viernes, 8 de diciembre de 2017

Presente eterno:

Otra Navidad con ángel.

Perdonadle, porque no sabe lo que hizo”.
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo.


Sevilla, año 2067. Tres años después del apocalipsis. Un hombre de mediana edad camina por las desoladas calles de una ciudad fantasma...

La eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo después de mirar al vacío durante miríadas de horas. Tal vez por ello es por lo que, lenvantándose, proclama: “Hágase la luz en aquel rincón de la galaxia”. Y la luz se hace. A mí siempre me falta tiempo para impedir semejante atrocidad. Ya conozco las demencias del viejo, sus vicios, sus inconsciencias. Y con la luz y en la luz, que precisamente yo tengo el deber de llevar a los hombres, se hacen también los valles y las montañas, y las aguas de los mares y las de los ríos, y las plantas y los animales, y el hombre y después la mujer para que le sirviera a éste de fiel compañera. Dios, con un soplo, les dice a ellos: “Henchid y dominad la tierra”. Entonces, a espaldas del viejo, decido hacerme con el control de esta región de la galaxia. Decido construir, para gozo del hombre y de la mujer, un jardín, un vergel, un edén y ellos retozan inconscientes, hasta que el viejo dirige su mirada hacia ellos y decide que son demasiado felices, que son casi como él de felices, que eso no es tolerable y los condena a la ignorancia eterna, al olvido de sí, colocando en el centro del paraíso un árbol frondoso y advirtiéndoles “comed cuanto queráis de este árbol de vida”. Y el hombre y la mujer fueron desdichadamente idiotizados para solaz del viejo. Sus carcajadas retumban en los cielos y la mujer dice al hombre: “son truenos” y el hombre dice a la mujer: “eso debe ser. Ven conmigo mujer, que no tengas frío”. Con mis brazos siembro un árbol nuevo en el vergel, el árbol del conocimiento del bien y del mal, me transfiguro en serpiente, llamo a la mujer y le digo: “Come del fruto de este árbol y serás feliz como Dios”. La mujer come y da de comer al hombre. El viejo, que ve alterados sus planes, surgiendo entre las nubes, grita: “Fuera del paraíso. Me habéis desobedecido. Avergonzaos de vuestro cuerpo, trabajad, sudad”. Fui yo quien les dio, primero a ella y después a él, unas hojas de parra para cubrir sus rubores. Desgraciados, qué pena me dan. Mirando desde su trono, el viejo no oculta una sonrisa.
La eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo después de mirar durante siglos aquella lejana región de la galaxia. Tal vez por ello, por aburrimiento, es por lo que decide destruir la vida que ha creado, animales y hombres principalmente. Levantándose proclama: que llueva y llueva hasta que toda la tierra sea cubierta por las aguas. A mí nunca me falta tiempo de acudir al hombre y decirle: “Construye un arca con tus hijos, reúnete después con ellos y con tu mujer, escoged una pareja de todas las especies que conozcáis y esperad a que pase la tormenta. El viejo, como el vicio, es inconstante. Creed en mí”. Trescientos días y trescientas noches de diluvio terrenal, trescientos días y trescientas noches hasta que el arca finalmente se posa en la cima de una montaña, trescientos días y trescientas noches hasta que los animales comienzan a repoblar la tierra y con ellos el hombre y la mujer, que -confiados- cruzan sus miradas y quédamente hablan de mí y conmigo: las primeras y leves oraciones. El viejo ve alterados sus planes y, surgiendo entre las nubes, grita: “Que la tierra sea un infierno para el hombre y para la mujer. Que entre los animales y plantas que se han salvado, algunos se conviertan en sus depredadores y otras en venenos jugosos y mortales para sus cuerpos”. Fui yo quien les dio al hombre y a la mujer, unas hojas para sanar sus enfermedades y un paño para enjugar sus lágrimas. Desgraciados, qué pena me dan. Mirando desde su trono, el viejo no oculta una sonrisa.
La eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo después de mirar durante siglos aquella lejana, pero maravillosa, región de la galaxia. Tal vez por ello es por lo que decide destruir la paz y la concordia entre los hombres todos y las mujeres todas, incitándolos a construir una torre elevadísima, que llegara a los cielos, empeño imposible, además de inútil, pero empeño que acabaría desgastando la voluntad de los hombres y de las mujeres, desgaste perverso que divertiría al viejo. Fui yo quien infundo a los hombres todos el deseo de elevar sus plegarias hacia mí, hacia los cielos, y con ellas crece la torre. Pero el viejo, observando el irrefrenable crecer de la torre y temiendo el asalto a su trono, proclama: “Que se confundan sus lenguas”. Y sus lenguas se confunden: los viejos no entienden a los jóvenes, ni los hombres a las mujeres, ni los padres a sus hijos. La torre cae en mil pedazos y muchos hombres y mujeres perecen entre los escombros de la incomprensión. Una ciega y cruenta guerra recorre la región. Llorando, decido bajar para infundirles a los hombres todos un don divino que el viejo nunca me hará perdonar: el sentido moral, que ya han olvidado desde la mordedura de la manzana prohibida, y el sentido de la justicia del que nunca han dispuesto. Esta vez voy depositando ambos sentidos delicadamente, uno a uno, en todos los hombres y en todas las mujeres de la tierra, porque solo así pueden sobrevivir a las demencias del viejo y a su propia naturaleza maldita. Muchos años duran aún las guerras, muchas catástrofes tienen que padecer, hasta que finalmente, dispuesto a morir por ellos decido bajar a la tierra y nacer en la tierra, como hombre vivir, y sufrir como hombre, morir como hombre a manos del hombre, intentar salvar al hombre de sí mismo y de su dios creador. En la tierra nazco en el día que los hombres y las mujeres llaman de la Natividad, en el exacto día en que comienza mi pasión. Esa noche el viejo no despega su mirada del corral en que el hombre coloca sobre una mesa maltrecha un paño, un trozo de pan y una jarra de vino. No despega su mirada del gesto del hombre que sirve de apoyo a la mujer cansada para que ésta se aproxime a la mesa. No despega su mirada tampoco del niño recién nacido que soy yo como hombre. Y el viejo siente celos del hombre que tiene una tarea, de la mujer que tiene otra tarea, de mí que soy como él mismo más joven, de mi tenacidad. Y el viejo siente odio hacia mí, hacia él mismo, hacia quien él mismo fue, es y será. Mas esta vez no proclama nada, en secreto dirige su acción. El hombre, paciente, sentado a la mesa mira el fondo de la jarra y las figuras que las migas de pan han dibujado sobre el paño. En ellas o con ellas o sobre ellas cree ver algo, una imagen, una intuición tal vez. Proclama a la mujer: “Levántate, coge a tu hijo y lo que puedas llevarte contigo mientras yo preparo el asno. Nos vamos de aquí”. Aquella noche el gobernador manda degollar a todos los niños recién nacidos en la ciudad. Esa visión del hombre me salva a mí todos los días desde entonces.
En su trono el viejo proclama: “Rafael, Gabriel, Miguel, Azrael, Uriel, venid a mí. Haced desaparecer la tierra. Destruid la tierra, esa inmunda tierra. Borrad al hombre, desagradecido, borrad a la mujer, traidora, de la faz de la tierra”. Blanca espuma mana de su boca: “Azrael, Uriel, Miguel,... venid a mí”. Gabriel dice: “El viejo está demente”. Rafael: “El viejo ha perdido el juicio”. Uriel: “El viejo delira”. Miguel: “Tal vez deberíamos llevarlo al tribunal de la Suprema Unidad. Él juzgará”. Azrael: “Él juzgará”. Rafael: “Él juzgará”. Uriel: “Él juzgará”. Yo, Lucifer, proclamo: “Hombres todos, perdonadlo, porque no sabe lo que hace”.


