jueves, 28 de febrero de 2019

El pacto:


Tal vez cuando ella dejara el coche en la carretera aún tuviera que andar durante más de quince minutos por senderos casi borrados debido a la imparable expansión de la yerba que, en esta época del año, marzo, invadía de vida a toda la zona húmeda del valle. No obstante ella conocía tan bien los senderos que podría haberlos recorrido a ciegas a pesar de los más de veinte años que debía hacer que no visitaba la región. Tal vez, así me gusta imaginarlo, llegara a la última curva de la vereda, una curva a la izquierda que después de otros quince minutos más la devolvería de nuevo a la carretera unos kilómetros más arriba. En esa curva cerrada, oculta por la maleza y el tiempo, se escondía una fuente de agua fría y clara, un manantial que solo visitaban algunos animales del bosque cuando querían refrescar sus gargantas, como entonces tal vez le ocurriese a Inés. Pero Inés no habría acudido veinte años después a la fuente para calmar su sed, que agua fresca puede encontrarse en más lugares maravillosos para suerte del caminante. A unos metros detrás de la fuente comenzaba un muro de piedras que perimetraba una finca. Detrás del muro una casa semiderruída, abandonada: la casa que fue de sus abuelos maternos. Por ello conocía Inés tan bien el lugar, porque en aquellos parajes había pasado muchos veranos con sus padres, abuelos y hermanos. Allí había corrido, saltado, gritado, jugado, allí había conocido también el amor por las plantas, los árboles, los animales, las rocas,... amor que lentamente fue configurando su vida. Aunque ahora la casa habría sido invadida por las yerbas, ella aún podría distinguir perfectamente las distintas dependencias que la formaban: la amplia cocina con una chimenea gigantesca, con capacidad para asar un cordero entero, el salón, las habitaciones, las cuadras,...
¿Qué te había empujado a volver a esta finca familiar abandonada, Inés? Verdaderamente nadie puede responder a esta pregunta y ya nadie lo podrá hacer nunca. Nunca y siempre confluyen en lo eterno. Como en ti ahora, Inés, confluyen el ayer que se aleja y el mañana que no llega, ambos ya imposibles. Tal vez ella se engañara pensando en la absurda idea de que había vuelto para ver si aún se conservaba en el desván la vieja mariposa de cristal irisado de su abuelo que tanto podría gustarle a su amiga Amalia quien estaba intentando abrirse paso en el mundo de la moda y había puesto una boutique en el centro de Sevilla. Esta mariposa de colores brillantes no sería solo un detalle estético para la tienda, sino que sería su símbolo y emblema, lo que marcaría su diferencia: calidad, paciencia, artesanía manufacturada, mezcla de novedad y tradición, propuesta de metamorfosis recomendadas. Pero realmente ella debía saber que la razón de su vuelta al origen era otra. Días antes, sabemos todos los que la queríamos, había descubierto que su marido Antón la engañaba con una de sus colegas de trabajo. No obstante ella no parecía disgustada por ello. Nunca culpó a nadie de lo que le ocurría a ella. Además siempre había defendido que los pactos están para incumplirlos, si no... por qué habrían de firmarse. Realmente llevaban ya varios meses separados: dormían en habitaciones distintas y había días en que sólo se cruzaban en el pasillo o en la cocina, para comunicarse, como ella decía, con un leve “Hola. ¿Sigues aquí?”. Durante esos días andaba aturdida y sorprendida porque había descubierto que su marido Antón no se había enamorado repentinamente de una joven guapa, risueña, pero de mirada triste, sino que llevaba más de veinte años ocultándole sus verdaderos sentimientos hacia la mujer a la que amaba, y ella, Inés, siempre tan observadora, tan astuta y, a veces, tan grácilmente retorcida, no se había percatado de nada, ni siquiera había imaginado una ligera sospecha. Por mucho que Antón y ella ya no se quisieran, veinte años de convivencia son muchos años, y tiempo atrás ella sí que estuvo enamorada de Antón, o, al menos, así lo creía. ¿Acaso esto carecía de importancia? Inés tal vez sentiría que necesitaba meditar y, por ello, algo o alguien la habría impulsado a esta vieja y abandonada finca de sus abuelos.
