sábado, 2 de abril de 2022

Mosaico o la debilidad del ser humano:


Finalmente, descubrirá que en el mundo ocurre como en los dramas de Gozzi, en todos los cuales aparecen siempre los mismos personajes con igual propósito y destino: los motivos y acontecimientos son en cada obra distintos; pero el espíritu de los acontecimientos es el mismo”. (Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación. § 35).


En medio de una habitación de un viejo hotel de una ciudad del este se encontraba el hombre escéptico que no había llegado a creer más que en la impotencia de un cuerpo débil y de una leve voluntad con los que había llegado a identificarse. Para una joven que lo mirase desde el edificio de enfrente, este hombre escéptico no estaría tan envejecido como sus propios pensamientos pudieran hacer creer. Pensamientos éstos enredados en su limitada y torcida memoria. La joven que lo mirase no podría sospechar que todo aquél que estableciese contacto -por muy pasajero y superficial que éste fuese- con el muy perspicaz autor de recuerdos, amamantados por la ubre flácida y grasienta de su cerebro abotagado por una vieja pócima o ponzoña o mezcla de sus amores y de sus frustraciones, miraba -o escrutaba, más bien-, un pañuelo que aunque nunca le había pertenecido a él, aún conservaba el aroma de otros tiempos más felices, desgraciadamente también más fugaces e inevitablemente más presentes de lo que cualquiera hubiera sospechado nunca que pudiera durar nada de lo pasado, nada de lo huido o nada de lo muerto, de otros momentos menos desesperados, menos atormentados, incluso alegres -podría escribir a riesgo de parecer cursi-, en medio de aquella y de esta mugre o pátina mate de sudor que cubre y moja las manos, la cara, el sexo, el pecho y la espalda de tanto paseante como hoy bromea arrastrándose por las sucias calles de esta maloliente ciudad en la que no querría vivir ni el más carroñero de los buitres ni la más pestilente de las hienas ni el más traidor de los mortales.


La joven tímida del edificio de enfrente, risueña hasta el aburrimiento, que inocentemente protege su cuello con otro pañuelo -pero que es el mismo que el que manosea el hombre de antes- y que vive sus noches como si tuviera un futuro prometedor, como si tuviera un futuro a secas, fuese éste como fuese, como si tuviera algo, lo que fuera que fuese, aunque no fuera ni un triste mañana ni un inútil amanecer carmesí en una alborada de cuento de hadas creado para adormecer las desdichas de sus fracasadas ilusiones, de una mentirosa educación paternal basada en la ingesta desproporcionada de adormidera y de proyectos prestados, vividos por otros soñadores menos tímidos e inocentes, más propios de buitres, de hienas o de ángeles traidores y que se nutrieran de sangre negra, podrida y negra, como es la bilis y el humor de un hombre escéptico y de torcidos pensamientos que bien lloran -las menos veces- bien hacen llorar -casi a cada instante con él vivido-, esa joven tímida del edificio de enfrente -repito- permanece ignorada por el hombre escéptico mientras un joven parece pasear por la calzada que discurre entre los dos edificios de esta desolada y silenciosa ciudad del este.


Este joven paseante, caminante reflexivo que habla consigo mismo, que se confiesa ante sí, ante el altar de sus propias meditaciones, mientras pisa las hojas secas y quebradizas en este otoño triste en que la tarde disuelve su nostalgia liberando en ella el peso del aroma de su joven amada, lejana, ausente, y de su leve cuerpo y débil voluntad, que tal vez gozara entre los brazos canijos de alguna hiena hecha de ignorancia, de brutalidad y de una mirada regada por la desgracia y la imbecilidad como si fuera el sudor grasiento de una bestia en celo que careciera de ningún remordimiento por su impudicia exhibida sin recelo, sin recato, sin vergüenza en este maloliente barrio que localiza, fácilmente y sin proponérselo, cualquier viajera tímida o inocente en el este de todos los rincones mugrientos de todas las ciudades de todos los territorios de este planeta que gira inconsciente al margen de los ángeles y de los demonios que lo pueblan. El joven se distrae creyendo oír a través de una ventana a una mujer que parece llorar de forma desesperada.


Parece una mujer anciana la que llora en una mugrienta cocina y con un trapo entre sus manos -o quizá sea un pañuelo-, la ausencia de su marido muerto porque no logra entender la existencia de sus inútiles pechos, por tener quizá su cerebro abotagado por el dolor, por la impotencia y por la incomprensión, porque no logra entender tampoco por qué se abraza con brutalidad al rugoso trapo -o pañuelo- que le sirviera de gasa con la que enjugar su llanto y que conservara aún el aroma de su compañero ausente mezclado ahora con el olor y el sabor de sus propias lágrimas, que como ponzoña envenenada van lentamente borrando las huellas de aquel aroma primitivo y original, dejando en su lugar una grasa mugrienta, negra, podrida y negra de seca bilis nauseabunda que cuanto más se aleja del origen más repugna, más humilla, más intoxica, más enferma, más destroza y más mata. Nunca un hogar estuvo más lejos de su cocina.


