martes, 13 de octubre de 2020

Restaurante japonés:

 


Produciendo al punto un tipo de

brillante acero, forjó una

enorme hoz y luego explicó

el plan a sus hijos.

Armada de valor dijo afligida en su corazón:

¡Hijos míos y de soberbio padre!

Si queréis seguir mis instrucciones,

podremos vengar

el cruel ultraje de vuestro padre;

pues él fue el primero en maquinar

odiosas acciones'.”

(Hesíodo, Teogonía. 160-166)



Ahora no veo más que un mar lechoso..., como si un magma blanco lo invadiese todo.

Parece que empiezo a distinguir algo, apenas unas líneas finas que comienzan a surgir en ese magma pringoso y blanquecino.

Creo que voy distinguiendo a una mujer sentada a una mesa, junto a un ventanal que da a una calle invisible.

Escucho cómo la mujer pronuncia palabras apenas audibles. Logro distinguir algo así como “De entrante, una ensalada de wakame”.

Veo ahora a la mujer que espera en silencio y paciente la llegada del plato. Mientras parece deleitarse imaginando, tal vez, el aspecto del alga, o su olor o su sabor. Tal vez pensase: “Al final... siempre acabo pidiendo lo mismo. Y ¿para qué? No me gusta el wakame. El wakame le gustaba a él, al que fue mi marido”.

¿Cómo puede ser que yo sepa lo que imagina, siente o piensa esa mujer desconocida? ¿Qué es ese magma pringoso y blanco que lo invade todo borrando espacios y objetos, destacando otros? Parece una memoria debilitada, un puzle con piezas perdidas.

Ahora la ve pensar en su marido, muerto hacía seis años. Seis años de lento, pero progresivo rejuvenecimiento de esa mujer paciente. Día a día. “Su marido”, se decía, “salpimentaba su vida con extravagancias y ocurrencias necias; pero si no conseguía llamar la atención de la manera que él había previsto, entonces se enfadaba, gritaba o se marchaba. Gustaba aderezar todos sus actos con abundantes dosis de soberbia. Esto es lo que a ella siempre le disgustó: su soberbia”, creía o pensaba o se decía o imaginaba o recordaba o soñaba o añoraba.

Ella, tan joven y bella entonces, cuando lo conoció, tan inocente... que parecía una princesa de cuentos infantiles”. Tal vez creyese que se había enamorado de él, tan bruto y tan tosco, tan varonil, pensaría entonces. “Idiota”, se decía. “Realmente nunca lo había amado”, pero eso solo lo supo más tarde, cuando ya habían nacido los gemelos.

Mirando la ensalada podía ver a través del gelatinoso wakame la risa desmedida -y los dientes manchados de verde- de su marido de entonces. ¡Cuánto deseó su muerte! ¡Cuántas veces imaginó su cadáver depositado sobre una losa de mármol! ¡Cuántas veces se había despertado, en mitad de la noche, soñando que lo asesinaba sin dificultad alguna y sin que él llegase a sospechar nunca nada. ¡Qué zafio, orgulloso y pedante imbécil era quien la estaba destruyendo día a día, lentamente! Tal vez fuera entonces, hace ya tantos años, cuando decidiera, tal vez sin saberlo, que era ella la que antes debería acabar con él. Tal vez ella ni siquiera llegara a decidirlo nunca.

Ahora aparece de nuevo el camarero depositando cuidadosamente sobre la mesa el rainbow de pez mantequilla con sésamo rosa y masago. En ese instante la mujer, que muestra ahora rasgos que me resultan familiares, empieza a recordar el momento lejano en que supo que la decisión ya había sido tomada; decisión que se iba a convertir en el principio fundamental de todas sus posteriores acciones, en el único y fundamental sentido de su vida.

Ahora observa cómo la mujer comienza a sentir el fuerte y penetrante olor del masago -olor que le hizo recordar el fuerte y agrio sudor de su marido-. Entonces le vino a la despedezada memoria el momento en que la estrategia comenzó a fraguarse en su espíritu. Fue una mañana de verano volviendo de la compra. Las bolsas estaban tan llenas que las hojas de los puerros y de las zanahorias sobresalían de ellas. Él debió verla volver a casa desde lejos, porque cuando se le torció el tobillo y las naranjas y las patatas rodaron por el suelo, él se acercó en un instante, y recogiéndolo todo y ayudándola a levantarse, se mostró seriamente preocupado por ella. La torcedura fue tan ligera que ni siquiera llegó a provocarle un leve esguince, pero fue suficiente para que ella descubriera que su soberbia le impedía a él aceptar que su esposa fuese una desvalida desprotegida. “Entonces”, pensó, “aprendí a hacerme la víctima; primero ante él y después ante mis dos hijos de entonces y ante el tercero que nacería más tarde. Verdaderamente mi marido hacía grandes esfuerzos por lograr que yo me encontrara bien, pero yo ya había decidido acabar con él sin prisas, lentamente”, pensaba o se decía o recordaba o se imaginaba o ansiaba. “Esa sería la estrategia: empequeñecerme”, se decía, “hasta casi intentar desaparecer, desvanecerme en el aire, para que él fuese sacrificándose, muriendo por mí, día a día hasta que no pudiera más, hasta que cediese o se rindiese o abandonase y decidiese dejarse morir: debía lograr que un ser tan soberbio acabara claudicando rindiéndose a la muerte como un viejo prematuro”. “Contaría además con la ayuda de mis hijos”, pensaba.

