viernes, 16 de febrero de 2018

Futuro próximo:

 Cuando, muy temprano, abrió los ojos su cerebro ya llevaba activo algunos minutos, horas -tal vez-. Ahora podía recordar las visiones que había tenido durante el sueño: recordaba una cabaña en la falda de alguna montaña con la cima nevada, recordaba también un lago cercano tras un pequeño bosque y una barcaza. Recordaba el frío húmedo de la mañana, recordaba sobre todo la voz cálida de una mujer, recordaba un desayuno lento, agradable. Recordaba el tacto de su piel. ¿Quién sería ella? ¿Dónde estaría esa cabaña y ese lago? ¿Por qué todo le resultaba ahora tan limpio y tan extraño, tan ajeno? La causa de esos sueños o alucinaciones quizá fuera un pequeño desajuste en la antena que sobresalía detrás de su oreja derecha. “Debería sacar tiempo hoy para pasar por el taller de reparación” -pensaba. Esto le disgustaba, le molestaba tal vez el olor aséptico de la sala del taller, o el amasijo de máquinas revueltas en la entrada, o incluso las voces extrañas de los mecánicos, tan simples, tan sin tonalidades, tan planas.
Después de ducharse y desayunar, se vistió y se dispuso a emprender su jornada laboral. Se dedicaba al adoctrinamiento de nuevas maquinarias, es decir, a cargar programas de última generación a los recién creados para la mejora de sus rendimientos futuros.
Cuatro horas en la oficina para finalmente dirigirse al Jefe de Servicio y solicitarle unas horas para acudir al taller. Sabía que por muy malhumorado que se mostrase, el Jefe acabaría por darle el tiempo necesario. Era un dogma social inviolable: ninguna máquina por debajo de su rendimiento prometido.
Cuando llegó al taller pudo observar que todo seguía igual que siempre: una puerta permanentemente abierta con unos contenedores gigantescos a la entrada repletos de viejos aparatos, inservibles, amontonados, herrumbrosos algunos, con vidrios rotos y cables por fuera de sus cuerpos. Una vez adentro del taller ese olor a limpio y a cosa nueva, indescriptible, no era a plástico ni a aceite ni a cable quemado. Ni una mota de polvo. ¿Serían así los talleres de antes de la renovación social? ¡Nos importaba ya tan poco la historia reciente!
Un ejército de mecánicos salió a su encuentro:
  • Siéntese ahí -dijo uno de ellos.
  • No se mueva -propuso otro.
  • No diga nada, caballero -un tercero.
    Un cuarto le sujetó la cabeza y un quinto le conectó unos tubos en los hombros. Rápidamente una pantalla de más de dos metros se iluminó mostrando sus datos personales: Fran54, once años y medio, convertido en Corea, puesto en servicio hacía tres años, adoctrinador: eficacia del 78% (no muy buena media, por desgracia), etc.
  • No diga nada, caballero -repitió el tercero.
  • Desajuste en la conexión de la antena exterior superior derecha. Procedo a su ajuste.
    Notaba algo moviéndose en su cerebro. Una sensación agradable, un cosquilleo casi deleitoso, carnal -tal vez-.

Cuando salió del taller se sentía mucho mejor, parecía que flotaba por la acera camino de casa. ¿Felicidad?

domingo, 4 de febrero de 2018

Noc-tur-no:


Otras tardes de fútbol.
Enero de 2018:

  • No fue en 1980, como afirmas. Fue en el verano de 1978, porque tú y yo acabábamos de cumplir once años.
  • Gracias. Siempre he sabido que tú andabas mejor de memoria que yo.
  • Tampoco has descrito el vestido que llevaba la Maluca el día en que apareció. Era rojo, por encima de la rodilla y sin mangas.
  • Es verdad. Se muestra tan vivo en mis recuerdos que lo había pasado por alto.
  • Lo demás está bien. Salvo que no has mencionado que tú y yo éramos muy amigos. Tú-y-yo-y-Luis hasta que llegó ella.
  • Claro, eso también es verdad.
Mientras mantengo esta conversación con Marcos en un cementerio de Berlín junto al nombre de Luis, muerto hace ya veinte y cinco años, siento que los recuerdos van activándose en proporción inversa a la temperatura que noto descender en mis pies helados. Creo que él, Luis, nunca hubiera aceptado que nadie contara esta historia de niños, porque nunca habíamos vuelto a hablar de la Maluca, ni de su vestido, ni de sus ojos. Él también se fue o desapareció con ella aquel verano, o casi, porque pronto le perdimos el rastro. Años después supimos que había tenido problemas con el alcohol o eso nos dijo su hermana. Cuando conocimos de su maltrecha vida, ya llevaba varios años muerto. Su hermana nos lo dijo: “Javier, Marcos, Luis ha muerto”. Desde entonces, hace más de veinte años que llevo queriendo contar y escribir esta historia.
Todo comenzó la primera tarde de las vacaciones del verano de 1978. Yo me acababa de poner las zapatillas de deporte y había bajado las escaleras de mi casa corriendo junto a Luis en dirección al campo que había junto a la iglesia del barrio. Lo llamábamos el campo de la iglesia. Disponíamos de un largo verano para jugar al fútbol a todas horas, para lanzar desafíos a los niños de los otros patios. Esa primera carrera del verano hacia el campo de la iglesia, calzado con unas zapatillas poderosas y veloces, es lo más cercano que nunca he conocido a algo así que pudiéramos identificar con lo que entonces los mayores llamaban libertad. La iglesia estaba como hundida detrás de un pequeño muro y el campo, no muy grande, como medio campo de fútbol de los de verdad, quedaba en alto respecto a ella. Cuando Luis y yo llegamos, ya estaban allí todos los demás jugando. Nunca nadie esperaba a nadie. Los niños no entienden de paciencias, y la madre de Luis era muy latosa y siempre conseguía que llegáramos los últimos.
Cuando estábamos jugando, de pronto, apareció por detrás de la iglesia, circulando despacio pero con firmeza, y gruñendo, una gigantesca máquina excavadora, como si fuera un extinto y torpe animal prehistórico. Justo cuando apareció la máquina subiendo la pendiente que daba al campo de fútbol lazó por el tubo de escape una enorme nube de humo negro. El aire de junio estaba inmóvil y la nube densa tardó en disiparse. Cuando lo hizo, sobre el muro, apareció la figura extraña de la niña Maluca: más o menos de nuestra edad, baja y delgada, levemente jorobada, con dientes de ardilla, de una piel tan blanquísima que contrastaba radicalmente con unos ojos negros y profundos, muy abiertos, muy atentos. Todos nos quedamos fijos en ella, pero sobre todo Luis que no pudo apartarle su mirada hasta pasados unos minutos. Ella saltó por detrás del muro, hacia la iglesia y todos volvimos en silencio a jugar al fútbol. Luis abandonó la portería, él era nuestro portero titular, y se fue pendiente abajo a buscar a la niña. Ya no los volvimos a ver hasta pasadas unas horas, al final de la tarde. Venían andado desde el estrecho callejón que corría paralelo a la tapia de una fábrica desmantelada que suponía, más allá de la iglesia, la frontera natural de nuestras aventuras.
A la Maluca le gustaba sentarse sobre el muro, con sus canijas piernas colgando, mostrando sus huesudas y oblongas rodillas desnudas, y con sus manos apoyadas junto a sus muslos para enaltecer su figura y mirar mejor nuestras carreras, nuestros pases, nuestras luchas. A ti, Marcos, te gustaba hacer las alineaciones, diseñar las estrategias y disparar desde lejos. A mí me gustaba que ella nos mirara jugar; pero eso sobre todo le gustaba a Luis. Si cuando llegábamos al campo ella no estaba allí, a él se le quitaban las ganas de jugar, se hacía el remolón, te decía, Marcos, que jugaras por él, aunque tú eras nuestro defensa central titular, también hacías de portero suplente. Pero cuando ella llegaba y clavaba sus profundos ojos negros en nuestro juego, Luis volvía a la portería y comenzaba a tirarse sin miedo hacia la pelota. No había forma de meterle un gol. Se convertía en un auténtico gato.