El joven enloquecido por el dolor de la mujer vieja se lamenta y grita en mitad de la calle en mitad de una ciudad aburrida y nostálgica, proclamando desgarradoramente haber hecho el amor mil veces a una misma mujer de otro a quien nunca -creía antes- había amado ni querido ni deseado -amor inútil, amor humillado, amor enfermo, amor mortal, ponzoñoso y envenenado que los dioses no habrían podido tolerar o proteger o permitir, sino a cambio de su alma carroñera de buitre de afilado y corvo pico, de agudas garras, de enormes alas y de cuello convenientemente cubierto con un plumaje grasiento y manchado de sangre seca-. El hombre escéptico en medio de la habitación del sucio hotel no desea esconder sus hombros caídos ni enjugar su mirada amamantada con manidos recuerdos de otros amores más bellos y más buenos que ya no podían ser recordados fielmente por la alteración inevitable de una memoria abotagada e intoxicada por el alcohol, por el dolor, por la incomprensión y por la desdicha de haberse dejado arrastrar, tímida e inocentemente, por la impaciencia de todo joven educado entre las manos torpes de una madre incapaz de enseñarle a su hijo más que lo que consideraba sublime o bello o bueno o verdadero.


La guerra, el llanto, la impotencia y la ambición son partes de las innumerables teselas o palabras que forman la memoria del hombre...


del hombre escéptico, de la mujer joven tímida, del hombre joven, de la anciana desesperada, del joven enloquecido, de la joven desesperada, del hombre tímido, de la vieja enloquecida, de la mujer joven, del joven escéptico, de la anciana tímida, del hombre enloquecido, de la mujer escéptica e ingenua, del joven desesperado... que son todos el mismo individuo, que se muestra con diversos rostros, intentando recuperar desesperadamente su memoria hecha de retazos y de olvidos, sorprendido siempre de su impotencia mortal, no pudiendo dejar de admirarse ni dejar de huir de una realidad que lo envuelve todo como a todo ser viviente que lenta, inevitable e inocentemente se aleja de su origen.


Los amores de Júpiter:

 Un labrador de Santiponce halló, sin proponérselo, en 1914, este tesoro de incalculable valía: un extraordinario mosaico romano de forma cuadrada, de casi siete metros de lado, datado a mediados del siglo II. Es un mosaico policromo a diferencia de los blancos, negros y grises que dominan en la ciudad de Itálica, cercano, por tanto, a los hallados en el norte de África. La unión de teselas negras, grises y blancas permanece en los bordes de este mosaico que enmarcan estos coloridos Amores de Júpiter, que así se conoce la obra, entre estos motivos ajedrecísticos anclando, en consecuencia, el mosaico en la tradición local de la Bética. Si decidimos abandonar el laberinto blanquinegro y adentrarnos en el interior de la obra, vamos acercándonos a una cenefa con motivos florales, un bosque irracional -frente a la rigurosidad formal de los escaques ajedrecísticos-, con formas curvas y vertiginosas, roleos de hojas de yedra, pero que aún mantienen los colores negriblancos. Nos indica este paso o salto que estamos adentrándonos en territorios donde la razón empieza a dudar, a tantear, a mostrarse insegura, a temer posibles lugares o situaciones donde el final del camino o de las acciones comienza a vislumbrarse sin ninguna certidumbre vital. El caminante que no quiera seguir mirando el resto del mosaico haría bien en detenerse aquí, en sentarse a contemplar estas figuras florales y disfrutar con sus curvas retorcidas y vertiginosas como el niño que ríe cuando es lanzado a las alturas en una calesa rauda de una moderna montaña rusa; pero si el caminante es un aventurero que no se conforma con las formas seguras de lo predeterminado y de lo proyectado por otros más inteligentes y capaces, sino que prefiere dirigir su propia mirada hacia territorios no hollados previamente, entonces no podrá detenerse en este punto y deberá adentrarse más allá de lo cotidiano, más allá de lo permitido, deberá lanzarse hacia lo misterioso, hacia lo enigmático, porque no otra cosa es el mundo de los amores del dios de los dioses, de los amores de todo hombre que se sabe dios, porque realmente lo fue y sabe de lo que cuenta. Si el lector quiere decidirse a dar este salto, porque aún debería saltar un borde que delimita una gruesa maroma, un umbral bien visible para que nadie se engañe, porque umbrales invisibles también los hay y no son pocos ni leves, aunque algunos incautos no sean capaces de verlos a tiempo y se enreden, por ello, en las mil lianas espinosas que le impedirán en lo sucesivo seguir marchando de por vida o de por muerte, puesto que esto es lo que indefectiblemente acaba suponiendo su imposible e inconsciente intento de saltarlos, si el lector quiere decidirse, repito, a dar este salto, entonces pasará a la región de lo policromado, de lo seductor, de lo agradable a la vista, a los sentidos, de lo sensual, de lo misterioso, de lo peligroso. Solo los iniciados en el difícil arte del amor deberían dar el salto, dada la dimensión de la aventura, y aún estos, deberían antes meditar acerca de la vida que querrían recorrer, dado que en ésta el tiempo y la memoria no conocen el retroceso, la vuelta a la casilla de salida, ni el cierre de ojos ni el grito desesperado o liberador. Si el espectador decide entonces sobrepasar este umbral perfectamente delimitado por esa maroma gruesa, allá él, pero vaya como advertencia que dicha maroma nunca será definitivamente sobrepasada dado que se encuentra enredándolo todo en el resto del viaje que conduce a los más siniestros momentos de estos amores brutales de Júpiter. Esta maroma revuelta enmarca cada uno de los tondos o medadolles ilustrados que cuentan una historia, un momento, un instante de amor apasionado y animal. No deja de ser bella esta maroma trenzada que aún guarda algún orden racional que sirve de apeadero en que el espectador puede detenerse un instante a coger aire o a beber agua fresca antes de emprender de nuevo su viaje a lo desconocido.

