sábado, 17 de diciembre de 2022

Patinaje, caos y pregunta:


Recuerdo ahora la primera vez que lo vi entrar silencioso en la pista de patinaje en que se convierte este lago en los meses más fríos del invierno, aunque no era nuevo en la región. Si le hubiera podido ver las manos aquella primera tarde o las otras que le sucedieron en los numerosos días en que acudió al lago, tal vez hubiera podido adivinar con ellas o a través de ellas o en ellas lo que iba a suceder y lo hubiera podido avisar tal vez antes de aquello, milenios antes de aquello. Pero siempre que venía lo hacía con sus manos enguantadas y con el niño detrás haciendo al principio como que patinaba, pero torciendo los pies hacia dentro como hacen los que aún no controlan ni la velocidad que alcanzan las cuchillas ni el difícil equilibrio sobre este bello lago durante los meses más fríos del invierno. En cambio él, el padre, creo, siempre tan erguido, tan firme y tan veloz, tan seguro, tan confiado, tan conocedor de sus límites y de los límites del lago, de sus senderos invisibles y de su fina capa de hielo cuando se aproxima la primavera... No obstante y para la seguridad de todos los usuarios del lago el muchacho del consistorio venía todas las mañanas y tardes a colocar las balizas que señalaban los márgenes de la pista: más allá de ellas todo se volvía incierto, quebradizo, inseguro, caótico y mortal.

No diría del hombre que patinase, más bien volaba sobre la superficie parduzca y helada del lago. A veces agarraba de la mano al niño y lo lanzaba dibujando una violenta curva y el chico se deslizaba veloz y sonriente sobre la superficie infinita, o casi, de hielo. Ahora recuerdo también las carcajadas infantiles resonando en la oquedad del valle. A veces tengo la extraña sensación de que hace años que no dejo un instante de recordarlas. Y entonces recuerdo que las recuerdo, y me atraganto y me acaloro con tantas imágenes hasta que rompo en un mar de lágrimas. Entonces logro olvidar los recuerdos por unos instantes. No todos. No puedo dejar de recordar el color verde oscuro de los ojos del hombre, como el verde oscuro del bosque del otro lado de la orilla del lago que tal vez el hombre llegara a divisar tras la niebla. Y en sus ojos la mirada orgullosa de quien se sabe poseedor de una fuerza poderosa capaz de lograr transformaciones y dichas propias o ajenas. Pero esto solo lo supe más tarde, cuando logré ver su mirada terrible.

Si le hubiese podido ver los ojos aquella primera tarde o en los días sucesivos tal vez hubiera podido adivinar o intuir en ellos o al trasluz de ellos o con ellos cómo se iba a quebrar el espacio y el tiempo de ese individuo esbelto y confiado, seguro, que verdaderamente volaba sobre la superficie del mundo con la tranquilidad y la confianza de quien se sabe capacitado para todo, conforme con todo, conocedor de todos los enigmas y los caminos en cualesquiera que fuesen las posibles encrucijadas. Pero recuerdo que entonces no pude ver sus ojos, porque siempre los traía encerrados detrás de unas oscuras gafas de esquiador. Seguros en su vitrina, sus ojos en libertad no me hubieran podido ocultar la verdad que escondían o que encerraban: la libertad eterna y sin límites, el monstruo sabio y atroz que siempre duerme dejado de la cama (sabemos todos que ahí yace, aunque nunca lo queramos admitir), la desesperación y el horror que ocultan y guardan todos los sueños, el inframundo de todos los mitos en el que nos encontramos cuando no sabemos dónde estamos o hacia dónde nos dirigimos, todo lo que no comprendemos, todo lo que no conocemos; ese lugar donde guardamos todos nuestros miedos.

También puedo recordar sus gestos, pero éstos no lograron anunciarme tampoco ningún avanzado desenlace, ningún mal augurio, salvo quizá la libertad y la seguridad de sus movimientos que no podían eludir pensar en la soberbia divina que desplegaban a su alrededor: era bello verlo deslizarse veloz por la delgada superficie del lago. A veces creo recordar que una vez casi le llegué a anunciar que la libertad es la forma en que nos seduce el caos, que no puede haber verdadera libertad sin caos, sin sorpresas, sin ausencia absoluta de preconcepciones o de impulsos necesarios, inevitables. Aquellas libertad y seguridad de movimientos anunciaban, recuerdo ahora, que aquel individuo delgado conocía perfectamente el terreno que estaba pisando o sobre el que estaba patinando. El lago debía ser un territorio conocido y mil veces explorado. Tal vez él errase y creyese que para el niño también lo era, o que agarrado de su mano, a través de su mano él podía comunicarle su conocimiento, su saber o que el niño pudiese verse recogido por el mismo magma que emanaba de su ser, con su experiencia, con su saber impregnado a pesar de sus movimientos lentos y dubitativos, a pesar de sus cuchillas en ángulo agudo sobre la línea que marcaba la superficie de hielo o de sus rodillas pegadas entre sí mientras balanceaba sus brazos adelante y atrás. Debe ser algo así como la estructura o el fundamento de la moral, la seguridad que dan el conocimiento del lugar y la jerarquía de la autoridad o del poder, el reconocimiento de todo ello por los demás, quién sabe. Cientos de millones de años no transcurren en balde. El pasado se prolonga en el presente y se extiende hacia el futuro como se extendía la delgada superficie helada, lisa y rayada del lago hacia la zona de las balizas, perfectamente marcada y delimitada, visible a más de cincuenta metros, presente en las cabezas de todos los patinadores y del hombre también, pero tal vez ausente en la del niño que, de repente, se desprendió de la mano del hombre justo en el momento en que empezó a adquirir velocidad y justo también, terrible coincidencia, en que el hombre sintió cómo su tobillo se torcía sobre la superficie del agua helada y todo su cuerpo era lanzado hacia el hielo. El plan imprevisto comenzaba a imponerse soberbio, poderoso, seguro y libre, necesario, caótico, desventurado y mortal. Recuerdo el rostro del hombre pegado a la superficie helada del lago, sus gafas de esquiador rotas sobre el frío suelo y su mirada asustada ahora, incrédula, alarmada, que se deslizaba sobre la pista de patinaje, como si esta fuera un espejo maldito, buscando la figura del niño que se deslizaba también ahora velozmente hacia la zona de balizas; recuerdo también ahora sus ojos verde oscuros como verde oscuro era el bosque a la otra orilla del lago, como verde oscuros eran los abetos espigados, como lanzas verticales prestas a entrar en combate.

Después el desenlace fue el esperado. De nuevo el orden, la seguridad de lo que debe ser y ocurrir, que se impone inexorable. El niño que se desliza hacia la zona prohibida, el niño que gira su cabeza buscando la figura y la mirada del hombre, dibujando en su rostro una sonrisa inocente, tal vez para anunciarle al hombre, con orgullo de niño, lo veloz que sabía patinar, lo bien que aplicaba las enseñanzas del hombre o del padre... Sus miradas seguían conectadas como apenas unos instantes antes estaban conectadas sus manos. Después de esa sonrisa... nada más, lo esperado, lo prometido, lo que debe ser, lo que es, lo que existe, lo que hay,... La figura del niño que desaparece engullida bajo la superficie de hielo. La primavera a veces se adelanta por estas regiones heladas. El padre que se levanta, que vuela hacia las balizas, que grita, que llora. Su cuerpo débil ahora, impotente, minúsculo, empequeñecido, sus manos torpes ahora, su silencio inexistente ahora, su mirada de hombre solo, impotente e indefenso, inútil, hueco. ¿Para qué querría manos quien no puede agarrar con ellas?

Patinaje


Había sido la última persona en entrar en la consulta del médico. Es probable que éste hubiera decidido dejarla a ella para el final, como si la demora en la visita alejara el problema de tener que contar aquello que nadie está dispuesto a decir. Pero ella había decidido no hacerle el asunto más difícil de lo que ya era. Al fin y al cabo ya sabía lo que el médico tenía que decirle: que había llegado el final, que su cuerpo se estaba corrompiendo desde dentro, que no había ninguna esperanza,...

Siempre el cuerpo, con su gravidez y con su terrible debilidad.

Había dedicado su vida al deporte y al arte sobre hielo. En el rincón más recóndito de su alma siempre había sentido que su cuerpo era el lastre que tenía que soportar y que le impedía elevarse y elevarse hacia los cielos, como su alma, como ella misma, que no era su cuerpo, hubiera querido.

Dedicaba horas y hora a patinar y a saltar y a detenerse, ella y el tiempo, en el aire, en el salto. Siempre le costó aprender a predisponer sus tobillos para recibir el golpe de la caída del peso de su cuerpo sobre ellos y sobre el hielo y sobre el suelo, como si no tuvieran necesidad de ello porque el salto era verdaderamente eterno. Ella hubiera querido detenerse en el aire y seguir subiendo, ascendiendo hacia arriba, hacia los cielos, sin mirar abajo.

El cuerpo siempre había sido el obstáculo. Y ahora, vencedor inoportuno, era el obstáculo definitivo, el que no puede rodearse ni saltarse, el que te impide seguir ascendiendo, el que te dice continua y repetidamente que no eres aire, que no eres humo, que no eres más que un amasigo de carne, de sangre, de tendones y de músculos, que no eres otra cosa diferente y etérea de esa masa que lentamente te va doblegando, deteniendo, destruyendo.

véante mis ojos, muérame yo luego.

Véante mis ojos,

muérame yo luego”.

(Teresa de Jesús)


Al alba, cuando aún los rayos del sol no habían alcanzado a sobrepasar la línea que dibuja el horizonte, el hombre de rala barba gris y blanca, de nariz puntiaguda, y de ojos oscuros y atentos, más tembloroso de lo que su edad podría hacer presuponer a cualquiera que lo mirase con la mirada escrutadora de un relatista joven, pero menos paciente de lo que su edad pronosticara a cualquiera que, inteligentemente, lo observase, tomó una decisión definitiva, como toda decisión requiere para ser tal, con arrogancia.

