domingo, 3 de septiembre de 2017

Desasosiegos:

La otra Tercera historia.

Hoy vendrá. Lo sé.

No recuerdo desde cuándo tengo el don de atravesar con la mirada, pero sí la primera vez que de forma consciente lo había conseguido provocar. Tenía ocho años y estaba en el jardín de la casa de mis abuelos paternos, un jardín como este de ahora, junto a una higuera vieja.

Sola, alejada de los gritos de la familia que comenzaba a preparar la merienda, con tanta delicadeza como cuando cogía en brazos a mi nueva hermanita Inés, y sin que nadie me viera, cogí un higo entre mis manos, lo limpié un poco con los dedos, o tal vez lo frotase. Y de pronto, a través del higo comencé a ver a mi madre en la noche anterior. Estaba en el sillón del salón de la casa dándole de mamar a mi hermanita. Mi padre las miraba paciente. ¡De eso hace ya tantos años! ¿cincuenta?

Años después había empezado a comprender que no era yo la que tenía el poder de atravesar con la mirada, de ver más allá de las cosas, de recordar minuciosamente. Era al revés: las cosas evocaban en mí los recuerdos, algunos incluso nunca vividos, como cuando vi a mi hermanita en su primer día de colegio, sentada sola en una silla, esperando a que llegara la maestra, ¿o no era Inés? ¿Quién sería? Algunos objetos me provocaban visiones, recuerdos la mayoría de las veces, fantasías también, pero fantasías recordadas, sentidas como si las hubiera vivido.

Con los años también había desarrollado otro don: el de predecir por unos segundos lo que iba a ocurrir, a veces incluso por algunos minutos, antes de que realmente ocurriera. Como ahora, sentada en un banco del jardín de este balneario. Sonreía porque sabía que en unos instantes llegaría él, el más elegante de todos los hombres. Nunca vi a ningún otro al que le quedase tan bien la pajarita. Ahora estaría saliendo de su habitación o tal vez bajando ya las escaleras y pronto saldría desde detrás de la arquería que da al jardín. Me buscará con la mirada y vendrá a sentarse junto a mí. Sonriendo, sin decir nada. Así era Mario.

Ya lo veo tras las columnas de los arcos, ya lo veo cruzar hacia el jardín, ya lo veo buscarme. Ahí llega.
     - ¡Hola, Mario!
     - ...
     - ¿Qué tal te encuentras hoy?
     - …
     - ¿Mejor? Ayer parecías más apagado de lo normal.
     - ... 
     - Sí, hoy te veo mejor... y como siempre... tan elegante...

Mario llevaba un fino pañuelo de seda blanca en el bolsillo de su chaqueta. De pronto de este pañuelo empezaron a brotar imágenes. Con Mario no había ningún problema, porque él me conocía desde hacía años y sabía de mis poderes. Al principio no les hacía mucho caso y decía que eran ensoñaciones mías, o algo parecido, pero poco a poco fue comprendiendo que no le mentía, que las cosas se dejaban transparentar por mi mirada. El pañuelo me llevó al día en que Inés conoció a Mario. Inés había ido a una tienda del centro a comprar telas para confeccionar unas servilletas y al salir de la tienda estaba él, de pie, muy derecho, como siempre, muy elegante, sonriente, como siempre, y atento. Estaba mirándola y según supe más tarde, había quedado prendado de su belleza, de sus cabellos, de sus ojos, o, como él decía, de su mirada.

Esa misma noche, en la oscuridad de nuestra habitación, Inés me habló de él. Me dijo:

     - Hoy he conocido a un joven. Me miraba de una forma extraña y ha preguntado cómo me llamaba.
     - ¿Y tú qué le has dicho?
     - Inés. Que me llamaba Inés.
     - ¿Y qué más?
     - Nada más. Me vine para casa y ya está.
     - ¿Y ya está?
     - Bueno. Me siguió hasta la esquina y ahí se quedó. Antes de cenar aún seguía ahí, pero ya no está.
     - ¡Estás loca! ¿Cómo te dejaste seguir? ¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora? ¿Y si es peligroso?
     - No parecía peligroso. Sonreía.