El mosaico está compuesto por nueve medallones principales, tres a cada lado y uno en el centro. Son los principales por su tamaño y por las imágenes que en ellos se exponen. Pero además de estos nueve, hay otros ocho medallones, más pequeños y con motivos florales, uniendo más que separando, a las imágenes principales. Esto es, entre escena y escena, el espectador debe atravesar un bosque, amable, dado el nivel de pavor que describen las escenas amatorias de Júpiter, pero sin por ello olvidar que son bosques desconocidos, al margen, por tanto, de la civilización, salvajes, enigmáticos, peligrosos, mortales tal vez.

El tondo central representa a la figura principal, a Júpiter transfigurado en el cíclope Polifemo con su ojo central en la frente, que ve menos o más que cualquier otro mortal o dios, que ve lo distinto, la otra cara de las cosas, lo irracional quizá, lo oculto. Está tocando una flauta de pan. Por esto y por su doblez algunos espectadores han querido ver en este Polifemo al dios Pan, al dios que como un fauno vive en los bosques y que representa al misterio de la sexualidad masculina, dios de gran potencia sexual, de deseo insaciable por naturaleza, feroz, adulador cuando quiere, violento cuando le apetece, ciego e irracional siempre; escondido con su siringa entre las fuentes ocultas de los bosques. El viajero debe cuidarse de encontrarse con él si no quiere verse sometido a sus voluntades más bestiales; pero el espectador de este mosaico no podrá más que enfrentrarse cara a cara con él puesto que ocupa el centro de este extraordinario cuadro.

Este cíclope Polifemo, de mirada torcida y de gesto precipitado, adulando con su flauta de pan a todo aquel que se le acerque, está perdidamente enamorado de la nereida Galatea, ejemplo de pureza y de bondad, de caridad, de amabilidad, que con su voz melodiosa consuela y alegra los ánimos de su padre Nereo y de todos los padres amadores de sus bellas y buenas y generosas hijas. La bestia Polifemo se ha enamorado o encaprichado u obsesionado de la bella Galatea. Pobrecita, la joven. Quién pudiera ayudarla o avisarla o advertirle del peligro que corre solo por el hecho de haber nacido bella. Afortunadamente, la enferma pero fuerte Juno, esposa de Júpiter, no se dejará seducir esta vez por la siringa del maldito Polifemo, su esposo transformado en bestia panóptica que todo lo contempla y que todo lo conoce.

Rodeando a este medallón central encontramos otros ocho más donde se muestran escenas de variadas vejaciones innecesarias o de perversas humillaciones y traiciones por parte de una inteligencia divina en la ajetreada vida amorosa del dios de los dioses. En la línea oriental del mosaico encontramos a la izquierda el rostro delicado de Leda, a la derecha el rostro indolente o psicopático de Júpiter y en el centro la figura de un cisne. El perverso y seductor donjuanesco Júpiter, qué motivos tendría el dios de los dioses para tener que recurrir a estas trampas de metamorfosis varias es algo que nunca nadie, ni historiador ni filósofo ni poeta, pudo explicar nunca, el perverso y donjuanesco Júpiter, pues, decidió astutamente, pero sin ninguna inteligencia, transformarse en cisne, para que a los ojos de la inocente Leda, se mostrase como una delicada y dócil ave a punto de ser capturada por un águila veloz, cómplice del traidor. Leda espantará al águila y acogerá en su seno al inocente y delicado cisne, de níveas plumas y de ojos tristes. El cisne finalmente, en el silencio y la oscuridad de la noche violará a la joven inexperta preñándola con su semen no por divino menos ponzoñoso. Para mayor desgracia de la princesa y joven espartana esa noche la, ahora sí, divina Leda, había yacido previamente junto a su joven esposo Tindáreo. Leda quedó embarazada de ambos varones y sendos hijos le nacieron: el uno del amor y el otro de la traición, pero cómo amar más al uno que al otro si ambos son hijos suyos, cómo elegir entre dos hijos, qué decisión más propia de dioses que de hombres, debió tomar el resto de sus días la desgraciada y humillada Leda de piel blanca como las plumas de un cisne y de labios de amapola. ¡Cuántas Ledas aún recorren con lentitud y parsimonia, con sabiduría antigua, las calles de nuestras grises ciudades actuales! Va por todas ellas mi más sincero respeto a sus decisiones y experiencias retorcidas como los tallos de yedra de este espeluznante mosaico italicense. Más tarde, dicen algunos, los cisnes, cómplices necesarios de este atropello animal, fueron condenados a tener que cantar en el momento de su muerte.