La tarde anterior, cuando visitara la ciudad junto a su hijo mayor para visitar a su viejo amigo el doctor Fernández, aún no tenía ni idea de lo que decidiría a la mañana siguiente. El doctor, directo, apático, insensible, experimentado, le anunció:


  • Luis, tienes un cáncer de médula. No es operable. Se ha extendido por todo el cuerpo. Por el cerebro también. Eso explica tus continuos dolores de cabeza.

  • ¿No hay nada que hacer? -preguntó.

  • No. Solo aliviar los dolores. Iremos subiendo las dosis de calmantes hasta que llegues a perder la conciencia. Después todo acabará.

  • ¡Ah! -llegó a susurrar Luis-.

  • ¿Y de cuánto tiempo dispongo hasta que ello llegue? -insistió Luis.

  • Eso depende. Tal vez de un mes, tal vez de dos. Tal vez menos. Aquí tienes unas recetas. Dispón tú de las tomas según los dolores. Pero si llegas a necesitar más de tres pastillas al día, ponte en contacto conmigo, porque habrá que ingresarte. Ten cuidado que son muy fuertes. Cuando se te acaben, ven a por más.

  • Ya, Juan -dijo Luis-. Siempre has sido tan escueto... que asustas -sonrió-.


Cuando Luis salió de la consulta, su hijo lo estaba esperando en el coche aparcado en doble fila.

  • ¿Qué tal? ¿Qué te ha dicho Juan?

  • Nada -dijo el viejo-. Todo igual. Que tengo demasiados años. Y que vuelva cuando lo necesite.

  • ¿Y de los resultados de las pruebas? ¿No te ha dicho nada?

  • No, nada. Que todo está bien -mintió el viejo-.


Después de un prolongado silencio el hombre más joven preguntó:

  • ¿Quieres tomar una cerveza en lo del Servando?

  • No, déjalo. No tengo ganas -dijo Luis-. Mejor llévame a casa. Estoy cansado y tengo pendientes aún algunas faenas.

  • ¿Algunas faenas? ¿En qué estás ahora? ¿Alguna nueva novela?

  • Sí, eso es. Tengo en la cabeza un capítulo difícil y creo que ya sé cómo puedo empezar a resolverlo.

  • Bueno, está bien. Vamos a casa.


Cuando el viejo se despidió de su hijo, cuando logró encontrar la llave de la puerta de la casa, cuando hizo girar el pestillo, cuando entró en el interior del hogar vacío no pudo evitar que sus ojos brillaran por el absceso repentino de alguna lágrima. Verdaderamente la noticia no le había sorprendido, entraba dentro de lo previsible, es más, desde hacía algunos meses llevaba sospechando que algo no iba bien: los dolores en los brazos, en los hombros, en las piernas, los dolores de cabeza,... Pero Luis acababa de comprender algo definitivo y sorprendente, acabada de descubrir que no estaba preparado para morir, que no quería morir, que no entendía por qué habría de morirse ahora, que aún tenía ganas de vivir, que la vida le había parecido absurdamente corta. Nunca antes había pensado en la muerte. Nunca antes se había preocupado por ella. Había visto morir a sus padres hacía ya muchos años, había visto morir a su mujer incluso y a no pocos amigos y conocidos. Pero jamás se había preguntado por su propia muerte. Ahora comprendía que tal vez había estado evitándola desde siempre ya por miedo ya por inconsciencia ya por sabiduría, llegó a pensar, mintiéndose. Pero ahora la idea de su muerte se había hecho ominosa, enorme, absoluta, ocupando toda su atención, adquiriendo un peso enorme, como una losa imposible de soportar, de evitar o de apartar.

Había comenzado a sospechar de su presencia la mañana de hace aproximadamente un mes en que se despertó sobresaltado por un sueño. No le pareció una pesadilla, pero cuando se incorporó en la cama su corazón galopaba, y su frente y espalda sudaban a chorros. Las sábanas estaban empapadas. En el sueño se veía a sí mismo de joven, al alba, bajando del porche de su casa de las afueras de la ciudad y sintiendo el frío y la humedad de la yerba en las plantas de sus pies descalzos. Junto a la casa había aparecido una hermosa yegua negra, fuerte y alta, sudorosa. Debía haber galopado algunos kilómetros. Estaba sola. No parecía tener dueño. No estaba marcada. Relinchaba como si le llamara o como si le advirtiese de algo. Nunca había sabido interpretar sus sueños, pensó. Realmente no solía recordar sus sueños. En los setenta años de vida no recordaba haber soñado más de tres o tal vez cuatro sueños. Pero nunca, hasta hace un mes, había soñado con caballo alguno. Desde entonces este sueño se había hecho recurrente. La yegua negra sudorosa, caminando agitada alrededor de la casa, el frío del alba, la humedad de la yerba. Se acercaba al animal con la mano extendida para tocarlo. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, cuando estaba a punto de acariciar su brillante cuello y sus crines,... se despertaba agitado y sudoroso como si él mismo fuese el caballo, como si él mismo hubiese galopado kilómetros de distancia durante la noche.

Ahora parecía todo muy claro: estos sueños eran el anuncio de la muerte que venía galopando a gran velocidad a buscarle a su casa y que finalmente lo alcanzaba sin que él pudiera ocultarse o evitarla.


La muerta es injusta”, recordó sus pensamientos de anoche cuando volvió a su casa desde la consulta de su amigo el doctor. “La muerte es injusta, porque no tiene en cuenta la singularidad de nadie. Te alcanza cuando menos lo esperas y lo deseas, dejándolo todo por concluir”, pensó.


Ni siquiera él, quien siempre había presumido de no dejar nada para mañana, había podido cerrar todos los capítulos de su vida pasada. Había sido feliz, se decía. Se había casado con una bella mujer. Había tenido con ella tres hijos, que también se habían abierto paso en sus vidas. Seis nietos. Es cierto que su esposa había fallecido diez años atrás y es cierto también que había añorado su presencia y que la había llorado durante algunas noches en que la soledad se espesaba como si fuera una niebla o bruma de las que bajan en esta parte de la región en las mañanas de los primeros días del invierno. Pero también es cierto que ya hacía años que había dejado de amarla. O al menos que cuando murió no la amaba como en otros días lejanos, cuando ambos compartían una lozanía desaparecida hacía tiempo.


Desde muy joven era ya lo que habría de ser toda su vida”, pensó: una persona capaz y jovial, una persona con un gran sentido del deber que se aplicaba con decisión y fortaleza a hacer todo aquello que debía hacer con la diligencia y el bien hacer que la tarea requiriese, sin dejar nada para otro día si esto no era necesario.

Pero en esta noche pasada había sentido cómo todas las personas que había conocido, incluidos sus hijos y nietos, incluida su mujer y todos sus amigos, habían ido pasando por su vida sin dejar huella alguna. Se sentía desgraciado. Pero no más que otros, porque en el fondo consideraba que esto era un mal muy extendido, que la soberbia es el mal de nuestro tiempo.


Toda la noche la había dedicado a tomar una decisión y a recordar algunos momentos de su vida. Pero ni el día en que conoció a su futura mujer, ni el que nació ninguno de sus hijos o nietos, ni ningún otro pudo imponerse al día en que había llegado a su nuevo destino en una villa costera del sur cuando ejercía en el cuerpo de la Policía Nacional. Su ocupación durante un mes sería escoltar a una enigmática mujer joven cercana a la realeza. Recordaba ese mes como el más feliz de su vida. Si por él hubiera sido, no habría vuelto a su rutina marital y familiar. Pero no fue por él. Ella tampoco podía dejarse arrastrar por la resbaladiza pendiente del amor escondido. Finalmente se habían separado después un mes de apasionado y loco deseo amoroso.

Después había vuelto a su casa familiar y nunca más había vuelto a saber de aquella bella y aristocrática mujer de tez blanca y cabellos negros. Pensó que ella era, verdaderamente, la única tarea que le quedaba por cumplir. Por ello, tal vez, la muerte le pareciera injusta, porque no podría despedirse de ella como él hubiera querido desde el último día que la vio. Pasó toda la noche recordando cada día pasado junto a ella hacía más de treinta años.

Él sabía de la vida de ella, porque en ocasiones aparecía en la sección de sociedad de los periódicos nacionales alguna noticia que la mencionaba o, incluso, alguna fotografía en la que aparecía junto a su marido o hijos.

Pensó por primera vez en sus más de setenta años en que si verdaderamente su vida había valido la pena era justamente por ese mes pasado en la villa del sur escoltando y acompañando a aquella elegante y fascinante mujer. Ella era, probablemente sin saberlo, la que justificaba su presencia en la tierra. Y esto no podía quedar así. Esta tarea debía completarla. Por ello decidió escribirle una carta.

Toda la noche la había pasado intentando escribirle unas palabras. Conocía su dirección y enviársela no sería ningún problema, pero temía no estar a la altura. Es decir, qué escribirle, qué contarle o indicarle. Después de treinta años y sin apenas haberla conocido, cómo podría recibir lo que tuviera a bien decirle. Empezó y rompió varias cartas antes de que, al alba, escribiera la definitiva. Cogió un sobre vacío de su escritorio, escribió el nombre y la dirección de la mujer, escribió también su nombre en el remite (éste sin dirección) y antes de cerrar el sobre introdujo una cuartilla doblada por la mitad en la que finalmente había escrito: “Gracias, amor”.

Una vez cerrado el sobre lo colocó sobre la mesa en un sitio bien visible para que quien entrase en la casa, probablemente uno de sus hijos, la pudiese ver y enviar a la destinataria. Después miró por la ventana hacia los primeros rayos del sol que comenzaban a dibujar el horizonte. Salió al porche a recibir el amanecer y lentamente fue tomándose, uno a uno, todos los calmantes que su amigo Juan le había dado la tarde anterior.

