viernes, 12 de octubre de 2018

Llamador y silencio:



Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar,
de nuevo volveré y os tomaré conmigo,
para que donde yo estoy estéis también vosotros”.
(Juan, Evangelio. 14, 3)

Una multitud apasionada se agolpa en la calle que lleva el nombre de su rey y en la plaza donde confluye la misma. La noche, joven aún, está siendo vencida lentamente por los débiles cirios encendidos. Los nazarenos y los penitentes avanzan inexorablemente hacia la catedral. El paso ya recorre los últimos tramos de su calle. A su altura se hace el silencio más absoluto. Miles de personas enfervorecidas permanecen calladas cuando el paso desciende hasta el suelo a la voz del capataz. Unos minutos de espera y descanso para los costaleros que portan la imagen. Un leve murmullo mientras las patas de la parihuela reposan en firme. Después, silencio. La voz queda del capataz: “Vamos”. La cuadrilla en posición. Suena el golpe sordo del llamador, un solo golpe. El paso se levanta a pulso, lentamente, y un silencio escalofriante cubre como un manto a todos los presentes.
De repente, los ojos de todos se abren redondos como pistas de circo, las bocas redondas como plazas de toros. Jesús del Gran Poder se está moviendo, no es el paso el que se mueve, es él mismo quien suelta la cruz que lleva sobre su hombro en el montículo del paso, se quita la corona de espinas y con una grácil genuflexión la deposita sobre el manto de flores, de un salto se lanza a la calle, sus potencias se refugian en el interior de sus ojos y, con las manos unidas, comienza a caminar.
Nadie sale de su asombro. Todos gritan. Unos lloran, unos claman, unos ríen. Una extraña locura parece haberlos poseído a todos. El hombre de túnica morada, porque hombre parece y la túnica es la misma que llevaba cuando su alma era de madera, camina silenciosamente recorriendo el itinerario previsto hacia la catedral. Todos van apartándose a su paso, manteniendo unos metros de distancia a su alrededor, pero todos quieren seguirlo. Algunos osados o necesitados o esperanzados intentan, sin lograrlo, tocarle los vestidos. Sus ojos de fuego miran a un punto lejano, más allá del final de la calle, del final de la plaza, más allá de todo horizonte. Su paso lento es firme. Cuando enfila la calle sierpes se detiene un instante, respira profundamente como si llevara siglos sin hacerlo, disfruta del aire frío de la madrugada y continúa andando. Su tez morena se oculta en las sombras; sus ojos, ya más apagados, aún conservan una llama en su interior. Cuando se encuentra al final de la calle, justo cuando va a adentrarse en la plaza de san francisco, se detiene de nuevo y respira. Una mujer joven rompe el círculo de respeto que todos le han dejado, se le acerca y pregunta. “¿Eres tú, Señor, que has vuelto?” El gran poder, refugio de inocentes, mira a la mujer que se retira en silencio con su respuesta. Otros también le increpan, pero él ya ha emprendido de nuevo su marcha lenta hacia la catedral. Un agente de la policía urbana se le acerca por su costado, su mano toca el paño que lo cubre, pero no puede detener la marcha del señor. El agente retrocede con la imprudente mano adormecida. Al final de la avenida de la constitución, el señor se detiene bajo el pórtico de la catedral, se gira, bendice a la multitud, se adentra en el templo. Las autoridades eclesiásticas expulsan del mismo a todos los nazarenos, penitentes, costaleros y demás protagonistas de la fiesta y cierran todas las puertas de la iglesia. El señor, con las piernas cruzadas en el suelo del coro, permanece quieto y en silencio. Ninguna autoridad osa perturbar sus oraciones.

Toda la noche ha permanecido el señor en el suelo de la basílica, toda la noche en silencio y la quietud más absoluta: más que hombre parece talla, a no ser por las llamas que encienden sus ojos, por el sudor que mana de su frente y por la sangre que como un fino hilo ha comenzado a brotar de sus muñecas y de sus empeines.