Ahora es el gunkan de huevas de trucha lo que le recordó la mirada de sus hijos gemelos cuando les decía: “Debéis cuidar de vuestra madre que está enfermita”. Al principio ellos la miraban y no parecían comprender mucho, pero poco a poco, día a día, el mensaje fue penetrando en sus cabecitas toscas y con apenas seis añitos ya estaban ayudando en la casa y, después, en la cocina. “Siempre me llamó la atención”, pensó, “lo rápido que me obedecían”. Cuando nació el tercero, Iván, todo fue mucho más fácil. “Iván siempre fue mi ojito y mi mano derechos. Siempre. Tenía una voluntad tan docil, tan doblegada, que podría decirse que mi Iván no tenía voluntad. ¡Se parecía tanto a su padre! Era como tenerlo a él de niño, como si yo hubiera pasado a ser la madre de mi infante marido”. “Cuando a veces llamaba y decía “Iván””, recordaba ahora, “se volvían los dos a la vez: la versión infantil de mi marido y la versión ajada de mi hijo”. “¿Me puedes colocar bien la almohada?”, preguntaba. “Y los dos se acercaban al instante para, cada uno por un lado, ajustarme la almohada en mis riñones o en mi espalda o en mi cuello o en mi cabeza. Una mirada mía bastaba para llamar sus atenciones y dirigir sus voluntades”. “Era mi sueño realizándose”, se decía.

Ahora observo cómo ante el camarero llegan unos nigiris de salmón dulce con hueva verde que fueron deslizando en su memoria el día en que tomó la decisión de acabar definitivamente con todo, con aquella farsa inútil, dotando así de sentido a su vida. Tal vez llevara meses observando que la estrategia había dejado de ser efectiva, que no avanzaba. Tal vez se había cansado de que su marido y sus hijos, sobre todo el joven Iván, la obedecían en todo. Pero... “aquello no era suficiente”, pensaba y yo la oía. “Parecía que a él le siguiera gustando esa vida miserable que le hacía llevar”. Tal vez decidiese o tal vez no lo decidiese, al menos con la lucidez que toda decisión debe suponer, que debía forzar la situación y poner de una vez a sus hijos frente a frente de su marido. Sobre todo al joven Iván. El más fiel, el más obediente, el más leal, el menos inteligente.

Los temakis de atún picante le recordaron el momento en que le dijo a Iván. “Tienes que saber algo de tu padre, Iván”. “Quiero que desconfíes de él”. “Es mentiroso, Iván” y “sabe hacer mucho daño, Iván”. “Cuídate de él, que no te haga a ti el daño que me hace a mí, Iván”.

Y así fue día a día carcomiendo su confianza hacia su padre, alejándolo de él. Enseñándole a odiarlo. La mujer sabía que igual que el amor, el odio también se aprende.

Después la mujer recordó que solo tuvo que decirle: “Si alguna vez te hace daño o te engaña, dímelo, Iván, que yo sé cómo ayudarte”, “que yo sé lo que tenemos que hacer para ayudarte” y “mi niño, yo quiero ayudarte siempre”.

Hasta que un día prendió la llama y fue el hijo quien dijo: “yo también quiero ayudarte, mamá, pero no sé cómo hacerlo”. “¿Cómo podemos acabar con papá?”

No digas esas cosas, Iván”, “no son bonitas y no deben decirse”. “Tampoco deben pensarse, cariño, ni desearse”, mintió.

Por último, veo en ese mar lechoso al camarero traer un licor de arroz y entonces observó que la mujer, tan cercana ahora, como si fuera yo misma mirándome a través de sus ojos, no puede dejar de recordar, mientras saborea el dulce licor, el terrible y esperado momento en que su hijo Iván, de quince años entonces, agarró a su padre por detrás y cortó con decisión su cuello con el cuchillo nakiri que entonces teníamos en la cocina y que tanto gustaba a su marido. “¡A él le encantaba la comida japonesa! Y a mí, desde entonces, también”. ¡Qué placer, recuerda o imagina o revive, le produjo ver brotar la sangre caliente de ese gordo pescuezo de guarro seboso con orejas y pelos de cerdo! Fue un verdadero deleite carnal”.

Ahora la mujer sonríe recordando que va a cenar a ese restaurante japonés porque le trae a la memoria siempre el limpio corte de aquél nakiri de diecisiete centímetros que hizo de su vida una vida con sentido y plena de un pasado recuperado, y porque siente un inevitable deleite al rememorar el golpe del cuerpo sobre las losas del suelo limpio de la cocina.

Blanco sobre blanco:

 


¡Oh miserable estado! ¡Oh mal tamaño!

Garcilaso de la Vega, Soneto XIII.