Aún faltarían algunas horas para que el sol se pusiese y se hiciese de noche. Tiempo más que suficiente para meditar y recoger la mariposa de cristal irisado. Probablemente sacara de su bolso una llave grande, y entrara en la casa, como si entrara en el recinto oculto de un templo abandonado, pero no olvidado, necesario. Quizá subiera con dificultad al desván donde sabría que no se encontraba el anhelado lepidóptero brillante porque ella, como todos, sabía que siempre estuvo en su maletín de nogal negro, encima de la gran chimenea del salón, pero donde sabría que encontraría cientos de otros cachivaches viejos. Tal vez dentro del cajón de una cómoda más vieja que ajada apareciera una caja de latón. Allí debía estar lo que verdaderamente buscara y la habría llevado hasta allí: una sepia fotografía de su primo Isidro de quien de joven, adolescentes ambos, entre aquellos cerros rebosantes de vidas, quizás estuviese enamorada. Tal vez recordara que con los años se fueron distanciando sus encuentros y que finalmente se acabaron separando sin despedirse. Tal vez se justificase pensando que después ya estaba Antón, el pacto matrimonial, los niños,... Quizá rehusase recordar que Isidro la había buscado en la ciudad, pero que -¡claro!- ella era una señora casada, con familia, en fín, imposible dejarse llevar por la resbaladiza ladera de los sentimientos cubiertos con el delicado velo de los deberes contraídos. Tal vez supusiese, como años atrás, que sería mejor olvidarlos, borrarlos, ignorarlos. Pero ahora, la traición de su marido, aunque ya no lo amase, habría despertado en ella sus amores dormidos y entre ellos el amor por su primo. Esto habría vuelto definitivamente su vida pasada una aventura inútil. Probablemente Inés no sintiera la traición por el romance de su marido, sino tal vez por lo duradero del mismo, porque mientras él la engañaba durante tantos años, ella había permanecido siéndole fiel a pesar de sus sentimientos silenciados hacia su primo. Esto debió parecerle absolutamente inaceptable. Tal vez se sentiría vacía o tonta o ridícula. Seguramente Inés no habría querido vengarse de su marido, habría querido vengarse de ella misma, por su torpeza, por su tozudez, por su ceguera. ¿Por qué había tenido que ser ella siempre tan exigente consigo misma? Él, Antón, pensaría ella, la había traicionado, pero no a sí mismo; ella, en cambio, pensaría, se había traicionado a sí misma, había faltado al pacto principal que uno sella con su vida en el instante mismo de su nacimiento y esto era lo que, tal vez, no podría perdonarle a él, aunque sabría en conciencia que la única culpable verdaderamente era ella. Era ella misma la que debería pagar por su traición, por su deslealtad consigo misma.
Quizá, después, bajara al salón a recoger la mariposa, la metiera en una bolsa de tela vieja y manchada, y comenzara el camino de vuelta al coche. Quince minutos de ida se habrían convertido en una hora de vuelta. Siempre fue una soñadora. Cuando llegara a la carretera, estaría agotada no solo físicamente; durante esa hora de camino no habría dejado de darle vueltas a su culpabilidad, a su traición a sí misma. La imagino colocando con sumo cuidado y cautela el estuche en el asiento trasero del coche y sentándose firme al volante. Tal vez cuando arrancara y comenzara a conducir, mirara por el espejo retrovisor y viese su vida pasada frente a la por venir o tal vez un rayo del último sol de la tarde incidiese sobre la irisada superficie de cristal del lepidóptero. Ello debió hacer que se despistara y que no viera un piedra enorme en mitad de la carretera, una curva a la izquierda y el árbol en el que acabó hundiéndose terminando en él sus días y sus pensamientos. Tal vez solo una muerte inútil y absurda podría corresponder a una traición igualmente absurda e inútil y tal vez Inés no mereciera este relato que le escribo.
Firmado: Isidro.