En la cara norte del mosaico vemos de nuevo al Júpiter psicopático anterior al otro extremo de la sacerdotisa y joven Ío y entre ambos, retozando feliz, a una vaca pastando en un prado más bucólico e idealizado que natural. El astuto y depravado Júpiter, enamorado u obsesionado o encaprichado una vez más de otra joven, a espaldas de su celosa esposa Juno, decide ocultarse y esconderse en los sueños nocturnos de la bella Ío. Inocente Ío no conoce lo que le ocurre. De noche, mientras duerme, como miles de serpientes, comienzan a asaltarla escenas e imágenes lujuriosas que ella no puede controlar ni evitar. Afloran en ella irremediablemente, hasta los bordes mismos de su despertar, al punto en que la desgraciada y poseída Ío empieza a sentir miedo de sus sueños, de sí misma, de su condición de mujer ligera quizá y suelta tal vez. No pudiendo soportar más esta angustia en que se encuentra atrapada, decide confesarle a su querido y amantísimo padre Ínaco las voluptuosas imágenes que acompañan sus sueños inconfesables en una doncella joven y pura como ella. Su padre, dudando como todo padre amoroso y preocupado por la situación inesperada y no contemplada de su querida hija, decide acudir a pedir consejo al templo donde se encuentra el oráculo, que de algo podrá informarle o indicarle. El funesto y durísimo oráculo advierte al inexperto padre de que debe inmediatamente expulsar de la casa familiar a la deshonesta Ío de largos cabellos y de mirada triste, a la inocente Ío de largos miembros y de corta inteligencia. De no hacerlo así su mal podría arrastrar a toda la casa y a toda su estirpe. Ínaco, temeroso y padre a la vez, decidió no acabar con la vida de su hija, pero cedió a la idea de ocultarla, de encerrarla en nocturno habitáculo para que nadie la viese o para que ella no viese a nadie. Pero los lamentos de Ío no pudieron ocultarse a los oídos y a los ojos del siniestro Júpiter que, más astuto que inteligente de nuevo, osó escabullirse entre los centinelas y, de noche, mientras ella creía que soñaba, junto a ella yació. Nunca unos besos fueron dados con tanto sigilo, con tanto cuidado y con tanta levedad como para no alterar el sueño de la ahora diosa del amor inocente. Más tarde, Júpiter ya descansando de su heróica faena, fue sorprendido por su malhumorada Juno, pero el psicópata dios de los dioses ya había conseguido transfigurar a la joven y delicada Ío en una vaca grande, de grandes ubres que disfrutaba sosegada dedicando sus días inútiles a la ingesta de kilos y kilos de pasto seco y de espinosos yerbajos silvestres. ¡Pobre Ío, de esbelta y delicada doncella en ternera torpe y gorda transformada! ¡Cuántas íos pueblan nuestras calles desposeídas de su belleza original y de su iniciativa femenil y ancestral por otros menos divinos, pero más ególatras, enfermos tejedores de maliciosas e inútiles aventuras más animalescas que amorosas!

En la cara sur de este necesario mosaico, necesario para todos aquellos viajeros o aventureros que osaran en algún momento de su oscuro futuro sobrepasar las lindes de lo cotidiano, salirse del trillado sendero de los hombres corrientes y adentrarse en la espesura natural y salvaje del sexo y del amor no reglamentado socialmente, en esta cara sur, repito, encontramos al escanciador y copero príncipe Ganímedes, amante masculino de Júpiter. Con su delicado y femenino cuerpo desnudo atrapando las miradas de hombres y mujeres. Nuevamente el pervertido Júpiter, obsesionado o encaprichado o enamorado, de este joven experto en darlo todo, generoso hasta lo insoportable, lo seduce o lo captura y lo hace suyo, vinculándolo con él y con su vicio de por vida. Siempre dispuesto y atento Ganímedes a rellenarle la copa de vino a cualquiera aunque no se lo pidiese, lo vemos ahora dando de beber a una enorme águila que no es otra que el mismo Júpiter metamorfoseado. Magníficas plumas de diversos colores voluptuosos muestra este pájaro de amenazante pico, y endurecidas y fuertes garras. Júpiter tuvo que raptar al príncipe en su juventud y someterlo, con una dura educación destinada a convertirlo en el más fiel, leal y delicado amante, anulando absolutamente su voluntad con la ayuda de Baco y de su licor tan exquisito como traidor. Sólo así pudieron los terribles pedagogos de Júpiter adoctrinar, torcer y vencer la naturaleza salvaje del príncipe troyano. ¡Qué advertencia para los futuros discentes en manos de los astutos, más no inteligentes, docentes poderosos, desvergonzados e ideologizados que llenan demasiadas aulas desde entonces! ¡Pobres efebos en manos y dedos manchados de viejos con bocas llenas de almenas y mirada maldita y roja de ambición por la juventud perdida y el vino ingerido!