¿Qué ha ocurrido esta noche de enorme luna llena?” -pensaba en su taller el escultor Albo Blanco, el hombre a quien nadie creía, una mañana de aire limpio y sol radiante-.


Recordaba... o tal vez no. Tal vez lo soñara. Recordaba, creía el escultor Albo Blanco, el hombre a quien nadie hablaba, cómo la piel de sus piernas había sentido una caricia mientras dormía, una caricia desde tiempos añorada, haciéndolo estremecer no de miedo, no de pavor, de sensibilidad más bien, como un cosquilleo, un roce físico, carnal, demasiado carnal sobre todo para un hombre que hacía veinte años a quien nadie tocaba.

Debío ser la luna grande y blanca de anoche, su hechizo, o, tal vez, el vino de la cena que mal me sentara” -concluía y sentenciaba Albo Blanco, el hombre al que nadie susurraba.

Pero qué hechizo o qué vino habían logrado nunca hacer que Albo Blanco sintiera en su piel nunca nada nunca. Esto no tenía sentido. Desde hacía veinte años dormía solo en un enorme cuadrado acolchado de más de dos metros y medio de lado. No podía ser tal o cual. El roce había sido “real”. Ahí estaba el misterio: el roce de unos dedos y de unos pies recorriendo sus pantorrillas, lenta y suavemente, cálidamente, había sido “real”.


Hacía algunos meses que el escultor Albo Blanco, el hombre que siempre dudaba, había comenzado a no distinguir entre lo que ocurría dentro y lo que ocurría fuera, dentro y fuera eran dos ámbitos que se confundían, dos senderos que se cruzaban y que impedían que Albo Blanco, el escultor del que nadie jamás hablaba, pudiese distinguir entre sus realidades y su deseo.

Este cruce de caminos”, pensaba Albo Blanco, el hombre que siempre quiso escapar de las garras del tiempo, “debió comenzar o terminar el día que adquiriese el último bloque de mármol blanco, ese en el que, había pensado, podía volcar su desidia desbastándolo hasta convertirlo en una delicada y escurridiza ninfa del bosque o dríade de los árboles”.


Aléjate de los cruces”, le había susurrado veinte años atrás una vieja doncella, más vieja que doncella, pero sin duda sobretodo sibila, en el oído que se volviese sordo desde entonces. “Aléjate de los cruces”, siguió escuchando por siempre el hombre Albo Blanco Triste, quien solo tuviese siempre oídos solo para sus propios pensamientos. “Centrípetos estos”, pensaba él cuando una voz surgida de no se sabe dónde repetía en eco: “centrífugos, Albo Blanco, centrífugos. Como la circunferencia que rodea tu corazón Triste”.


Cuando en la cantera divisó a lo lejos el enorme bloque blanco, el hombre que siempre dudaba, no dudó. Vio en el bloque o dentro del bloque o debajo de la superficie del bloque, una delicada nínfula lechosa como la luna, una dríade inmaculada como joven vestal risueña de ojos inocentes. Ojos que escrutaban directamente los suyos y labios que decían “Amor. ¿Dónde estuviste tanto tiempo?”.

Inmediatamente, nada más trasladar el bloque de mármol blanco a su taller, el escultor Albo Blanco Triste, el hombre que jamás sonreía, comenzó a besar la piedra, que lo suyo nunca fue esculpir, cincel en mano, y saliva en los labios. Primero fue arrancando todos los ángulos sobrantes de los bordes y después, poco a poco, fue llegando adonde se encontraban los pies de la ninfa para ir delicadamente liberándolos. El hombre que siempre callaba no esculpía, liberaba a base de besos salidos de su cincel y de su martillo. La noche parecía no caer nunca aquel día. Una luna llena enorme y blanca presidía el cielo en su inmensidad nocturna. Pero el hombre es débil y se cansa haciéndose fácilmente capturar por el sueño plácido de una noche de verano. “Esa debió ser la primera vez”, pensaba Albo Blanco, el hombre que jamás imaginaba proyectos futuros, “la primera vez que un delicado y plácido escalofrío recorrió mi piel pantorrilla arriba. Tan delicado fue...”, pensaba Albo Blanco el solitario, “que apenas si logró despertarme”. Un vago recuerdo conservaba en su memoria siempre tan efímera, siempre tan vacía, Albo Blanco, el hombre que no poseía memoria.


Veintiocho noches besando la piedra y liberando formas hasta la siguiente luna blanca en que el escultor, vencido por el sueño y el placer de un trabajo bien hecho, en su ancho cuadrilátero dejóse arrastrar por la pendiente resbaladiza de sus ensoñaciones. Hasta que, de nuevo, a mitad de la noche y en medio del ring, unas piernas lisas y suaves como de piel de niño lo hicieron estremecerse tal si hubiese sido atravesado por un rayo de luz divina en el centro de la circunferencia que rodeaba su corazón asustado. Ahora, el escultor Albo Blanco tampoco dudaba. La pierna y los dedos que habían rozado su piel no eran, no podían ser de hecho, más que los de la nínfula o dríade que sus manos habían terminado de esculpir antes de que el sueño lo condujese al cuadrilátero blanco de los milagros.


