseguirlo, alejar de mí este pensamiento.

Tampoco he podido olvidar algunos detalles que al principio me obsesionaron: cerraste la puerta al salir y dejaste tus llaves en el platillo del recibidor. Yo te dije: "Te dejas las llaves". Como había hecho cada vez que las olvidabas. Pero tú no debiste oírme o yo no había querido entender entonces que te marchabas "para siempre". Al principio, después de tu marcha, era yo quien llevaba tus llaves en mi bolsillo. Ya sabes, por si te veía por la calle y te las devolvía. Por si querías volver cuando quisieras, ya sabes, pensaba. Después, a las tres semanas, acabé por dejarlas de nuevo en el platillo del recibidor. Al fin y al cabo eran tuyas y tú las habías debajo ahí, en ese platillo que tanto nos gustó cuando lo compramos en un mercadillo de... ¡Qué más da, si ya nada de aquello existe! Porque te fuiste "para siempre", nada de aquello existe. Y aquello era todo. ¡Qué largo es este "siempre", verdad? También te dejaste olvidado tu bolso. Con tus cosas. Aún no he mirado en su interior. No puedo o no quiero. Tal vez ahí esté la clave de tu marcha o de tu huida, no sé. Por ello quizá no quiera mirarlo, porque no quiera saber nada. ¡Qué más da ya! ¡Qué más da nada después de un "siempre"!


Ya van para dos meses reflejándome en tu ausencia. Me parece que he sobrevivido muchos días desde tu marcha, pero me parecen pocas horas, si lo que necesitabas, me consuelo, era reflexionar. No vivo más que para que tu reflexión se produzca y pueda doblegar tus deseos de partir "para siempre". Ya sé que es inútil, yo que siempre ridiculizaba tus deseos de emprender aventuras imposibles o de defender causas inútiles. Tal vez tú te hayas ido "para siempre", pero yo no sé vivir sin ti o no quiero vivir sin ti. Creo que ya es lo mismo.


Te recuerdo a cada instante: cuando recojo la cocina, cuando tomo un café a la caída de la tarde, cuando leo un libro. Cada párrafo, cada línea te la leo a ti, para que tú me escuches, para que tú me entiendas. Ya sé que no me oyes, ya lo sé, me digo, pero...

Aún hago tu lado de la cama como a ti te gustaba: entremetiendo las sábanas debajo del colchón y doblando el embozo a la altura que tú definías milimétricamente.

A algunos animales les crece parte del cuerpo amputado tras una batalla. ¿También tú me crecerás de nuevo tras tu desgarro?


No puedo más. Con tu marcha dejando tus llaves, dejando tu bolso, te llevaste lo único a lo que no puedo renunciar. Tenías derecho a marcharte. Tú lo sabías y yo lo sabía. Pero tal vez no calculaste con acierto el daño de tus actos. Tú, que siempre fuiste tan previsora. Ya sé que no, que no es verdad esto que te cuento o que me cuento. Siempre viviste a tope, a fondo, radical, sin guardar fuerzas para volver, sabiendo que el único camino era siempre hacia adelante. Tal vez yo no pudiera seguir tu ritmo o no me quisiera alejar tanto o temiese no poder volver no sé adónde. Siempre fuiste audaz. Y, ahora, lo sé, sin mí, tu vuelo será alto. Por esto no te reprocho nada. Pero...


No puedo seguir así. Hacen seis meses desde tu marcha "para siempre". He dejado tus llaves en un cajón del armario, junto a tu bolso. He guardado tu ropa en el baúl del dormitorio. He intentado eliminar todo lo que me recuerda a ti, aunque aún voy por los bares donde te gustaba tomar una cerveza, ya sabes, por si te encuentro. Nadie sabe nada de ti y tal vez sea mejor así.

jueves, 22 de febrero de 2024

Renacimiento:

 

Ahora estás recordando la tarde en que por primera vez os quedasteis solos. Todos se fueron hacia adelante sin ti y sin ella, rezagados los dos. Vosotros decidisteis, sin conocimiento del hecho, o esto es lo más seguro dada vuestra inocencia -que tal vez no fuera tan inocente-, pasear una junto al otro, ella y tú.


No puedes recordar de qué hablasteis, probablemente porque no hablaseis de nada. Solo el paseo ya era suficiente, lo colmaba todo, todos los deseos.


Tú debías tener cuántos, catorce, quince años. ¿Y ella? Trece, catorce.


Ese paseo duró poco, porque cuando los otros se percataron de que estabais ausentes decidieron, ahora sí con plena conciencia de ello, esperaros en una esquina próxima. Tal vez tú debiste intentar algo más aquella tarde, apostar más fuerte. Tal vez ella lo esperase. Pero pronto os reunisteis con todos y pronto terminó aquella tarde de marzo con vuestra primera aventura amorosa.


Puedes recordar, además del color blanco de su blusa, de sus cabellos dorados y de sus ojos claros, la placidez inquieta del amor primero, su agitada calma, las ganas que te invadieron de hacer cosas, de decir, de pronunciarte, de aventurarte a lo que fuera, de reconciliarte con el mundo, de ser capaz de vencer todos los obstáculos que nadie pudiera imaginar, a todos los monstruos que tuvieran a bien mostrarse o interponerse entre vosotros. En pocos momentos de tu vida has experimentado una tal sensación de fuerza, de seguridad, de generosidad.


Entonces no teníais teléfono ni forma de comunicaros entre vosotros. Tuvisteis que esperar una larga semana para volver a citaros con todos los amigos en el lugar del encuentro. Tú fuiste, recuerdas ahora, con más ansias que alegría y eso que no era poca la alegría que conducían tus pasos. Cuando los muchachos llegasteis, ellas aún no estaban en la esquina de vuestras dichas, pero no tardaron en acudir a la cita. Todas, menos ella. Ella no volvió a aparecer en toda esa tarde, ni en la siguiente a la siguiente semana. Recuerdas también tu desasosiego, tu vértigo, tus ganas de saber, de preguntar. Alguien te dijo que se había marchado con su familia de la ciudad. Madrid, dijo otra. No sabes cuándo volverá.


Una semana más tarde, cuando ya la esperanza estaba rota o a punto de desvanecerse, cuando te fuiste acercando al punto de cita, pudiste ver desde lo lejos, entre el grupo de jóvenes, a la... no podía ser, a ella. Su blusa blanca, sus cabellos dorados destacaban entre todo lo demás y se imponían con misterioso poder a toda otra fulguración que, inútil, quisiera mostrarse y rivalizar con ellos. Tu sonrisa fue, recuérdalo también, por unos instantes, poderosa. Ella se mostraba en todo su esplendor, su risueña boca, pero algo te empezó a alertar de que alguna sombra se escondía y poco a poco estaba abriéndose paso entre vosotros. Una mirada, tal vez. Un gesto. Una palabra de más o no pronunciada. También esa tarde pudisteis rezagaros y retrasaros respecto del grupo. Pero esta vez nadie os esperó en la esquina siguiente. Pudisteis caminar juntos, uno junto a otra, durante casi una hora. ¿Qué estaría pensando ella? Recuerdas que tampoco hablasteis de nada en particular, tampoco ella tenía mucho que decir con las palabras, pero decía, en cambio, mucho con los ojos, sobre todo con los gestos. Tú empezaste a tararear una canción de Aute. No sabes por qué. Algo estaba rompiéndose entre vosotros.


Hoy, treinta años después, recuerdas aquellas tardes de marzo y abril. No la recuerdas a ella, que ya no existe, o si existe, no es ya más ella. Recuerdas la fuerza con que te impregnó y que creías tener y que tenías, recuerdas las ganas de vivir, de hacer, de aventurarte a todo y contra todo y con todos, de explosionar con fuerza y decirle al mundo lo feliz que eras, lo que tenías de hecho que decir, los derechos que podrías desplegar y exigir. Recuerdas tu manera de darle forma a todo y tus ansias de indicarle a todos quién eras de veras.


Nunca más, hasta hoy, has sentido nada igual. Has vivido otras aventuras: tuviste otros amores, otras novias, te casaste. Incluso tuviste un hijo. Pero nada fue como lo vivido aquellas tardes. Hasta hoy en que has vuelto a caminar junto a una mujer. Bella. Inteligente. Verdaderamente maravillosa. Dispuesta a todo. Sus ojos no son claros, ni su cabello es dorado, ni, por supuesto, tiene catorce años. Pero todo ello carece de importancia, da igual. Desde el borde de los cincuenta años también el amor conmueve, inquieta, impulsa por dentro. Apenas ha sido un kilómetro de paseo, tal vez dos. Pero la sensación de libertad, de ganas de vivir, unido esta vez a un temor extraño, a un deseo reprimido por el miedo y las circunstancias, eran las mismas que cuando tenías quince años. Tal vez hayas descubierto esta tarde que estamos hecho de emociones o de sensaciones y de recuerdos, de recuerdos de recuerdos, y de ansias, de vida. Y quizá ésta mujer de ahora también esperase algo más. ¿Qué pensaría o qué hubiera esperado? Tal vez componer juntos los mismos versos no fuera suficiente para ella. La tarde, ya metida en noche, fresca, primaveral como aquella otra lejana, aunque aún estemos en invierno, era la misma tarde. Caminar junto a ella ha sido recuperar lo vivido, volver a vivir lo que ya no creías que pudieras siquiera soñar. Esta tarde tal vez haya empezado tu renacimiento.

jueves, 8 de febrero de 2024

Dos fotografías:


En 1921, Ludwig Wittgenstein escribió en la primera página de su

Tractatus logico-philosophicus: "Dedicado

a la memoria de mi amigo David H. Pinsent".


Una mano insegura había anotado en el reverso de la primera fotografía una fecha: 10 de julio de 1912, tal vez 14. Posiblemente era la fecha en que había sido tomada. En la imagen podían distinguirse tres figuras: dos hombres y un poni. Uno de los hombres iba sobre el animal y el otro marchaba delante, a un metro de distancia, agarrando una cuerda. Este último iba caminando y llevaba sobre la cabeza una boina o gorra amplia que le tapaba, con su sombra, los ojos, no la boca. El otro hombre, sobre el poni, miraba hacia el horizonte blanquecino. La fotografía fue tomada en Islandia, según indicaba la nota del reverso. La expresión del rostro de la cara del hombre joven que montaba el poni era de felicidad: una leve sonrisa acompañaba una mirada perdida y no muy atenta sobre el horizonte cubierto de pastos. Sus hombros estaban relajados. Sus piernas eran largas, pero no llegaban a rozar la tierra. Su mirada parecía querer abarcar el universo entero, parecía creer entenderlo, parecía estar unida a todo lugar sobre el que se aposentara: las rocas del fondo, tal vez la llanura, el cielo o el aire frío y húmedo del atardecer. El poni, quizá una hembra, esto no puede apreciarse en esta vieja fotografía, mostraba una curva e hinchada panza que caía hacia la tierra y volvía hacia arriba, hacia el origen de unas patas fuertes y bien plantadas sobre la hierba. Su melena caía sobre el lado izquierdo de la imponente musculatura de su cuello. El otro joven, el que comandaba la marcha, muy delgado, fino, incluso, esbelto, parecía caminar mirando al frente. Su boca abierta permite imaginar que bien iba hablando con su interlocutor acomodado (¿qué le estaría diciendo? ¿de qué estaría hablando? o ¿por qué? Tal vez le hablara de lo maravilloso del puro decir, del hecho de poder decir y de poder entender o ser entendido. O de la coloridad de los objetos. Milagroso desafío éste de explicar el mundo con palabras) o bien cantara alguna tonada aprendida en otros tiempos, recreada ahora en estos páramos, inventada para la ocasión. Islandia, a principios del siglo XX no debía ser mal lugar para la dicha.