Pero quizá la cara más dura, por irracional, de este depravado mosaico italicense sea su cara oeste. En ella encontramos a la princesa Dánae, hija del rey argivo Acrisio. Este no podía seguir soportando que su esposa Eurídice, temible amante inocente, sólo le diese hijas y ningún hijo. Enérgico se dirigió al templo y consultó al oráculo, quien sentenció que el rey Acrisio sería muerto por el hijo de su hija. Vengó, en consecuencia lógica y racional, su maldición de no tener hijos en su hija Dánae a quien condenó a no tener más que hijas y matando a cada nieto recién nacido que esta le diera. Pero no conforme con esta orden hecha ley, decidió encerrar a Dánae en una mazmorra secreta, oscura e insalobre, para que a nadie viese y para que nadie la viera, alejándola así, joven, bella, inocente y maravillosa, de todos los humanos de toda clase y condición. Es decir, la condenó a morir en vida, a sepultarla en vida. Entonces es cuando entra en escena el pervertido, diabólico y maldito Júpiter. Disfrazado, ahora sin ropajes, pero haciéndose pasar por joven atento y virtuoso, decide transfigurarse en lluvia dorada y tan delicada que sus gotas mágicas logran penetrar en la mazmorra o cueva de la desdichada y solitaria princesa Dánae, logran también penetrar en la vagina de la ahora diosa de la fertilidad inocente y preñola de un hijo de prometedores y sonrosados carrillos, y bucles rubios y esponjosos. Dánae ocultó su embarazo a los centinelas y a su malhumorado y amedrentado padre. El hijo nació y Perseo fue nombrado. Júpiter debía sonreír desde la altura de su olímpico edén, cuando el maldito padre Acrisio comprendió el desafío de su hija y mandó abandonar a madre e hijo en maltrecha embarcación en mitad de un mar de desolación, de soledad y de muerte. ¡Cuántas dánaes, aún hoy, recorren las calles de nuestros barrios con su hijo a cuestas, abandonadas por todos, por sus familias, por sus padres bienintencionados, pero absolutamente confundidos por las risas histéricas y la propaganda torcida del pervertido, traidor, malintencionado y ruín de los mortales Júpiter, dios de dioses! ¡Cuántos hijos de amores inexistentes habrán todavía de nacer para directamente sufrir una vida más propia de animales que de hombres, si es el caso de llegar a sobrevivir al nacimiento, alimentándose con cuentos que permitan soportar una vida merecida pero robada desde la cuna; con cuentos como el que le dice esta joven Dánae: tú también eres, mi niño, hijo del amor!

Rodeando en sus vértices al medallón central que representa al flautista Pan-Polifemo encontramos aún cuatro tondos de forma casi cuadrada, pero de límites irregulares, como irregular es todo lo que este policromado mosaico italicense describe. Representan estos medallones, empezando por la ladera que da al este, al verano -naturaleza femenina decorada de doradas espigas de cereales- y al otoño -naturaleza masculina con nacientes hojas de vid-, y al invierno -naturaleza femenina cubierta de ramajos secos y juncos- y a la primavera -naturaleza femenina también, pero coronada de flores de colores- los tondos que dan al oeste. Parecen indicar el tiempo que transcurre desde los inicios, desde siempre y por siempre. Siempre fue así y será. Sirva de advertencia del iniciado autor de este sabio mosaico para indicar que siempre será así, que no hay nada que hacer, pobres y tristes mortales; que los senderos del amor desbordado son siempre inciertos, perversos, traidores, apasionados, malhadados, mentirosos, traidores, humillantes, pero que son, igualmente, con la misma certeza y fuerza, inevitables, necesarios, imposibles de eludir por mucho que se empeñe uno en no penetrar en este bosque de salvaje naturaleza apasionada, que la vida o el día a día lo acaba imponiendo o estableciendo, que la razón no puede más que sucumbir a la arrolladora fuerza vital y sexual de los júpiteres y de sus secuaces, y que más vale conocer sus trampas, trucos y maneras que intentar evitarlas o esquivarlas desde la ignorancia, la racionalidad o la costumbre, porque verdaderamente los amores de Júpiter no son diferentes de los amores de todos y sus transfiguraciones no son distintas de las nuestras cuando mostramos caras o ejercemos roles de no sabemos qué o quién para intentar conseguir qué o cómo. Porque finalmente, este mosaico no es más que un canto a la vida tal cual esta se muestra en todas sus vertientes amatorias: lucha, agonía, poder y vencer o ser vencido.


Tango del solitario o el nuevo Abelardo:

 (El único protagonista de este relato es algo así como la incomprensión. Está narrado por quien no puede o no sabe comprender qué es lo que se encuentra más allá de lo que ve o de lo que escucha).