A la mañana siguiente Albo Blanco pudo comprobar cómo su pelo, de pronto más largo y rizado, estaba manchado de polvo blanco, de tiza, de cal, de yeso, o de polvo de mármol. Pero Albo Blanco no tenía tiempo de dedicarse a comprobaciones inútiles, a lamentaciones, a fruslerías o a contemplaciones ridículas. Albo Blanco, el hombre que siempre miraba hacia atrás, ahora tenía una tarea, un destino, un proyecto, un objetivo, un motivo, una luz blanca que le mostraba el sendero único que no era cruzado por ningún otro. Tenía que dedicarse integramente a la liberación de su dríade, de su ninfa de los bosques, de su dafne atrapada en cárcel de mármol. Para la siguiente luna debía haber terminado el flexionado cuerpo dúctil de la diosa y sobre todo su rostro blanco, sus ojos ingenuos y curiosos, sus labios delicados que no dejaban de decir: “Amor, ¿dónde estuviste tanto tiempo?”. Y así fue. Veintiocho días, con sus noches, que estuvo el escultor Albo Blanco, el hombre que jamás aprendió a decir “no”, cincel en mano, liberando el rostro y el cuerpo de su delicada dafne escurridiza hasta la siguiente noche de llena luna blanca, que presidiera el inmenso cielo azul oscuro y escoltada por estrellas más vigorosas a medida que más se alejaran del centro de su circunferencia de plata.

Tal vez no fuese la luna, tal vez fuese el vino, tal vez fuesen los dos quienes cegaron a Albo Blanco Esperanzado, el hombre que jamás quiso caminar solo, quienes impidieron que durante ese mes este escultor, apasionado y arrebatado por su ideal, no viese en ningún instante su rostro y su pelo y su piel reflejados en ningún espejo de plata o de azogue o en un vulgar vidrio sucio de ventana vieja. Lo cierto es que Albo Blanco, el ciego, no supo ver cómo su rostro y su piel fueron lentamente volviéndose blancos, marmóreos, y cómo su pelo creció recio y amarillo como rayos de sol. El escultor Albo Blanco, el hombre que no quería mirar, no supo ver que se estaba poco a poco convirtiendo en un blanco apolo enamorado. Sí que pudo notar cómo las articulaciones parecían petrificarse día a día. Pero esto qué podía importarle a él que estaba ocupado en liberar lentamente a su nínfa de la roca que la contenía. La última noche sólo podía ya mover las manos cuando sintió que una ligera brisa lo envolvía trasladándolo al cuadrilátero blanco donde fue depositado por las manos y los brazos blancos, blanco sobre blanco, de su diosa que seguía susurrándole: “Amor, amor, amor, duerme tranquilo tú que siempre quisiste escapar del tiempo”. Los labios del escultor Albo Blanco no lograron pronunciar palabra aquella noche ni ninguna otra nunca más, pero sus ojos siguen proclamando: “Gracias, amor, por permitirme las noches más felices de mi vida triste”.


Al día siguiente en un diario local una breve necrológica recogía el hecho con las palabras: “Esta noche, el escultor Albo Blanco Níveo, conocido por sus extravagancias, ha sido hallado muerto en su taller, solo y desnutrido, sucio junto a su última obra: una dafne que corre vigorosa escapando de las lágrimas de un apolo inexistente”.

domingo, 16 de febrero de 2020

Incomprensiones en forma de diálogo:


- ¡Mire! Aquí tenía cuatro o cinco añitos. Está tomada... en la primavera de 1983. Cuatro años, entonces.
- Ya. Era lindo, aunque... parece asustado.
- Sí. Está en el parque de María Luisa, en Sevilla, con las palomas. Le daban un miedo... Por eso parece tan asustado. Pepito siempre fue un niño muy sensible. ¡Si usted lo hubiese visto...! Cuando abría el paquete de arvejones y veía cómo todas las palomas se le venían hacia él, tiraba el paquete y todo lo que tuviera en las manos y salía corriendo en busca de su padre, mi hermano. Pepito siempre fue un niño muy inseguro y tímido.
- De niño parecía rubio, ¿no?
- Sí, era muy rubito. Después... le cambió el pelo: castaño y lacio. Y muy limpio.


- Mire ésta otra. Aquí tenía doce años; verano de 1991. ¿Ve usted el pelo? Ya lo tiene distinto, ¿ve?
- Sí. Es verdad. Estaba muy delgado y tenía una mirada... no sé cómo decirle...
- ¿Bobalicona?
- No, no es eso. Parece como si no mirase, o como si mirase hacia otro lado. Como si no estuviese pendiente de lo que debería o de lo que se esperase que estuviera pendiente. No sé si me explico.
- Bueno, ustedes los periodistas siempre ven cosas donde no hay nada y se andan por las ramas. Yo le digo que Pepito, entonces, era un niño muy bueno; muy tímido, pero muy bueno.
- No me malinterprete, señora. No querría ofenderla. No quise decir que su sobrino fuese un ser... extraño. Es solo que en esta fotografía parece que se encuentra aparte del grupo de sus amigos. Distante. Están todos juntos y todos parecen reír por algo, por lo que alguien dijera o por lo que pasara momentos antes, pero..., en cambio, su sobrino parece estar en otro sitio. Está separado del grupo, pero además parece estar pensando en otra cosa, parece estar lejos.
- Bueno..., Pepito siempre quiso... viajar. Le gustaban esos programas de la tele en que salían países lejanos y paisajes raros. Siempre estaba con la monserga esa de que un día se marcharía lejos y de que pasarían meses antes de que volviéramos a verlo.