La segunda fotografía está igualmente fechada en su reverso: el 18 de mayo de 1918. En ella aparecen varias figuras. La principal es un hombre joven, erguido en medio de una sala, de un dormitorio. Lleva la boca cerrada y las manos anudadas ante su vientre. Sus piernas son largas y su mirada, que en otro tiempo hubiera parecido pretender el universo entero, ahora estaba concentrada en el rostro de otro hombre. Este segundo hombre yace acostado sobre un lecho. Una cinta envuelve su cabeza. Sus ojos cerrados no permiten entrever los sueños que contemplaría en otros días de más ajetreo, pasiones y vidas. Detrás del hombre erguido y de mirada triste tres individuos más: dos hombres de oscuro y una mujer sentada y con las piernas cruzadas.

Entre las dos fotografías se esconde a ojos de todos una historia tal vez conocida solo por sus protagonistas y por nadie más: ¿una historia de amor o amistad, una aventura aérea, un accidente, una muerte absurda e inesperada que pondría fin a toda aventura posterior?

El hombre erguido parece preguntarse: ¿Cómo reorganizar una vida a partir de un momento como éste? ¿Cómo evitar el insomnio y volver a dormir en las noches frías y húmedas de esta Inglaterra muerta? ¿Cómo evitar la tristeza desde una vida rota?

Una mano insegura y torpe había anotado en el reverso de la primera fotografía, tras la fecha de la misma, la pregunta que, tal vez, siempre quedará sin respuesta: "¿Íbate tanto en tu aventura?". ¿Qué querría indicar su autor con ella? ¿A quién le preguntaría? ¿Por qué?

En el reverso de la segunda fotografía, la misma mano débil y vacilante había escrito: "¡Íbame tanto en mi aventura!" ¿Quién exclamaría con tanto dolor? ¿Ante quién? ¿Por qué? ¿Cuál era esa aventura? Y sobre todo qué querría decir ese desesperado: "¡Íbame tanto!" 

domingo, 14 de enero de 2024

El Quinca:

 

Una tarde me contó que su madre trabaja en la Alameda, que ejercía la prostitución y que apenas si venía a casa. Él vivía con su abuela y con su hermana pequeña.

Era tan canijo y tenía tan poco valor para las batallas que todos lo llamaban Quincanilla. Pero el Quincanilla, el Quincalla o el Quinca, como la mayoría de los nuestros lo llamaba, no era un cobarde ni un pusilánime ni un quejica. No. Él se atrevía con todo y con todos, y nunca lo vi ceder ni humillarse ni retractarse. Era canijo y débil, pero, joder, qué voluntad, qué ganas, qué atrevimiento se desprendía de su mirada y de sus gestos.

Casi ninguno de los nuestros mantenía muchas relaciones con él. Probablemente ni nuestras madres ni ninguno de nosotros se fiaba mucho de sus costumbres. Pero el Quinca no nos traicionó nunca a ninguno.

Siempre fue el primero de todos nosotros: el primero en salir a la calle y el último en volverse a su casa, el primero en escaparse más allá de los márgenes del barrio, el primero en fumar y en beber, el primero en robar, el primero en consumir porros de hachís, el primero en engancharse a la heroina, el primero en tener sida y, también, el primero en morir. A veces creo que todo esto lo hizo el mismo día, la misma tarde: aquella tarde en que estábamos todos jugando al fútbol en el campo de la iglesia y él se acercó desde el final de las casas, con sus pasos largos, sus brazos balanceándose, con su sonrisa permanente que dejaba ver unos mediodientes negros, con su media melena al viento y sucia, y con su mirada desafiante. Entonces pregunto: "¿juego?". Cosa rara, porque el Quinca nunca jugaba al fútbol con nosotros. El cascarria, dueño del balón, dijo: "No. Ya estamos todos. Vete, Quinca". Y seguimos jugando. El Quincalla aún siguió rondando el descampado unos minutos, rebuscando, hurgando, corriendo,... hasta que decidió marcharse. Se fue del barrio y ya poco le vimos por él. A veces, muy de noche, alguno decía que se lo había encontrado volviendo a casa de su abuela, borracho o drogado, sucio y con la cara rota. Pero el Quinca nunca buscaba pelea. Recuerdo su angulosa risa triste, con sus dientes roídos y negros, con su mirada desafiante, insolente.

A veces su abuela salía a la mitad de la calle para llamarlo: "Juan, ¿dónde andas?".Nunca nadie le respondía. Por ella sabíamos que el Quincanilla tenía nombre, aunque nadie solía usarlo. Su hermana también lo llamaba Juan o Juani.

A veces pasábamos semanas sin verlo.

Cada vez volvía al barrio en peor estado.

Los años ochenta fueron años difíciles para todos. La heroina era habitual en cada esquina, las jeringuillas, las cucharillas,... Después llegó el sida. El Juani estaba cada vez peor, más canijo, más demacrado, más ido.

Yo creo que pasaron no menos de cinco años hasta que un día lo volví a ver. Yo estaba estudiando en mi habitación, en un primero que daba a una calle en la que había una pequeña plazoleta que servía de intersección entre dos calles. Desde el otro lado de la ventana me llegaba el ruído de la calle, gritos, peleas, alguien entonando un cante,... cuando de repente veo que, detrás de la reja de la ventana, aparece la cabeza del Quinca, sonriendo apenas tras el esfuerzo de trepar hasta esa altura. Cuando me ve me dice: "Hola". "¡Quinca!, ¿qué coño haces ahí? ¿Qué quieres?" ¿Puedes ayudarme?", me dijo. "Claro, ¿qué quieres?". "¿Me puedes escribir una carta?". "Claro, Quinca, pero ¿por qué no llamas a la puerta como todo el mundo? Anda, bajate de ahí y da la vuelta".

Cuando el Quinca llegó a mi habitación estaba nervioso, incluso tartamudeaba un poco. Yo creo que el Juani había pedido pocos favores en su vida o, tal vez, ninguno. Había aprendido que lo que no es suyo no es suyo y no tenía ningún derecho a cogerlo, salvo cogerlo sin permiso cuando no tenía más remedio. Entonces, con las manos anudadas, como si no quisiera romper nada o como si quisiera hacerse más pequeño y canijo de lo que era, me preguntó: "¿Me puedes escribir una carta?".

Estaba sucio, olía mal y había sangrado por la barbilla. Tenía la camisa sucia manchada de sangre.

El Quinca hablaba muy mal. No sabía expresarse apenas, pero los otros del barrio lo entendíamos bien, seguramente por la costumbre. No era un caso aislado. Con dificultad buscó en su bolsillo trasero del pantalón un papel, lo desplegó y me lo dio.

Yo leí ese papel manchado, arrugado y medio roto. En él pude ver que era una comunicación oficial del Ministerio de Defensa que lo llamaba a filas. Tenía que incorporarse dentro de seis meses: en el documento figuraba el día, la hora y el lugar en el que debía presentarse. "¿Qué? ¿Te vas a la mili?, -le pregunté-." "Eso me ha dicho mi hermana, que me han llamado. Nunca me ha llamado nadie para darme nada y, mira, ahora me llaman para la mili. ¡Tiene cojones!". "Yo no puedo ir", me dijo. "¿No puedes?". "No. Estoy enfermo". "¿Enfermo?". "Claro -me dijo enseñándome un brazo canijo-. ¿Tú qué crees?". Me pareció ver aflorar alguna lágrima. "Ya, Quinca. Pero piensa que, a lo mejor, te viene bien irte un año. Tal vez allí te puedan ayudar". "¿Ayudar? ¿Quién? ¿A qué? No. Yo no puedo ir ni ahora ni dentro de seis meses ni dentro de un año". Esto último me lo dijo con una voz temblorosa.

"¿Y qué vas a hacer? -le pregunté-". "Por eso he venido a verte. Como sé que tu estás estudiando, tal vez me puedas escribir una carta en la que cuente cómo estoy, que tengo que cuidar de mi abuela y que no puedo irme ahora a la mili, ¿vale?"

"¿Estás seguro, Quinca?". "Sí, Jose. No puedo irme ahora". "Está bien, Quinca. Yo te escribo ahora la carta. Tú, lo que quieres es solicitar una prórroga por causa sobrevenida o por enfermedad, pero yo no conozco los plazos". "No te preocupes de eso, que eso es cosa mía. Tú, escríbeme la carta".

Y eso hice. Me puse a la máquina de escribir y le compuse un escrito en el que fui contando todo lo que el Juani quería contarle a la Comandancia Militar acerca de su situación familiar y personal.

El Quincalla salió de mi habitación, dejando en ella su mal olor, que aún perduró durante más de tres días con la ventana abierta permanentemente y con dos botes de colonia de baño que tuve a bien airear, y con su carta doblada en el bolsillo trasero de su pantalón.

Creo que esa tarde se fue tranquilo, aunque no sé adónde. De hecho, no volví a verlo nunca más. Por otros, supe que el Quincanilla no se había incorporado a filas ni a los seis meses ni al año, que ya no vivía en el barrio, pero nadie sabía dónde se encontraba, que su hermana Dolores había seguido los pasos de su madre y que su abuela había fallecido un par de años después.

Nada más supe de él, hasta que un día, pasado al menos un año de la muerte de su abuela, leí una noticia en la prensa: había aparecido un cadáver flotando boca abajo en el Guadalquivir. La nota de prensa decía que respondía a las siglas J. M. P., y que alguien había filtrado su apodo, Quinquilla, decían los cabrones. ¿Alguien lo había arrojado al río? ¿Se había arrojado solo? ¿Se había caído? La polícía seguía con sus averiguaciones.