Justo antes de perder la conciencia fue invadido por una lástima enorme por todos aquellos a los que había conocido en su vida. Pensó: “Qué sencillo es morir”. Buscó el miedo a la muerte que apenas hacía unas horas ocupaba toda su atención. No lo sentía. Había desaparecido. Tal vez la muerte no era nada para quien hizo lo que debió. Sintió también alegría por el hecho de sentir lastima por todos, por su mujer y por sus hijos y nietos también, y por su amigo Juan. Por fin podría morir definitivamente en la alegría y en la lástima que se extendían más allá del horizonte de su mirada. Hizo una suave expiración, pareció roncar y no volvió a moverse. El sol comenzaba a iluminar su rostro.

Cuando su hijo llegó a la casa del padre vio cómo su cara era más hermosa que en días anteriores y tenía una expresión más feliz que cuando estaba vivo.


sábado, 28 de mayo de 2022

Viernes, 13 de mayo o Un asunto de tránsito:

 I

Mayo es un buen mes para que un internista te dé el alta médica y que puedas salir del hospital. Pero ni la curación de mis heridas ni esa sensación extraña como de ir flotando por la acera, a pesar del cansancio físico que siento, ni la temperatura verdaderamente agradable que hace en la mañana de hoy, pueden hacerme olvidar los últimos días compuestos a partir de la combinación inarmónica de dolores, de silencios, de miradas esquivas, de gestos y de lágrimas, sobre todo de lágrimas.
Recuerdo, en sueños y despierto, a Inés conduciendo camino de la costa -¿o era yo quien conducía?-, concentrada en la carretera mientras yo manipulo el GPS y le indico el camino más rápido para llegar a la playa. De repente ella comienza a reírse y decide seguir sus impulsos y adentrarse por una carretera secundaria que ella, dice, había conocido en otro tiempo. Una curva mal peraltada o un poco de gravilla en la calzada o una mancha de aceite o simplemente, simplemente, que no viese la curva cerrada que se extendía hacia la derecha. Después... las vueltas, todo girando, y el golpe seco y sordo contra un alcornoque. Maldito árbol, maldita carretera, maldita curva, maldita risa, maldito impulso, malditos todos. Ella murió en el acto, dijeron los médicos. Yo también, aunque nadie me dijo nada.
Recuerdo, entre alucinaciones, a mi suegro increparme y preguntarme insistentemente “¿Por qué?”. Recuerdo a mis padres a los pies de mi cama. Recuerdo a mi hermano, mayor que yo, agarrándome de la mano, con la mirada fija en el cristal de la ventana, incapaz de llorar. Pienso en su incapacidad de expresar ninguna emoción y en cómo esto le ha ayudado siempre. Creo que yo quisiera ser como él, que siempre quise ser como él.
Antes de salir del hospital un señor, que decía ser psicólogo, me ha dicho insistentemente que hoy iba comenzar una nueva vida. Iluso. ¿Y qué hacer con la vieja y con la memoria? ¿Acaso se puede apagar? ¿Desconectar? ¿Cómo olvidar su pelo negro tapándole su cara ensangrentada aplastada contra el volante del coche?
No obstante, esta mañana de mayo es verdaderamente espléndida. Le dije a mi hermano que no quería ver a nadie cuando saliera del hospital. Que yo podría dirigirme solo al apartamento que él me había alquilado y al que había llevado algunas de mis cosas, las imprescindibles, decía, porque yo le había dicho que no quería volver de momento a mi anterior piso, al que había compartido con “la mujer que se murió”, como desde muy pronto, desde después del accidente, comencé a decir para referirme a mi mujer... a Inés. “La mujer que se murió”. Observaba la sintaxis simple de este sintagma nominal que contenía solo un sujeto, con su artículo y con su sustantivo, y una oración adjetiva, con su pronombre de relativo y su verbo, frío, despatologizado, si se pudiera decir así,... “se murió”; ese pronombre “que” que sustituye a “la mujer”, distante. Tal vez, sin saberlo, quisiera alejarme de ella, olvidarla pronto, como si así pudiera evitar sentir su ausencia. Pero yo sabía que “la mujer” esa de la oración era Inés, era mi Inés. Y sobre todo sabía que no se murió, sino “que se me murió”. Este dativo ético, este complemento indirecto “me” que atravesaba directamente el centro de mi corazón y que yo me empeñaba en no construir cuando me refería a ella, estaba sin embargo presente en su ausencia, porque yo sabía que Inés era “la mujer que se me murió”, la mujer que no pude conservar, que no supe proteger, que no me podía dejar vivir mi nueva vida sin ella, como ese psicólogo pretendía.
Había oído a mi hermano decir a mis padres: “¿Qué cosa peor le puede pasar?” Y por ello todos asintieron. “Que vaya solo a su nuevo hogar”, dijo primero mi padre. Y después mi madre: “Sí, tal vez sea lo mejor. Siempre ha sabido lo que quería”.
“Mi nuevo hogar”, me digo, me vuelvo a decir, me repito una y más veces. Como si al pronunciar esas tres palabras cientos de veces, éstas pudieran hacer que la realidad se transformase o se crease a partir de ellas. Una vez había leído a un antropólogo, o a un teólogo quizá, que las palabras tenían ese poder mágico de hacer que, tras pronunciarlas, la realidad a la que pretendían referirse, se hacía, de alguna manera, real. No sé lo que estoy pensando, no entiendo nada de lo que ha pasado. “La mujer que se murió” no está, pero está; aunque no la nombre ni la oiga ni la toque ni la mire. Claro que está, pero claro, también, que no está... al menos no está... conmigo.
Mi hermano me ha dejado tres llaves: una de tamaño mediado, que debe ser la del portal, otra de tamaño más grande, que debe ser la de la puerta del apartamento, y una tercera más de tamaño menor, que no sé qué puerta abre, tal vez la de un maletín. El llavero de plástico azul lleva una etiqueta que dice: “2º B”.
Me acerco al portal del edificio e introduzco la llave mediana y, efectivamente, es la que abre el portal del bloque de apartamentos. Una vez dentro me dirijo al único ascensor, pulso el botón de llamada marcado con una “LL” y escucho cómo se libera un agarre y comienza a sonar un rotor que va haciendo que la plataforma se coloque tras la puerta a la que estoy mirando. Escucho cómo ésta se detiene y comienza a abrirse la puerta con un leve silbido o chirrido. Un roce metálico como de lanzas luchando por salvar o condenar almas, pienso sin sonreír. Nunca he conseguido dominar mi imaginación, pienso también. Cuando subo a la planta segunda observo que en el rellano hay tres puertas -2º A, 2º C y entre ambas, 2º B-. Introduzco la llave mayor en la puerta del centro y el pestillo cede. Antes de abrir la puerta me repito las palabras de mi hermano y del psicólogo: “Mi nuevo hogar”. Creo que, después de dos meses desde el instante en que se murió la mujer, es la primera vez que mis labios y mi cara esbozan una mueca extraña que bien pudiera parecer una sonrisa. Pero malditas ganas de abrir la puerta y descubrir “mi nuevo hogar”, “mi nuevo hogar”, pero es lo que tiene no haberse muerto, seguir viviendo, pienso: hay que buscar un lugar en el que dormir y en el que comer, un lugar en el que defecar. Maldita sea, es lo que tiene vivir, es lo que tiene ser un cuerpo. Es lo que tienen estar vivo, aunque uno no quiera vivir, y tener que seguir viviendo.
Tengo un nudo en la garganta cuando abro la puerta. No quiero volver a llorar, pero no puedo tragar la saliva y temo que pueda romperme en el umbral de “mi nuevo hogar” sin “la mujer que se murió”. Consigo calmarme antes de encender la luz y después observo. Es un pequeño apartamento de solo dos estancias: un saloncito muy blanco, con una cocina a la izquierda separada por una barra americana y un cuarto de baño al otro extremo. Al frente de la puerta de entrada un gran ventanal. Apenas si tiene muebles: una mesa de metal y cristal, tres sillas, un sofá cama, un mueble con dos puertas que soporta un televisor, un taburete alto junto a la barra americana, y poco más. También un estrecho armario con estantes en el rincón izquierdo, junto al cuarto de baño. ¡Qué lógica tan extraña la del dueño del apartamento! ¿Para qué habrá puesto tres sillas? Cada vez entiendo menos qué estoy haciendo en este lugar y sin “la mujer que se murió”.