Sevilla, año 2067. Tres años después del apocalipsis y tres días después de la Navidad. Una densa lluvia de polvo dorado cae sobre toda la superficie de la tierra. El hombre de mediana edad camina por las desoladas calles de una ciudad fantasma. La mujer con un niño en brazos sigue los pasos del hombre. A veces se para a rebuscar entre los escombros, mientras no deja de susurrar una tonada: “duérmete niño, que en el edén todos somos hijos del amor”.

José Manuel Martínez Arias.

lunes, 6 de noviembre de 2017

¿Dónde espera lo que no fue? Disparate:


Lo otro que pudo haber sido y no fue.


Con mi portátil nuevo me han regalado un procesador de textos 5.0. Me dijo el dependiente que venía con un corrector ortográfico muy... prudente (perdón, yo quería escribir “potente”). ¡Qué ilusión y qué deloite físico escribir en este teclado! ¡Qué ganas de escribir! Escribir por ejemplo... De niña quise ser... teóloga (no, “teóloga” no, “teóloga”, pero con “ge”). Me encantaban las piedras... en el riñón, no, sin riñones, y los canes (no, espera, “vol”, “vol-canes”). Especialmente uno que hay en Hawai-Bombay, no, solo en la isla del Pacífico. Espera que quite la paloma, que este... prudente... corrector ortográfico también trae dibrujitos, no, “-bujitos”. Pero... un momento, que no sé cómo se pueden quitar los dos brujitos, parecen como la buena y la mala con-ciencia (saber riguroso, ha aflorado una nota de color amarillo). Debe ser una llamada de atención, palabra clave … de sol Rimski Korsakov fue el autor de Sherezade. No. Espera (¿blanco por dentro y verde por fuera?). Es otra nota amarilla, otra clave... de sol Johan Sebastian Bach no compuso ninguna Ópera, pero sí varias Con-tatas (niñeras, chicas de servicio). Así debió ser, tuvo dieciocho hijos. Pero yo no quiero escribir de música. Quería contar que de niña quise ser... teóloga (con “ge”). ¡Qué... prudente es! La lava naranja (de Valencia y de Murcia) sobre la roca negra (pequeña isla baja, situada a 18 kilómetros al sudeste de las Rocas Cormorán y aproximadamente a 194 kilómetros al oestenoroeste de la isla San Pedro) tenía un efecto... hipnopédico... encima... de mí. Bien, acepto la... injerencia. Después el terremotocicleta de Guate-mala o desleal me quitó las ganas... de vivir. Se abre una ventana con el mensaje: “Prohibido seguir en esta línea autodestructiva. Para continuar pulse Control-F12”. Decido seguir, pero el teclado parece inerte. Pulso Control-F12. La pantalla se vuelve oscura y una voz masculina y seductora me dice: “¿Está usted mejor? ¿Puede continuar?” Le respondo “Sí, por favor”. Estoy hablando con mi computadora. Y ésta me escucha y me atiende. Vuelve a aparecer sosegadamente el texto. Sigo: Entonces quise ser bombera (fabricante de bombas). Una estridente sirena comienza a salir del ordenador, que grita: “¡Atención! ¡Está usted acorralada! Acaba de ser enviada una alerta a la comisaría de policía más cercana a su dirección. No se mueva. Espere unos minutos hasta que el sistema operativo vuelva a ser actualizado. Ataque terrorista posible. Ataque terrorista aún no abortado. ¡Atención! ¡Peligro! Una vida humana aún no nacida debe ser liberada. No se mueva. No haga nada. Las autoridades están en camino. Ya debe usted estar rodeada. No capte rehenes, esto solo agravaría su situación”. Todo esto a un volumen ensordecedor. No me atrevo ni a pestañear. Poco a poco va volviendo la calma, finalmente el ordenador enmudece y vuelve a aparecer el texto. Otra vez la misma voz seductora: “¡Falsa alarma! ¡Continúe, por favor!” No sé si seguir o huir. Retomo el texto. Leo: De niña quise ser... teóloga. Me encantaban las piedras... en el riñón y los... canes. Especialmente uno que hay en Hawai-Bombay, después una paloma, después dos brujitos y después dos claves de sol. La lava naranja de Valencia y de Murcia sobre la pequeña isla baja, situada a 18 kilómetros al sudeste de las Rocas Cormorán y aproximadamente a 194 kilómetros al oestenoroeste de la isla San Pedro, tenía un efecto... hipnopédico... encima... de mí. Más tarde el terremotocicleta de Guate-mala o desleal me quitó las ganas de... durar con vida o tener vida. Entonces quise ser... una de esas personas que tienen por oficio... de tinieblas extinguir... dinosarios e incendios y prestar dinero (usurero: persona que presta con usura o interés excesivo) y ayuda en cualquier otro siniestro total (suena una canción: “y es que me pica un huevo / no sé qué voy a hacer / no sé qué puedo hacer”). Cuando termina la canción estoy más relajada. El ordenador me vuelve a hablar: “¿Quiere usted seguir?”. Le respondo: “Sí, por favor”. Años después fui a la Universidad para estudiar... Histeria Colectiva. Histeria en la que yo creo estar cayendo poco a poco. “Habla usted mucho de sí misma”, dice el ordenador. “Tal vez debería usted corregir su estilo. ¿Quiere que le ayude?” “¡NO!”, grito. “¡Cállese!”. “¡Déjeme en paz!”. La pantalla baja automática y rápidamente el contraste, se queda a media luz. Casi no distingo las letras negras sobre el fondo gris. Tengo que pegar mi nariz a la pantalla para poder ver lo que estoy... o estamos... escribiendo. En la Universidad... de París que está en Sevilla, Ispal, ciudad fundada por fenicios o tartesios antes de la llegada de los romanos en el 206 a. C., si quiere saber más pulse Control-+-F11, si no, continúe escribiendo... conocí acullá al singular conjunto musical natural de Colombia y autor de La camisa negra que ahora es mi esposo y padre de mis hijos. Lo cognocí una soirée de otoño en los fosos del castillo que fue fábrica de tabacos y donde las cigarreras de Merimée cantaban aires de París mientras embestían a los toros al grito de “Cabreador”. Con la nariz pegada a la pantalla, grito: “Me cago en la puta que te parió”. La pantalla se apaga totalmente y una voz, ahora estridente, fría, ajena, cibernética, dice: “Su ordenador ha sido bloqueado. Para volver a conectarlo debe usted esperar... quince minutos.” Repite: “Su ordenador ha sido bloqueado. Para volver a conectarlo debe usted esperar... catorce minutos... cincuenta segundos”. El mensaje, incansable, no deja de reproducirse. El ordenador portátil no está enchufado a la red. Estoy a punto de arrojarlo por la ventana, pero decidimos los dos que era mejor que yo me fuera de casa a caminar por donde las calles tuviesen a bien conducirme. 

domingo, 8 de octubre de 2017

Silencios:

La otra historia de la calle Sierpes.