Entonces se me vino a la memoria aquella tarde en que el cascarria y todos los demás no dejamos al Juani jugar con nosotros al fútbol. Tal vez, tal vez...

domingo, 31 de diciembre de 2023

El beso:

 

En una ocasión me dijiste que yo era una persona muy imaginativa. Quizás tuvieras razón. Durante toda aquella tarde estuvimos en silencio, como si de pronto hubiéramos sido invadidos por una suerte de extraña congoja que nos hubiera obligado a recatarnos más de lo previsto mediante un inesperado voto de silencio. Mientras recorríamos la larga avenida poblada de moreras estériles nuestras palabras no llegaron a enlazarse más que en dos ocasiones: la primera fue para preguntarte "¿quieres pasear?", a lo que tú respondiste leve y dulcemente "sí, por favor". Eso fue a principios de la tarde. La segunda fue para constatar un hecho: "hemos llegado". A lo que tú volviste a responder "sí". Este corto "sí" fue pronunciado al borde del atardecer, cuando llegamos a la estación de la que tu partirías en breve. Pero lo peor no fue que sólo en dos ocasiones se enlazaran nuestras leves palabras en aquella funesta tarde de primavera. Lo peor fue que nuestras miradas no llegaran a cruzarse. Tal vez yo no fuera capaz de mirarte a la cara, de enfrentarme a tu boca, a tus ojos. Pero tú tampoco quisiste cruzarlos con los míos.

Cuando traspasamos el umbral de la estación, cuando salimos al andén despejado como la tarde que terminaba, íbamos de la mano, como dos novios cualesquiera, pero tú y yo sabíamos que a veces nada es como parece. Ahora recuerdo que la maleta me incomodaba mucho, que me estorbaba a cada instante. No por lo llena y lo voluminosa, no porque fuese muy pesada, sino porque era la tuya.

Nos quedamos uno junto al otro mirando hacia el cono de vértice lejano, infinito, que dibujaban las vías del tren, ausente aún. No tardaría mucho en llegar, aunque yo recuerdo ahora que a mí me pareció entonces un tiempo muy largo el de su espera. Mientras tú intentabas forzar en tu imaginación la unión de los dos raíles en un punto más allá del infinito, yo, en un vano intento de alejarme de ti, de desprenderme, quise poner mis ojos en las otras personas que, en ese preciso instante de nuestras vidas, en ese instante de ruptura, de despegue definitivo, habían tenido la ocasión o la necesidad, tal vez, de acudir a nuestra cita para contemplar, si así lo hubiesen querido o siquiera sabido, el adiós definitivo entre dos seres que nunca dejaron de amarse. Recuerdo a un joven adolescente que estaba sentado en uno de los bancos del andén: tenía su espalda curvada y su cabeza hacia abajo, los antebrazos apoyados en los muslos y las manos anudadas entre sus rodillas. Recuerdo también a una pareja muy arreglada y bien vestida, de unos cincuenta años cada uno, juntos, pero no agarrados de las manos. Estaban en actitud de espera. Miraban ambos a la lejanía, al rumor del tren que estaba por llegar. No llevaban maletas ni bolsos. Debajo del sombrero de él aparecía un enorme bigote, tan grande que parecia falso, como de un mal disfraz. Había también una anciana. Estaba al otro extremo del andén. Debía haber entrado por otra puerta de acceso, una que diera al jardín exterior. Y allí se había quedado la mujer, en silencio, pero observándolo todo, poniendo atención a todo lo que ocurriera: al joven, al matrimonio, a nosotros.

Creo que el hombre del sombrero y del enorme bigote fue el primero en percatarse de la llegada del tren. Antes de que tú pudieses verlo sobre los raíles, él ya le dijo a la que parecía su esposa "ahí viene". Entonces la agarró a ella de la mano. El joven no se movió siquiera. Ni levantó la cabeza ni dirigió su mirada a ningún sitio más que al suelo de albero del andén. La anciana quiso avanzar un paso, pero al instante decidió que era mejor quedarse en el lugar que ocupaba, escrutándolo todo con evidente nerviosismo. Tú, entonces, te giraste levemente y me miraste, ahora sí, a los ojos para decirme "aquí está. Me marcho". Yo no supe qué decir y preferí callarme. Tal vez nunca fuese tan imaginativo como tú creías.

Una vez que el tren se detuvo en el andén de la estación, yo te di tu maleta y, sin darme un beso, me dijiste, "adiós, Miguel", y con un ágil movimiento te aproximaste a la puerta más cercana, subiste los escalones y fuiste devorada por el vagón. En ese instante creí ver un fogonazo que salía de la boca de la locomotora, como si ésta fuera un auténtico dragón. Después creo que me giré para no mirarte y acabé derrumbándome en el banco más próximo. Ya sentado pude ver cómo te movías por el interior del vientre del dragón hasta que encontraste el lugar adecuado para depositar tu maleta, abrir la ventana y, ahora también sí, lanzarme un beso con tus labios y con tu mano. Yo vi cómo ese beso cogió impulso con el soplido de tu boca y cómo salió revoloteando con formas y colores brillantes, elevándose.

Cuando el tren partió de la estación, dejándome en aquel banco de hierro, que ahora forma parte íntima de mi vida, como forman parte de ella mis manos, tu piel o tu sonrisa, pude ver cómo ese beso tuyo fue transformándose en mariposa de colores y sin dirección aparente, caótica, ésta fue describiendo en el aire del final de la tarde curvas bruscas, espasmódicas. Esta mariposa de colores fue a posarse sobre la copa del sombrero del hombre de enorme bigote, después rozó la mejilla de su señora y en ese instante ella le acercó sus labios a él y le dio un beso que él recogió con evidente deseo. No quiero decir que el roce de la mariposa en la mejilla de ella fuese la causa del beso que ella le diera a él; quiero decir lo que digo, que coincidió el roce con el deseo de ella de darle un beso a él y con el deseo de él de recibir ese beso por parte de ella. Después el besomariposa siguió volando azarosamente hasta posarse en las manos caídas del joven de mirada gacha. Yo vi cómo éste levantó la mirada hacia el horizonte durante unos segundos, para después elevarla hacia el cielo. En ese instante su boca llegó a esbozar una sonrisa. Finalmente la mariposa o el beso se decidió a buscar la salida del jardín y allí se cruzó con la anciana quien, suspirando de alivio, marchó con ella revoloteando sobre su cabeza hacia fuera, hacia el jardín.

Yo permanecí en el banco, solitario. Ningún beso me llegó de tu mano blanca, ninguna mariposa tuvo a bien dedicar un instante a saludarme desde su vida breve.

A veces, al caer de la tarde, acudo a esta estación a intentar reencontrarme con ese beso tuyo que se quedó flotando en el aire convertido en mariposa. No hay tarde de primavera que no llegue a este andén, buscando no sé, una cita imposible, tal vez, y me encuentre con un beso ausente flotando en el aire como ese beso tuyo que salió de tus labios para decirme adiós. Por esto, puedo decir todo lo que dura un beso: un beso dura siempre, incluso si nunca fue recibido.


Estrecho sendero:

 

A Maribel.


"Siempre se adelanta la imaginación a la realidad".

(Baltasar Gracián: El Criticón. Segunda parte, crisi primera).


Esta noche he soñado que alguien me asaltaba por detrás y me rebanaba el cuello. Yo iba por un estrecho sendero entre dos pendientes pedregosas. Sabía que no caminaba solo, pero no veía a nadie. También oía voces, pero ni las entendía ni parecían venir hacia mí. No llegué a caer a tierra, aunque tuviera el cuello completamente cortado, con la yugular sangrando. Notaba la corriente caliente brotar y chorrear por mi cuello y mi pecho, por mi mano izquierda también. Miraba cómo las gotas caían a la tierra, empapándola. Pero yo me mantenía en pie. Sentía que me faltaban las fuerzas y que apenas si podía respirar, pero tanto mal no era suficiente como para hacerme caer. Seguí andando por el estrecho sendero, a pasos cortos y poco firmes, pero con decisión, o tal vez fuera la inercia de mis pasos anteriores. No llegué a ver la cara de mi asaltante, pero recuerdo su olor a sucio, a cabellos quemados, a arena seca.

Después de un par de recodos o tal vez fueran muchos más -en mis sueños nunca distingo con claridad las veces que ocurren los hechos que se repiten, si es que verdaderamente, quiera significar esto último lo que quisiera en un sueño, se repiten- pude ver a una joven con forma de pez en lugar de piernas y con largos cabellos que dirigiéndose a mí me dijo:

  • Por fin llegaste, caballero. Hace días que te estoy esperando.

  • ¿Hace días? ¿Y vos quién sois? ¿Acaso usted, bella dama, conocía el sendero que yo escogería?

La extraña y bella mujer sonrió mostrando sus dientes. Parecíame menos bella cuando reía. Pronto pude ver que no estaba apoyada sobre las rocas de las paredes. Más bien parecía flotar a un lado del camino. Aprovechando que su falsa sonrisa me advertía de alguna maldad encubierta, seguí caminando sendero abajo, mientras reflexionaba en silencio:

  • Esta falsa sirena, o Falsirena, algo quiere, pero lo que ella quiera, sea lo que fuera, no se lo puedo dar yo, que todo mi empeño y cuidado están en llegar al final del sendero y poder ver qué puedo hacer con este cuello cortado, porque siento cómo la vida se me va mientras riego con pena la vereda que recorro sin sangre, aunque con honor.

  • Además, seguí pensando, nunca me convencieron las mujeres bellas que sonríen con la boca cuando penan u odian con los ojos. Tampoco las que no muestran sus piernas, porque en el lugar de ellas lo que las conducen son escamas de peces.

Como pude seguí caminando y al siguiente recodo, tras el ruído de muchas voces sin concierto y sin nadie que las proclamara pudo destacarse un charlatán de luega barba. Su mirada amistosa y su boca cerrada no dejaban de pronunciar en silencio un lema que decía:

  • Ven hacia mí y sígueme. En mí hallarás el camino que te conducirá a Felícitas.

Después de mirar sus ojos fijamente mientras me iba acercando a él y una vez que las voces se fueron silenciando, pude decirle:

  • ¿Quién eres, venerable anciano? ¿Por qué estás esperándome junto a mi camino y por qué me miras tan fijamente?

  • Ya te lo he dicho. Soy quien puede conducirte hasta Felícitas. Cree en mí, sígueme y al final hallarás la dicha de las dichas.

  • ¿Y por qué hablas sin abrir la boca? Acaso tienes la virtud de llenar mis pensamientos desde la distancia, sin decir palabras. ¿Acaso puede ser lo que no se puede decir?

  • No renuncies a mí, llegó a decir, ahora con palabras. No seas ciego.

  • Confieso que me tienes algo atrapado por tu seductora mirada, pero, verás, no creo que tu amada Felícitas, sea también la mía. ¿Qué sabes tú, por muy sabio que fueses, del sendero que recorro? Apártate de mi camino, que es distinto del tuyo.

Y diciendo esto seguí al paso por el camino de tierra en ese angosto valle entre rocas.

