domingo, 17 de mayo de 2009

¡El alma ha muerto!

Extracto razonable de la conferencia titulada “La tabla rasa, el buen salvaje y el fantasma en la máquina” que pronunciara Steven Pinker en la Universidad de Yale los días 20 y 21 de abril de 1.999; publicada en Barcelona por Ediciones Piados Ibérica, S.A., en 2005, y traducida por Ramón Vilà Vernis.

Para i. del c. p. s. y a. g. c.,
sabiables.

Steven Pinker es profesor en el Departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro, y director del Centro de Neurociencia Cognitiva McConnell-Pew en el Instituto de Tecnología de Massachussets. Sus estudios más destacados se centran en la percepción y en el desarrollo del lenguaje en niños. Arguye que el lenguaje es un “instinto” o una adaptación biológica modelada por la selección natural. Ha publicado El instinto del lenguaje (1.994), Cómo funciona la mente (1.997), Palabras y reglas (1.999), y La tabla rasa (2.003).

E. O. Wilson[1] llama “consilience” (“consiliencia”) al “proceso de creciente unificación y cohesión” de la ciencia (p. 7). Así, la historia de la ciencia ha ido viendo caer algunos muros en pos de su unificación: el muro que separaba y enfrentaba la esfera terrestre, o mundo sublunar aristotélico, versus la celestial, o mundo supralunar; el pasado creativo, glorioso, versus el presente estático y empobrecido, los antiguos frente a los modernos, el paraíso mítico situado en el pasado y el paraíso tecnológico situado en el futuro; la Tierra creada por Dios versus la Tierra conformada por la erosión, los movimientos de las placas, terremotos y volcanes; el angélico y divino cuerpo humano versus la máquina que funciona según principios hidráulicos y mecánicos; el origen mágico y la naturaleza sutil de la vida versus su origen y naturaleza químicos; el Creador y la Creación versus la evolución orgánica de las especies; el destino del hombre en manos de Dios versus las leyes de la genética,... Pero aún quedan fracturas cruciales, muros que hay que destruir, ídolos que hay que desenmascarar: biología versus cultura, naturaleza versus sociedad, materia versus mente, ciencia versus artes o humanidades.
Nos centramos, pues, en la díada enfrentada naturaleza-sociedad. Cuatro campos de investigación trabajan para tenderles un puente: la ciencia cognitiva, la neurociencia cognitiva, la genética del comportamiento y la psicología evolutiva.
En la década de los cincuenta la ciencia cognitiva “unificó la psicología, la lingüística, la informática y la filosofía de la mente alrededor de una nueva y poderosa idea: que la vida mental podía explicarse en términos físicos a partir de los conceptos de información, computación y retroalimentación. Dicho llanamente: las creencias y los recuerdos no son otra cosa que información, la cual reside en ciertas estructuras y patrones de actividad del cerebro” (p. 10-11). “Esta idea general que podríamos llamar teoría computacional de la mente, también explica cómo la inteligencia y la racionalidad pueden surgir de un mero proceso físico” (p. 11).
La neurociencia cognitiva está desarrollando a partir de Francis Crick y su “hipótesis asombrosa” la idea de que “todos los aspectos del pensamiento y el sentimiento humano son manifestaciones de la actividad fisiológica del cerebro. En otras palabras, la mente es lo que hace el cerebro, y en particular el procesamiento de la información que éste lleva a cabo” (p. 12).
La genética del comportamiento advierte de que “todo el potencial para el aprendizaje y la experiencia compleja que distingue a los humanos de otros animales reside en el material genético que contiene el óvulo fertilizado” (p. 14).
La psicología evolutiva aspira a comprender el diseño o el sentido de la mente, no en ningún sentido místico o teleológico, sino como la omnipresencia del diseño o de la ilusión de diseño en el mundo natural y que Darwin explicó con la teoría de la selección natural” (p. 16). “Algunos aspectos de la psique que antes parecían misteriosos, extraños e inexplicables, como por ejemplo ciertos miedos y fobias, el gusto por la belleza, la vida familiar o el amor romántico, o bien el deseo apasionado de venganza en defensa del honor, obedecen a una lógica evolutiva sistemática si se analizan en el mismo plano que los demás sistemas, órganos y tejidos biológicos” (p. 18).
Estas cuatro ciencias “aspiran nada menos que a aportar una explicación científica de la mente y de la naturaleza humana” (p. 18).
“¿Cómo conseguirán estas nuevas ciencias cerrar las fracturas en el conocimiento humano a las que aludía al comienzo y completar el proceso de consiliencia logrado en las ciencias físicas desde hace ya tanto tiempo? El cuadro que comienza a perfilarse es que nuestro programa genético hace posible el desarrollo de un cerebro dotado de unas emociones y de unas capacidades de aprendizaje que han sido premiadas por la selección natural. Las artes, las humanidades y las ciencias sociales, pues, pueden verse como el estudio de los productos de ciertas facultades del cerebro humano. Dichas facultades incluyen el lenguaje, los analizadores perceptivos y sus reacciones estéticas, el razonamiento, el sentido moral, el amor, la lealtad, la rivalidad, el estatus, los sentimientos hacia los parientes y los aliados, la obsesión por los temas de la vida y la muerte, y muchos otros. La puesta en común y la acumulación de los descubrimientos a lo largo del tiempo, y el establecimiento de convenciones y reglas para coordinar sus deseos muchas veces enfrentados, han hecho posible que surgiera entre los seres humanos el fenómeno que llamamos ‘cultura’” (p. 21-22).