- Mírelo aquí con veinte años. Era guapo, ¿verdad?
- Verdad. Se le ve alto y fuerte.
- Sí. Entonces le dio por hacer deporte. Sobre todo bicicleta. Mire, aquí hay una fotografía en que se lo ve pedaleando. Salió en la revista del Ayuntamiento. También corría e iba al gimnasio. No fumaba, no bebía. Solo sabía hacer ejercicio y ayudar. Era muy tímido, pero siempre que podía ayudaba a cualquiera. Aunque no lo conociera. Él estaba ahí, dispuesto a echar una mano. Era un sol. Esto debe usted escribirlo en su artículo. Pepito, entonces, era un sol. Después...
- ¿Después?
- Nada. Después la conoció a ella.
- ¿Se refiere usted a Eugenia?
- Sí, a Eugenia.
- ¿Qué edad tenía entonces?
- Mire, aquí hay una fotografía donde se les ve a los dos. Está fechada. Dice: “Para mi tita Rocío. Pepe y Eugenia. 20 de agosto de 2000.” Veintiún años tenía. ¡Qué lindos están!
- Ella era entonces algo... flacucha, ¿no?
- Sí. Ella no es que fuera fea. Es que, la pobre, venía de una familia con muchos problemas. Cuando la conoció estaba, la pobre, canija, canija. Él la traía muchas veces aquí, a mi casa, y aquí se quedaban a merendar o a cenar. Yo creo que ella lo quería mucho. Mi hermano siempre dudó de su amor. Pero mi hermano se equivocaba. Yo creo que ella estaba loca por él, la pobre.
- Verdaderamente, él estaba espléndido: alto, fuerte, guapo. Pero, disculpe, yo le sigo viendo esa mirada, no sé, ausente, ida, como si su cabeza estuviese lejos.
- Bueno. Puede ser. Si usted ve eso en la fotografía, pues eso será.
- ¿Cómo diría usted que le iba con Eugenia? ¿Diría usted que era feliz?
- ¿Feliz, dice? ... ¿Feliz? No sé. Yo lo veía contento, alegre. Sí. Diría que estaba feliz. Lo que pasa es..., ...
- Diga. ¿Qué es lo que pasaba?
- No lo sé...
- ¿Qué quería decirme? ¿Estaba feliz?
- Quería decirle solo que Pepito siempre fue muy casero. Mi hermano estaba siempre trabajando. Todo el día de viaje con el camión, haciendo portes. Y claro, el pobrecito estaba todo el día conmigo. Ya sabe usted que casi no llegó a conocer a su madre, que la pobrecita falleció a los pocos meses de nacer él. Un cáncer que se la llevó. Prácticamente yo crié a mi Pepito. Mi hermano todo el día fuera y yo todo el día en casa. Aquí no estábamos más que el chiquillo y yo.
- ¿Y...?
- Pues eso, joven. Que cuando conoció a Eugenia, ella empezó a llevárselo poco a poco. Comenzó a salir todos los días. A veces incluso no volvía a casa hasta el día siguiente. Ella empezó por llevarlo junto a sus amigos y después junto a su familia y a su gente. Yo creo que a él no le gustaban mucho esos... ambientes, pero, claro, la quería tanto a ella, que, digo yo, que no supo decirle que no, que no supo mantenerse firme y fue poco a poco cediendo y cediendo... Creo que fue entonces, ahora que ha pasado lo que ya ha pasado..., cuando Pepito empezó a dejar de estar alegre... No sé... Ahora creo que no, que mi sobrino no era feliz. Pero entonces nadie podía ver esto. Nadie. Ni siquiera él, tal vez.
- Pero su noviazgo fue... cómo decirle... normal, ¿no?
- Sí, claro. Ya le he dicho que mi sobrino era encantador, algo tímido y muy sensible, pero un muchacho maravilloso y muy generoso. Un atleta, además. Mire esta fotografía. Es del año 2006. Unas semanas antes de casarse. ¿Lo ve usted bien? ¡Esplendoroso!
- Sí. Es verdad.
- Cuando llegaba del trabajo, si había tenido algún asuntillo con algún compañero, cogía la bicicleta y se marchaba a dar pedales. Horas se llevaba. Volvía nuevo. “Hoy he llegado hasta la cueva de milperdones, treinta kilómetros de ida y otros treinta de vuelta”, me decía. Se duchaba y se ponía a contarme sus salidas. Ya ve usted lo que a mí me podían interesar sus paseos en bici, pero me los contaba con tanto detalle que nada más que por verlo disfrutar, ya merecía la pena. Tenía las piernas duras como el tronco de un castaño.
- ¿Y Eugenia? ¿Era feliz entonces?
- ¡Sí...! Yo creo que no tenía motivos para no serlo. Un novio tan apuesto y tan pendiente de ella... ¡Claro que era feliz! Además él le regalaba muchas cositas. Usted ya me entiende. Ya le he dicho que ella era más bien pobrecilla, pero como él trabajaba y lo ganaba tan bien... pues le compraba, eso, muchas cositas. Y a ella le encantaban, claro.