Creo que entonces el camino se hizo largo. Mucho trecho debí recorrer, paso a paso, una larga distancia sin que nadie me acompañase ni me hablase. Ya muy cansado y casi exangüe pude llegar a un arroyo de agua clara. Quise beber, pero esto era negocio imposible: ¿cómo beber con un cuello cortado? Hasta en mis sueños muestro siempre unos delicados trazos de racionalidad.

Decidí sentarme, triste, apenado como Deméter en la roca Agelasta, en una piedra junto a la orilla del arroyo. Recuerdo que estuve meditando largo tiempo, pero nada se me venía a la cabeza. ¿Después de tanto caminar y venir a parar a este pénsil de frangantes aromas y de agua tan clara como fresca, nada se anima a poblar mi mente? Y, en diciendo esto a voz en grito, una joven, desde lejos, fuese acercando con sencillo ropaje y una guirnalda de flores sujetándole el cabello. Ya más de cerca pude contemplar su sonrisa y su mirada, francas, conocidas. Eras tú que me estabas despertando de este pesado sueño con un beso de amor mientras me decías:

  • Cariño, creo que estás teniendo una pesadilla. Vamos, despierta y abrázame.

Solo entonces comprendí que había llegado al principio de mi sendero.

domingo, 26 de noviembre de 2023

Miedo:

 


  • Crucé la frontera en silencio y mirando hacia atrás. Al pasar al otro lado comprendí que me estaba marchando sin despedirme de nadie, ni de mis conocidos ni de mi familia, y esto me mantenía en una incertidumbre incómoda, en una suerte de congoja que no sabía o no podía domeñar. Nunca había sentido nada igual. Yo era un hombre frío y cabal, o eso creía, serio y de firmes convicciones, pero... en ese justo momento, sintí por primera vez, creo, algo parecido al miedo.


Después de meditarlo unos minutos concluyó que:

  • No era verdaderamente miedo, que tal vez fuese más aproximado a la verdad llamarlo duda o vacilación -dijo-. Seguí avanzando por la vereda que me alejaba del país sabiendo que ni la duda ni la vacilación tenían nada que ver con mi deseo de volver a ver a mis padres y hermanos, y a mi novia Mercedes. Entonces no sabía que no volvería a verlos nunca. A veces, la ignorancia es un consuelo para el espíritu, -concluyó-.


Sesenta años después de aquella noche, el viejo Pedro Tinajas Nervudo, apodado el Tinajero por sus convecinos de Carrascalejos, recordaba con la voz temblorosa y sin rencor ni remordimiento aquel momento de despegue, o de desenganche, como él decía, de su pasado español. Después de muchas vicisitudes acabó instalándose en la ciudad francesa de Tourcoing, junto a la frontera de Bélgica, donde residió el resto de sus días.

Antes, yo, su nieto, le había preguntado:

  • Abuelo, ¿has sentido alguna vez miedo?

Él preguntó levantando los ojos hacia mí:

  • ¿Miedo?

Después de un prologando silencio recordó lo de su paso de la frontera en su salida de España. Para sumirse después en otro prolongado silencio.

El abuelo Pedro siempre fue un hombre de pocas palabras y de mirada insistente, más no insolente, insistente por interés, no por soberbia. Lo cual no le evitó nunca pocos problemas, aunque en alguna ocasión, tal vez, le salvase la vida.

Más tarde le volví a preguntar:

  • Abuelo, ¿tampoco sentiste miedo en el bombardeo de París?

  • ¿El bombardeo de París, dices? Sí, recuerdo. Eso fue a principios de verano del año 40. Lo sé porque nuestra guerra ya había concluido y el dictador ya estaba colocado en su lugar de privilegio. No fue hasta ese verano que no comprendí que tardaría muchos años en regresar al pueblo y en volver a ver a Mercedes. Nunca volví. Y nunca la vi más. Yo le envié algunas cartas. Pero nunca recibí, en aquellos años, ninguna de ella. La única que me llegó de ella fue después de la guerra, en el 46, en la que me pedía que no le escribiera más, que su vida ya era otra y que era feliz, escribió.

  • ¿Qué recuerdas, abuelo, del bombardeo de París?

  • ¿De París?, sí. Sonaban de noche las sirenas. El principio del verano en el norte de Francia es hermoso. Los días largos tienen unas tardes de aire limpio y de olor a heno. Las noches eran hermosas. Los españoles solíamos reunirnos en un bistró al otro lado del Sena, cerca del Square Viviani y su vieja acacia. Después de las sirenas los aviones sobrevolaban la ciudad y lanzaban sus bombas. Todo lo invadían. Muchos eran los que corrían, otros nos quedábamos quietos, esperando, aguardando a que acabaran las explosiones para seguir en lo que estábamos, que no era nada, lo de siempre, juegos de cartas, tabaco, unos vasos de vino, canciones, risas, sobre todo risas. Así, creíamos, evitábamos pensar. Era una forma de apagar nuestra nostalgia, creo.

  • Sí, abuelo, pero entonces ¿sentiste miedo?

  • ¿Miedo? No creo, eso no era miedo. No podíamos enfrentarnos a los bombarderos. No puedes sentir miedo ante lo que no puedes oponer resistencia alguna. El miedo, creo, tiene que ver con la posibilidad de vencer. Si no la tienes, no puedes más que seguir adelante y esto anula el miedo.

  • Sigue contándome, abuelo. En otra ocasión me dijiste que fuiste detenido por los soldados alemanes.

  • No. Eso no fue así. Nunca fuimos detenidos. Es verdad que nos cercaron en Lozère. Allí cayeron muchos españoles. Fue un verdadero baño de sangre. Nos masacraron. Algunos conseguimos escapar porque quedamos fuera del cerco. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos casi todos rodeados. Después... ruido, carreras, sangre, gritos de dolor y muerte. Tampoco entonces sentí miedo. Recuerdo que solo quería escapar, salir de allí como fuera, de aquella trampa de cadáveres y fuego.

De repente, el abuelo Pedro cerró los puños y dijo:

  • Pero sí. Tienes razón. Una noche pasé miedo. Fue en Burdeos. Al poco de cruzar la frontera. Una noche en que tenía que cruzar el Garona por el Pont de Pierre. Iba solo. Hacía mucho frío. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y un pitillo entre los labios. En medio del puente, una voz llamó mi atención. "Hey vous! Où vas-tu?". La voz había salido de una sombra que dejaba una farola con los cristales rotos. Un soldado francés se acercó a mitad de la vía. Entonces pude verlo. Era grande y de barba rala. Parecía bebido. "Voyons! Documentation". Yo no llevaba documentación alguna. Me quedé petrificado en la acera. Solo tenía tres posibilidades: o me arrojaba al río, imposible; o salía corriendo hacia la otra orilla, imposible también porque no sabía cuántos soldados más había ni dónde, o me enfrentaba al soldado. Me acerqué a él sin sacar las manos de los bolsillos de la chaqueta y encogiendo los hombros, como para hacerme más pequeño. "¿Perdón?", le dije. El soldado esperó a que me acercase a él con los hombros encogidos. "Documentation!", repitió. "Disculpe, señor", le dije. "No comprendo su idioma. Soy español". "Espagnol?", volvió a preguntar el soldado. Me miró con una sonrisa asimétrica en la cara. Sus ojos miraban sin centrar mucho la atención en los míos. Yo no dejaba de mirarlo. En ese momento, creo, sentí miedo. No sabía lo que iba a hacer ni lo que podía pasar. No dejaba de mirarlo. Él dio un corto paso hacia un lado. Y yo le dije: "¡Buenas noches, señor!", y comencé a andar en dirección a la otra orilla. Ya no miré hacia atrás. Me esperaba cualquier cosa: una voz, un grito, un disparo,... Pero nada de eso ocurrió. Conforme me iba alejando de aquel punto la imagen de Merceditas fue acompañando a la sangre que volvía a brotarme por las piernas, por las sienes, por las manos, por la cara. Creo que me entró calor, aunque no llegué a sacar las manos de los bolsillos, tal vez, porque no quería moverme más que lo necesario para escapar de aquel lugar. Sí, esa noche pasé verdadero miedo, quizá porque no sabía qué me podía pasar ni qué podía hacer, sabiendo también que algo tenía que hacer.

Olor a mar:

 


Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje”.

Luis Cernuda, Ocnos.


Hace una semana, o dos, te dio por recordar:

Tal vez la causa fuese el olor del mar, el olor del mar de tu infancia. O el color del aire y la luz del día.

De pronto, tras la resaca de una ola, te viste reflejado en la arena de la playa. Eras entonces un niño de cuatro, cinco años. Muy delgado. El pelo rizado. Mofletes. Sonrisa permanente. Recuerdas que en la fina arena mojada de la orilla, durante la bajamar, tus pies se hundían hasta los tobillos. Tú corrías hacia tu madre, con su bañador negro, como su pelo. Estaba agachada a unos cincuenta metros de ti, junto a unas rocas y buscaba algo. Cuando llegaste hasta ella, comprendiste que solo estaba aguardando. Tenía las manos juntas, formando un cuenco, dentro del agua. Al acercarte se puso de pie y te enseñó lo que contenían sus manos: un camarón vivo, que de un salto cayó al agua. Tú te asustaste, pero ella, recuerdas, te dijo: “No tenga miedo, no hace nada. Mira. Pon las manos así, como si fueras a coger agua. Acércalas muy despacio a las rocas y espera. Pronto un camarón se acercará a ellas. Cuando lo tengas en el cuenco de tus manos, solo tienes que levantarlas y sacarlas del agua. Pero ten cuidado que saltan mucho porque quieren escaparse”. Crees que te pasaste toda la tarde pescando y liberando camarones.

Madre, pensaste, tú me enseñaste a soñar: Desde hace una semana o dos sueño que un lazo, o tal vez sea un cordón, sale de tu piel y llega hasta la mía, nos conecta de nuevo y mi pensamiento se une con el tuyo y mi sueño es tu sueño. Y así me quedaría siempre: contigo, madre, pero en ti. Mi mano sobre tu mano. Mirando las cosas nuevas a través de tus ojos sabios. A través de tus manos y de tus ojos, de tus sueños y de tu mirada, yo empecé a comprender, madre, pensaste. ¿Y si tu corazón latiese de nuevo para los dos?, preguntaste.

En tu recuerdo de ahora no es el tuyo el corazón que escuchas, es el suyo, el de tu madre, que también es la mía, el que late también para que tú puedas vivir.

¿Cómo, si no, he podido vivir los últimos veinte años, madre?, te preguntas. En mi sueño, madre, desde tu frente brotaba un cordón umbilical transparente, como el cuerpo de los camarones, y llegaba, retorciéndose por el aire, y superando todos los obstáculos, las sillas, los marcos de fotografías, las cajitas de madera, la vajilla, llegaba hasta mi frente, y así era como nos conectábamos, como nos uníamos en un sueño imposible, en un abrazo incorpóreo y vital.