A Pepelu.

Esta espléndida mujer que charla y gesticula en la calle Sierpes es Doña Ernestina Queipo de Llano Martí. Tiene la elegancia que dan el poder, el dinero y sus 33 años. Acaba de salir de la sombrerería Maquedano y se está despidiendo de sus amigas doña Amalia y doña Josefina. Las tres hablan, sonríen y agitan sus brazos como si algo les impidiera percartarse del ambiente de angustia que asola la ciudad en estos días de julio de 1940.
Doña Ernestina luce un vaporoso vestido azul y, aunque es temprano y el sol no está aún en todo lo alto, su cabeza va elegantemente equipada con una pamela del mismo color, con tres flores rosas y una redecilla de hilo fino. Sus amigas parten hacia arriba, en dirección a la Plaza de San Francisco, mientras que ella marcha en sentido contrario hasta que decide sentarse en uno de los veladores de la plaza de la Campana. El atento camarero sabe lo que ella tiene decidido tomar: un corto de café con una nubecilla de leche. Un periódico extranjero ha sido olvidado en la pequeña mesa redonda. Ella apenas le dirige una leve mirada, pero le es suficiente para poder leer las grandes letras negras que dicen: “La Lozère, un vrai désastre!”.
El camarero deposita cuidadosamente la taza de café sobre la mesa y pregunta: “¿Algo más, doña Ernestina?”. “No, gracias, Mariano. Es suficiente.” El camarero gira sobre sí mismo y se adentra en la cafetería por la puerta que da a la misma plaza de la Campana. En ese instante una señora de unos cincuenta años aparece en la plaza. Viene de la misma calle Sierpes y se detiene de pie junto al velador, frente a la propia doña Ernestina. El contraste no puede ser mayor. Va vestida toda de negro: falda larga y blusa. Lleva, recogiéndole el pelo, un pañuelo también negro en la cabeza. Sus ojos son grises y sus manos arrugadas. Mira fijamente a doña Ernestina. Parece reconocerla. Parece también que está deseando hablar. No se decide. Se gira, camina dos pasos hacia la calle Velázquez, se para, se vuelve a girar y finalmente comienza a hablar desde algo más de dos metros de distancia.
“Yo la conozco, doña Ernestina. Por favor. Usted puede ayudarme. Por favor. No es por mí. Es por mi hijo, por favor. ¡Es tan joven! Él no ha hecho nada. Se tuvo que marchar, pero fue por error. Él quiere volver y usted tal vez pudiera hacer que lo haga. Por favor, doña Ernestina. Aún no tiene usted hijos, pero pronto los tendrá y sabrá lo que duele un hijo.
(Silencio)
Estoy preparada para visitar la tumba de mi hijo. Estoy preparada para yacer junto a él. Pero no sé cómo vivir con este silencio, con esta ausencia. No he vuelto a saber de él. Hace un año. Hágase cargo, por favor.
(Silencio)
¿Podría ahora reconocerlo, su rostro, su voz? ¿Cómo le habrá cambiado la guerra? ¿La soledad? ¿El hambre?
(Silencio)
En su última carta me decía que echaba de menos los paseos por el río, y los labios y los susurros de Azucena, su prometida.
(Silencio)
Hace dos semana tuve un sueño. Soñé que esperaba a mi hijo, que él tardaba, que no venía. Y entonces me lo traían en una camilla unos milicianos. Llevaba las manos delicadamente colocadas sobre su barriga. Lo depositaban en el suelo y de pronto el suelo era el de mi cocina y él incorporaba su cabeza, sonreía y decía: “Ya llegué, madre”.
Tal vez no fuera un sueño y fuera una broma.
(Silencio)
De pequeño decía que quería ser radiotelegrafista. El maestro indicaba en sus notas que era muy aplicado. Años más tarde intentaba entrar en la Escuela Superior de Ingenieros, pero la guerra lo truncó todo. Por favor, doña Ernestina, haga que todo vuelva a ser como antes. Usted podría hablar con su padre o, tal vez, con su suegro. Era tan feliz. Le iba todo tan bien. De niño, las noches le daban miedo. ¿Tendrá miedo ahora a las noches? Entonces me llamaba y me agarraba de la mano. Eso parecía tranquilizarlo. ¿Y ahora? Entonces se dormía con sus manitas entre las mías.
(Silencio)
A veces también sueño que alarga sus manos hacia mí y me dice que tiene hambre. En mis sueños suelo verlo pequeñito, hambriento, humillado.
Envidio a esas madres que han visto volver a sus hijos ofendidos o mutilados. O a aquellas que saben de ellos, aunque estén lejos o escondidos.
No odio. Por eso puedo perdonar. Tal vez usted también pudiera...
Envidio incluso a las madres que enterraron a sus hijos. Yo le llevaría flores a su tumba y me sentaría a su lado y le hablaría.
(Silencio)
Con sus hermanos era diferente, pero con este mi segundo hijo... de niño era tan obediente, tan dócil, me agarraba de la falda y se pegaba a mis piernas. Me necesitaba tanto.
Es un idealista que no entiende nada de la vida real. La culpa fue mía. Una tarde lluviosa me dijo: “Nada de lo que me has enseñado existe”. “Nada es real”. “¿Qué será de mí?” Pasamos toda la tarde sentados en silencio frente a la ventana de la cocina.
(Silencio)