¡Ah! ¡Cómo se agita la mente en el fondo del abismo en que se halla sumergida! Y abandonando su propia luz, ¡cómo se precipita hacia la tiniebla exterior, cuando siente en sí misma una angustia moral, acrecida hasta lo infinito por el hálito de las cosas terrenables!”

(Boecio, La consolación de la filosofía. Libro I, metro segundo.)

¿Por qué, por qué el hombre maltratado por la desgracia ha de mirar inerte, rabioso en su impotencia, al tirano que lo tortura?”

(Boecio, La consolación de la filosofía. Libro I, metro cuarto.)



I


Entonces él dijo: “No es verdad que ayer estuvieses con tu amiga María”.

Y ella, segura, respondió: “¿Cómo sabes eso? ¿Has hablado con ella? ¿Acaso me espías?”

No, con ella no. Es simple: lo sé”, dijo él.

Esta conversación fue muy al principio, dijo una noche. Después...


En la ciudad había una feria y en la feria una tienda; en la tienda había una adivina y frente a la adivina una mesa y una bola de cristal; en el interior de la bola de cristal había una nube blanda y en la nube no se distinguía nada más. Esto fue después.

Antes, él había dicho: “Entremos”.

Y ella había respondido: “No”.

Él había insistido: “Entremos”.

Y ella había vuelto a responder: “No. No me gustan estas cosas. Me da miedo mirar lo que no se puede ver”.

Finalmente él había dicho: “No preguntaremos por el pasado. Venga. Vamos.”


Después la adivina dijo mirando hacia él: “Cuídate de lo sublime”. Y después: “Lo sublime tienta, lo sublime empuja, lo sublime crea, lo sublime destruye”.

Ella dijo: “Ya está bien. Vámonos”. Y él: “Pero ¿qué te ocurre, Marisa?” -gritaba él, mientras ella salía de la tienda y la adivina murmuraba: “La rueda de la fortuna”. Él preguntó: “¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?” La adivina repetía: “La rueda de la fortuna. Cuídate de lo sublime”.


Antes de salir de la tienda Marisa había mirado al interior de la bola de cristal. Por un instante creyó ver un tigre dando vueltas en el interior de una jaula. Vueltas y vueltas en la jaula el tigre giraba y giraba, con la bruma ocultándole apenas su rostro. Él, en cambio, como dijo más tarde, había visto solamente unas ventanas muy altas, con cristales de colores, estilo modernista, reflejando un cielo bajo y oscuro, una tempestad que giraba y giraba en el interior de la bola de cristal. Después de la tempestad volvió la bruma cuando Marisa salió corriendo de la tienda de la adivina, que repetía: “La rueda de la fortuna”, “la rueda de la fortuna”, “cuídate de lo sublime”.


Después, fuera ya, cuando agarró del brazo a Marisa, el tipo comprendió algo inesperado, algo que no parecía entonces tener nada que ver con la feria, ni con Marisa, ni con la adivina. Comprendió que él no era más el espectador de su vida, sino su protagonista futuro y presente. Fue como una corriente lo que el tipo, dijo, sintió, como una intuición o como un flechazo en la feria, en la puerta de la tienda de la adivina, justo cuando agarró del brazo a Marisa, quien se giró y miró al tipo con ojos de tigre y colmillos de tigre.


Después él dijo: “Olvidémoslo”. “Seguro que esa tía había rociado la tienda con algún alucinógeno”. “Nada de lo que ha pasado ahí dentro es real.” “Olvidémoslo, Marisa”. Ella, en cambio, no respondió nada, porque ella seguía viendo los ojos de tigre en el rostro de él y observaba cómo se movía nervioso alrededor de ella, mirándola mientras el humo de su cigarrillo le ocultaba la cara, como si aún estuviera en medio de una espesa bruma dentro de una bola de cristal.



II


Más tarde, cuando el tipo entró en la habitación de la pensión, persiguiendo los labios rojos de Marisa, escrutando en sus ojos, girando y moviéndose al ritmo que marcaban sus manos, dijo que sintió el leve roce del pelo de ella en su cara, en su nariz, en sus labios, y el peso plomizo de sus sueños hundiendose en el colchón de la cama.

Días antes había dicho al oído de Marisa: “preferiría entrar en tus sueños antes que en tu lecho”. Ese tipejo no sabía lo que decía ni por qué lo decía. Después dijo que tuvo un sueño terrorífico. Siempre eran terroríficos sus sueños con animales -decía-, pero aquél fue el peor de todos -dijo-. Por la mañana había encontrado un pequeño tigre de madera y por ello debío soñar con esa inmensa criatura, con sus ojos y sus colmillos largos y húmedos. Rugía escondido tras la maleza, podía sentirlo muy cerca, oírlo respirar, podía olerlo, aunque no lo viera. Entonces se despertó aullando en la noche, saliendo disparado de la cama, golpeando y tropezando con los escasos muebles de la habitación. Después dijo que le parecía que había estado horas deambulando por el bosque de la habitación, entre sillas y mesas y bolsas de viaje, hasta que creyó percibir una breve raya de luz bajo la puerta del baño. Cuando abrió la puerta vio a Marisa, ¿o quizás no fuera ella y fuera la adivina?, bañada en una luz amarilla que caía del techo del baño, dándole el aspecto de un cadáver. Ella estaba frotando en el lavabo un trapo, frotaba con el jabón y el agua del grifo. Después vio el trapo lleno de espuma y sintió un reflujo que le subía a la garganta y le llegaba a la boca. Ella frotaba el trapo con el pecho desnudo y el cabello rizado y húmedo colgándole por la espalda, pero la espuma le salía a él, al tipo -decía-, por la boca, en mitad de la noche, mientras convulsionaba contra el suelo.