De esta unión que olía a mar, y sabía a mar -seguías contándote como se cuentan los silencios-, nacían decenas de flores, que iban cubriendo con sus pétalos tus brazos de madre y los míos, que embellecían lo que tus ojos y mis ojos miraban, y que adornaban tus palabras en tu dulce nombrar el mundo. Madre, no quisiera que este sueño tuviese un despertar, dijiste. Tal vez no sea yo quien viva a partir de tu corazón de madre, tal vez seas tú quien aún sigues viva a partir de mi recuerdo del mar, de las nubes blancas, del color del cielo, del olor a mar y de los camarones traslúcidos que saltaban de mis manos para lograr escapar de mis manos de niño. Los sueños, sentenciaste, deben tener la utilidad de impedir el olvido cuando la memoria empieza a perderse por los extraños senderos de lo cotidiano y de lo urgente. Como si nunca hubiera nacido, madre, deseaste. Como si siempre hubiera vivido dentro de ti.

Deterioros:

 

Al principio ella se sentía muy fuerte y voluntariosa, animada, incluso, y le mostraba mucha paciencia o, al menos, eso pretendía. Le hablaba a él muy despacio. Se paraba a escucharlo. Lo miraba. Aunque su boca y sus labios no parecían los mismos. Esperaba a que sus palabras le fuesen saliendo de la garganta: deshechas, torcidas, amputadas, retomadas, lentas. Pero ella esperaba. No le hacía precipitarse. Con paciencia, le dejaba hacer, le dejaba pronunciar. Le daba importancia a lo que él le decía. Lo atendía y lo esperaba en silencio. Después le respondía despacio, pronunciando cada sílaba, cada letra, para que él no se perdiese. El diálogo iba desarrollándose o hilándose con todas las dificultades, pero seguía desanudándose, con parsimonia. Y, así, hora a hora y día a día. No obstante, poco a poco, ella fue cansándose. Primero empezó a perder la paciencia con su falta de comprensión: tenía que repetirle todo dos, tres, cuatro veces. Y repetírselo despacio, pronunciando cada sílaba. Y con las mismas palabras. Sin modificar ninguna. Y después tenía que esperar a que él le respondiera. Esperarlo con paciencia. Esperarlo a que terminara sus frases sin hacer ni decir nada. Solo esperando simulando su atención por él, por lo que tenía que decir, por lo que de hecho decía. Mas lo peor no era esa espera paciente e inútil, porque día a día y semana a semana, observaba cómo cada vez el deterioro iba en aumento: cada vez tenía más dificultades para entender lo que se le decía o para hablar si era el caso de que hablara. Lo peor era que comenzaba a no decir nada con sentido: olvidaba letras o las cambiaba por otras; en lugar de decir “quiero comer” decía “jiero jomer” o algo así; después cambiaba palabras o las olvidaba y las sustituía por las que se le venía a su cabeza. Decía, por ejemplo: “No me craigas la vieja”. Ella tardó siglos en entender lo que él quería decirle con tanta dificultad que ya no lo soportaba más, creía. Al final, llegó a la conclusión de que siempre le quería decir lo mismo. Tal vez ella se dejara llevar por la molicie o por la desesperación o por la imposibilidad de atenderlo más o por el cansancio o la humillación. Siempre entendía que le decía algo así como: “No me dejes solo” o “No te vayas”. Y ella no podía moverse de su lado. Y no podía dejar de hablarle muy despacio, para tapar su voz, para callarlo, para que no le dijera nada más o para no oír lo que él le decía a cada instante, con su voz seria y grave, con su boca y sus labios que tan bien conocía, pero que ya no conseguían decir nada inteligente o comprensible. Después dejó de decir nada. No hablaba y tampoco parecía que entendiese nada. Así estuvo días, semanas. Ella le hablaba, incluso le cantaba; él la miraba, a veces, pero no abría la boca. Pasaron semanas sin que dijera nada. Ella ya no sabía qué decirle, qué cantarle, qué hacerle. Le apretaba las manos y los brazos; le cogía la cara, y, sobre todo, le miraba a los ojos. Hasta que un día él, de repente, mirándola fijamente, dijo, con su voz grave y recia, con sus ojos inocentes, como de niño, con su boca y sus labios de siempre, como si fueran los de siempre, los suyos. Dijo: “Vete”. O, al menos, cree ella que eso fue lo que dijo. Y ya no ha vuelto a decir nada más. También ha dejado de mirarla ni quiere que ella lo mire. Cree que esta fue su forma austera, simple, directa y cansada de decirle adiós, que todo se acabó, que no podía más, cree.

sábado, 28 de octubre de 2023

Oración fúnebre:

 

Cuando era niña, no sabía si con cinco o con seis años, tal vez con siete, vio en el libro de religión de la escuela un dibujo. Era uno de esos libros que en lugar de fotografías tenía viñetas de colores simples y escasos (no más de cuatro), y rasgos sencillos. Los personajes que aparecían eran siempre los mismos, pero en distintas posiciones y escenas, somo si pertenecieran a una saga o a una historia teatral. Quien hacía de Noé era el mismo que también aparecía como Moisés. Jesús era otro distinto, de rostro más joven y también aparecía como Adán. Lo que le llamó la atención fue el dibujo que representaba a éste, a Adán y a Eva, él cubriéndose el pubis con sus dos manos mientras echaba a andar con lágrimas en los ojos después de escuchar la sentencia de expulsión del paraíso. Ella, tal vez la misma que en otras escenas representaba a la Virgen, tapándose igualmente el pubis con su mano izquierda, mientras que con la derecha iba cubriéndose el rostro. Seguramente Eva no querría que nadie la viera llorar. Como siempre le pasó a Marta, nuestra amiga. Y no le importaba siquiera mostrar a todos sus pechos. O tal vez los pechos, entonces, no pertenecieran a las partes pudendas que las mujeres debieran proteger de las miradas indiscretas. Recordaba que, de niña, las madres no mostraban pudor en este sentido, se sacaban el pecho en cualquier lugar, en la plaza de abastos, en un banco del parque, en casa de una vecina,... y daban de mamar a su hijo pequeño sin dejar de hacer lo que estuvieran haciendo. Desde entonces siempre, decía, le había perseguido esa imagen del libro de texto de religión: el rostro de Eva tapándose el pubis y el rostro, mientras iniciaba la andadura que la conducía, a ella y a todos sus descendiente, indefectiblemente, bíblicamente, fuera de las márgenes del paraíso. Tal vez ella siempre se había sentido expulsada de no sé qué paraíso, avergonzada por ello, sin saber por qué, y no importándole nada que todos pudieran ver sus pechos menudos si, a cambio, podía ocultar sus lágrimas.

Unos años después, no muchos, recuerda que tuvo que salir de clase igual que Eva: no pudo aguantar más y, en medio del aula, cuando todos la miraban resolver un problema de matemáticas, se le aflojaron los esfínteres, y comenzó a orinarse encima. Como Eva, salió del aula tapándose con su mano izquierda la mancha de humedad, mientras que con la otra se tapaba el rostro para que, aunque tímida, orgullosa, nadie pudiera ver sus lágrimas.

Tal vez siempre se sintiera así, expulsada de algún cercano paraíso de cálido hogar o de feraz huerto o jardín, y avergonzada ante todos de sus lágrimas que, con seguridad, no sabrían o podrían impedir el fatal desenlace del destierro o de la vergüenza ante todos por haber ocupado un lugar al que no tenía derecho o, peor aún, que usurpaba a alguien y que todos acababan advirtiendo.

“¿Nunca nadie ha sido invitado a una fiesta por error? ¿Y ha comido y bebido como todos, disfrutado como todos, sabiendo que no pertenecía a ese lugar, que no eran para ella esos cuidados?”, preguntó una vez mientras tapaba su cara cuando tomábamos café en una confitería del centro y ella decidió preguntar. ¿No os acordáis? Estaba yo, pero también estabas tú, Luisa, y tú, Micaela. ¿No os acordáis? Creo que ella siempre se supo expulsada o desterrada dondequiera que estuviese, como si nada de lo que le ocurriera debiera estar destinado para ella.

Hace unos años, su madre, que aún vivía, le contó una historia que luego, unos meses después, me contó a mí. Ella siempre dijo que era la historia que, sin saberlo, había configurado su vida. Según le contó su madre, ella había nacido junto a su hermana. Es decir que primero su madre parió a su hermana y después la parió a ella. La hermana murió a las pocas horas de nacer por un problema de corazón, me dijo. Pero ella siguió en este mundo, agarrándose a él como pudo. Yo creo que ella creía que había nacido para ocupar el lugar de su hermana, para ocupar un lugar que no era el suyo. Y que por mucho que hiciese o se esforzase, nunca conseguiría hacer que lo fuera. Siempre se había sentido como si ocupase un lugar que no le correspondía o le pertenecía. Tal vez ella creyese que todo el esfuerzo no conseguía nunca hacer olvidar que había sido invitada a un lugar para el que no tenía capacidad o mérito o valía o no sé qué.

Juanito, su éx, me dijo un día que, cuando decidieron separarse, ella se marchó de casa sin dejar escapar ni una sola de sus lágrimas. ¡Y todas sabemos lo que ella quería a Juanito! Sólo cuando hablaba de él se la veía alegre y contenta, con ganas de hacer o de decir lo que fuese. Entonces nunca se cansaba ni se enfadaba. Pero se ve que Juanito no estaba tan enamorado de ella como ella lo estaba de él. Entonces no opuso ninguna resistencia, ni se interesó siquiera por quién era su rival, ni por saber si la conocía o si era más joven o más simpática o más guapa. Simplemente bajó sus brazos y salió de su apartamento para no regresar, sin volver siquiera la mirada, sin decir adiós ni nada. Salió como si la hubieran cogido en un lugar al que no perteneciera, como si fuera una usurpadora en su propio hogar.

Y ahora,... ahora Marta se ha ido igual que vivió. Sin decir nada, sin hablar, sin decirnos nada de su enfermedad, sin llorar ni haciendo llorar a nadie, creería ella. Como si la vida no le perteneciera por derecho, como si la hubiera vivido sin merecerla, como si la hubieran invitado a ella por error. Por ello, ante su féretro, no puedo menos que decir: “Marta, tal vez tú no quisieras que te viéramos llorar, pero lo que no puedes evitar es que todos ahora lloremos por ti. Así que, si tu alma o tu espíritu está sobrevolando este lugar, no podrás conseguir que nuestras lágrimas no sean visibles desde donde quiera que estés. Siempre fuiste una de las nuestras y siempre te tendremos presente en nuestras plegarias, en nuestras cenas, en nuestras reuniones, y en nuestras palabras y pensamientos, porque siempre estuviste en el lugar que te correspondía. Descansa en paz, amiga”.