Estaba enamorado de la Antigua Grecia y un día, cuando era un muchachito, vino a mi lado y me dijo que quería ser filósofo. Su padre le respondió: “Hoy día, en nuestro país, ser filósofo es difícil. Si dices la verdad acabarás en el manicomio... o en la cárcel”. Más tarde se enamoró de Italia. Después, años después, me dijo: “No me preguntes nada mamá, pero me he apuntado con los milicianos”. Hace más de un año que no sé nada de él. Marchó a Francia. Tal vez usted pueda hablar con el padre de usted y dejarlo volver. Es bueno. No ha matado a nadie. No hubiera podido. Es demasiado débil y bueno. O con su suegro, tal vez. Usted también tendrá hijos. Por favor. Dígame que sí. Que lo intentará al menos. Dígamelo.
(Silencio)
No puede durar tanto un exilio.
No puedo seguir viviendo sin saber de él.
No necesito vivir sin él.
(Silencio)
“Tú me has educado, madre. No me digas ahora que nada de lo que me enseñaste era verdad”. “Me educaste bien, sólo que no calculaste con acierto el número y el poder de los fanáticos. Ellos no podrán evitar que exista todo lo sublime que me enseñaste.”
¿Qué le podía decir yo entonces? ¿Que la patria no lo merecía? ¿Qué la mejor de las ideas no vale la sangre que se pierde? ¿Es digno que una patria condene a muerte a sus mejores hijos?
No sé qué me pasó entonces, pero no pude dejar de llorar. Hasta hoy no he podido dejar de llorar. Por favor, doña Ernestina. Usted puede ayudarme.
(Silencio)
Las vecinas murmuran. Ya ni se molestan en cerrar las ventanas para que yo no pueda oírlas. Yo les pregunto: ¿por qué vosotras sí tenéis a vuestros hijos a vuestro lado? ¿Por qué yo no sé nada del mío?
Sólo me interesan sus cosas, sus cartas, sus libros. Me encierro en su habitación y allí paso las horas. No puedo más. Estoy desgarrada. Mi hijo es mío y no vuestro. Hace un año que me muero. No estoy enferma, pero me muero. Si no me he quemado en la calle, si mi marido no ha salido aún a matar o a martarse, es porque ya estamos muertos. Solo que nadie se ha dado cuenta, ni nosotros mismos.
(Silencio)
Cuando nació era muy pequeñito. Menos de dos kilos y medio. Parecía una niñita y me daba miedo cogerlo en brazos. “Vida mía”, le decía estrechándolo en mi pecho. Después creció muy bien, delicado, pero bien. A los cinco años me dijo: “Mamá, una ola me dejó en la orilla”. Nunca entendí lo que le pasaba, lo que quería. ¡Pero es tan cariñoso! Una ventosa noche, agarrándome la mano, me preguntó: “¿quién llora ahí fuera?”. “Tengo miedo, mamá”, dijo.
(Silencio)
Volvió de su primera campaña muy cambiado. Sus ojos no eran los mismos. Ni su voz. Parecía más recio y firme. Distante. Sus hermanos también lo notaron. Cogió a su sobrino en brazos y se quedó quieto. Frío. Le sudaba el rostro. Tenía tanto miedo.
(Silencio)
Anoche volví a soñar con él. Había una enorme extensión de arena. Era de noche. A veces fogonazos blancos se extendían por el campo. Lo veo intentando esconderse, huyendo. Explosiones. Yo corro tras él. Intento alcanzarlo. Se me escapa. Estoy a punto de agarrarlo por la espalda, pero caigo y él se marcha: no se ha dado cuenta de que era yo quien le seguía. ¿Cómo ha podido no sentir mi presencia? ¿Habrá olvidado mi voz? ¿Por qué seré tan débil? Sus pasos son tan largos.
Hace tres meses una mujer me dijo: “Si no lo hubieses educado así, todavía seguiría contigo”. No puedo quitarme estas palabras de la cabeza. Yo soy la única culpable, señora. Por favor. Pero no puedo seguir sin saber de él. Por favor, permítanle volver.
(Silencio)
(Se tira al suelo)
(Llora)
Ahora rezo, dice. Rezo todos los días. Acudo a la iglesia y rezo. Tal vez Dios y usted pueden ayudarme. Sus padres, don Gonzalo y doña Genoveva son buenos cristianos. Ayúdenme por favor.
Busco amparo. ¿No quiere usted escucharme? ¿Por qué, señora, no me atiende? ¿Acaso ya estoy muerta y aún no me he enterado de ello? Por favor, doña Ernestina. Es usted una buena señora y cristiana. Apiádese de mí, por humanidad.
Él es bueno. Marchó a Francia. En su última carta me decía que estaba en La Lozère, con los guerrilleros. Liberando a Francia. ¿Quién lucharía para liberar a una patria que no es la suya? Es tan generoso. Si usted lo viese y le mirase a los ojos no dudaría de su bondad. Él no está hecho para la guerra. Cuando se fue me dijo que volvería. Por eso aún lo espero. Porque sé que está vivo y que volverá.
(Doña Ernestina ha estado escuchando todo el discurso de la señora de negro sin moverse. Mirándo al frente con la taza de café entre sus dedos. Ahora mueve su mano para tapar el titular del periódico: “La Lozère: un vrai désastre! Des centaines de soldats espagnols sont morts. Un champ du sang”).
(Silencio hecho de otro silencio. Finalmente la señora de negro vuelve a hablar.)
Sólo fue mío mientras era pequeño. Después me lo robasteis. Ahora sólo me habéis dejado el miedo al paso del tiempo, el miedo a olvidar sus ojos, su voz. No tenéis derecho a arrebatarme mis recuerdos.
(Aprovechando el silencio más largo, doña Ernestina deja unas monedas sobre la pequeña mesa redonda. Se levanta, recoge el periódico y los paquetes, y en silencio marcha en dirección a la calle Alfonso XII. Cuando pasa junto a la señora de negro no dice nada, no hace ningún gesto.)