II

Me paso las horas sentado en una de las sillas y mirando por el gran ventanal. Desde el segundo piso se ve la calle. Nunca está muy transitada, pero es lo único que me hace sentir que tal vez esté construyendo mi nuevo hogar, pienso. A veces también pienso que esto es imposible, que no voy a poder sobrevivir a la muerte de “la mujer que se murió”, creo. A veces también lloro, pero no por ella, sino por mí. Lloro porque ella se murió y yo no, creo. Maldita suerte la mía, porque ella ya no puede sentir. De pronto creo que me he convertido en alguien muy ruín o muy depravado, sin sentimientos, como siempre fue mi hermano mayor. Finalmente, creía, había conseguido ser como él. Deben ser los deseos, que siempre se acaban cumpliendo.
Los primeros días no me daba cuenta de lo silencioso que era el apartamento, pero al poco comencé a marearme por esta ausencia de ruido, pero por más que intentase oír algo, no conseguía escuchar nada procedende de los apartamentos contiguos. Ni desde el 2ºA ni desde el 2º C. Mas después de una semana en el edificio empecé a sospechar que ninguno de los apartamentos anexos estaba vacío, que alguien los habitaba, aunque quienes fuera que fuesen, tenían buen cuidado de no molestar, pensaba. Después de esos primeros días ya no sospechaba nada. Estaba seguro de que alguien los ocupaba, pero nunca veía a nadie. A veces creía oír a alguien en el descansillo, abría rápidamente mi puerta, pero no había nadie.
El pasado lunes me vestí muy temprano, porque quería bajar a comprar algo de comida. Hacía una semana que estaba en el apartamento y que no había salido para nada de él, ni siquiera para comprar algo de comida. Mi hermano me había dejado unas cajas de galletas, unos huevos y un poco de aceite. Había sido suficiente para ir tirando, pero ya debía bajar. Compraría algo de pan y más huevos.
Cuando fui a salir al rellano me encontré con un niño de unos seis años frente a la puerta de mi derecha, el 2º A. Era rubio y de ojos muy claros. Al verme sonrió y dijo: “Hola”. Después abrió la puerta de su apartamento y se introdujo en él. Pero no llegó a cerrar la puerta. La dejó entreabierta como si quisiera observarme bien sin que yo lo supiera.
Una hora después volví a mi apartamento con una pequeña bolsa en mis manos. Nada más subir a mi rellano y esperar a que se abrieran las puertas del ascensor, mi mirada se fue hacia la puerta del 2º A. Seguía entreabierta. Me dirigí a ella y acerqué la oreja a la puerta. En ese instante se abrió de par en par y frente a mí estaba otra vez el mismo niño rubio que, con una voz muy dulce, me preguntó: “¿No quieres pasar?”. Tenía una manera sabia de mirar. Yo me interesé: “¿Estás solo?” Él sonrió. Desde el descansillo pude ver su apartamento. Era igual que el mío, igual de blanco y con los mismos objetos y decoración, y en la misma disposición. Por el gran ventanal entraba una espléndida luz blanca. Me llamó la atención el orden y la ausencia total de juguetes en el salón. No era experto en niños pequeños, pero siempre me los había imaginado más desordenados y traviesos. Le dije: “Tal vez en otro momento. Cuando estén tus padres”. Le pregunté: “¿No están tus padres?” Él dijo: “¿Mis padres? No sé qué quieres decir.” Después ambos escuchamos el pestillo de la puerta del 2º C. Alguien debía estar escuchando nuestra conversación. Saqué mi llave del bolsillo y me dirigí a mi apartamento. Dentro volvía a reinar el silencio y, así sentí su enorme peso y densidad por primera vez desde el día en que “la mujer se murió”.
No obstante, algo me había inquietado, primero muy levemente, pero después, poco a poco, esta inquietud fue in crescendo: ¿quién era ese niño y por qué estaba solo? ¿Qué padres dejarían a un niño de seis años, o cinco, solo en un apartamento y sin juguetes? ¿Qué podría hacer un niño de esa edad tantas horas? Pero lo que más me inquietaba era el ruido del pestillo de la otra puerta, de la de mi izquierda. ¿Quién habitaría ese apartamento?
No pude desembarazarme de esta desazón en toda la tarde y no pude pegar ojo por la noche. De vez en cuando acercaba la oreja a la pared de la cocina para ver si podía oír al niño o a sus padres, pero nada oía; o a la pared del cuarto de baño para ver si podía oír a los otros vecinos, pero tampoco podía oír nada. Llegué a salir al rellano en mitad de la noche y a oscuras para acercarme a las puertas de mis vecinos. La noche era fría y nada pude llegar a escuchar.
Por la mañana volví a salir a comprar algo de comida. Parece que me estaban volviendo las ganas de vivir o, al menos, de comer. Es lo que tiene una noche en blanco, que te abre el apetito. Antes de llamar al ascensor, éste se puso en marcha. Ascendía. Se detuvo en mi planta y yo me aparté de la puerta para dejar paso. Cuando se abrió la puerta pude ver a tres individuos: un hombre con la tez muy blanca, grandes gafas negras tapándole los ojos y un pañuelo tapándole la garganta y la boca. Iba agarrado a dos jóvenes verdaderamente bellas: una rubia con unos labios rojos muy seductores y otra de cabellos negros y de ojos profundos, igualmente seductores y atractivos. Esta segunda joven me recordó ligeramente a “la mujer que se murió”, a mi Inés, pero era más joven que ella. Les dije: “buenos días” y ellas, a dos voces, respondieron: “buenos días”. Los tres se dirigieron a la puerta de su apartamento; la rubia sacó de un pequeñito bolso una llave y giró el cerrojo. Mientras entraban, la morena me miró, me guiñó un ojo y me dijo: “Hasta pronto”. Antes de entrar en el ascensor pude ver de nuevo cómo la puerta del 2º A estaba entreabierta y tuve de nuevo la sensación de que el niño, o tal vez fueran sus padres, estuvieran observándolo todo, escuchándolo todo.
Cuando volví de la compra en el rellano no se oía nada y nadie estaba. Me acerqué al 2º A y llamé con los nudillos dando tres golpes. No tuve que esperar nada porque la puerta se abrió al instante. Frente a mí estaba de nuevo el niño rubio de ojos claros. Me dijo: “Hola. ¿Por fin vienes? ¿Quieres pasar ya?” Observé desde el umbral el interior del apartamento y volví a percibir el orden blanco que lo dominaba todo, la soledad y la limpieza de la habitación. Pregunté: “¿Estás solo?” El niño volvió a decir: “¿Cómo solo? No te entiendo”. “¿Quiero decir que si no están tus padres contigo?” “¿Mis padres, dices? Yo no tengo padres” y torció el gesto de la cara formando con sus labios y sus ojos una sonrisa verdaderamente maravillosa. Finalmente, logré decir: “Mejor paso en otro momento, cuando estén ellos o alguien mayor, ¿ok?” El niño de ojos claros dijo: “Cuando estés dispuesto. Te estamos esperando”. Entonces le alargué un cochecito de plástico que había comprado para él. Él lo tomó con entusiasmo, pero sin aspavientos. “Gracias”, dijo. “Jugaré ahora con él en la barra de la cocina”, y se introdujo en el salón sin cerrar la puerta.
Después me dirigí a mi apartamento y ya no volví a salir de él hasta el miércoles. Tampoco volví a ver o a escuchar nada ni a nadie a través de las paredes o de las puertas del rellano. Pero el miércoles... por la tarde, me pareció oír que el niño de mi derecha lloraba. Cuando intentaba oír el llanto a través de la pared de la cocina o de la puerta en el descansillo, el llanto o el lamento dejaba de producirse y el silencio ominoso volvía a invadirlo todo. No podía dejarlo estar por más tiempo. Debía acudir a la policía y denunciar que un niño vivía solo, abandonado por sus padres o por quienquiera que tuviese su custodia. Después también me pareció oír otro lamento, pero este procedente del apartamento del otro lado. Mas igualmente el ruído dejaba de producirse cuando intentaba acercar mi oreja a la pared del cuarto de baño. ¿Qué estaba pasando en estos apartamentos aledaños? Parecía una forma extraña de lucha o de diálogo y yo me encontraba en el centro de la disputa, pero sin entender nada y sin poder hacer nada, pensaba o creía.
A la mañana siguiente, jueves, 12 de mayo, me dirigí muy temprano a la comisaría de policía más cercana.
- ¿Qué desea usted?
- Quiero poner una denuncia, señor agente.
- Entonces debe usted sentarse en la sala de espera y en un momento lo llamarán.
Nadie en la sala de espera. Después de una hora se acerca una agente y pregunta:
- ¿Es usted quien quiere poner una denuncia?
- Sí, soy yo.
- Acompáñeme, por favor.
Me dirijo tras la policía a otra estancia de la comisaría y una vez allí, frente a una pantalla de ordenador, la agente pregunta:
- ¿Qué desea usted denunciar?
- Que junto a mi apartamento vive un niño de unos seis años. Vive solo. Quiero decir, sin sus padres o abuelos o hermanos mayores.
- ¿Y cómo sabe usted que vive solo?
- Porque en su apartamento no hay nadie más que él.
- ¿Ha entrado usted en el apartamento para comprobarlo? -preguntó la policía.
- No, no he entrado.
- ¿Entonces? ¿Cómo sabe que está solo?
- Bueno, pensé que...
- Cuando usted lo vio, ¿estaba triste o llorando? ¿Tenía alguna herida? ¿Algún hematoma?
- No, la verdad. El niño parece bien, y está siempre muy sonriente.
- ¿Entonces? -volvió a preguntar la agente. ¿No serán figuraciones suyas?
- Bueno, tal vez tenga usted razón, pero ayer por la tarde me pareció escucharlo llorar.
- ¿Llorar? ¿Se sorprende usted de que un niño de unos seis años llore?
- Bueno, no es eso, pero... La verdad, no sé qué decirle.
- Venga, buen hombre. Vuelva usted a su casa y relájese. Con toda probabilidad el niño estará bien. Pero no se preocupe que ahora voy a enviar a una pareja de agentes para que le echen un vistazo al edificio. Martín, Espinosa, ¿por qué no os acercais al edificio de este señor a echar un ojo por allí?
- ¿Y dónde vive este señor? -preguntó el más alto.
- En la calle No me olvides, número 1. En la planta segunda.
- ¿En el número 1 de No me olvides? ¿No es ahí donde vives tú, Espinosa?
- Sí, yo vivo ahí, ¿por qué?
- ¿Sabes algo de los inquilinos de la segunda planta?
- ¿Estás de coña, Martín? Yo vivo en el tercero B y la segunda planta está vacía. Hace meses que ahí no vive nadie, afirmó el agente.
Cuando salí de la comisaría me encontraba perplejo. ¿Cómo que no vivía nadie en la sengunda planta? ¿Y el niño? ¿Y el extraño trío? ¿Y yo mismo? Ese agente debía haberse confundido de portal.
Esa misma noche intentaría verificar y demostrar que efectivamente un niño solo vivía en el 2º A y una pareja de jóvenes con un individuo extraño en el 2º C.

