viernes, 8 de diciembre de 2017

Presente eterno:

Otra Navidad con ángel.

Perdonadle, porque no sabe lo que hizo”.
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo.


Sevilla, año 2067. Tres años después del apocalipsis. Un hombre de mediana edad camina por las desoladas calles de una ciudad fantasma...

La eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo después de mirar al vacío durante miríadas de horas. Tal vez por ello es por lo que, lenvantándose, proclama: “Hágase la luz en aquel rincón de la galaxia”. Y la luz se hace. A mí siempre me falta tiempo para impedir semejante atrocidad. Ya conozco las demencias del viejo, sus vicios, sus inconsciencias. Y con la luz y en la luz, que precisamente yo tengo el deber de llevar a los hombres, se hacen también los valles y las montañas, y las aguas de los mares y las de los ríos, y las plantas y los animales, y el hombre y después la mujer para que le sirviera a éste de fiel compañera. Dios, con un soplo, les dice a ellos: “Henchid y dominad la tierra”. Entonces, a espaldas del viejo, decido hacerme con el control de esta región de la galaxia. Decido construir, para gozo del hombre y de la mujer, un jardín, un vergel, un edén y ellos retozan inconscientes, hasta que el viejo dirige su mirada hacia ellos y decide que son demasiado felices, que son casi como él de felices, que eso no es tolerable y los condena a la ignorancia eterna, al olvido de sí, colocando en el centro del paraíso un árbol frondoso y advirtiéndoles “comed cuanto queráis de este árbol de vida”. Y el hombre y la mujer fueron desdichadamente idiotizados para solaz del viejo. Sus carcajadas retumban en los cielos y la mujer dice al hombre: “son truenos” y el hombre dice a la mujer: “eso debe ser. Ven conmigo mujer, que no tengas frío”. Con mis brazos siembro un árbol nuevo en el vergel, el árbol del conocimiento del bien y del mal, me transfiguro en serpiente, llamo a la mujer y le digo: “Come del fruto de este árbol y serás feliz como Dios”. La mujer come y da de comer al hombre. El viejo, que ve alterados sus planes, surgiendo entre las nubes, grita: “Fuera del paraíso. Me habéis desobedecido. Avergonzaos de vuestro cuerpo, trabajad, sudad”. Fui yo quien les dio, primero a ella y después a él, unas hojas de parra para cubrir sus rubores. Desgraciados, qué pena me dan. Mirando desde su trono, el viejo no oculta una sonrisa.
La eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo después de mirar durante siglos aquella lejana región de la galaxia. Tal vez por ello, por aburrimiento, es por lo que decide destruir la vida que ha creado, animales y hombres principalmente. Levantándose proclama: que llueva y llueva hasta que toda la tierra sea cubierta por las aguas. A mí nunca me falta tiempo de acudir al hombre y decirle: “Construye un arca con tus hijos, reúnete después con ellos y con tu mujer, escoged una pareja de todas las especies que conozcáis y esperad a que pase la tormenta. El viejo, como el vicio, es inconstante. Creed en mí”. Trescientos días y trescientas noches de diluvio terrenal, trescientos días y trescientas noches hasta que el arca finalmente se posa en la cima de una montaña, trescientos días y trescientas noches hasta que los animales comienzan a repoblar la tierra y con ellos el hombre y la mujer, que -confiados- cruzan sus miradas y quédamente hablan de mí y conmigo: las primeras y leves oraciones. El viejo ve alterados sus planes y, surgiendo entre las nubes, grita: “Que la tierra sea un infierno para el hombre y para la mujer. Que entre los animales y plantas que se han salvado, algunos se conviertan en sus depredadores y otras en venenos jugosos y mortales para sus cuerpos”. Fui yo quien les dio al hombre y a la mujer, unas hojas para sanar sus enfermedades y un paño para enjugar sus lágrimas. Desgraciados, qué pena me dan. Mirando desde su trono, el viejo no oculta una sonrisa.
La eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo después de mirar durante siglos aquella lejana, pero maravillosa, región de la galaxia. Tal vez por ello es por lo que decide destruir la paz y la concordia entre los hombres todos y las mujeres todas, incitándolos a construir una torre elevadísima, que llegara a los cielos, empeño imposible, además de inútil, pero empeño que acabaría desgastando la voluntad de los hombres y de las mujeres, desgaste perverso que divertiría al viejo. Fui yo quien infundo a los hombres todos el deseo de elevar sus plegarias hacia mí, hacia los cielos, y con ellas crece la torre. Pero el viejo, observando el irrefrenable crecer de la torre y temiendo el asalto a su trono, proclama: “Que se confundan sus lenguas”. Y sus lenguas se confunden: los viejos no entienden a los jóvenes, ni los hombres a las mujeres, ni los padres a sus hijos. La torre cae en mil pedazos y muchos hombres y mujeres perecen entre los escombros de la incomprensión. Una ciega y cruenta guerra recorre la región. Llorando, decido bajar para infundirles a los hombres todos un don divino que el viejo nunca me hará perdonar: el sentido moral, que ya han olvidado desde la mordedura de la manzana prohibida, y el sentido de la justicia del que nunca han dispuesto. Esta vez voy depositando ambos sentidos delicadamente, uno a uno, en todos los hombres y en todas las mujeres de la tierra, porque solo así pueden sobrevivir a las demencias del viejo y a su propia naturaleza maldita. Muchos años duran aún las guerras, muchas catástrofes tienen que padecer, hasta que finalmente, dispuesto a morir por ellos decido bajar a la tierra y nacer en la tierra, como hombre vivir, y sufrir como hombre, morir como hombre a manos del hombre, intentar salvar al hombre de sí mismo y de su dios creador. En la tierra nazco en el día que los hombres y las mujeres llaman de la Natividad, en el exacto día en que comienza mi pasión. Esa noche el viejo no despega su mirada del corral en que el hombre coloca sobre una mesa maltrecha un paño, un trozo de pan y una jarra de vino. No despega su mirada del gesto del hombre que sirve de apoyo a la mujer cansada para que ésta se aproxime a la mesa. No despega su mirada tampoco del niño recién nacido que soy yo como hombre. Y el viejo siente celos del hombre que tiene una tarea, de la mujer que tiene otra tarea, de mí que soy como él mismo más joven, de mi tenacidad. Y el viejo siente odio hacia mí, hacia él mismo, hacia quien él mismo fue, es y será. Mas esta vez no proclama nada, en secreto dirige su acción. El hombre, paciente, sentado a la mesa mira el fondo de la jarra y las figuras que las migas de pan han dibujado sobre el paño. En ellas o con ellas o sobre ellas cree ver algo, una imagen, una intuición tal vez. Proclama a la mujer: “Levántate, coge a tu hijo y lo que puedas llevarte contigo mientras yo preparo el asno. Nos vamos de aquí”. Aquella noche el gobernador manda degollar a todos los niños recién nacidos en la ciudad. Esa visión del hombre me salva a mí todos los días desde entonces.
En su trono el viejo proclama: “Rafael, Gabriel, Miguel, Azrael, Uriel, venid a mí. Haced desaparecer la tierra. Destruid la tierra, esa inmunda tierra. Borrad al hombre, desagradecido, borrad a la mujer, traidora, de la faz de la tierra”. Blanca espuma mana de su boca: “Azrael, Uriel, Miguel,... venid a mí”. Gabriel dice: “El viejo está demente”. Rafael: “El viejo ha perdido el juicio”. Uriel: “El viejo delira”. Miguel: “Tal vez deberíamos llevarlo al tribunal de la Suprema Unidad. Él juzgará”. Azrael: “Él juzgará”. Rafael: “Él juzgará”. Uriel: “Él juzgará”. Yo, Lucifer, proclamo: “Hombres todos, perdonadlo, porque no sabe lo que hace”.


Sevilla, año 2067. Tres años después del apocalipsis y tres días después de la Navidad. Una densa lluvia de polvo dorado cae sobre toda la superficie de la tierra. El hombre de mediana edad camina por las desoladas calles de una ciudad fantasma. La mujer con un niño en brazos sigue los pasos del hombre. A veces se para a rebuscar entre los escombros, mientras no deja de susurrar una tonada: “duérmete niño, que en el edén todos somos hijos del amor”.

José Manuel Martínez Arias.