Así fue transcurriendo todo el verano: carreras y aventuras por las mañanas y por las tardes, a veces hasta nos adentrábamos en el mismísimo callejón prohibido, y siempre jugando en el campo de la iglesia, lanzando desafíos a todos los niños del barrio, con la Maluca junto a nosotros, mirándonos y dejándonos hacer, pero sin ser uno de los nuestros.
Una tarde Luis, mintiendo, dijo que se encontraba mal, que le dolía un brazo y que no podía jugar con nosotros. Se sentó en lo alto del muro junto a la Maluca y mientras nosotros jugábamos ellos miraban. Más tarde, Luis nos contó que la Maluca no entendía nada de fútbol, que ni siquiera le gustaba, y que lo que hacía era contar los botes del balón y observar sus recorridos. Dijo que el primer día que nos vio jugar, contempló una jugada extraordinaria. Contó que él mismo, Luis, había sacado el balón dándole un puntapié fuerte y alto hacia el centro del campo, que la pelota había botado en el suelo sobre una abultada piedra saliente y que antes de botar de nuevo, yo había lanzado un chupinazo hacia la portería rival marcando un gol hermoso, espectacular. Fue una jugada aparentemente simple, pero que, debido sin duda a algún ignoto misterio, no había vuelto a repetirse nunca, nunca más. En cosas como esa se fijaba la Maluca.
Un día le vimos a través de los botones descosidos de su vestido parte de su espalda. No era jorobada. Tenía unas cicatrices abultadas y bermejas. Luis, que decía haberlas visto de cerca, porque ella se las había dejado ver, decía que eran los muñones de unas antiguas alas. La Maluca parecía venir de un lejano lugar. No le conocíamos ni padre ni madre ni hermanos ni abuelos,... Siempre que el sol comenzaba a ponerse y todos nos volvíamos a nuestras casas, ella se dirigía al callejón y en su negrura, como en un túnel, se alejaba de nuestra vista perdiéndose, disolviéndose hasta el día siguiente.
Al final de aquel verano, cuando Luis ya no quería jugar con nosotros y prefería quedarse junto a la Maluca mirándonos jugar o paseando por el borde del callejón o adentrándose en él, apareció de nuevo el enorme animal prehistórico subiendo por la pendiente que da a la iglesia. Aquella tarde el juego quedó interrumpido como la primera vez. Cuando la máquina llegó arriba lanzó de nuevo una densa nube de humo negro. Tras ella se encontraban la Maluca y Luis. Cuando el aire húmedo de septiembre, que anunciaba el final del verano, logró disipar la nube, la Maluca había desaparecido. Luis permanecía de pie, solo, más alto junto al muro, mayor que a principios del verano.
Desde entonces Luis se volvió taciturno y solitario. Cuando le preguntábamos por la Maluca no respondía o sólo parecía balbucir algo así como “Se fue”. Entonces giraba sobre sí mismo y se marchaba.
Después... el paso del tiempo... él se marchó con un hermano mayor a Madrid... dejamos de vernos hasta que algunos años más tarde me topé con él a la puerta de su casa. Nos saludamos con un abrazo y unas palmadas en la espalda y comenzamos a hablar como si nos hubiéramos visto la tarde anterior. Se lo veía contento. Me habló de sus años en Madrid, de lo que había estudiado y de los trabajos que había realizado, me habló también de los proyectos que barruntaba, de sus viajes soñados, de que quería montar un taller de mecánica de motocicletas, me habló también de visitar la próxima semana Berlín.
  • ¿Berlín? -le pregunté.
  • Sí. Allí está la Maluca. ¿Te acuerdas de ella? Finalmente apareció. Vive allí. Se dedica a contar historias o a inventarlas.
  • ¿Pero tú seguiste sabiendo de ella?
  • No. Sólo hace unos días. Por eso he vuelto, para despedirme de mi madre y de mi hermana. Me envió una carta y me han entrado unas ganas irreprimibles de ir a verla. Sigo siendo un impaciente -dijo con una sonrisa-.


Aquí y ahora, sentados sobre una abultada piedra saliente frente a una lápida sucia y un sol vencido pero aun hermoso, espectacular, veinticinco años después de aquel último encuentro con Luis, estábamos Marcos y yo, en un cementerio de Berlín, en estos días de finales de septiembre en que el viento frío y húmedo de la tarde, cargado de recuerdos, nos susurra al oído que nunca más somos quienes fuimos, haciéndonos añorar aquellas lejanas tardes de fútbol, las únicas tardes verdaderamente libres de nuestras vidas.