Pero ocurre que estas nuevas ciencias se están encontrando con un problema no por fácilmente previsible y previsto, menos imponente: están siendo “vistas como algo amenazante, casi como una herejía religiosa” (p. 26).
Fundamentalmente son tres las creencias a las que se enfrentan estas nuevas ciencias de la mente: la doctrina de la tabla rasa (John Locke[2] afirmaba que “la mente humana es infinitamente plástica, y toda su estructura procede del refuerzo y la socialización” (p. 27)), la doctrina del buen salvaje (Jean-Jacques Rousseau[3] creía que “el mal no tiene un origen en la naturaleza humana, sino en nuestras instituciones sociales” (p. 28)) y la doctrina del fantasma en la máquina (Gilbert Ryle[4] afirma que “somos algo aparte de la biología, libres para escoger nuestras acciones y definir por nuestra cuenta significados, valores y objetivos” (p. 29)).
Mas lejos de ser amenazas, estas nuevas ciencias, superando la díada enfrentada, no comprometen nada a valor ético alguno. Lo que solemos encontrarnos bajo todas las amenazas que realmente influyen en nuestras decisiones es el miedo, y, en nuestro caso, cuatro miedos.
“El primer miedo se refiere a la posibilidad de que existan diferencias biológicas. Si la mente posee una estructura innata, se nos dice, diferentes personas (o diferentes clases, sexos y razas) podrían tener diferentes estructuras innatas, y eso justificaría la discriminación y la opresión. Pero si no hubiera ninguna estructura innata, tampoco podría haber, por definición, ninguna diferencia de estructura innata a nivel individual o grupal, y por lo tanto ninguna base para la discriminación” (p.32-33). Mas ocurre que cada día crecen los descubrimientos que indican hacia una naturaleza humana universal, lo que no implica que no hay diferencias innatas entre individuos, grupos o razas. “La recombinación sexual y la selección natural (...) son fuerzas que tienden a la homogeneización, y las causantes de que los miembros de una misma especie sean cualitativamente iguales” (p. 34).
“El segundo miedo se refiere a la posibilidad de encontrar instintos perversos. La idea implícita es que si comportamientos deplorables como la violencia, la guerra, la violación, el clasismo, la explotación, la xenofobia y la búsqueda de estatus y la riqueza fueran algo innato, eso los convertiría en “naturales” y por ello mismo buenos. E incluso si estuviéramos de acuerdo en que no son buenos, los tendríamos “en los genes” y, por lo tanto, no podríamos cambiarlos, de modo que los intentos de reforma social serían inútiles” (p. 38). Mas este miedo es un disparate, porque la guerra, la explotación, etc. no pueden ser justificadas y esto es así porque siempre son evitables o, cuando menos, podemos coincidir todos en que los esfuerzos por evitarlas nunca son inútiles. ¿No nos alecciona la historia sobre los argumentos que podemos emplear y actos que podemos ejecutar? ¿No es la condición humana perfectible? ¿No es precisamente la constatación de una naturaleza humana universal el mejor argumento contra toda forma de totalitarismo, de guerra o de explotación?
“El tercer miedo despertado por la ciencia de la naturaleza humana es la posible disolución de la libertad y la abdicación universal consiguiente de toda responsabilidad. Si el comportamiento es una consecuencia física de los choques de ciertas moléculas en el cerebro, modelados en parte por unos genes derivados dela selección natural, ¿dónde está la ‘persona’ a la que hacer responsable de sus acciones?” (p. 46). Mas la libertad no tiene nada que ver ni con los genes, ni con la neurobiología, ni con la evolución biológica del comportamiento; no hay nada en éstos que justifique el mal comportamiento. De otro lado, explicar no es lo mismo que exculpar, la causalidad no es lo mismo que la culpabilidad, un niño puede ser la causa de la muerte de otro, pero esto no lo convierte necesariamente en culpable de asesinato. Ya hemos dicho que la condición humana es perfectible; así si el mal comportamiento hundiera sus raíces en postulados innatos, también los hundiría el buen comportamiento.
“El último miedo es que una explicación científica de la mente traiga consigo una pérdida de sentido y motivación. La inquietud se basa en que si la evolución y el sentimiento no son sino eventos bioquímicos en nuestro cerebro, y si las emociones no son sino patrones de actividad en circuitos diseñados en último término por la selección natural con objeto de propagar nuestros genes, nuestros ideales más profundos serían una farsa” (p. 51). Mas los genes no son ni nuestra esencia más profunda ni nuestra identidad más oculta. Los genes no tienen motivos, las personas a veces.