José Manuel Martínez Arias.


domingo, 3 de septiembre de 2017

Desasosiegos:

La otra Tercera historia.

Hoy vendrá. Lo sé.

No recuerdo desde cuándo tengo el don de atravesar con la mirada, pero sí la primera vez que de forma consciente lo había conseguido provocar. Tenía ocho años y estaba en el jardín de la casa de mis abuelos paternos, un jardín como este de ahora, junto a una higuera vieja.

Sola, alejada de los gritos de la familia que comenzaba a preparar la merienda, con tanta delicadeza como cuando cogía en brazos a mi nueva hermanita Inés, y sin que nadie me viera, cogí un higo entre mis manos, lo limpié un poco con los dedos, o tal vez lo frotase. Y de pronto, a través del higo comencé a ver a mi madre en la noche anterior. Estaba en el sillón del salón de la casa dándole de mamar a mi hermanita. Mi padre las miraba paciente. ¡De eso hace ya tantos años! ¿cincuenta?

Años después había empezado a comprender que no era yo la que tenía el poder de atravesar con la mirada, de ver más allá de las cosas, de recordar minuciosamente. Era al revés: las cosas evocaban en mí los recuerdos, algunos incluso nunca vividos, como cuando vi a mi hermanita en su primer día de colegio, sentada sola en una silla, esperando a que llegara la maestra, ¿o no era Inés? ¿Quién sería? Algunos objetos me provocaban visiones, recuerdos la mayoría de las veces, fantasías también, pero fantasías recordadas, sentidas como si las hubiera vivido.

Con los años también había desarrollado otro don: el de predecir por unos segundos lo que iba a ocurrir, a veces incluso por algunos minutos, antes de que realmente ocurriera. Como ahora, sentada en un banco del jardín de este balneario. Sonreía porque sabía que en unos instantes llegaría él, el más elegante de todos los hombres. Nunca vi a ningún otro al que le quedase tan bien la pajarita. Ahora estaría saliendo de su habitación o tal vez bajando ya las escaleras y pronto saldría desde detrás de la arquería que da al jardín. Me buscará con la mirada y vendrá a sentarse junto a mí. Sonriendo, sin decir nada. Así era Mario.