III

La tarde del jueves la pasé pegando la oreja a las paredes y a las puertas, pero no lograba oír nada. Por la noche volví a escuchar el llanto del niño y el lamento del otro lado. Salí al rellano. El niño tenía la puerta de su apartamento entreabierta, pero de nuevo no se escuchaba nada en su interior. En cambio la puerta del 2º C estaba cerrada, pero en su interior se escuchaba algo o alguien. Llamé a esta puerta y el ruído del interior cesó. Abrió la joven rubia. Me miró con sus ojos claros y me susurró con sus labios rojos: “¿Ya vienes?”
Pude ver el espaldar de una silla ocupada por alguien, tal vez el hombre de gafas negras y pañuelo en la garganta, que abría a los lados sus brazos. Su mano izquierda estaba sujeta por la joven de pelo negro. Esta me miró con sus hermosos ojos negros como diciendo: “Hola, querido. Ven aquí”. La mano derecha de este hombre estaba junto al niño rubio que sujetaba el coche de plástico que yo le había regalado en una mano y en la otra una larga espada. Con su voz meliflua se dirigió a mí: “Aun no es tu momento. Vuélvete a tu lugar.” La joven rubia cerró la puerta tras de mí y el ruido del interior cesó.
Hoy es viernes, 13 de mayo. No he salido en todo el día. No he visto ni oído a nadie: ni al niño ni a las jóvenes ni al hombre, ni ningún llanto o lamento. Pero la inquietud no me deja en paz, necesito saber. Salgo al rellano y me acerco a la puerta del 2º A. No consigo oír nada. Llamo con tres golpes de nudillos. Nada. Después me dirijo a la puerta del 2º C. Llamo también con tres golpes. Espero. Nada se oye en su interior. Decido sacar la llave de mi apartamento. La introduzco en la cerradura del 2º C. Giro la llave, el pestillo se desliza y se abre la puerta de par en par. El interior del apartamento es igual que el del niño que había visto desde el descansillo días antes e, igualmente, una réplica exacta del mío. Entro y cierro la puerta.
En la cocina no hay ni comida ni cacharros usados. El frigorífico está vacío. En el baño tampoco hay ningún cosmético ni jabones ni dentríficos ni esponjas o toallas.
Parece que el agente de policía tenía razón y que nadie habitara el apartamento. Pero yo estoy convencido de lo que he visto: de las dos bellísimas jóvenes que escoltaban al tipo de las gafas negras y del pañuelo en el boca.
Me dirijo al mueble del rincón del salón. Está cerrado con llave. Introduzco en él mi tercera llave, la más pequeña, y, sorpresa -¿cómo pudo haberlo previsto mi hermano?-: aquí sí que hay algunas cosas: antifaces de cuero negro, látigos, púas, pinchos, esposas, raspadores, puntas de flecha metálicas, cuchillas de acero de diversos tamaños, marcadores de hierro fundido,... Una panoplia de artículos de tortura y dolor.
Caí de espaldas en la silla -o tal vez era un potro-: tras la puerta del apartamento cerrada escucho algunas voces. Unas correas se deslizan sujetando mis muñecas y mis pies. Estaba atrapado en el apartamento de unas jóvenes sádicas que ahora sí que podían explicarme sin palabras el rostro demacrado y blanco del joven al que viera salir del ascensor acompañado o escoltado por sus dos ángeles o demonios.
Después pude oír en el rellano y con gran claridad las voces de tres individuos que estaban saliendo del ascensor. Oí también el giro de la cerradura y cómo entraban en el apartamento a mis espaldas.
La joven rúbia de ojos claros y labios rojos dijo: “¡Por fín has llegado!”. Después la morena de ojos profundos y que era como “la mujer que se murió” pero más joven, dirigiéndose al mueble de artículos y objetos diversos dijo: “sabía que no tardarías en rendirte a nuestros encantos”. “No te preocupes -dijo sonriendo-; no te dolerá”. El niño, en cambio, ahora con sus ojos tristes, con su coche de plástico en una mano y su espada flamígera en la otra, preguntó: “¿Por qué no te dejaste venir conmigo?”
La joven rubia, mientras me besa en los labios, pregunta: “¿De quién es la culpa cuando gobierna la desgracia?” La mujer de pelo negro, con la cara de Inés, afirma: “Ya era hora, cariño”, mientras comienza a dibujar con una cuchilla de acero líneas curvas en la piel de mi rostro y de mi cuello”. Contra mi pronóstico dejo de sentir miedo y dolor. Recuerdo una vez más la voz de mi hermano mayor hablando con mis padres muertos todos hace más de cinco años: “¿Qué cosa peor le puede pasar?”

Véante mis ojos, muérame yo luego:

 

Véante mis ojos,
muérame yo luego”.
(Teresa de Jesús)

Al alba, cuando aún los rayos del sol no habían alcanzado a sobrepasar la línea que dibuja el horizonte, el hombre de rala barba gris y blanca, de nariz puntiaguda, y de ojos oscuros y atentos, más tembloroso de lo que su edad podría hacer presuponer a cualquiera que lo mirase con la mirada escrutadora de un relatista joven, pero menos paciente de lo que su edad pronosticara a cualquiera que, inteligentemente, lo observase, tomó una decisión definitiva, como toda decisión requiere para ser tal, con arrogancia.
La tarde anterior, cuando visitara la ciudad junto a su hijo mayor para visitar a su viejo amigo el doctor Fernández, aún no tenía ni idea de lo que decidiría a la mañana siguiente. El doctor, directo, apático, insensible, experimentado, le anunció:
- Luis, tienes un cáncer de médula. No es operable. Se ha extendido por todo el cuerpo. Por el cerebro también. Eso explica tus continuos dolores de cabeza.
- ¿No hay nada que hacer? -preguntó.
- No. Solo aliviar los dolores. Iremos subiendo las dosis de calmantes hasta que llegues a perder la conciencia. Después todo acabará.
- ¡Ah! -llegó a susurrar Luis-.
- ¿Y de cuánto tiempo dispongo hasta que ello llegue? -insistió Luis.
- Eso depende. Tal vez de un mes, tal vez de dos. Tal vez menos. Aquí tienes unas recetas. - - Dispón tú de las tomas según los dolores. Pero si llegas a necesitar más de tres pastillas al día, ponte en contacto conmigo, porque habrá que ingresarte. Ten cuidado que son muy fuertes. Cuando se te acaben, ven a por más.
- Ya, Juan -dijo Luis-. Siempre has sido tan escueto... que asustas -sonrió-.
Cuando Luis salió de la consulta, su hijo lo estaba esperando en el coche aparcado en doble fila.
- ¿Qué tal? ¿Qué te ha dicho Juan?
- Nada -dijo el viejo-. Todo igual. Que tengo demasiados años. Y que vuelva cuando lo necesite.
- ¿Y de los resultados de las pruebas? ¿No te ha dicho nada?
- No, nada. Que todo está bien -mintió el viejo-.
Después de un prolongado silencio el hombre más joven preguntó:
- ¿Quieres tomar una cerveza en lo del Servando?
- No, déjalo. No tengo ganas -dijo Luis-. Mejor llévame a casa. Estoy cansado y tengo pendientes aún algunas faenas.
- ¿Algunas faenas? ¿En qué estás ahora? ¿Alguna nueva novela?
- Sí, eso es. Tengo en la cabeza un capítulo difícil y creo que ya sé cómo puedo empezar a resolverlo.
- Bueno, está bien. Vamos a casa.
Cuando el viejo se despidió de su hijo, cuando logró encontrar la llave de la puerta de la casa, cuando hizo girar el pestillo, cuando entró en el interior del hogar vacío no pudo evitar que sus ojos brillaran por el absceso repentino de alguna lágrima. Verdaderamente la noticia no le había sorprendido, entraba dentro de lo previsible, es más, desde hacía algunos meses llevaba sospechando que algo no iba bien: los dolores en los brazos, en los hombros, en las piernas, los dolores de cabeza,... Pero Luis acababa de comprender algo definitivo y sorprendente, acabada de descubrir que no estaba preparado para morir, que no quería morir, que no entendía por qué habría de morirse ahora, que aún tenía ganas de vivir, que la vida le había parecido absurdamente corta. Nunca antes había pensado en la muerte. Nunca antes se había preocupado por ella. Había visto morir a sus padres hacía ya muchos años, había visto morir a su mujer incluso y a no pocos amigos y conocidos. Pero jamás se había preguntado por su propia muerte. Ahora comprendía que tal vez había estado evitándola desde siempre ya por miedo ya por inconsciencia ya por sabiduría, llegó a pensar, mintiéndose. Pero ahora la idea de su muerte se había hecho ominosa, enorme, absoluta, ocupando toda su atención, adquiriendo un peso enorme, como una losa imposible de soportar, de evitar o de apartar.
Había comenzado a sospechar de su presencia la mañana de hace aproximadamente un mes en que se despertó sobresaltado por un sueño. No le pareció una pesadilla, pero cuando se incorporó en la cama su corazón galopaba, y su frente y espalda sudaban a chorros. Las sábanas estaban empapadas. En el sueño se veía a sí mismo de joven, al alba, bajando del porche de su casa de las afueras de la ciudad y sintiendo el frío y la humedad de la yerba en las plantas de sus pies descalzos. Junto a la casa había aparecido una hermosa yegua negra, fuerte y alta, sudorosa. Debía haber galopado algunos kilómetros. Estaba sola. No parecía tener dueño. No estaba marcada. Relinchaba como si le llamara o como si le advirtiese de algo. Nunca había sabido interpretar sus sueños, pensó. Realmente no solía recordar sus sueños. En los setenta años de vida no recordaba haber soñado más de tres o tal vez cuatro sueños. Pero nunca, hasta hace un mes, había soñado con caballo alguno. Desde entonces este sueño se había hecho recurrente. La yegua negra sudorosa, caminando agitada alrededor de la casa, el frío del alba, la humedad de la yerba. Se acercaba al animal con la mano extendida para tocarlo. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, cuando estaba a punto de acariciar su brillante cuello y sus crines,... se despertaba agitado y sudoroso como si él mismo fuese el caballo, como si él mismo hubiese galopado kilómetros de distancia durante la noche.
Ahora parecía todo muy claro: estos sueños eran el anuncio de la muerte que venía galopando a gran velocidad a buscarle a su casa y que finalmente lo alcanzaba sin que él pudiera ocultarse o evitarla.
La muerta es injusta”, recordó sus pensamientos de anoche cuando volvió a su casa desde la consulta de su amigo el doctor. “La muerte es injusta, porque no tiene en cuenta la singularidad de nadie. Te alcanza cuando menos lo esperas y lo deseas, dejándolo todo por concluir”, pensó.
Ni siquiera él, quien siempre había presumido de no dejar nada para mañana, había podido cerrar todos los capítulos de su vida pasada. Había sido feliz, se decía. Se había casado con una bella mujer. Había tenido con ella tres hijos, que también se habían abierto paso en sus vidas. Seis nietos. Es cierto que su esposa había fallecido diez años atrás y es cierto también que había añorado su presencia y que la había llorado durante algunas noches en que la soledad se espesaba como si fuera una niebla o bruma de las que bajan en esta parte de la región en las mañanas de los primeros días del invierno. Pero también es cierto que ya hacía años que había dejado de amarla. O al menos que cuando murió no la amaba como en otros días lejanos, cuando ambos compartían una lozanía desaparecida hacía tiempo.
Desde muy joven era ya lo que habría de ser toda su vida”, pensó: una persona capaz y jovial, una persona con un gran sentido del deber que se aplicaba con decisión y fortaleza a hacer todo aquello que debía hacer con la diligencia y el bien hacer que la tarea requiriese, sin dejar nada para otro día si esto no era necesario.
Pero en esta noche pasada había sentido cómo todas las personas que había conocido, incluidos sus hijos y nietos, incluida su mujer y todos sus amigos, habían ido pasando por su vida sin dejar huella alguna. Se sentía desgraciado. Pero no más que otros, porque en el fondo consideraba que esto era un mal muy extendido, que la soberbia es el mal de nuestro tiempo.
Toda la noche la había dedicado a tomar una decisión y a recordar algunos momentos de su vida. Pero ni el día en que conoció a su futura mujer, ni el que nació ninguno de sus hijos o nietos, ni ningún otro pudo imponerse al día en que había llegado a su nuevo destino en una villa costera del sur cuando ejercía en el cuerpo de la Policía Nacional. Su ocupación durante un mes sería escoltar a una enigmática mujer joven cercana a la realeza. Recordaba ese mes como el más feliz de su vida. Si por él hubiera sido, no habría vuelto a su rutina marital y familiar. Pero no fue por él. Ella tampoco podía dejarse arrastrar por la resbaladiza pendiente del amor escondido. Finalmente se habían separado después un mes de apasionado y loco deseo amoroso.
Después había vuelto a su casa familiar y nunca más había vuelto a saber de aquella bella y aristocrática mujer de tez blanca y cabellos negros. Pensó que ella era, verdaderamente, la única tarea que le quedaba por cumplir. Por ello, tal vez, la muerte le pareciera injusta, porque no podría despedirse de ella como él hubiera querido desde el último día que la vio. Pasó toda la noche recordando cada día pasado junto a ella hacía más de treinta años.
Él sabía de la vida de ella, porque en ocasiones aparecía en la sección de sociedad de los periódicos nacionales alguna noticia que la mencionaba o, incluso, alguna fotografía en la que aparecía junto a su marido o hijos.
Pensó por primera vez en sus más de setenta años en que si verdaderamente su vida había valido la pena era justamente por ese mes pasado en la villa del sur escoltando y acompañando a aquella elegante y fascinante mujer. Ella era, probablemente sin saberlo, la que justificaba su presencia en la tierra. Y esto no podía quedar así. Esta tarea debía completarla. Por ello decidió escribirle una carta.
Toda la noche la había pasado intentando escribirle unas palabras. Conocía su dirección y enviársela no sería ningún problema, pero temía no estar a la altura. Es decir, qué escribirle, qué contarle o indicarle. Después de treinta años y sin apenas haberla conocido, cómo podría recibir lo que tuviera a bien decirle. Empezó y rompió varias cartas antes de que, al alba, escribiera la definitiva. Cogió un sobre vacío de su escritorio, escribió el nombre y la dirección de la mujer, escribió también su nombre en el remite (éste sin dirección) y antes de cerrar el sobre introdujo una cuartilla doblada por la mitad en la que finalmente había escrito: “Gracias, amor”.
Una vez cerrado el sobre lo colocó sobre la mesa en un sitio bien visible para que quien entrase en la casa, probablemente uno de sus hijos, la pudiese ver y enviar a la destinataria. Después miró por la ventana hacia los primeros rayos del sol que comenzaban a dibujar el horizonte. Salió al porche a recibir el amanecer y lentamente fue tomándose, uno a uno, todos los calmantes que su amigo Juan le había dado la tarde anterior.
Justo antes de perder la conciencia fue invadido por una lástima enorme por todos aquellos a los que había conocido en su vida. Pensó: “Qué sencillo es morir”. Buscó el miedo a la muerte que apenas hacía unas horas ocupaba toda su atención. No lo sentía. Había desaparecido. Tal vez la muerte no era nada para quien hizo lo que debió. Sintió también alegría por el hecho de sentir lastima por todos, por su mujer y por sus hijos y nietos también, y por su amigo Juan. Por fin podría morir definitivamente en la alegría y en la lástima que se extendían más allá del horizonte de su mirada. Hizo una suave expiración, pareció roncar y no volvió a moverse. El sol comenzaba a iluminar su rostro.
Cuando su hijo llegó a la casa del padre vio cómo su cara era más hermosa que en días anteriores y tenía una expresión más feliz que cuando estaba vivo.

