domingo, 20 de julio de 2025

Una mala noche:

 

Que miraba la mar,

la mal casada,

que miraba la mar

cómo es ancha y larga.

(CANCIONERO ANÓNIMO).


Todo comenzó en el momento en que me fui a la cama con un libro entre las manos. Estaba cansada de la jornada transcurrida, pero estaba también ansiosa por continuar la lectura de los cuentos que me traían y me llevaban desde hacía unos días. No importan los títulos, no importan los autores, sólo importan los textos, me decía. Pero tal vez tampoco importen los textos, porque lo único que recuerdo son las imágenes. La imagen de una mujer sola sentada a la orilla del mar, contemplando el inmenso horizonte azul, el inmenso lomo del mar, como hubiera dicho... Cercenó este pensamiento como si hubiera cortado con un cuchillo de un tajo el cuello o las patas de un pollo. Pero no importan tampoco los pensamientos de esta mujer, ni lo que sintiese en el momento en que miraba si es que algo sintiese, porque nada indicaba que así fuera. Solo miraba y tal vez más que mirar al horizonte, se mirase hacia ese otro horizonte que transcurre por otros lugares más oscuros, más impenetrables, con más ecos, en esa caverna interior a la que en muy pocos momentos, tal vez en ninguno, nos atrevemos a mirar y, desde luego, no osamos, bajo ninguna excusa o motivo, compartir con nadie, apenas, incluso, con nosotros mismos. Lugar sagrado por excelencia, lugar prohibido, lugar clausurado, lugar temido. Esa imagen de la mujer mirando hacia no se sabe dónde es la imagen que recuerdo, y que no logro borrar, de mí misma mirando primero hacia la página del libro, después hacia el fondo de la habitación solitaria, después hacia la ventana abierta hacia la noche. Después también hacia ese otro fondo insondable, hacia esa gruta deshabitada y, por ello, mentirosa, que es el sí mismo más íntimo, único y exclusivo. Y en esa imagen de aquella otra mujer mirando al horizonte marino pude contemplarme a mí misma cuando comenzaron a brotar las imágenes o recuerdos, primero de forma breve, pero intensa, como si les costase trabajo su mostración o sus salidas de las grietas de la memoria en donde estuviesen encerradas; después más voraces, más céleres, más coloridas y vistosas, más evidentes, inevitables, imperativas, también torturadoras. Todas esas imágenes de un pasado no pasado, intentando escapar del olvido, se agolpaban violentamente en mi conciencia abatida y fueron empujándome, brotando con delicuescencia a través de mis ojos, pero con virulencia de mi garganta, hasta la ventana abierta hacia la noche. No me empujó nadie, porque nadie más había en la habitación, pero yo sentí el impulso irrefrenable hacia el vacío. Ahora preveo que se va a hacer un silencio atronador y esta es mi calma deseada antes del impacto definitivo.

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