El doble o Carta de Ignacio de Vicente y Salazar a quien la leyere:


Permítanme que me presente: me llamo Ignacio de Vicente y Salazar, tengo 45 años, esposa, dos hijos y una fortuna que supera los veinte millones de euros, aunque en este momento, y por circunstancias que ahora paso a explicarles, no tengo ni para comprar apenas una pieza de pan. Siempre he sentido una atracción irrefrenable hacia las nuevas experiencias. ¿Cuáles? De todo tipo: desde el LSD a la cocaína pasando por todos sus derivados, desde el puenting al paracaidismo, el vuelo sin motor o el salto libre. Nunca he dicho “NO” a nada. Siempre he entendido la vida como una aventura o como un experimento continuo o como un reto irrenunciable.

Hace dos meses o algo menos, no sé, en mis días actuales pasan muchas cosas y esto hace como si se alargasen desmesuradamente, hace dos meses, quizás, repito, alguien me telefoneó desde un número desconocido. Cuando descolgué el teléfono, desde el otro lado, una voz masculina y vagamente familiar preguntó: “¿Ignacio de Vicente y Salazar?” “Sí -respondí-. ¿Quién es usted?” “Eso ahora no tiene importancia. Necesito verlo. Tengo que hacerle una proposición que sé que no va usted poder rechazar”. “Mire, ahora no tengo tiempo de atenderlo. Tal vez en otro momento”. “No le haré perder su tiempo -me interrumpió-”. E inmediatamente me indicó una dirección: “Calle Sorpresa, frente al número 96”, añadiendo: “mañana, a las diez”. “Oiga, pero...” No pude seguir hablando, porque desde el otro lado el hombre de voz extrañamente familiar cortó la comunicación.

¿Qué ha sido esto? -pensé-. Debe de ser algún loco o alguien que se ha equivocado. Pero... Sabía mi nombre y mi número de teléfono. Parecía que me conocía. Bueno... en fin... pasemos a otra cosa y dirigiéndome a mi habitación le pregunté a mi mujer: “¿No me dijiste ayer que hoy saldríamos de compras?” “Sí, te lo dije, pero ahora no tengo ganas. Ven cariño, dame un beso -dijo con esa su voz de a veces en que manifestaba débilmente una vaga sensación que pareciera de culpabilidad”.

Mientras hacíamos el amor en nuestra alcoba no dejaba de darle vueltas en la cabeza a la misteriosa llamada de teléfono que acababa de recibir y eso que Mónica, mi esposa, se mostraba especialmente amorosa.


Al día siguiente, sin apenas haber dormido, más desasosegado de lo que general y usualmente me ocupa, incluso antes de mi primer vuelo sin motor, antes también de la primera vez que me introduje en una caverna de más de cinco kilómetros de pasadizos, de pendientes y de grietas tan estrechas que apenas cabía un cuerpo de perfil, al día siguiente -repito- de esa llamada se produjo en mí un vértigo que entonces no podía comprender, pero que desde ese momento, como ahora, me tiene abatido, derrotado, quizás. O no.

Después de una ducha rápida, salí de casa y me dirigí a la calle Sorpresa, número 96. No estaba lejos. Por el camino fui pensando en quién sería el hombre del teléfono, en por qué yo me dirigía hacia donde me había dicho y finalmente en cómo llegaría a reconocerlo.

El número 96 de la calle Sorpresa era una cafetería. No había nadie en la puerta. Decidí entrar a mirar. Dentro solo una camarera ocupada en secar vasos. Nadie más. Pregunté: “¿Suele estar esto tan vacío?” La mujer levantó su mirada y dijo: “A estas horas, sí”.

Me giré pensando: “Vaya broma estúpida y qué estúpido soy yo”, mas... al salir a la acera, frente a mí, me encontré literalmente con un espejo. Un hombre al otro lado de la calle que era exactamente igual que yo: la misma altura, la misma cara, el mismo porte,... una réplica exacta salvo por su ropa, más vieja que sucia, y por su pelo corto, pero alborotado. Me quedé impresionado por esta extraña visión. Había escuchado a veces decir que existían personas que se parecían mucho, pero ¿tanto? No podía ser. Debía ser mi gemelo -pensé-, aunque nadie me había dicho nunca nada al respecto. Yo era hijo único. O eso, al menos, es lo que me habían dicho siempre mis padres. Él, en cambio, mi otro yo, no parecía sorprendido. Giró sobre sus pies y se dirigió hacia el fondo de la calle. Yo lo seguí en silencio y a corta distancia. Después de varios giros me coloqué a su lado justo cuando nos adentramos en un parque. Las sombras que proyectaban nuestros cuerpos eran exactamente iguales. El hombre no decía nada. Yo tampoco.

Una vez en la parte más frondosa del parque, el hombre se detuvo, se giró hacia mí y me alargó la mano para que se la estrechase. Cuando lo hice, un escalofrío me recorrió la espina dorsal.

“Me llamo Facundo Fernández Cansado y estoy desesperado”. “Vengo arrastrando problemas económicos desde hace varios meses y usted, tal vez, pueda y quiera ayudarme”. “Me encontré con usted hace tres semanas y me quedé tan sorprendido de nuestro parecido como lo está usted ahora”. Después guardó unos minutos de silencio. Yo no paraba de mirar su rostro, sus gestos, su rictus. Eran milagrosamente iguales que los míos.

Después el hombre siguió diciendo: “Estoy casado igual que usted e igual que usted tengo dos hijas”. “Un giro inesperado en mis acciones me ha dejado en la más absoluta ruina. Nunca he sido rico, pero tampoco tan pobre como ahora. Mi mujer no sabe nada de esto. Hace tres semanas lo vi a usted saliendo de su casa, junto a su mujer, y me quedé impresionado. Desde entonces he estado siguiéndolo, observándolo e indagando por usted y por su vida. Hasta que finalmente ayer me decidí a telefonearle y a citarlo”. “Puede usted ayudarme. Sé que tiene usted dinero de sobra. Tampoco yo necesito mucho para salir del paso. Quince mil euros, tal vez diez mil. Le quiero proponer una aventura como usted no ha vivido jamás. Hacer de mí durante una semana, mientras yo lo sustituyo a usted por el mismo tiempo. Le prometo que respetaré a su mujer y cuidaré de sus hijas. No interferiré ni en sus negocios ni en sus amistades. Pasada esta semana usted recuperará su vida y volverá a ser quien ahora es. Pero, en cambio, usted, durante esa semana, podrá disfrutar de la aventura de ser una persona distinta por un tiempo limitado. Podrá hacer con mi vida, que ya no vale nada, lo que quiera y yo volveré a ella transcurrido el tiempo: esté ésta como usted me la haya dejado. Después no volveremos a vernos, no volveré a molestarlo. Tengo previsto abandonar el país para no volver jamás”.

Yo me quedé mudo. No sabía qué decir. ¿Estaba definitivamente ante un loco? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué proposición era aquella? ¿Cómo podía nadie ofrecer semejante negocio? Antes de salir de mi anonadamiento mi copia siguió diciendo: “No me responda usted ahora. Mañana a las diez en punto nos podemos volver a encontrar en este mismo lugar del parque y entonces usted me dice. Pero piense en que es una promesa de aventura que, de rechazarla, probablemente no podrá vivir usted jamás”. Dio media vuelta y se marchó por la avenida del parque que daba al oeste, caminando lentamente con las manos en los bolsillos. Sentí que era yo quien se marchaba, pero con un caminar más pausado. Mi espalda por detrás era más ancha de lo que yo suponía.


Al día siguiente, más descansado, dado que había logrado olvidarme del tipo, o eso creía, y había dormido profundamente, decidí que no iba a acudir a la cita propuesta. Asunto concluido, acabado, olvidado. Eso pensé entonces.

Pero a las doce del mediodía sonó mi teléfono personal. La llamada procedía otra vez de un número desconocido, pero a mí me parecía que era el mismo que me llamara dos días antes. Nuevamente decidí que no respondería a la llamada. Apagué el móvil y me dirigí a la habitación donde se encontraba mi esposa. Ella estaba sentada en la cama de espaldas a la puerta. Parecía mirar a la ventana, pero cuando me acerqué a ella para besarla, ella se retiró un poco y pude notar sus ojos brillantes. “¿Estás llorando, Mónica?”. “No, Ignacio. Son cosas mías. No te preocupes”. “¿Te apetece salir hoy de compras? El día está espléndido. ¿Vamos?”. “Sí, hoy sí. En un momento estoy preparada. Espérame en el salón”.

Gastamos cuanto quisimos, reímos, almorzamos en un barcito coqueto y pequeñín, y después volvimos a nuestra casa. Al entrar en ella me reflejé por un instante en el espejo del recibidor. De nuevo me invadió un desasosiego inesperado, reprimido quizá durante horas. Parecía que desde el espejo mi otro yo, ese Facundo, me mirase implorante. ¡Qué misterio este de poder ser uno u otro en la lotería de la vida o del nacimiento o de la familia o de estar en un sitio y en un momento en lugar de en otro!

El resto de la tarde y de la noche la pasé imaginando cómo sería la vida de mi otro yo: su mujer, sus hijas, sus amistades, si las tuviera, porque parecía más bien un ser solitario, su apartamento. ¿Tendría padres, hermanos?

Por la mañana, más desesperado e intranquilo que cansado, no sabía ni qué hacer ni qué pensar. Mi mujer había salido a no sé dónde ni con quién ni para hacer qué. Dando vueltas por las habitaciones de la casa, evitando los espejos, sobre todo el de la entrada y el de la alcoba, espejos éstos amplios y largos, y sin dejar de pensar en Facundo y en su extravagante proposición. Decidí salir de casa y caminar por la calle. Justo cuando abrí la puerta de la entrada me encontré de pronto con un espejo en mitad del rellano. Me giré repentinamente intentando evitarlo y, dándole la espalda, me pregunté: “¿Pero qué leches? Si no hay ningún espejo en el rellano”. Ya antes de girarme sabía lo que había pasado. Facundo, mi igual estaba plantado con el puño alzado y a punto de llamar a la puerta con los nudillos. Tal vez prefiriese no utilizar el timbre, tal vez no quisiese alarmarme más de lo que, supondría, ya lo estaba. Sólo inquirió con la mirada. A lo que yo, rápidamente, respondí, como no podía ser de otra manera: “Sí. Estoy dispuesto”. “Bien, dijo mi igual. Prepare usted un sobre con el dinero para esta noche. A las doce en punto estaré en este mismo rellano. Usted sale y yo entro. Usted me da el sobre y yo le doy mi dirección. Necesitaremos uno o dos minutos para intercambiarnos las chaquetas, los pantalones y los zapatos. Lo demás no será necesario. Hasta esta noche” -dijo marchándose sin prisas, pero con decisión-.

Y así fue. Mónica estuvo ausente todo el resto del día. Se había marchado por la mañana y no había dado señales de vida ni un solo instante. Cuando llegó eran más de las diez de la noche. Me dijo que estaba muy cansada, se duchó y se metió en la cama sin cenar y sin decirme “hasta mañana”.

