domingo, 6 de mayo de 2018

La partida:


En la borda divisando el puerto.

Aún no comprendo por qué decidió partir de este puerto salobre y sucio, dejándome en tierra y con la boca llena de arena. Todavía hoy, quince años después, siempre que vengo a esta playa, donde las gaviotas espulgan con sus picos y sus lenguas entre los neumáticos gastados, donde hierros oxidados recuerdan tiempos mejores de prosperidad y de trabajo, siento la boca llena de arena salobre. Miguel decía que añoraba Europa, su pueblo y su casa, que la vida se le hacía imposible en este lugar desculturalizado, que los días se le hacían largos a pesar de que contemplaba cómo su vida se marchaba rápidamente hacia un horizonte nauseabundo. Mis manos, mis palabras y mis gestos no lograron infundir en su alma todo el amor que comprendía la mía. ¡Qué torpes son los gestos para quien no tiene ojos para mirarlos! Mi atención por su cuerpo no provocaba más que su indiferencia. Nunca comprendí que tal vez él ya estuviera lejos. Lo recuerdo acodado en la borda mirando hacia la playa. Quise observar una sonrisa cuando se asomaba para contemplar la costa y el bullicio. Después alzó un brazo y con su mano lánguida me hizo adioses. Entonces creí percibir un leve indicio de tristeza. Esa tristeza que salía de su mano y de sus ojos, que se elevaba por los aires, que corría hacia la costa, bajaba a tierra y se pegaba a mi piel hasta hoy. No he podido despegármela ni un solo instante. ¡Qué torpes fueron también mis palabras, que no supieron hacerle entender que mi vida sin él no tenía sentido, que si se marchaba yo moriría, que no volveríamos a vernos nunca más, que yo no podía volver a España, que la vida sin él me sobraba! Él no tenía oídos para escucharlas. Pero desde la costa a mí sí me pareció oír sus palabras: “te quiero”, “un día volverás”, “no te olvidaré”. Sobre todo, ¡qué torpes fueron mis manos y todo mi cuerpo! Mientras sentía el abrazo que me enviaba desde la distancia, notaba cómo mi cuerpo se deshacía en miles de lágrimas que se fundían con la arena y alimentaban al mar, donde continuaban por leve tiempo unidas entre sí, hasta que se abrazaban al casco de la nave y a él se pegaban como a mi piel se había pegado la tristeza de su marcha, de su huida, de su adiós.
Desde entonces, todas las semanas acudo a este puerto americano de Norfolk, me sitúo en el mismo punto donde lo vi partir y respiro profundamente en un intento desesperado de llegar a sentir, aunque fuera levemente, su presencia imposible o su olor desaparecido, o, tal vez, para abandonar definitivamente la pegajosa desgracia con que me embadurnó aquella tarde y que aún hoy no termina de secarse y caer.
Los vidrios rotos, los hierros oxidados, los neumáticos gastados, los gritos de las gaviotas no provocan más pena que la que yo sigo trayendo todas las tardes solitarias a esta desconocida fría playa a que acudo a verter mis lágrimas intentando responder a la única pregunta a la que me he tenido y tengo aún que enfrentar en mi vida: ¿por qué te fuiste?

Monólogo de don Miguel ante el horizonte que no espera -recuerdos de los primeros días de octubre de 1571-:


En la borda divisando el puerto.