sábado, 2 de abril de 2022

Mosaico o la debilidad del ser humano:


Finalmente, descubrirá que en el mundo ocurre como en los dramas de Gozzi, en todos los cuales aparecen siempre los mismos personajes con igual propósito y destino: los motivos y acontecimientos son en cada obra distintos; pero el espíritu de los acontecimientos es el mismo”. (Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación. § 35).


En medio de una habitación de un viejo hotel de una ciudad del este se encontraba el hombre escéptico que no había llegado a creer más que en la impotencia de un cuerpo débil y de una leve voluntad con los que había llegado a identificarse. Para una joven que lo mirase desde el edificio de enfrente, este hombre escéptico no estaría tan envejecido como sus propios pensamientos pudieran hacer creer. Pensamientos éstos enredados en su limitada y torcida memoria. La joven que lo mirase no podría sospechar que todo aquél que estableciese contacto -por muy pasajero y superficial que éste fuese- con el muy perspicaz autor de recuerdos, amamantados por la ubre flácida y grasienta de su cerebro abotagado por una vieja pócima o ponzoña o mezcla de sus amores y de sus frustraciones, miraba -o escrutaba, más bien-, un pañuelo que aunque nunca le había pertenecido a él, aún conservaba el aroma de otros tiempos más felices, desgraciadamente también más fugaces e inevitablemente más presentes de lo que cualquiera hubiera sospechado nunca que pudiera durar nada de lo pasado, nada de lo huido o nada de lo muerto, de otros momentos menos desesperados, menos atormentados, incluso alegres -podría escribir a riesgo de parecer cursi-, en medio de aquella y de esta mugre o pátina mate de sudor que cubre y moja las manos, la cara, el sexo, el pecho y la espalda de tanto paseante como hoy bromea arrastrándose por las sucias calles de esta maloliente ciudad en la que no querría vivir ni el más carroñero de los buitres ni la más pestilente de las hienas ni el más traidor de los mortales.


La joven tímida del edificio de enfrente, risueña hasta el aburrimiento, que inocentemente protege su cuello con otro pañuelo -pero que es el mismo que el que manosea el hombre de antes- y que vive sus noches como si tuviera un futuro prometedor, como si tuviera un futuro a secas, fuese éste como fuese, como si tuviera algo, lo que fuera que fuese, aunque no fuera ni un triste mañana ni un inútil amanecer carmesí en una alborada de cuento de hadas creado para adormecer las desdichas de sus fracasadas ilusiones, de una mentirosa educación paternal basada en la ingesta desproporcionada de adormidera y de proyectos prestados, vividos por otros soñadores menos tímidos e inocentes, más propios de buitres, de hienas o de ángeles traidores y que se nutrieran de sangre negra, podrida y negra, como es la bilis y el humor de un hombre escéptico y de torcidos pensamientos que bien lloran -las menos veces- bien hacen llorar -casi a cada instante con él vivido-, esa joven tímida del edificio de enfrente -repito- permanece ignorada por el hombre escéptico mientras un joven parece pasear por la calzada que discurre entre los dos edificios de esta desolada y silenciosa ciudad del este.


Este joven paseante, caminante reflexivo que habla consigo mismo, que se confiesa ante sí, ante el altar de sus propias meditaciones, mientras pisa las hojas secas y quebradizas en este otoño triste en que la tarde disuelve su nostalgia liberando en ella el peso del aroma de su joven amada, lejana, ausente, y de su leve cuerpo y débil voluntad, que tal vez gozara entre los brazos canijos de alguna hiena hecha de ignorancia, de brutalidad y de una mirada regada por la desgracia y la imbecilidad como si fuera el sudor grasiento de una bestia en celo que careciera de ningún remordimiento por su impudicia exhibida sin recelo, sin recato, sin vergüenza en este maloliente barrio que localiza, fácilmente y sin proponérselo, cualquier viajera tímida o inocente en el este de todos los rincones mugrientos de todas las ciudades de todos los territorios de este planeta que gira inconsciente al margen de los ángeles y de los demonios que lo pueblan. El joven se distrae creyendo oír a través de una ventana a una mujer que parece llorar de forma desesperada.


Parece una mujer anciana la que llora en una mugrienta cocina y con un trapo entre sus manos -o quizá sea un pañuelo-, la ausencia de su marido muerto porque no logra entender la existencia de sus inútiles pechos, por tener quizá su cerebro abotagado por el dolor, por la impotencia y por la incomprensión, porque no logra entender tampoco por qué se abraza con brutalidad al rugoso trapo -o pañuelo- que le sirviera de gasa con la que enjugar su llanto y que conservara aún el aroma de su compañero ausente mezclado ahora con el olor y el sabor de sus propias lágrimas, que como ponzoña envenenada van lentamente borrando las huellas de aquel aroma primitivo y original, dejando en su lugar una grasa mugrienta, negra, podrida y negra de seca bilis nauseabunda que cuanto más se aleja del origen más repugna, más humilla, más intoxica, más enferma, más destroza y más mata. Nunca un hogar estuvo más lejos de su cocina.