Conclusión:
“Tal como señalé al principio, vivimos tiempos extraordinarios para el estudio de la mente humana y para el conocimiento humano en general. Gracias a la ciencia cognitiva, la neurociencia, la genética del comportamiento y la psicología evolutiva, comenzamos a alcanzar una comprensión de la naturaleza humana capaz de cerrar las últimas fracturas en el conocimiento: las divisiones entre la materia y la mente, y entre la biología y la cultura. Este proceso promete llevar a una comprensión especialmente satisfactoria y profunda de lo que somos, cumpliendo con el antiguo mandato de conócete a ti mismo.
”Por otro lado, una mejor comprensión de la mente y del cerebro trae consigo la promesa de cruciales aplicaciones prácticas. Por poner tan sólo un ejemplo, el Alzheimer se convertirá probablemente en uno de los principales males del mundo industrializado a lo largo de las próximas décadas, a medida que alarguemos nuestras vidas y dejemos de morir por otras causas. Tratar la memoria y la personalidad como manifestaciones de un alma inmaterial o de algún agente irreductible y dignificado no ayudará a encontrar ningún tratamiento para el Alzheimer. Sólo lo obtendremos si tratamos la memoria y la personalidad como fenómenos bioquímicos y fisiológicos.
”Sin embargo, reconozco que el surgimiento de una ciencia de la mente consiliente con la biología no es un hecho inocuo. Pone en cuestión creencias profundamente inscritas en la vida intelectual moderna y cargadas de valor moral para muchas personas. Las más fundamentales de estas creencias son las doctrinas de la tabla rasa, el buen salvaje, y el fantasma en la máquina.
”Mi tesis ha sido que los nuevos avances de las ciencias de la mente no tienen por qué minar nuestros valores morales. Al contrario, constituyen una oportunidad para refinar nuestros razonamientos éticos y establecer nuestros valores morales y políticos sobre cimientos más firmes. En particular, no es una buena idea decir que la guerra, la violencia, la violación y la codicia son malas porque los seres humanos no tienen una inclinación natural hacia ellas. No es una buena idea decir que las personas son responsables de sus acciones porque las causas de tales acciones son misteriosas. Y no es una buena idea decir que nuestros motivos sólo tienen sentido a nivel personal si no tienen sentido a nivel biológico. Todo eso son malas ideas porque implican que o bien los científicos deben resignarse a falsear sus datos, o bien todos debemos resignarnos a abandonar nuestros valores.
”Por mi parte, sostengo que no tenemos por qué aceptar los términos de esta elección. Una distinción más nítida entre la ética y la ciencia nos permitiría conservar nuestros valores y saludar la nueva comprensión de la mente, el cerebro y la naturaleza humana no desde el miedo, sino con un sentimiento de excitación. En el siglo XVI la gente atribuía una gran relevancia moral a la cuestión de si la Tierra daba vueltas alrededor del Sol o si era al revés. Hoy en día resulta difícil comprender por qué la gente se empeñaba en basar sus creencias morales en una tesis tan claramente empírica, y sabemos que la moral y los valores sobrevivieron fácilmente al olvido de dicha tesis. Sugiero que lo mismo puede decirse de la gran relevancia moral que se da actualmente al rechazo de la explicación materialista de la mente y de la existencia de una naturaleza humana” (p. 57-60)
[1] Edward Osborne Wilson (10 de junio de 1.929, Birmingham) es un entomólogo y biólogo estadounidense conocido por sus trabajos en evolución y sociobiología.
[2] John Locke (nació el 29 de agosto de 1632 en Wrington, Somerset, Inglaterra y falleció el 28 de octubre de 1704 en Oates, Essex, Inglaterra). Pensador inglés considerado como uno de los padres del empirismo y del liberalismo modernos.
[3] Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, Suiza, 28 de junio de 1712 – Ermenonville, Francia, 2 de julio de 1778) fue un escritor, filósofo y músico ilustrado.
[4] Gilbert Ryle (Brighton, 19 de agosto de 1900 – Oxford, 6 de octubre de 1976) fue un filósofo de la Escuela de Oxford. Ésta sostenía que la mente no puede solucionar ningún problema metafísico, dado que los problemas filosóficos no son más que problemas lógicos o problemas de lenguaje.