- Claro, claro.
- Todo cambió después de la boda.
- ¿Cuándo se casaron?
- En el 2007, el 8 de abril, domingo. Un día soleado. Qué guapos estaban. Ella también, pero él... él era un sol. Todos los amigos los querían tanto...
- ¿Qué pasó después de la boda? ¿Qué cambió?
- ¿Qué cambió, pregunta? ¿Qué cambió? ¡Todo! Pepito casi dejó de venir a verme. No le importaba que yo estuviese sola todo el día. A los pocos meses, él dejó de salir en bicicleta y de practicar cualquier otro deporte. Creo que a ella no le gustaba mucho que se fuera solo tantas horas o algo así. Después empezó a beber. Un día vino a verme y él solito se bebió, enterita, una botella de brandy que tenía yo ahí, en ese mueble bar, desde hacía años, ya sabe, por si algún día a alguien le apetecía una copa. No terminaba de beberse una copa, cuando ya estaba sirviéndose otra. “¿Qué te pasa, Pepito? ¿Qué te pasa?”, le pregunté. Pero él no decía nada. Se sonreía y me miraba, pero no decía nada. Y yo sabía que algo malo le estaba pasando. Después dijo algo extraño: “Tita. ¡Qué bueno sería desvanecerse. Diluirse y desaparecer en el aire! Dejar de ser sin que nadie notase la ausencia”... Debía estar muy borracho, el pobre... Unos días después fui a verla a ella cuando sabía que él no estaba en casa y le hablé. Me acerqué hasta allá con sigilo, con más miedo que esperanza y... ¡había cambiado tanto! Estaba, no sé, más... rellenita... y muy pintada. Me dijo que no tenía mucho tiempo, que tenía que salir, que había quedado con alguien por un asunto de trabajo o algo así. Yo le dije que no le llevaría mucho tiempo, que solo quería preguntarle qué le estaba pasando a mi Pepito. Y ella me miró y me dijo. “¿A “su” Pepito? Pues si es “su” Pepito, lléveselo. Se lo devuelvo”. ¿Qué se habría creído, la muy canalla? Eso me dijo: que me lo devolvía, que si era mío que me lo llevase. Y, entonces, yo le pregunté que dónde estaba, que si ella no lo quería que yo sí que lo quería y que si me decía dónde estaba, que me lo llevaría ahorita mismo.
- ¿Y qué respondió ella?
- ¿Ella? Nada. Que no estaba en casa y que no sabía cuándo volvería, que a ver si había suerte y no volvía nunca. ¡La muy canalla! ¿Cómo se puede ser tan ignorante y tan idiota como para no ver al tesoro que tenía a su vera? Cuando se marchó me quedé observándola caminar de espaldas. Iba por el centro de la calle moviendo el culo de lado a lado. Todos la miraban. ¡Qué vergüenza! ¡Que vergüenza para mi Pepito, para su padre y para mí!
- ¿Y después? … ¿Ya no volvieron a verse?
- ¿Se refiere usted a Eugenia y a mí? No, ya no volvimos a vernos. Después ya sabe usted lo que pasó mejor que yo.
- Sí. Ya. Lo del...
- Sí, lo del asesinato, según dicen. Dicen que una noche él llegó muy borracho, que lo habían visto beber en el bar ese de la carretera y que, sin mediar palabra, le asestó diecisiete puñaladas a ella mientras dormía. Dicen que ni siquiera la despertó, que no había ningún indicio de violencia. Diecisiete puñaladas limpias. La primera ya fue mortal. El pobrecito. ¡Qué mal lo estaría pasando para llegar a eso! Tan solo... y tan incomprendido. Tan sin nadie, mi niño. Después, dicen, que bajó al salón y que se colgó del cuello junto a la lámpara. De una viga de castaño que hay en el centro del techo. Mi niño, como un pingajo. Dice la policía que parecía que había llorado. ¡Claro, cómo no, mi niño!
- ¿Y de la nota? ¿No puede usted decirme nada?
- ¿De la nota?... ¡Ah, sí, de la nota! Parece que dejó una nota escrita en un trocito de papel que encontraron en un bolsillo de su pantalón. Pero yo no la entiendo. Mi niño era tan tímido y tan sensible. ¿Qué habría querido decir? Nadie puede saberlo ya.
- ¿Qué habría querido decir? ¿No lo sabe? ¿De verdad que no lo sabe?
- …
- ¿Recuerda usted qué decía la nota de su sobrino? ¿Lo recuerda?
- Sí.
- ¿Y qué es lo que decía?
- Decía... “...donde habite el olvido”.

