Nunca he sido impaciente en la espera y he logrado sin esfuerzos que mis pensamientos, llevados por la imaginación –y esa cosa suya que alguien, inconsciente, quiso aislar y llamó memoria–, vuelen de imagen en imagen o de idea en idea para ir a posarse, levemente y por poco tiempo, en alguna seductora joven de ojos claros y delgados labios o en un aguerrido soldado lanzándose al abismo del combate en un campo de batalla invisible a consecuencia de la humareda o a un coleóptero, un escarabajo rinoceronte quizás, de agudas pinzas invadiendo ignorante el territorio arenoso de un rival más grande y poderoso que él. Pero esta noche, tarde aún puesto que el sol deja pasar sus últimos rayos a través de las finas cortinas atenuando la luz del interior de la habitación del hotel, un extraño nerviosismo recorre mi estómago y mi espalda, mis piernas, como si mi cuerpo comprendiese mejor que mi conciencia lo que estaba por venir o ya estaba llegando sin que yo me percatase, aunque cuando he querido sentarme en el único sillón de la habitación, he podido presentir la llamada en la puerta, al menos tres segundos antes de que sucediera. O tal vez esté equivocado y hayan sido tres los toques claros y precisos de nudillos en la cara exterior de la lámina de madera lacada. No he podido escuchar los pasos aproximándose, porque el suelo enmoquedado amortigua todo tipo de ruido sumergiendo a los huéspedes de este hotel céntrico en una burbuja de silencio acolchada, de calor casi sofocante y de un olor que impone la huída atolondrada por los pasillos, aunque sin llegar a las náuseas. Mi repentina quietud cuando voy a apoyar mi mano en el brazo forrado del sillón me anuncian con precisa claridad mi estado de alerta, así como me hace saber que mi intuición sigue estando firme y apta para cualquier aventura como la que, supongo, me espera esta noche.
Más tranquilo después de oír los tres golpes de nudillos enderezo mi cuerpo, me recoloco la chaqueta, me aliso con la palma de la mano el cabello y cruzo la habitación para abrir la puerta con decisión y con prisas disimuladas. Un perfume conocido me asalta.
Aún antes de abrirle la puerta a la mujer he tenido tiempo de imaginármela flaca y alta entre mis brazos, estrechándola fuertemente contra mi pecho y hundiendo mis manos y mis dedos entre sus nalgas por encima de su falda. Esto es lo más cerca que he imaginado poder estar de una mujer. Realmente nunca he podido encontrarme más allá de mis propios deseos. Tampoco esto tiene alguna importancia, dado que yo no la he elegido a ella, no la conocía de nada, como ella tampoco me ha elegido a mí. Una corta y rápida llamada de teléfono ha servido para concertar la cita. No es de amor de lo que yo carezco. En cuanto a ella, no sé nada, creía en ese momento, y qué más me daba.
Cuando giro el pomo y abro la puerta algo se estremece en mi interior, como el retorno a un lugar desgraciado y conocido tiempo atrás, y me golpea como si verdaderamente un puño hubiera sido estampado en mi rostro y mi cabeza, y me hubiese abatido dejándome al borde de la inconsciencia. En principio no he creído en la certeza de lo que parecía, después lo he llegado a dudar y me lo he negado sin dejar de observarla, mas finalmente decido que no es ella quien yo estoy creyendo, que a veces la realidad escoge caminos extraños y sus azares parecen dirigidos maliciosamente por mentes enfermas. Delante de mí se encuentra una limpia, clara y generosa frente. Sus ojos no parecen reconocerme. Tampoco me miran como si escondieran algo. Son claros y directos. Su mirada, firme, ni oculta ni muestra nada. Simplemente la mujer mira, recorre la habitación que parece no reconocer. Quiero apartar la mirada de su rostro, pero no puedo hacerlo porque una poderosa fuerza magnética me obliga a no separarme de él, como si quisiese desvelar el secreto oculto que esconde. Su peinado es distinto que el que yo recuerdo: más alto y delicado, con el cabello proyectándose hacia los lados y hacia atrás, pero sin atreverse a caer del todo, basculando levemente. Los pliegues de sus ojos se extienden hasta sus sienes. Sus pupilas brillan en la noche que se acerca tal si comprendieran por primera vez el mundo en que han decidido habitar. Sus labios son delgados como si hubiesen sido pintados por una mano maestra conduciendo con extremo cuidado un pincel de microscópicas cerdas. Estos labios serios y austeros son el símbolo preciso del engaño prometido durante la corta llamada telefónica, pienso: no prometen lo que verdaderamente están dispuestos a dar. Su falda, no demasiado corta, me permite reconocer unas pantorrillas finas e intuir un esqueleto delgado y ligero, pero no por ello débil. Sus tobillos son más infantiles que la edad que proyectan sus ojos. Sus rodillas son de niña, pienso, sus hombros delicados como lazos de pan recién cocido. Su nariz es un perfecto triángulo equilátero si no fuera por una leve curva en el puente, marcando, junto a su amplia frente, una fuerte y decidida personalidad varonil. Sus orejas, delicadas y quebradizas como alas de mariposa, ocultan el nacimiento de una mandíbula que avanza y se redondea suavemente en un mentón delicado y fino como la punta de la lanza que definitivamente acaba de clavarse en mi corazón. Sobre todo cuando miro su perfil. Y sobre todo también cuando observo la curva casi abrupta que se forma desde su mentón hasta el borde de su delgado labio inferior. Sus pómulos estiran la piel de su cara borrando cualquier esbozo de arruga que pudiera suponérsele.
Esta noche habrá de transcurir en esta habitación de hotel, separados de la oscuridad por una leve y tenue cortina, observando en los cristales el reflejo de ella desnuda sobre la cama y haciendo el amor hasta el agotamiento, con la sensación o la conciencia de no ser del todo infiel a mi esposa ausente.
Por la mañana, líneas amarillas formadas por el sol de otoño, invadirán la cama deshecha en la que ella solo habrá dejado el olor de su perfume y la confusión de un sueño que seré incapaz de recordar.

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