Ya de amanecida se le acerca un hombre de alta sotana. Permanece en silencio unos minutos junto al señor. Finalmente pregunta: “¿Eres quien esperamos, que has vuelto como prometisteis?” No haya respuesta el arzobispo. Aún se mantiene junto al señor varias horas. Pero en la iglesia solo se escucha, ominoso, el silencio. Finalmente, tal vez cansado, o decepcionado, o desesperanzado, o aburrido, o desconfiado, o enfadado, o confundido, o perplejo, o angustiado, o dolido el arzobispo se levanta y se marcha.
Pasa otra jornada y concluye. A la mañana siguiente, sábado santo, otras autoridades deciden increpar al orante. Felipe VI de España, el presidente del Parlamento Europeo, el presidente de la Comisión Europea, el presidente de los Estados Unidos de América, el de la Federación Rusa, y otras más de quince autoridades se dirigen al señor y le preguntan: “¿Eres quien pareces ser?” El señor, refugio de culpables, los mira a todos con sus ojos encendidos, uno a uno, y permanece en silencio; después se refugia de nuevo en su interior, parece descansar.
Las autoridades se van marchando.

Las televisiones, las radios, los periódicos no dejan de publicar explosivos titulares: “el señor está con nosotros”, “el señor guarda silencio”, “¿qué calla el señor?”, “¿para qué ha vuelto el señor?”. Algunos medios concluyen: “Esto es el apocalipsis”. Otros: “Finalmente era el único dios verdadero”. La locura recorre las calles: quienes creen que llevaban una vida disoluta, o quienes creen que se regodeaban en la maldad, en el oportunismo o en la perversión corren despavoridos y claman perdón; quienes creen lo contrario sonríen a todas horas, se abrazan por las calles, y cantan y danzan cogidos de las manos. El señor, en silencio, parece llorar; de sus muñecas y de sus pies brota un río de sangre que sale ya por todas las puertas de la catedral, baja las escalinatas y se extiende por las calles de Sevilla en todas direcciones. El río está teñido de rojo como el cielo del atardecer.
Al amanecer siguiente, domingo de resurrección según quiere la tradición, acude a la iglesia el papa Benedicto XVI, quien sumisamente se acerca al señor, apoya sus manos en sus hombros y le dice: “Por favor, ayúdame”. El señor parece conmoverse, levanta la mirada y responde. “¿Qué necesitas?”. “Necesito perdón, dios”. El señor parece irritado: “Eras tú quien debías mostrar el camino”. “Lo sé, señor -responde el papa-, pero... ¡el camino está tan borroso y es tan incierto! ¡Ayúdame! ¡Ayúdanos!” “Vine a tomaros conmigo una vez preparado el lugar, pero... ¡habéis trabajado tanto para borrar el camino, que ya no sé hacia dónde conduciros! Tal vez sea tarde mi venida, tal vez subestimé vuestra inteligencia o vuestra capacidad de acción y dominio, tal vez la vida del hombre sea un error”. “Por favor, señor -respondió Benedicto-. No te vayas y nos dejes en soledad. Tú eres el gran poder. No todo debe estar perdido. Piensa que tal vez haya aún tiempo, que tal vez hayas vuelto demasiado pronto. Concédenos más tiempo para emprender nuevas tareas. Por favor”. El señor cerró los ojos, meditó y al caer la noche pronunció su sentencia: “Así sea concedido”. Después su cuerpo se inflamó. Quizá fuesen las llamas de sus ojos quienes iniciaron la combustión. Rápida combustión que sólo dejó a los pies del albo padre un leve montículo de cenizas que el viento no tardó en dispersar por la nave, por los aires, por los cielos, por las aguas del río, eliminando con ellas toda mancha de sangre que ya se iba expandiendo por todos los continentes de la tierra.
José Manuel Martínez Arias.