domingo, 12 de enero de 2020


1

2
El odio nunca puede ser bueno”.
Baruch de Spinoza, Ética, IV, prop. XLV.

En la infausta tarde de aquel 20 de agosto de 1672 una extraña y fría bruma húmeda comenzó a extenderse rápidamente, muy baja y espesa, pegajosa, inundando las calles aún desiertas de La Haya. Un hombre de piel olivácea y de ojos oscuros y profundos, que frisaba los cuarenta años, se encontraba acodado y meditabundo, sereno, sobre una lisa mesa de haya en la cálida buhardilla de Paviljoensgracht en que habitaban su alma... y su cuerpo. Escrutaba con atención a través de los cristales de una de las dos ventanas de la habitación el espectáculo que no podía imaginar iba a comenzar a desarrollarse en unos instantes en las empedradas y aún solitarias calles de la capital de las Provincias Unidas.
Dios, cuánto daría por conocer las reflexiones de este pestilente marrano, hijo y padre del demonio, pero magnífico urdidor de conceptos y de ideas, de relaciones imposibles, por indeseables más que por impensables. Dios qué estaría ingeniando la bestia inmunda que era su razón, y, Dios, cómo podía mantener la calma ante los monstruosos acontecimientos que se estaban tejiendo aquella tarde en los alrededores del Buitenhoff, la enorme fortaleza que sirve de prisión del Estado.
Ahora todos podemos reconocer que aquello fue evitable, pero entonces... entonces solo el impío era capaz de adivinar que aquello ya se estaba llevando a cabo, que ya estaba diseñado y previsto, inevitable, como todo lo que ocurre en el mundo, por mucho que los hombres, arrogantes, pretendan encontrar consuelo en la seductora y embaucadora voz de “libertad”. Ignorantes, decía con una medio sonrisa, más trágica que alegre, aquellos que no conocen las causas que provocan los acontecimientos y por ello dicen sentirse libres.
Qué pasaría por la cabeza de este inaceptablemente amable judío no lo podremos saber nunca, pero tal vez el lector pueda compartir conmigo el desconcierto y la desazón, el vértigo que producen de un lado los acontecimientos que voy a esbozar, y de otro la reacción, extraña por inhumana, tal vez por divina, de este mal llamado Bendito, aunque más bien fuera bendecido por el mismísimo Satanás.
Nada más difícil que intentar explicar ahora, cinco años después de aquellos terribles acontecimientos, las causas que desencadenaron aquella explosión de barbarie, aquella triste experiencia que debió suponer para el marrano ver con sus propios ojos a qué infierno puede llegar el ser humano que se deja arrastrar por lo más inmundo de sus pasiones. Porque eso es lo que sucedió aquella tarde: que un pueblo imbecilizado y envilecido, y responsable tanto de su envilecimiento como de su imbecilidad, fue conducido, intencionada y maliciosamente por los orangistas, por los que se autoproclamaban defensores del Estado, por los injustamente denominados libertadores del yugo español, a aquel lugar infernal que fue la fortaleza del Buitenhoff para excarcelar y asesinar a Cornelio y a Jan, los hermanos de Witt, liberales, los que, desde sus posiciones de inspector de diques, el uno, y Gran Pensionario Consejero, el otro, amparaban la libertad del comercio en un régimen político cimentado sobre la razón y lejos del temor.
Ahora es fácil afirmar que tal vez si Cornelio no hubiese añadido por orgullo o por soberbia o por contumacia inútil una V. C. (vi coactus, obligado por la fuerza) junto a su firma suscribiendo el acta de restablecimiento del Estatuderato en favor del desalmado Guillermo de Orange, nada de aquello se hubiera desarrollado como aconteció. O tal vez si Jan no hubiese esperado hasta días antes para dimitir de su cargo de Gran Pensionario y hubiera cedido el poder al partido Stadshoudergezinden como aquéllos esperaban, todo se hubiese desarrollado de una manera más amable y humana, pero... claro, ¡son tantos los senderos posibles, tantas las decisiones por las que apostar y tan enorme la impotencia e ignorancia humanas...! O tal vez, si los agitadores orangistas no hubiesen estado tan bien pagados o no se hubiesen tomado tan en serio sus tareas o no se hubiesen camuflado tan diestramente entre la turba, la chusma no hubiese reaccionado como lo hizo; o tal vez si el pueblo de La Haya no se hubiese dejado manejar como si fuera un cuchillo y un martillo a la vez, la mentira, la difamación, la falsedad, la desleadtad y el patrioterismo no hubieran triunfado aquella nefasta tarde de agosto.
En torno a las seis de la tarde la turba comenzó a gritar: “¡Mueran los traidores!” y no supo percatarse de que los verdaderos traidores eran quienes alentaban esos mismos gritos. Bien pudiera estudiarse la historia humana por la historia de sus horrores. ¿Acaso los hombres, cegados por la ignorancia, no somos capaces de distinguir un águila de un buitre, un león de una hiena, una mariposa de un gusano? ¿Qué queda del gusano en la mariposa? ¿Podría volar la mariposa si antes no se hubiera visto obligada a reptar?