Años después, ese tipejo loco, cuando recordaba esta escena en una tasca de Sevilla, miraba al techo y se preguntaba cómo el mundo había envejecido tanto, cómo era posible que la bella y joven Afrodita de antaño, naciendo de la espuma del mar, hubiera podido terminar convertida en una vieja puta desdentada con el carmín extendido alrededor de los labios. Afrodita siempre había ocupado el centro geométrico de sus otros sueños, de los más dulces o placenteros. Entonces repetía y repetía: “La rueda de la fortuna”, “la rueda de la fortuna”, “cuídate de lo sublime”.


El tipo ese era capaz de recordar cada lunar del cuerpo de Marisa, cada esquina de Sevilla en que se detuvo a besarla o a abrazarla, cada farola de cada calle que llegara a iluminar sus labios o sus ojos claros, cada bar en que bebieran y cada palabra que se dijeran. Podía dibujar sobre el plano de la ciudad cada punto de sus encuentros con ella y cada punto era un lunar en la piel de su adorada Marisa.


Quizás fuera en ese momento y no después cuando comprendiera realmente en qué mundo vivía y qué lugar ocupaba en él: un mundo terrible y maravilloso en el que él parecía tener reservado un lugar de privilegio solo accesible a unos cuantos elegidos que formaban parte de la hermandad del amor o del deseo o del presente inmóvil.


Grave error”. “Grave error”, repetía el tipejo con su voz ronca y su boca y mejilla mojadas.



III


A veces observaba al tipo a hurtadillas, como si quisiera apresar con mis ojos, las verdades de su historia, su dulzura y su amargor. Cuando mi mirada se cruzaba con la suya, mi respiración se paraba: en la profundidad de sus ojos solo podía distinguir dolor y miseria; miseria y dolor rotundos. Una noche dijo que avanzaban entre la multitud que se reunía en primavera en esta miserable y maravillosa ciudad, que la multitud se la llevó de su lado y que él veía cómo se la llevaba y la alejaba sin que él pudiera hacer nada. Veía cómo ella lo buscaba con los ojos y cómo a él se le llenaba la garganta de arena y cómo la respiración se le cortaba y parecía morir sin remedio, sin ella.


A veces también llegaba a comprender que cada cual merece la mierda de vida que se construye día a día y a conciencia, resignándose a su desgracia y a una muerte esperada como salvación. En cambio ese miserable tipejo nunca había renunciado ni a su vida ni a su amor ni a su apuesta por besar cada centimetro de la piel de esa mujer que no quería mirar el futuro, que veía en él a un animal salvaje que no la asustaba, porque lo sabía inofesivo, porque veía en él a un animal dispuesto a morir o a dejarse matar y porque recordaba cada gesto y cada palabra que había salido de sus manos y de su boca. Solo un alma ancha puede tener espacio para el amor. Ese tipejo conocía la única lengua en la que están escritos todas los relatos auténticos, la lengua de la infelicidad.



IV


Ahora el tipo no sale de la tasca en la que ella se despidió de él por última vez, diciéndole adiós con la mano y con los dedos blancos, con los labios rojos, con los ojos claros. La temperatura allí -decía- era más benigna que en el exterior. Era obligatorio seguir viviendo la vida sin ella, pero el tipejo -decía- solo servía ya para recordar de su pasado los trazos marcados en su pecho por los pezones de Marisa. Recordaba cada uno de estos trazos con un ácido escozor, cada dibujo en su piel, cada cicatriz invisible. Ahora vive recluído entre barrotes y ventanas estilo modernista, en medio de un cielo borrascoso de verdades contrapuestas, de certidumbres contradictorias, con el corazón vaciado y hueco como un hogar deshabitado, como una oscura y solitaria caverna en el centro geométrico y caliente de su covacha.


Desde el principio:

 (La temperatura allí era más benigna que en el exterior)



Aunque fuese muy rápido, muy fuerte y muy ágil, de niño no era ni el más ágil ni el más fuerte ni el más rápido. Pero sin duda era el más valiente, el más dispuesto, el más audaz. Con los años todos en el clan sabían que sería el líder indiscutible. Nunca dijo “no” a nadie que le pidiese ayuda o consejo o que, tan solo, insinuase la necesidad que de él tuviera. No era amigo de bromas ni de dimes o diretes, pero tampoco era más serio de lo que las circunstancias impusieran. Conocía las actitudes propias de cada momento, las conocía y las ejecutaba.