Ya lo veo tras las columnas de los arcos, ya lo veo cruzar hacia el jardín, ya lo veo buscarme. Ahí llega.
     - ¡Hola, Mario!
     - ...
     - ¿Qué tal te encuentras hoy?
     - …
     - ¿Mejor? Ayer parecías más apagado de lo normal.
     - ... 
     - Sí, hoy te veo mejor... y como siempre... tan elegante...

Mario llevaba un fino pañuelo de seda blanca en el bolsillo de su chaqueta. De pronto de este pañuelo empezaron a brotar imágenes. Con Mario no había ningún problema, porque él me conocía desde hacía años y sabía de mis poderes. Al principio no les hacía mucho caso y decía que eran ensoñaciones mías, o algo parecido, pero poco a poco fue comprendiendo que no le mentía, que las cosas se dejaban transparentar por mi mirada. El pañuelo me llevó al día en que Inés conoció a Mario. Inés había ido a una tienda del centro a comprar telas para confeccionar unas servilletas y al salir de la tienda estaba él, de pie, muy derecho, como siempre, muy elegante, sonriente, como siempre, y atento. Estaba mirándola y según supe más tarde, había quedado prendado de su belleza, de sus cabellos, de sus ojos, o, como él decía, de su mirada.

Esa misma noche, en la oscuridad de nuestra habitación, Inés me habló de él. Me dijo:

     - Hoy he conocido a un joven. Me miraba de una forma extraña y ha preguntado cómo me llamaba.
     - ¿Y tú qué le has dicho?
     - Inés. Que me llamaba Inés.
     - ¿Y qué más?
     - Nada más. Me vine para casa y ya está.
     - ¿Y ya está?
     - Bueno. Me siguió hasta la esquina y ahí se quedó. Antes de cenar aún seguía ahí, pero ya no está.
     - ¡Estás loca! ¿Cómo te dejaste seguir? ¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora? ¿Y si es peligroso?
     - No parecía peligroso. Sonreía.

Mientras le hablaba a Mario recordándole sus recuerdos y los míos, mientras veía lo que había sucedido treinta años atrás Mario callaba y sonreía como debía sonreír aquella tarde y todas las tardes de su vida.
A veces recordar es como beberse un licor muy lentamente destilado.

Mario bajó la mirada y observó el clavel que llevaba en el ojal. Yo también miré su clavel blanco y nuestras miradas se encontraron, conectaron, a través de los pétalos. Entonces no le conté lo que recordé, pero sé que él sabía lo que yo estaba viendo y también sabía por qué no se lo contaba.
Era el día en que Mario llegó a casa con un hermoso ramo de flores. Inés estaba muy nerviosa, porque intuía que Mario tramaba algo. Así fue. Mario vino a pedir la mano de Inés. Inés lloró antes de dar su beneplácito. Mi madre lloró durante aquella merienda. Yo lloré aquella tarde y muchas tardes más. Por Inés y por Mario. Por la felicidad de ambos. Cuanto más lloraba por ellos más desarrollaba el poder evocador. Ya no podía controlarlo. Todo provocaba en mí imágenes, recuerdos y recuerdos que se enlazaban con otros recuerdos más antiguos o con imágenes de recuerdos que aún no habían ocurrido. La felicidad de ellos era el motor que provocaba mis evocaciones.

Ahora todo ha cambiado.
Ya puedo de nuevo regular el orden y el caudal de imágenes.

Aquella otra tarde de hace más de veinte años Mario no sonreía. Me llegan las imágenes ahora desde el brillo de sus zapatos. Siempre tan limpios. Yo estaba muy nerviosa en la cocina de casa. Mi madre había salido cuando llegó Inés, siempre tan alegre, con un sombrero nuevo y con un vestido azul. Me preguntó que cómo me encontraba y le dije que bien, que contenta de estar en casa con ella. Me preguntó por mamá. Después de un largo silencio me anunció:
     
     - Estoy embarazada.
     - ¿Cómo? ¿De verdad?

Fue una enorme sorpresa. Ya empezamos a hablar de si sería niño o niña, de sus ropitas, de su cunita, de su habitacioncita...

Después tengo un vacío.
A veces recordar es como meter una mano en el fuego o como abrasarse por dentro.

Recuerdo que más tarde, cuando llegó Mario, Inés estaba sentada en el sillón con la cabeza caída sobre el pecho, parecía tranquila, como dormida. Nunca supe qué había pasado, pero el entierro del día siguiente que parece que nunca tuvo lugar, que fue un hecho irreal, inventado.