El populacho descontrolado y furioso se mostraba alegre. ¿Qué razón diabólica puede permitir que la alegría surja del furor y de la sinrazón, del odio, de la masacre, del rencor y de la muerte? La chusma también es responsable de sus actos y culpable de su ignorancia.
Lo demás... historia: algunos empezaron por rodear el carruaje en que los hermanos intentaban escapar de la turba, otros empezaron a insultar (las palabras, tan nobles y bellas a veces, también son útiles para destruir); después el odio comenzaba a manifestarse en los golpes. A Cornelio le abrieron el cráneo con un travesaño de hierro. Aún intentaba decirle algo a su hermano antes de caer de rodillas cuando un reguero negro comenzó a brotarle por las orejas. Unos lo agarraron de los pies y comenzaron a arrastrarlo por las calles de la ciudad entre el júbilo y el alborozo de la algarada; otros se dirigieron entonces hacia el Gran Pensionario que estupefacto preguntaba “¿Dónde está mi hermano?” Jan pudo aún lanzar un grito de terror cuando vio que conducían a Cornelio hacia una improvisada horca. Después ya solo pudo taparse el rostro con las manos mientra oía cómo uno de aquellos miserables proclamaba a gritos: “¿Quieres cerrar los ojos? Yo te los cerraré definitivamente, traidor” mientras clavaba un hacha en su frente.
Algún lector quizá crea que la fiesta macabra habría concluido en ese instante de irracional ceguera; pero no, no hacía más que comenzar. La turba no estaba dispuesta a concluir tan rápidamente. Cegada por el odio o por el amor, por la euforia o por una extraña pasión de muerte, por la visión de la sangre o por el hedor de la mugre, la chusma en rebeldía la emprendío con los cadáveres: palos, puñaladas, estocadas dejaron los cuerpos ahorcados cabeza abajo como harapos de mendigos, como telas deshilachadas y viejas. La sangre vertida se seca con orgías y la carne muerta despierta la valentía de los cobardes. Éstos comenzaban a despedazar los cadáveres y otros a distribuir los restos entre una multitud hambrienta por la modesta cantidad de diez sueldos el trozo. Conforme la carne iba escaseando los trozos iban reduciendo su tamaño, pero todos querían probar un bocado. El olor de la carnicería se iba expandiendo por la sanguinaria entonces ciudad de La Haya, invadiendo todas las calles, todos los portales y colándose por todas las ventanas y rendijas de la ciudad como una espesa y terrible bruma.
También debió penetrar ese olor dulzón por las ventanas de la buhardilla de Paviljoensgracht en que habitaban el alma y el cuerpo de ese individuo solitario y de piel olivácea que reflexionaba sobre estos acontecimientos acodado sobre una pobre mesa de haya. Siempre había defendido la serenidad, la cautela en todos los momentos y actos de su vida repleta de situaciones trágicas y difíciles, pero esa noche... esa noche no pudo más. Con enérgica decisión giró sobre sí mismo, salió de su buhardilla y quiso abandonar la casa de su casero para salir a enfrentarse con la fuerza de la razón a la multitud enfurecida. Van der Spick, el dueño de la casa y amigo personal le impidió la salida. Primero le suplicó que abandonase dicha empresa, que era inútil, pero después utilizó la más persuasiva de las argumentaciones: lo encerró en su habitación hasta que la infernal barcacoa había concluido. El insensato pretendía colgar en el lugar de los asesinatos una proclama con las palabras ultimi barbarorum (los últimos bárbaros). No sabía el ingenuo filósofo que los bárbaros no son tropa pequeña ni agotada.
Unos años antes había dejado escrito para regocijo de su amigo Jan de Witt: “El fin del Estado no consiste en transformar a los hombres de seres racionales en animales o autómatas, sino más bien en hacer que su espíritu y su cuerpo puedan desarrollar sus fuerzas sin trabas, para que usen libremente de su razón y para que no se combatan con cólera, odio o astucia, ni se sientan enemigos entre sí. El fin del Estado es en realidad la libertad”.
¿Por qué Dios ha permitido que el alma más virtuosa y libre de su tiempo naciese en el cuerpo de un impío tan atroz? ¿Cómo puede surgir la más elevada de las virtudes, la inteligencia más sutil y la alegría más intensa, en un gusano tan inmundo y necio como debió serlo este ateo que llegó a afirmar que no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”, añadiendo el truan: “ y llamamos malo a lo que aborrecemos”?


1Sello personal de Baruch de Spinoza. En él pueden distinguirse una B, una D y una S invertida, mayúsculas, correspondientes a su nombre y apellido. En el centro una rosa florecida con su tallo espinoso, y en el centro inferior la expresión latina “CAUTE” (ten cautela o sea cauteloso o ponga usted cautela).
2Este manuscrito fue encontrado oculto entre las páginas de una primera edición de la Ética de Spinoza en la biblioteca de la iglesia de Middelburg donde C. Tuinman ofició como ministro de la Iglesia Reformada. A él se debe el siguiente epitafio:
A B. D. S.
Escupe en este sepulcro. Aquí yace Spinoza.
¡Estuviera aquí enterrada su doctrina!
Este hedor ya no produciría ninguna pestilencia en las almas.