A las doce en punto, en el silencio de la noche y después de saborear un par de copas del mejor de mis güisquis, me levanté del sillón, me dirigí al recibidor, me miré al espejo del recibidor y abrí la puerta. El espejo quedaba a mi espalda, pero el reflejo de mi cuerpo estaba frente a mí. Sin mediar palabra alguna, alargué el brazo y le entregué el sobre con diez mil euros a Facundo, quien lo guardó, sin contar el dinero, en el bolsillo interno de su chaqueta, y éste me entregó un papel con una dirección anotada. Seguimos sin hablar mientras se quitaba los pantalones y me los entregaba esperando a que yo le diese los míos. Después intercambiamos las chaquetas. Antes de separarnos yo le dí mi manojo de llaves y él me dio el suyo. “Hasta la semana que viene a la misma hora y en el mismo lugar” -dijo, cerrando la puerta tras de sí.

Una vez en la calle abrí la mano que contenía el papel con la dirección de Facundo. En el bolsillo trasero del pantalón encontré su cartera, con su documento nacional de identidad, algunas fotografías, algunas tarjetas de visita, una tarjeta de crédito y nada de dinero. En mi pantalón había dejado mi documentación que ahora estaría en su poder. Fui caminando hasta la dirección apuntada. Tal vez debí haberme quedado con algo de dinero y así hubiera podido coger un taxi; pero no, quizá fuera mejor así. No parecería muy verosímil que Facundo llegase en taxi a su casa y a esas horas conociendo la situación económica de mi otro yo. O tal vez ya deba decir que mi nuevo yo, de mi yo auténtico de ahora. Entonces no sabía nada de lo que estaba aún por ocurrir.

Pasaba de la una y media de la madrugada cuando llegué a la calle donde se encontraba el apartamento de Facundo, de mi apartamento. Llegué al portal, introduje la llave en la cerradura y entré. Era un rellano ridículo, estrechísimo, con las escaleras hasta el borde de la puerta de salida a la calle. Subí hasta la cuarta planta, al última del bloque. Una vez arriba y con poco aire en los pulmones observé que había dos puertas, izquierda y derecha. En la dirección no ponía nada. Me dirigí hacia la de la derecha. Intenté introducir la llave. No lo logré. Deduje que debía ser la otra puerta. Acerqué la llave al bombín de la cerradura y entonces, antes de introducirla, pensé: ¿Y si todo ha sido un engaño para robarme diez mil euros? Introduje la llave, giré la muñeca y la cerradura respondió sin oponer ninguna resistencia. El olor dentro del apartamento era fuerte, agrio quizás. Un pequeñísimo salón, ligeramente más amplio que mi recibidor, y tres puertas. La primera de la izquierda se correspondía con la entrada al cuarto de baño: apenas si en él cabía un plato de ducha, un lavabo y la taza de un váter. Al fondo y arriba un ventanuco que parecía dar a un patio vecinal. La segunda puerta daba a una cocina minúscula: un fregadero, una hornilla a gas de tres fuegos y algún mueble. La ventana, más grande que la del baño, también daba al mismo patio vecinal interior. La tercera y última puerta daba a una habitación. En silencio, pude distinguir dos cuerpos durmiendo en sendas camas. Probablemente eran mis hijas. Frente a las camas, otra puerta daba a mi dormitorio. Una mujer dormía de lado, mirando hacia la ventana que daba a la calle. Sigilosamente me fui desnudando. Cuando me fui a quitar la chaqueta, instintivamente alargué la mano para coger el teléfono móvil que solía guardar en el bolsillo derecho. Desee llamar a Facundo para decirle que me echaba atrás, que podía quedarse con el dinero, pero que no quería continuar con este absurdo juego. Pero el teléfono móvil era el de Facundo, no el mío. Afortunadamente no tenía puesto un pin de seguridad y pude encenderlo. Rápidamente tecleé mi número de teléfono y en la pantalla se iluminó el texto: “Mi otro yo”. Una voz despersonalizada dijo “El teléfono se encuentra apagado o fuera de cobertura. Si quiere usted...” Colgué. Intenté marcar el teléfono de mi mujer. Pero, maldición. No he sido capaz de memorizar ningún número de teléfono, salvo el mío, desde hace años. No podía llamar a Mónica. Antes de colgar la chaqueta en el perchero que había detrás de la puerta del dormitorio noté un peso en su interior. Rebusqué en el bolsillo interno de la misma y hallé el sobre con los diez mil euros que horas antes le había dado al imbécil de Facundo. Lo había guardado en su chaqueta antes de intercambiárnosla. También él estaría nervioso. Esto me tranquilizó. Era tan imbécil como yo, pero, al menos, su intención no era ni la de timarme ni la de robarme.

Terminé de desvestirme y me acosté junto a mi nueva esposa. Esta se dio la vuelta hacia mí, me echó un brazo por encima de mi pecho, y me preguntó: “¿Ya has vuelto, cariño? Te estaba esperando, pero has tardado mucho”. “Sí, cariño, dije. Venga, sigue durmiendo”, y le di un beso en los labios. Creo que me gustó más este beso que los últimos que le había dedicado a Mónica, pensé sin que pudiese evitar una leve sonrisa en mi boca.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos después de un sueño muy grato en el que pescaba truchas junto a mi padre niño en mitad de un bosque frondoso como frondoso era el lugar de mi cita con Facundo, mi esposa ya se había levantado y estaba preparando el desayuno. “Buenos días cariño. Pensé que te levantarías más tarde. Anoche volviste muy tarde. ¿Mucho trabajo, verdad, cariño?” -me dijo dibujando una sonrisa con sus labios. Era bella, pero yo no sabía nada de ella, ni siquiera su nombre. Sus ojos brillaban con fulgor. Su mirada era atenta. Le dije: “Sí, cariño, anoche llegué muy tarde y no quise despertarte. Hoy me he levantado temprano porque tengo que hacer unas gestiones”. “¿Unas gestiones, dices? ¿Qué gestiones?” “No te lo puedo decir. Si me salen bien, se nos acabarán los problemas”. “¿De qué problemas hablas, Facundo?” “Cosas mías”. Había olvidado que Facundo me había dicho que sus negocios habían salido mal y que llevaba meses ocultando a su mujer su pésima situación económica. Tal vez ella ni siquiera sospechase nada de ello.

“Buenos días, papá” -dijo la menor de mis hijas saliendo de la cama. Debía tener unos ocho años, delgada, rubia. Se parecía a su madre. “Buenos días, cariño -dándole un beso-”. Después salió una joven del cuarto de baño. Mi hija mayor. Rubia también, alta y guapa, unos trece años. Su rostro me recordó levemente al mío. Me dio un beso en la mejilla, pero no me dijo nada. “Buenos días, cariño” -dije yo-.

Las tres se marcharon juntas al colegio o al instituto o al trabajo. No lo sé. Pero rápidamente recogieron sus cosas y se marcharon. Adiós, dijeron las tres a la vez. “Y haz algo -dijo la mayor-”. La más pequeña se me quedó mirando un momento, se me acercó y señaló con su pequeño dedo índice un lunar en mi mejilla derecha. “¿Tú tenías antes un lunar aquí? -preguntó”. Pero no tuve que responder, porque de un salto salió por la puerta cerrándola tras de sí.

De pie en el salón me quedé pensando un momento. Busqué mi cartera para buscar pistas. Me llamaba efectivamente Facundo Fernández Cansado. Tenía fotografías de las que parecían mis dos hijas a las que acababa de conocer, pero las de las fotos eran niñas mucho más pequeñas de lo que actualmente eran. Mi mujer de ahora era bellísima. Tenía también una tarjeta de crédito. Más tarde, cuando intenté pagar con ella en la panadería, pude comprobar que no tenía fondos. Algunas tarjetas de visitas: de un taller mecánico, de un fontanero, y varias de lo que parecían agentes de créditos de compañías privadas. Detrás de cada tarjeta alguna mano temblorosa había apuntado cifras, tal vez la mano de Facundo. Muchas cifras. Me dije: “No tienes derecho, Ignacio. No es tu cartera. No es tu vida. No es tu mujer. No son tus hijas. ¿Qué haces en este apartamento que no es el tuyo?”.

De pronto fui invadido por una forma de ahogo. Necesitaba respirar aire limpio, salir a la calle y correr, correr hacia mi casa, hacia mi verdadera casa y no permanecer en ese hogar ajeno ni un minuto más. Eso hice dirigiéndome a toda velocidad a mi barrio, a mi casa.

Frente a la puerta busqué la llave que Mónica siempre guardaba debajo del poto del rellano. Tenía siempre la cabeza hecha un lío y por eso dejaba allí una llave, por si acaso. Cogí la llave y abrí sigilosamente la puerta de entrada. No sabía lo que podría haber detrás de ella. ¿Estaría Mónica? ¿Facundo? ¿Los dos? Desde la entrada no veía ni escuchaba nada. Entré al salón. Todo tranquilo. Igual que el día anterior. Aún no había llegado la chica de la limpieza, ni la cocinera. Nadie parecía tampoco en los baños. Fui entrando en cada uno de los cinco dormitorios. Ni mis hijas ni nadie más parecía estar en casa. Iba moviéndome muy despacio y en absoluto silencio. Dejé para el último lugar el nuestro, el dormitorio de Mónica y mío. Desde antes de entrar ya noté que estaba ocupado, aunque la puerta estaba a medio cerrar. Asomé la cabeza en la habitación con mucho cuidado. Mónica estaba sola, de espaldas a la puerta, sentada frente al escritorio en una de las esquinas de la habitación. Estaba escribiendo algo. No pude distinguirlo, pero parecía una carta. Esto era raro. Mónica no solía escribir nunca. Estaba muy arreglada. Parecía dispuesta a salir y había una maleta encima de la cama. Pensé: “el imbécil de Facundo ha planeado un viaje romántico con mi mujer. Cuando lo coja lo mato. Se va a enterar”. Mónica dejó la carta recién escrita en la mesilla de noche y agarró la maleta con fuerzas. Yo logré esconderme detrás de un mueble del antesalón. Ella agarró su móvil e hizo una llamada. “Ya salgo -dijo-. Estoy bajando”.

Mónica cerró la puerta del piso. Desde dentro del salón pude escuchar al ascensor ascendiendo, parando, abriendo las puertas, cerrándolas y bajando. ¿Adónde iría Mónica? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con quién? ¿Con Facundo? ¿Dónde estaría Facundo? ¿Estaría esperándola abajo?