Mientras le hablaba a Mario recordándole sus recuerdos y los míos, mientras veía lo que había sucedido treinta años atrás Mario callaba y sonreía como debía sonreír aquella tarde y todas las tardes de su vida.
A veces recordar es como beberse un licor muy lentamente destilado.

Mario bajó la mirada y observó el clavel que llevaba en el ojal. Yo también miré su clavel blanco y nuestras miradas se encontraron, conectaron, a través de los pétalos. Entonces no le conté lo que recordé, pero sé que él sabía lo que yo estaba viendo y también sabía por qué no se lo contaba.
Era el día en que Mario llegó a casa con un hermoso ramo de flores. Inés estaba muy nerviosa, porque intuía que Mario tramaba algo. Así fue. Mario vino a pedir la mano de Inés. Inés lloró antes de dar su beneplácito. Mi madre lloró durante aquella merienda. Yo lloré aquella tarde y muchas tardes más. Por Inés y por Mario. Por la felicidad de ambos. Cuanto más lloraba por ellos más desarrollaba el poder evocador. Ya no podía controlarlo. Todo provocaba en mí imágenes, recuerdos y recuerdos que se enlazaban con otros recuerdos más antiguos o con imágenes de recuerdos que aún no habían ocurrido. La felicidad de ellos era el motor que provocaba mis evocaciones.

Ahora todo ha cambiado.
Ya puedo de nuevo regular el orden y el caudal de imágenes.

Aquella otra tarde de hace más de veinte años Mario no sonreía. Me llegan las imágenes ahora desde el brillo de sus zapatos. Siempre tan limpios. Yo estaba muy nerviosa en la cocina de casa. Mi madre había salido cuando llegó Inés, siempre tan alegre, con un sombrero nuevo y con un vestido azul. Me preguntó que cómo me encontraba y le dije que bien, que contenta de estar en casa con ella. Me preguntó por mamá. Después de un largo silencio me anunció:
     
     - Estoy embarazada.
     - ¿Cómo? ¿De verdad?

Fue una enorme sorpresa. Ya empezamos a hablar de si sería niño o niña, de sus ropitas, de su cunita, de su habitacioncita...

Después tengo un vacío.
A veces recordar es como meter una mano en el fuego o como abrasarse por dentro.

Recuerdo que más tarde, cuando llegó Mario, Inés estaba sentada en el sillón con la cabeza caída sobre el pecho, parecía tranquila, como dormida. Nunca supe qué había pasado, pero el entierro del día siguiente que parece que nunca tuvo lugar, que fue un hecho irreal, inventado.

Yo me quedé muy triste después de la muerte de Inés. Tristeza que me duró meses. Gracias a Mario pude superarla. Desde entonces él nunca me ha abandonado. Aparece en todos mis recuerdos posteriores, sonriendo, elegante, alto, recto, amable. Cuando fuimos a comprar el coche, cuando visitábamos nuestro terrenito en las afueras, donde construiríamos nuestra casa, cuando salíamos al teatro con los amigos a quienes tanto queríamos y que tanto nos apreciaban,... cuando nos venimos a vivir al balneario,... nunca me ha abandonado su sonrisa, su mirada y ahora está aquí conmigo, sentado frente a mí, tan silencioso. Sabe que estoy triste, porque sabe que el brillo de sus zapatos siempre me evoca imágenes amargas. Por eso antes de que empiece a llorar alarga su mano hacia mi cara. Va a decirme “no llores, ángel”, pero nunca llega a decir nada y nunca llega a tocarme la cara. Su mano leve la atraviesa y acaricia el poste de madera que sujeta el banco en que estoy sentada. Después Mario se da media vuelta y se marcha. Todas las noches, en lo oculto de mi habitación, el mismo desasosiego: ¿vendrá Mario mañana a estar conmigo, a hablarme y a tocarme la cara?