El joven enloquecido por el dolor de la mujer vieja se lamenta y grita en mitad de la calle en mitad de una ciudad aburrida y nostálgica, proclamando desgarradoramente haber hecho el amor mil veces a una misma mujer de otro a quien nunca -creía antes- había amado ni querido ni deseado -amor inútil, amor humillado, amor enfermo, amor mortal, ponzoñoso y envenenado que los dioses no habrían podido tolerar o proteger o permitir, sino a cambio de su alma carroñera de buitre de afilado y corvo pico, de agudas garras, de enormes alas y de cuello convenientemente cubierto con un plumaje grasiento y manchado de sangre seca-. El hombre escéptico en medio de la habitación del sucio hotel no desea esconder sus hombros caídos ni enjugar su mirada amamantada con manidos recuerdos de otros amores más bellos y más buenos que ya no podían ser recordados fielmente por la alteración inevitable de una memoria abotagada e intoxicada por el alcohol, por el dolor, por la incomprensión y por la desdicha de haberse dejado arrastrar, tímida e inocentemente, por la impaciencia de todo joven educado entre las manos torpes de una madre incapaz de enseñarle a su hijo más que lo que consideraba sublime o bello o bueno o verdadero.


La guerra, el llanto, la impotencia y la ambición son partes de las innumerables teselas o palabras que forman la memoria del hombre...


del hombre escéptico, de la mujer joven tímida, del hombre joven, de la anciana desesperada, del joven enloquecido, de la joven desesperada, del hombre tímido, de la vieja enloquecida, de la mujer joven, del joven escéptico, de la anciana tímida, del hombre enloquecido, de la mujer escéptica e ingenua, del joven desesperado... que son todos el mismo individuo, que se muestra con diversos rostros, intentando recuperar desesperadamente su memoria hecha de retazos y de olvidos, sorprendido siempre de su impotencia mortal, no pudiendo dejar de admirarse ni dejar de huir de una realidad que lo envuelve todo como a todo ser viviente que lenta, inevitable e inocentemente se aleja de su origen.


Los amores de Júpiter:

 Un labrador de Santiponce halló, sin proponérselo, en 1914, este tesoro de incalculable valía: un extraordinario mosaico romano de forma cuadrada, de casi siete metros de lado, datado a mediados del siglo II. Es un mosaico policromo a diferencia de los blancos, negros y grises que dominan en la ciudad de Itálica, cercano, por tanto, a los hallados en el norte de África. La unión de teselas negras, grises y blancas permanece en los bordes de este mosaico que enmarcan estos coloridos Amores de Júpiter, que así se conoce la obra, entre estos motivos ajedrecísticos anclando, en consecuencia, el mosaico en la tradición local de la Bética. Si decidimos abandonar el laberinto blanquinegro y adentrarnos en el interior de la obra, vamos acercándonos a una cenefa con motivos florales, un bosque irracional -frente a la rigurosidad formal de los escaques ajedrecísticos-, con formas curvas y vertiginosas, roleos de hojas de yedra, pero que aún mantienen los colores negriblancos. Nos indica este paso o salto que estamos adentrándonos en territorios donde la razón empieza a dudar, a tantear, a mostrarse insegura, a temer posibles lugares o situaciones donde el final del camino o de las acciones comienza a vislumbrarse sin ninguna certidumbre vital. El caminante que no quiera seguir mirando el resto del mosaico haría bien en detenerse aquí, en sentarse a contemplar estas figuras florales y disfrutar con sus curvas retorcidas y vertiginosas como el niño que ríe cuando es lanzado a las alturas en una calesa rauda de una moderna montaña rusa; pero si el caminante es un aventurero que no se conforma con las formas seguras de lo predeterminado y de lo proyectado por otros más inteligentes y capaces, sino que prefiere dirigir su propia mirada hacia territorios no hollados previamente, entonces no podrá detenerse en este punto y deberá adentrarse más allá de lo cotidiano, más allá de lo permitido, deberá lanzarse hacia lo misterioso, hacia lo enigmático, porque no otra cosa es el mundo de los amores del dios de los dioses, de los amores de todo hombre que se sabe dios, porque realmente lo fue y sabe de lo que cuenta. Si el lector quiere decidirse a dar este salto, porque aún debería saltar un borde que delimita una gruesa maroma, un umbral bien visible para que nadie se engañe, porque umbrales invisibles también los hay y no son pocos ni leves, aunque algunos incautos no sean capaces de verlos a tiempo y se enreden, por ello, en las mil lianas espinosas que le impedirán en lo sucesivo seguir marchando de por vida o de por muerte, puesto que esto es lo que indefectiblemente acaba suponiendo su imposible e inconsciente intento de saltarlos, si el lector quiere decidirse, repito, a dar este salto, entonces pasará a la región de lo policromado, de lo seductor, de lo agradable a la vista, a los sentidos, de lo sensual, de lo misterioso, de lo peligroso. Solo los iniciados en el difícil arte del amor deberían dar el salto, dada la dimensión de la aventura, y aún estos, deberían antes meditar acerca de la vida que querrían recorrer, dado que en ésta el tiempo y la memoria no conocen el retroceso, la vuelta a la casilla de salida, ni el cierre de ojos ni el grito desesperado o liberador. Si el espectador decide entonces sobrepasar este umbral perfectamente delimitado por esa maroma gruesa, allá él, pero vaya como advertencia que dicha maroma nunca será definitivamente sobrepasada dado que se encuentra enredándolo todo en el resto del viaje que conduce a los más siniestros momentos de estos amores brutales de Júpiter. Esta maroma revuelta enmarca cada uno de los tondos o medadolles ilustrados que cuentan una historia, un momento, un instante de amor apasionado y animal. No deja de ser bella esta maroma trenzada que aún guarda algún orden racional que sirve de apeadero en que el espectador puede detenerse un instante a coger aire o a beber agua fresca antes de emprender de nuevo su viaje a lo desconocido.

El mosaico está compuesto por nueve medallones principales, tres a cada lado y uno en el centro. Son los principales por su tamaño y por las imágenes que en ellos se exponen. Pero además de estos nueve, hay otros ocho medallones, más pequeños y con motivos florales, uniendo más que separando, a las imágenes principales. Esto es, entre escena y escena, el espectador debe atravesar un bosque, amable, dado el nivel de pavor que describen las escenas amatorias de Júpiter, pero sin por ello olvidar que son bosques desconocidos, al margen, por tanto, de la civilización, salvajes, enigmáticos, peligrosos, mortales tal vez.

El tondo central representa a la figura principal, a Júpiter transfigurado en el cíclope Polifemo con su ojo central en la frente, que ve menos o más que cualquier otro mortal o dios, que ve lo distinto, la otra cara de las cosas, lo irracional quizá, lo oculto. Está tocando una flauta de pan. Por esto y por su doblez algunos espectadores han querido ver en este Polifemo al dios Pan, al dios que como un fauno vive en los bosques y que representa al misterio de la sexualidad masculina, dios de gran potencia sexual, de deseo insaciable por naturaleza, feroz, adulador cuando quiere, violento cuando le apetece, ciego e irracional siempre; escondido con su siringa entre las fuentes ocultas de los bosques. El viajero debe cuidarse de encontrarse con él si no quiere verse sometido a sus voluntades más bestiales; pero el espectador de este mosaico no podrá más que enfrentrarse cara a cara con él puesto que ocupa el centro de este extraordinario cuadro.

Este cíclope Polifemo, de mirada torcida y de gesto precipitado, adulando con su flauta de pan a todo aquel que se le acerque, está perdidamente enamorado de la nereida Galatea, ejemplo de pureza y de bondad, de caridad, de amabilidad, que con su voz melodiosa consuela y alegra los ánimos de su padre Nereo y de todos los padres amadores de sus bellas y buenas y generosas hijas. La bestia Polifemo se ha enamorado o encaprichado u obsesionado de la bella Galatea. Pobrecita, la joven. Quién pudiera ayudarla o avisarla o advertirle del peligro que corre solo por el hecho de haber nacido bella. Afortunadamente, la enferma pero fuerte Juno, esposa de Júpiter, no se dejará seducir esta vez por la siringa del maldito Polifemo, su esposo transformado en bestia panóptica que todo lo contempla y que todo lo conoce.

Rodeando a este medallón central encontramos otros ocho más donde se muestran escenas de variadas vejaciones innecesarias o de perversas humillaciones y traiciones por parte de una inteligencia divina en la ajetreada vida amorosa del dios de los dioses. En la línea oriental del mosaico encontramos a la izquierda el rostro delicado de Leda, a la derecha el rostro indolente o psicopático de Júpiter y en el centro la figura de un cisne. El perverso y seductor donjuanesco Júpiter, qué motivos tendría el dios de los dioses para tener que recurrir a estas trampas de metamorfosis varias es algo que nunca nadie, ni historiador ni filósofo ni poeta, pudo explicar nunca, el perverso y donjuanesco Júpiter, pues, decidió astutamente, pero sin ninguna inteligencia, transformarse en cisne, para que a los ojos de la inocente Leda, se mostrase como una delicada y dócil ave a punto de ser capturada por un águila veloz, cómplice del traidor. Leda espantará al águila y acogerá en su seno al inocente y delicado cisne, de níveas plumas y de ojos tristes. El cisne finalmente, en el silencio y la oscuridad de la noche violará a la joven inexperta preñándola con su semen no por divino menos ponzoñoso. Para mayor desgracia de la princesa y joven espartana esa noche la, ahora sí, divina Leda, había yacido previamente junto a su joven esposo Tindáreo. Leda quedó embarazada de ambos varones y sendos hijos le nacieron: el uno del amor y el otro de la traición, pero cómo amar más al uno que al otro si ambos son hijos suyos, cómo elegir entre dos hijos, qué decisión más propia de dioses que de hombres, debió tomar el resto de sus días la desgraciada y humillada Leda de piel blanca como las plumas de un cisne y de labios de amapola. ¡Cuántas Ledas aún recorren con lentitud y parsimonia, con sabiduría antigua, las calles de nuestras grises ciudades actuales! Va por todas ellas mi más sincero respeto a sus decisiones y experiencias retorcidas como los tallos de yedra de este espeluznante mosaico italicense. Más tarde, dicen algunos, los cisnes, cómplices necesarios de este atropello animal, fueron condenados a tener que cantar en el momento de su muerte.