«Años después de aquella soberbia tarde, cuando ya todo me parece carecer de importancia porque mis viejas falsas ilusiones han ido adormeciéndose paulatinamente con el transcurrir de los años y porque mis éxitos, más altos de lo que jamás soñara, han cubierto con creces mis juveniles expectativas, he de reconocer, ante el altar de esta cubierta y de mi propia conciencia, que tal vez fuese un error enrolarme en aquel ejército de zafios malandrines, fugitivos desvergonzados y malhadados rufianes de largos dedos y cortas vergüenzas, y que por más que siempre me hubiera afirmado en que no merecía mejor trato que mis compañeros del tercio de don Miguel de Moncada en que me encontraba por aquellas fechas, porque era tan malandrín, tan desvergonzado y tan rufián como ellos, en el fondo de mi alma siempre deseé ser contemplado como un espíritu refinado condenado por error a vivir en un cuerpo débil, en un tiempo sucio, en una edad detestable y en un imperio tanto más grande como despreocupado por sus almas más nobles, puras y bellas. Verdaderamente a mí nunca me habían traído sin cuidado los Estados Pontificios, las Repúblicas de Génova o de Venecia, la Orden de Malta, el Ducado de Saboya o los mismísimos Reinos de las Españas; tampoco me cubrían de indiferencias las invasiones otomanas, el turco o el moro, por lo que años después escribí -tanto para regocijo de mis amables lectores, como para la anuencia de don Juan de la Cuesta y de don Pedro Fernández de Castro- aquello de 'la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros'; no obstante estas cuitas, lo que a mí siempre más me inquietaron fueron mi nombre y mi pecunio, tan corta distancia entrambos como la que va de un dolor a un lamento, de un insulto a una estocada, de una broma a una riña entre aquella tribu de soñadores fraudulentos, de fabuladores sin cuento, de artistas del desvarío y de fanáticos de la mentira, en una palabra de la chusma que me rodeaba y a la que yo mismo daba cuerpo. ¡Y eso que aún no conocía de mi probable afán contranatura apenas atisbado en mis años juveniles, desinhibido y despreocupado -aunque jamás anunciado- en mis posteriores años de cautiverio en celda mora y finalmente silenciado durante mi cojo casorio!
He de recordar también el momento en que la galera Marquesa que me conducía por el espacioso piélago atracó, si algo así puede decirse porque se corresponda con los hechos, junto con otras más de doscientas naves, en el puerto de Corfú, gobernada por el capitán don Diego de Urbina a las órdenes de don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe y hombre cabal. No se veían las aguas del salado mar por la cantidad de navíos prestos a la batalla que se disponían en el puerto y en sus inútiles e invisibles embarcaderos: nunca un ejército igual se dispuso en los lomos del mar. Divisando desde la borda el puerto y a lo lejos la ciudad, malo y con calentura, pero no poco ansioso por entrar en combate, pensé: “¡Dios, qué infectos demonios me trajeron aquí! Aún no estoy preparado para enfrentar la muerte. ¿Y si por huir de mis miserias menores he venido a acabar cayendo en las fauces de este gigantesco y hambriento león que oigo rugir entre mis sienes?”.
Después de más de quince años aún no sé bien qué me impidió saltar por la borda y, embozado o disfrazado de mujer o en traje de arnaúte, ocultarme por las calles de la ciudad extraña, simulando una humildad que me hiciera invisible o provocando la caridad de alguna comerciante vieja o gorda campesina. ¡Cielos, aún tendría hábil mi mano izquierda! 'No hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida'. “¡Diantres, 'con las armas se conservan los reinos y se aseguran los caminos, se guardan las ciudades y se despejan los mares de cosarios', pero, diablos, cuánto pesa el deshonor y cuán leve se muestra el espinazo que debe soportar el ser de la memoria y la memoria del ser!”.
¡Qué me tenía preparado el cielo que de sustento me servía aún no tenía conocimientos! Nada sabía aún de los ahorcamientos, de los empalamientos o de los desorejamientos de los que mis ojos tendrían meses después sobrado alimento en Argel; nada sabía todavía de mi amo griego renegado; pero no soy yo de los que hablan y se esconden detrás de lo que algunos llaman condición humana, porque siempre he perseguido, buscado y luchado por la libertad propia y la de otros, solo por ella vale la pena jugarse la vida, o algo así parecía afirmar mi viejo maestro, nutrido en la ácida savia erasmista, don Juan López de Hoyos cuando recordaba y repetía: 'solo el viejo se va al otro mundo sin sufrir el cansancio de la vida y sin sentir la llegada de la muerte'. De él y de mis memorias aprendí la lección -de la que tanto me beneficié- de tener paciencia en las adversidades. Mañana... Lepanto... presto a la batalla.» Vale.