Yo me quedé muy triste después de la muerte de Inés. Tristeza que me duró meses. Gracias a Mario pude superarla. Desde entonces él nunca me ha abandonado. Aparece en todos mis recuerdos posteriores, sonriendo, elegante, alto, recto, amable. Cuando fuimos a comprar el coche, cuando visitábamos nuestro terrenito en las afueras, donde construiríamos nuestra casa, cuando salíamos al teatro con los amigos a quienes tanto queríamos y que tanto nos apreciaban,... cuando nos venimos a vivir al balneario,... nunca me ha abandonado su sonrisa, su mirada y ahora está aquí conmigo, sentado frente a mí, tan silencioso. Sabe que estoy triste, porque sabe que el brillo de sus zapatos siempre me evoca imágenes amargas. Por eso antes de que empiece a llorar alarga su mano hacia mi cara. Va a decirme “no llores, ángel”, pero nunca llega a decir nada y nunca llega a tocarme la cara. Su mano leve la atraviesa y acaricia el poste de madera que sujeta el banco en que estoy sentada. Después Mario se da media vuelta y se marcha. Todas las noches, en lo oculto de mi habitación, el mismo desasosiego: ¿vendrá Mario mañana a estar conmigo, a hablarme y a tocarme la cara?

sábado, 5 de agosto de 2017

Recomendación:

La expresión libre del pensamiento por parte de un individuo nunca es censurable.

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domingo, 4 de junio de 2017

Desencuentros:

La otra Cara de la desgracia.

El hombre apareció una seca noche de polvo en la que el viento se colaba por las rendijas de las ventanas y de las puertas.
Primero la mujer dijo      maldito seas. Después no dijo nada.
Al día siguiente      entrando en la habitación de él      la mujer volvió a decir      maldito seas        dando un portazo.
Después       tal vez      el hombre      girándose había dicho      esto no es un juego      y tal vez la mujer no estuviera intentando jugar.
Ella había dicho          te escondes detrás de lo que nunca fuiste. Después callaron.
Sus voces del otro lado de la puerta se oían discontinuas      no quiero volver a verte      viejo de mierda      dímelo a la cara      puta      tal vez.
Después la mujer salió llorando de la habitación y después      tal vez      el hombre se echase sobre la cama. Hacía calor.
Tal vez el hombre estuviera tumbado durante horas. No lo volví a ver en todo el día. Después me fui del hotel a la playa. Antes había visto a la mujer subirse en un coche azul cielo      tal vez como el azul cielo de la tarde de hoy. Más tarde por la noche vi al hombre en el salón jugando a las cartas           fumando           bebiendo           observando           sudando           tal vez.
Me gustaba observarlo desde detrás del mostrador del bar con los ojos pegados a la barra            su silencio           su paciencia en el juego             su forma desinteresada de perder           su distancia               su barbilla fina           sus ojos negros que tal vez no miraban           escrutaban           su pecho subiendo y bajando              el humo que exhalaba.
Por la mañana me gustaba verlo andar por la orilla mirando a la arena y dejando que las olas le mojasen los pies. Tal vez a veces mirara el horizonte           tal vez quisiera borrarlo como a mí me gusta borrar las manchas de vaho de un cristal. Tal vez quisiera conservarlo en su memoria como la mujer le había dicho que él guardaba los actos no realizados           las palabras nunca pronunciadas                 los gestos disimulados. Tal vez a mí me gustara mirarlo desde el balcón del hotel           tal vez a él le gustara que lo mirase. Tal vez debí decirle...

Estaba anocheciendo. El sol se ponía a su espalda cuando estaba acodado sobre la baranda de la terraza que da al mar. Su sombra larga caía sobre el leve acantilado y su cabeza llegaba hasta el borde del camino de abajo por donde tal vez          yo pedaleara         tal vez buscándolo para decirle                   para hablarle.
La mujer me había dicho que no le hablase          que no le dijese          que no fuera como él                     que lo olvidase. Tal vez ella se equivocara o tal vez           me equivocara yo porque no entendiera lo que ella intentara decirme. Fue antes de marcharse en el cielo azul.
La bicicleta chirriaba          y yo           tal vez          me imaginara que hablaba y que decía todo aquello que mi madre me había dicho que yo no debía decirle y tal vez            yo me imaginara también que el viento le hacía llegar a sus oídos un mensaje cifrado que sólo yo y             tal vez él                   podíamos entender.
La mujer tampoco me había dicho nada cuando salió de la habitación              solo me miró                  pero no dijo nada entonces             me lo había dicho antes               tal vez años antes           ni hables con él me había dicho.
Había detenido la rueda delantera de la bicicleta justo junto al lado de la sombra de su cabeza. Yo miraba la sombra y             tal vez él me miraba mirar la sombra. Entonces le hablé              no a él              a la sombra de él            por primera y única vez            no por él          no por la mujer            tal vez por mí. Dije ¿padre? Pero la sombra no me oyó              tal vez            al menos no se movió. Yo me giré y miré hacia el rostro del hombre. Él se giró también y se introdujo en la sombra de su habitación. Tal vez por eso al día siguiente ya no estaba             tal vez se fue porque no me oyó                   o tal vez              porque no quiso oírme.