En medio de una absoluta confusión me dirigí a mi habitación. Me acerqué a la mesita de noche y cogí la carta que acabada de escribir Mónica. Leí: “Cariño, he sido muy feliz contigo. No quiero que te reproches nada. Tú no tienes la culpa. Hace unas semanas conocí a un hombre. Estoy absolutamente enamorada de él. Me marcho. Pero no pienses que ha sido culpa tuya. No te hago ningún reproche. Tú has sido y eres un marido y un padre fantástico. Pero ya no te quiero. Espero que puedas ser feliz junto a otra mujer. Adiós”.

Leí esta estúpida carta dos veces, tres. ¿Iría dirigida a mí? No tenía destinatario, pero quién más entraba en mi alcoba. ¿A Facundo? ¿Lo habría planeado Facundo todo y ahora se escapaba con mi mujer? ¿O es que Mónica había notado algo raro la noche anterior y había decidido salir huyendo del imbécil de Facundo?

Nada de todo esto tenía sentido. En el fondo conocía la verdad: Mónica se había cansado de mí. Había conocido a otro y se había marchado con él. Nada más. Lo de Facundo no tenía nada que ver. Pero entonces... ¿dónde estaba Facundo, el imbécil?

Lo que había ocurrido es que mientras yo estaba subiendo con el ascensor hacia el ático donde vivía, Facundo estaba bajando por las escaleras. El muy idiota tenía claustrofobia, como comprendería más tarde. Había salido a la calle a comprar el pan, como hacía todas las mañanas, para él, para sus hijas y para su esposa. No solo había comprado pan. Ahora que disponía de crédito volvía a casa con dos bolsas: una con el pan y otra con bollos, donuts y bizcochos borrachos. Justo cuando iba a cruzar la calle, un coche dobló la esquina a más velocidad de la que debía. Facundo, en un mal gesto, se dobló un tobillo y cayó en mitad de la calzada. El coche no pudo frenar a tiempo o no lo vio o el conductor no era lo suficientemente perito como para evitar el accidente: atropelló de lleno a Facundo quien acabo con la cabeza aplastada junto a la acera. Del coche salió gritando y llorando Mónica, aunque no era ella quien conducía. “Ignacio -oí gritar a Mónica desde la ventana abierta de mi salón-. Ignacio, pero qué haces ahí tirado. Levántate, cariño”. Pronto llegaron dos ambulancias y varios coches de la policía local y nacional. No había nada que hacer. Facundo o Ignacio estaba muerto. Yo abandoné mi piso nada más aparecieron los primeros policías por el extremo de la calle. Pude contemplar de lejos a Mónica, muy arreglada, llorando sobre el cadáver de Facundo a quien ella creía su marido. Me marché de aquella horrible escena y me dediqué a deambular por el parque donde en otro momento me había citado Facundo, como si allí, en mitad de la espesura, la realidad pudiera ser diferente y Facundo pudiera volver a reencontrarse conmigo.

Después de varias horas comprendí mi nueva situación: todo indicaba que yo era Facundo Fernández Cansado, de 45 años, casado y con dos hijas, que vivía en un pequeño apartamento de un barrio marginal y que no tenía más que deudas, que mi esposa era bellísima y que mis hijas, al menos la menor, conocía perfectamente el rostro de su padre. También sabía que Ignacio de Vicente Salazar había muerto atropellado por el amante de Mónica, que ésta, en consecuencia, acababa de enviudar y que heredaría mi fortuna junto a su nuevo novio. No sabía Facundo que la nueva aventura que me prometió no duraría una semana, sino el resto de mi vida, porque estaba atrapado en la vida desconocida, miserable y pobre de un imbécil, pero que tal vez fuese menos imbécil que yo. Al menos tenía diez mil euros en la chaqueta para acoger a mi nueva familia o que ella me acogiese a mí, para marcharme de allí y para empezar de nuevo. El muy imbécil de Ignacio solo me había dado diez mil euros, cuando a él no le hubiera costado nada aumentar la cifra que inicialmente me había pedido el desgraciado de Facundo.

Firmado: Ignacio de Vicente y Salazar.

Último documento que firmo bajo este nombre.


sábado, 26 de agosto de 2023

La boda:

 

A D. Antonio Álvarez Guerrero.


Pretender la “realidad” es un deseo fundamentalmente... confuso. La frontera que demarca y separa lo que solemos considerar “real” y aquello otro que gustamos entender como “ficción o ficticio” es no solo difusa, sino que la ausencia de un contorno claro y distinto, evidente, hacen que sea sobre todo confusa. En este estado de permanente confusión se encontraba Julián, tenor, con más voluntad que dotes, pero con bello timbre. Actualmente tenía trabajo representando en un teatro de provincias una versión para a tenor y soprano de La Favola d'Orfeo, de Monteverdi. No era la primera vez que la ejecutaba junto a su pequeña compañía dramática, pero desde hacía unos días algunas arias se le atragantaban. La causa de esta situación incómoda, e imposible de prolongar -pensaba-, aunque más adecuado a la realidad debería escribir “insoportable” o, incluso, “insufrible”, bien la conocía Julián, el tenor: no eran ni su edad, ni su adicción al tabaco, ni su voluntad débil que lo incitaba a alargar las citas nocturnas con otros miembros de su compañía. No. La causa bien la conocía Julián. Estaba comprometido con Eva, la soprano que junto a él interpretaba a Eurídice. Su voz era verdaderamente deliciosa, su técnica inigualable para él o para cualquier otro miembro de la compañía, y su belleza, única. Realmente él se sentía Orfeo junto a ella, junto a su Eurídice amada, pero cuanto más se acercaba la boda comprometida más confusiones y dudas asolaban a Julián-Orfeo.

Sentado a media mañana en un velador de una cafetería a la orilla de un río y contemplando, a través del humo que ascendía desde la taza de café, el puente fluctuante que se reflejaba en superficie oscura del agua, Julián recordaba los versos de La Favola que él siempre había atacado con firmeza: “E servo fè l'Inferno a sue preghiere (“e hizo al Infierno siervo de sus ruegos”)1. Julián se sentía lleno de amor por Eva, por Eurídice, y esto siempre había posibilitado que la representación fuera no solo buena, sino incluso excelsa. Orfeo era feliz cuando cantaba: “Oggi fatt'è felice Orfeo / nel sen di lei, per cui già tanto / per queste selve / ha sospirato, e pianto” (“Hoy Orfeo ha conocido la felicidad sobre el pecho de aquella por que él tanto ha suspirado y gemido en estos bosques”). Sonreía con mirada ilusa, embelesada e ingenua cuando le cantaba al atento auditorio y mirando hacia un Sol de cartulina: “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez, en tu carrera entre las estrellas, un amante más alegre y feliz que yo?”). Incluso llegaba a llorar de verdad, no como si actuase, no, de verdad, en la realidad, cuando entonaba muy despacio, tanto que llegaba a desesperar a la orquesta, aquello de “Vissi già mesto e dolente (“He vivido triste y desgraciado”). “Or gioisco e quegli affanni / che sofferti / ho per tant'anni / fan più caro / il ben presente” (“Ahora me alegro y los sufrimientos que he padecido, durante tantos años, me hacen más querida la felicidad presente”).

Verdaderamente Orfeo, el semidiós eterno del mito, el que era capaz de amansar a las Furias del Averno, al que franqueaba, armado de su lira, para rescatar a su bella amada, era feliz cuando entonaba estos versos con amor entregado, con decisión convencida; pero Julián, el de carne y hueso, temía no estar a la altura del amor que le debía a la bella Eurídice o Eva, la mortal, la ingenua, la apasionada que tal vez no podría evitar mirar al rostro huidizo y oculto de su divino amado. ¿Sería él, Julián, el Orfeo de carne y hueso, el “real”, capaz de bajar a los infiernos para rescatar a su bella Eurídice? ¿Podría el amor, que Julián era capaz de sentir y de desplegar, desde sus brazos, desde sus manos, desde sus labios y desde su voz, hacia su amada Eurídice, vencer todos los obstáculos que la vida y el tiempo les tendría destinados? ¿Acaso podría el mortal Julián interponerse a todo áspid oculto, escurridizo y emponzoñado con que podría tropezarse la grácil y bella Eva?

Julián, el falso Orfeo, se sentía abatido frente a la taza de café. Recordaba la sesión de la tarde anterior. Fue la primera vez que le llegó a temblar la voz, revelando así su falsedad como un vulgar Orfeo triste, como un Orfeo mortal y mentiroso, cuando enfrentó los versos: “N'anchò sicuro / à più profondi abissi / e, intemerito il cor / del Re de l'ombre / meco trarròtti / a riveder le stelle. / O se ciò negherammi / empio destino, / rimarrò teco / in compagnia di morte”. (“No temeré descender a los más profundos abismos y, tras ablandar el corazón del Rey de las sombras, yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas. Y si un destino cruel me lo niega, me quedaré contigo en compañía de la muerte”).

Los compañeros se miraron entre sí, preguntándose qué le pasa a Julián, cuando, extrañados, escuchaban los lamentables trémolos que difícilmente brotaban de la garganta de Orfeo sobre todo cuando pretendían decir “meco trarròtti / a riveder le stelle” (“yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas”), pero más sorprendidos quedaron cuando Orfeo no fue capaz de decir siquiera “rimarrò teco / in compagnia di morte” (“me quedaré contigo en compañía de la muerte”).

No estaba este carnal Orfeo a la altura de su divina Eurídice. Se lamentaba Julián en silencio frente a la taza de café y frente al espejo que esta misma era en esa mañana de sol tibio y cielo blanco. Julián estaba tan apesadumbrado, tan reflexivo y tan vulnerable que no dejaba de contemplar la posibilidad de romper el compromiso con Eva y de mandar la boda al rincón de los recuerdos no vividos.

A veces, en el teatro, los libretistas recurren a describir la sorpresa con un repentino “All'improvviso”, “De repente”. Y así fue, como si en la plaza se representase una escena teatral. Helios se abrió paso entre las nubes inundando de luz el lugar en el que se encontraba Julián y desde una calle lateral apareció, con los rizos al aire, con el rostro limpio y claro, y los labios rojos, la bella Eva. Con decisión, sin miedo a nada, “ni al Averno” -pensó Julián-, se dirigió al aún no del todo vencido héroe esperando que éste la estrechara entre sus brazos uniendo sus labios a los de Orfeo enamorado, aunque de mirada triste.

Un simple gesto puede modificar el destino o valer más que cien reflexiones sesudas. Cuando Julián recibió el beso de Eva, cuando lo enfrentó con amor y deseo, volvió a sentirse el inmortal Orfeo que tal vez siempre fuese, y dijo en voz alta y clara, para que su Eurídice de cabellos rojos pudiera oírlo: “Esta noche bajaré sin temor a los Infiernos para rescatarte, mi bella Eva. Y no habrá ni Furia, ni inmortal que pueda impedirlo. Plutón rehuirá mi mirada, mi querida Eurídice”. “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez un amante más alegre y feliz que yo?”).

1 Libreto de Alessandro Striggio, el joven.