En la cara norte del mosaico vemos de nuevo al Júpiter psicopático anterior al otro extremo de la sacerdotisa y joven Ío y entre ambos, retozando feliz, a una vaca pastando en un prado más bucólico e idealizado que natural. El astuto y depravado Júpiter, enamorado u obsesionado o encaprichado una vez más de otra joven, a espaldas de su celosa esposa Juno, decide ocultarse y esconderse en los sueños nocturnos de la bella Ío. Inocente Ío no conoce lo que le ocurre. De noche, mientras duerme, como miles de serpientes, comienzan a asaltarla escenas e imágenes lujuriosas que ella no puede controlar ni evitar. Afloran en ella irremediablemente, hasta los bordes mismos de su despertar, al punto en que la desgraciada y poseída Ío empieza a sentir miedo de sus sueños, de sí misma, de su condición de mujer ligera quizá y suelta tal vez. No pudiendo soportar más esta angustia en que se encuentra atrapada, decide confesarle a su querido y amantísimo padre Ínaco las voluptuosas imágenes que acompañan sus sueños inconfesables en una doncella joven y pura como ella. Su padre, dudando como todo padre amoroso y preocupado por la situación inesperada y no contemplada de su querida hija, decide acudir a pedir consejo al templo donde se encuentra el oráculo, que de algo podrá informarle o indicarle. El funesto y durísimo oráculo advierte al inexperto padre de que debe inmediatamente expulsar de la casa familiar a la deshonesta Ío de largos cabellos y de mirada triste, a la inocente Ío de largos miembros y de corta inteligencia. De no hacerlo así su mal podría arrastrar a toda la casa y a toda su estirpe. Ínaco, temeroso y padre a la vez, decidió no acabar con la vida de su hija, pero cedió a la idea de ocultarla, de encerrarla en nocturno habitáculo para que nadie la viese o para que ella no viese a nadie. Pero los lamentos de Ío no pudieron ocultarse a los oídos y a los ojos del siniestro Júpiter que, más astuto que inteligente de nuevo, osó escabullirse entre los centinelas y, de noche, mientras ella creía que soñaba, junto a ella yació. Nunca unos besos fueron dados con tanto sigilo, con tanto cuidado y con tanta levedad como para no alterar el sueño de la ahora diosa del amor inocente. Más tarde, Júpiter ya descansando de su heróica faena, fue sorprendido por su malhumorada Juno, pero el psicópata dios de los dioses ya había conseguido transfigurar a la joven y delicada Ío en una vaca grande, de grandes ubres que disfrutaba sosegada dedicando sus días inútiles a la ingesta de kilos y kilos de pasto seco y de espinosos yerbajos silvestres. ¡Pobre Ío, de esbelta y delicada doncella en ternera torpe y gorda transformada! ¡Cuántas íos pueblan nuestras calles desposeídas de su belleza original y de su iniciativa femenil y ancestral por otros menos divinos, pero más ególatras, enfermos tejedores de maliciosas e inútiles aventuras más animalescas que amorosas!

En la cara sur de este necesario mosaico, necesario para todos aquellos viajeros o aventureros que osaran en algún momento de su oscuro futuro sobrepasar las lindes de lo cotidiano, salirse del trillado sendero de los hombres corrientes y adentrarse en la espesura natural y salvaje del sexo y del amor no reglamentado socialmente, en esta cara sur, repito, encontramos al escanciador y copero príncipe Ganímedes, amante masculino de Júpiter. Con su delicado y femenino cuerpo desnudo atrapando las miradas de hombres y mujeres. Nuevamente el pervertido Júpiter, obsesionado o encaprichado o enamorado, de este joven experto en darlo todo, generoso hasta lo insoportable, lo seduce o lo captura y lo hace suyo, vinculándolo con él y con su vicio de por vida. Siempre dispuesto y atento Ganímedes a rellenarle la copa de vino a cualquiera aunque no se lo pidiese, lo vemos ahora dando de beber a una enorme águila que no es otra que el mismo Júpiter metamorfoseado. Magníficas plumas de diversos colores voluptuosos muestra este pájaro de amenazante pico, y endurecidas y fuertes garras. Júpiter tuvo que raptar al príncipe en su juventud y someterlo, con una dura educación destinada a convertirlo en el más fiel, leal y delicado amante, anulando absolutamente su voluntad con la ayuda de Baco y de su licor tan exquisito como traidor. Sólo así pudieron los terribles pedagogos de Júpiter adoctrinar, torcer y vencer la naturaleza salvaje del príncipe troyano. ¡Qué advertencia para los futuros discentes en manos de los astutos, más no inteligentes, docentes poderosos, desvergonzados e ideologizados que llenan demasiadas aulas desde entonces! ¡Pobres efebos en manos y dedos manchados de viejos con bocas llenas de almenas y mirada maldita y roja de ambición por la juventud perdida y el vino ingerido!

Pero quizá la cara más dura, por irracional, de este depravado mosaico italicense sea su cara oeste. En ella encontramos a la princesa Dánae, hija del rey argivo Acrisio. Este no podía seguir soportando que su esposa Eurídice, temible amante inocente, sólo le diese hijas y ningún hijo. Enérgico se dirigió al templo y consultó al oráculo, quien sentenció que el rey Acrisio sería muerto por el hijo de su hija. Vengó, en consecuencia lógica y racional, su maldición de no tener hijos en su hija Dánae a quien condenó a no tener más que hijas y matando a cada nieto recién nacido que esta le diera. Pero no conforme con esta orden hecha ley, decidió encerrar a Dánae en una mazmorra secreta, oscura e insalobre, para que a nadie viese y para que nadie la viera, alejándola así, joven, bella, inocente y maravillosa, de todos los humanos de toda clase y condición. Es decir, la condenó a morir en vida, a sepultarla en vida. Entonces es cuando entra en escena el pervertido, diabólico y maldito Júpiter. Disfrazado, ahora sin ropajes, pero haciéndose pasar por joven atento y virtuoso, decide transfigurarse en lluvia dorada y tan delicada que sus gotas mágicas logran penetrar en la mazmorra o cueva de la desdichada y solitaria princesa Dánae, logran también penetrar en la vagina de la ahora diosa de la fertilidad inocente y preñola de un hijo de prometedores y sonrosados carrillos, y bucles rubios y esponjosos. Dánae ocultó su embarazo a los centinelas y a su malhumorado y amedrentado padre. El hijo nació y Perseo fue nombrado. Júpiter debía sonreír desde la altura de su olímpico edén, cuando el maldito padre Acrisio comprendió el desafío de su hija y mandó abandonar a madre e hijo en maltrecha embarcación en mitad de un mar de desolación, de soledad y de muerte. ¡Cuántas dánaes, aún hoy, recorren las calles de nuestros barrios con su hijo a cuestas, abandonadas por todos, por sus familias, por sus padres bienintencionados, pero absolutamente confundidos por las risas histéricas y la propaganda torcida del pervertido, traidor, malintencionado y ruín de los mortales Júpiter, dios de dioses! ¡Cuántos hijos de amores inexistentes habrán todavía de nacer para directamente sufrir una vida más propia de animales que de hombres, si es el caso de llegar a sobrevivir al nacimiento, alimentándose con cuentos que permitan soportar una vida merecida pero robada desde la cuna; con cuentos como el que le dice esta joven Dánae: tú también eres, mi niño, hijo del amor!

Rodeando en sus vértices al medallón central que representa al flautista Pan-Polifemo encontramos aún cuatro tondos de forma casi cuadrada, pero de límites irregulares, como irregular es todo lo que este policromado mosaico italicense describe. Representan estos medallones, empezando por la ladera que da al este, al verano -naturaleza femenina decorada de doradas espigas de cereales- y al otoño -naturaleza masculina con nacientes hojas de vid-, y al invierno -naturaleza femenina cubierta de ramajos secos y juncos- y a la primavera -naturaleza femenina también, pero coronada de flores de colores- los tondos que dan al oeste. Parecen indicar el tiempo que transcurre desde los inicios, desde siempre y por siempre. Siempre fue así y será. Sirva de advertencia del iniciado autor de este sabio mosaico para indicar que siempre será así, que no hay nada que hacer, pobres y tristes mortales; que los senderos del amor desbordado son siempre inciertos, perversos, traidores, apasionados, malhadados, mentirosos, traidores, humillantes, pero que son, igualmente, con la misma certeza y fuerza, inevitables, necesarios, imposibles de eludir por mucho que se empeñe uno en no penetrar en este bosque de salvaje naturaleza apasionada, que la vida o el día a día lo acaba imponiendo o estableciendo, que la razón no puede más que sucumbir a la arrolladora fuerza vital y sexual de los júpiteres y de sus secuaces, y que más vale conocer sus trampas, trucos y maneras que intentar evitarlas o esquivarlas desde la ignorancia, la racionalidad o la costumbre, porque verdaderamente los amores de Júpiter no son diferentes de los amores de todos y sus transfiguraciones no son distintas de las nuestras cuando mostramos caras o ejercemos roles de no sabemos qué o quién para intentar conseguir qué o cómo. Porque finalmente, este mosaico no es más que un canto a la vida tal cual esta se muestra en todas sus vertientes amatorias: lucha, agonía, poder y vencer o ser vencido.