Recordamos todos cuando, siendo aún un niño, le llegó el día en que debía salir de caza por primera vez con los mayores. Al principio de la marcha iba junto al resto de novatos en el centro de la línea de hombres que avanzaba firme y decidida, pero cuando se acercaron a las bestias ya estaba entre los primeros que, lanza en mano, se arrojaba sobre el cuerpo enorme de la bestia. ¿Acaso alguien puede dudar hoy que no tuviera miedo? Claro que lo sentía, pero podía soportarlo, taparlo y lanzarse al ataque con el valor de diez cazadores. Después ya nunca abandonó el primer lugar, el más esforzado y el más delicado y difícil. Y todos sabemos que no lo hacía por él, que lo hacía por todos. Siempre era el último en probar bocado. Siempre se quedaba con las partes más innobles del animal. Nunca quiso para sí lo que otro quisiera. Por esto era nuestro líder, por esto: por su generosidad en el esfuerzo, en la caza y en el reparto, por su valentía, por su fuerza, por su arrojo, por su audacia.

Todos sabemos también que había sufrido enorme fracturas y golpes. Todos recordamos que, con un brazo colgando, fue a embestir a la bestia con el que le quedaba con fuerza y con la lanza alzada. ¡Y cómo le reventó el corazón al animal!

Sobre todo, cómo se enfrentaba a la bestia invisible, al frío. Todos sabéis que esa bestia es la más difícil de vencer, que cuando llega todos nos escondemos y ocultamos y tapamos nuestros cuerpos con pieles y hojas secas, y no queremos saber nada del exterior de la cueva. Algunos de nostros no se acerca ni de lejos a la boca de la cueva, lo sabéis. Pero él... Cuando el hambre nos atrapaba a todos, allá que iba el primero, con la lanza en la mano de nuevo y alentándonos a todos a salir a buscar comida, a cazar, a matar para evitar morir. Y sacaba de cada uno de nosotros más de lo que le podíamos dar. Yo aún recuerdo cuando, cogiéndome por los hombros y zarandeándome, me dijo: “Vamos, hazlo por tu hijo, que necesita sangre caliente” y, empujándome por la espalda, me lanzó a mí y a otros después de mí al exterior cubierto todo de hielo y nieve, para salir de caza a matar o a morir. ¡Qué día de fiesta! ¡Cómo fuimos capaces de dar muerte a aquella bestia enorme de enormes colmillos y de peluda y dura y rugosa piel! ¡Qué ejemplar! ¡Qué orgia de sangre y de calor aquellos días! Tardamos una luna en acarrear toda la carne. Para entonces el frío comenzaba a ceder y la nieve y el hielo a retirarse. Si él no nos hubiera sacado al exterior, entonces todos hubiéramos perecido aquel invierno.

Ahora es él quien no quiere salir. Lleva semanas sin querer ni hablar, apenas come ni bebe y tiene pavor al frío. Se diría que se le ha roto el alma, que no es quien fue, que quiere irse con los ancestros. Unos decís que debemos dejar que se vaya, que lo dejemos en paz; pero yo digo que no, que debemos conseguir hacerlo salir, que aún es fuerte y rápido, que todos lo necesitamos, que sin él nuestro clan morirá como sabemos que han muerto otros clanes cercanos. Quizá sea la hora de abusar de su generosidad, porque ella es nuestra esperanza”.


Después de este largo y emotivo discurso, algunos se acercaron al rincón en el que el jefe se agazapaba envuelto en mil pieles y cercano al fuego. Las sombras no permitían distinguir a ningún cuerpo allí. Nadie se atrevía a tocarlo o a llamarlo. Nadie salvo un niño. Tímidamente, alargando el brazo, tocó con su mano el hombro del hombre, y diciendole: “Maestro”, intentó mover su cuerpo. El hombre no reaccionaba. El chico repitió el gesto, dos, tres veces. Hasta que la voz ronca del jefe sonó: “Dejadme en paz”. Una mujer dijo: “No podemos dejarte, jefe. Necesitamos tu poder y tu fuerza, tu convicción y tu destreza. Sin ti, nuestra vida no vale nada”. El jefe emitió un gruñido casi imperceptible. “Hazlo por nosotros”, siguió diciendo la mujer. “Por tus hijos”. El jefe emitió ahora un gruñido ronco y fuerte. La mujer le acercó la lanza al jefe y éste, cogiéndola con su mano vigorosa la lanzó al fuego con la agilidad y destreza que todos le conocían. “Dejadme en paz”, dijo. “Quiero morir”.

Todos enmudecieron, el fuego comenzó a moverse por una ráfaga de viento que se coló desde la entrada de la cueva. El niño que había tocado el hombro del jefe se acercó al fuego, cogió la lanza arrojada y se la acercó a su padre humildemente diciéndole: “Es tu momento. Haz lo que debes”.