domingo, 26 de noviembre de 2023

Miedo:

 


  • Crucé la frontera en silencio y mirando hacia atrás. Al pasar al otro lado comprendí que me estaba marchando sin despedirme de nadie, ni de mis conocidos ni de mi familia, y esto me mantenía en una incertidumbre incómoda, en una suerte de congoja que no sabía o no podía domeñar. Nunca había sentido nada igual. Yo era un hombre frío y cabal, o eso creía, serio y de firmes convicciones, pero... en ese justo momento, sintí por primera vez, creo, algo parecido al miedo.


Después de meditarlo unos minutos concluyó que:

  • No era verdaderamente miedo, que tal vez fuese más aproximado a la verdad llamarlo duda o vacilación -dijo-. Seguí avanzando por la vereda que me alejaba del país sabiendo que ni la duda ni la vacilación tenían nada que ver con mi deseo de volver a ver a mis padres y hermanos, y a mi novia Mercedes. Entonces no sabía que no volvería a verlos nunca. A veces, la ignorancia es un consuelo para el espíritu, -concluyó-.


Sesenta años después de aquella noche, el viejo Pedro Tinajas Nervudo, apodado el Tinajero por sus convecinos de Carrascalejos, recordaba con la voz temblorosa y sin rencor ni remordimiento aquel momento de despegue, o de desenganche, como él decía, de su pasado español. Después de muchas vicisitudes acabó instalándose en la ciudad francesa de Tourcoing, junto a la frontera de Bélgica, donde residió el resto de sus días.

Antes, yo, su nieto, le había preguntado:

  • Abuelo, ¿has sentido alguna vez miedo?

Él preguntó levantando los ojos hacia mí:

  • ¿Miedo?

Después de un prologando silencio recordó lo de su paso de la frontera en su salida de España. Para sumirse después en otro prolongado silencio.

El abuelo Pedro siempre fue un hombre de pocas palabras y de mirada insistente, más no insolente, insistente por interés, no por soberbia. Lo cual no le evitó nunca pocos problemas, aunque en alguna ocasión, tal vez, le salvase la vida.

Más tarde le volví a preguntar:

  • Abuelo, ¿tampoco sentiste miedo en el bombardeo de París?

  • ¿El bombardeo de París, dices? Sí, recuerdo. Eso fue a principios de verano del año 40. Lo sé porque nuestra guerra ya había concluido y el dictador ya estaba colocado en su lugar de privilegio. No fue hasta ese verano que no comprendí que tardaría muchos años en regresar al pueblo y en volver a ver a Mercedes. Nunca volví. Y nunca la vi más. Yo le envié algunas cartas. Pero nunca recibí, en aquellos años, ninguna de ella. La única que me llegó de ella fue después de la guerra, en el 46, en la que me pedía que no le escribiera más, que su vida ya era otra y que era feliz, escribió.

  • ¿Qué recuerdas, abuelo, del bombardeo de París?

  • ¿De París?, sí. Sonaban de noche las sirenas. El principio del verano en el norte de Francia es hermoso. Los días largos tienen unas tardes de aire limpio y de olor a heno. Las noches eran hermosas. Los españoles solíamos reunirnos en un bistró al otro lado del Sena, cerca del Square Viviani y su vieja acacia. Después de las sirenas los aviones sobrevolaban la ciudad y lanzaban sus bombas. Todo lo invadían. Muchos eran los que corrían, otros nos quedábamos quietos, esperando, aguardando a que acabaran las explosiones para seguir en lo que estábamos, que no era nada, lo de siempre, juegos de cartas, tabaco, unos vasos de vino, canciones, risas, sobre todo risas. Así, creíamos, evitábamos pensar. Era una forma de apagar nuestra nostalgia, creo.

  • Sí, abuelo, pero entonces ¿sentiste miedo?

  • ¿Miedo? No creo, eso no era miedo. No podíamos enfrentarnos a los bombarderos. No puedes sentir miedo ante lo que no puedes oponer resistencia alguna. El miedo, creo, tiene que ver con la posibilidad de vencer. Si no la tienes, no puedes más que seguir adelante y esto anula el miedo.

  • Sigue contándome, abuelo. En otra ocasión me dijiste que fuiste detenido por los soldados alemanes.

  • No. Eso no fue así. Nunca fuimos detenidos. Es verdad que nos cercaron en Lozère. Allí cayeron muchos españoles. Fue un verdadero baño de sangre. Nos masacraron. Algunos conseguimos escapar porque quedamos fuera del cerco. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos casi todos rodeados. Después... ruido, carreras, sangre, gritos de dolor y muerte. Tampoco entonces sentí miedo. Recuerdo que solo quería escapar, salir de allí como fuera, de aquella trampa de cadáveres y fuego.

De repente, el abuelo Pedro cerró los puños y dijo:

  • Pero sí. Tienes razón. Una noche pasé miedo. Fue en Burdeos. Al poco de cruzar la frontera. Una noche en que tenía que cruzar el Garona por el Pont de Pierre. Iba solo. Hacía mucho frío. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y un pitillo entre los labios. En medio del puente, una voz llamó mi atención. "Hey vous! Où vas-tu?". La voz había salido de una sombra que dejaba una farola con los cristales rotos. Un soldado francés se acercó a mitad de la vía. Entonces pude verlo. Era grande y de barba rala. Parecía bebido. "Voyons! Documentation". Yo no llevaba documentación alguna. Me quedé petrificado en la acera. Solo tenía tres posibilidades: o me arrojaba al río, imposible; o salía corriendo hacia la otra orilla, imposible también porque no sabía cuántos soldados más había ni dónde, o me enfrentaba al soldado. Me acerqué a él sin sacar las manos de los bolsillos de la chaqueta y encogiendo los hombros, como para hacerme más pequeño. "¿Perdón?", le dije. El soldado esperó a que me acercase a él con los hombros encogidos. "Documentation!", repitió. "Disculpe, señor", le dije. "No comprendo su idioma. Soy español". "Espagnol?", volvió a preguntar el soldado. Me miró con una sonrisa asimétrica en la cara. Sus ojos miraban sin centrar mucho la atención en los míos. Yo no dejaba de mirarlo. En ese momento, creo, sentí miedo. No sabía lo que iba a hacer ni lo que podía pasar. No dejaba de mirarlo. Él dio un corto paso hacia un lado. Y yo le dije: "¡Buenas noches, señor!", y comencé a andar en dirección a la otra orilla. Ya no miré hacia atrás. Me esperaba cualquier cosa: una voz, un grito, un disparo,... Pero nada de eso ocurrió. Conforme me iba alejando de aquel punto la imagen de Merceditas fue acompañando a la sangre que volvía a brotarme por las piernas, por las sienes, por las manos, por la cara. Creo que me entró calor, aunque no llegué a sacar las manos de los bolsillos, tal vez, porque no quería moverme más que lo necesario para escapar de aquel lugar. Sí, esa noche pasé verdadero miedo, quizá porque no sabía qué me podía pasar ni qué podía hacer, sabiendo también que algo tenía que hacer.

Olor a mar:

 


Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje”.

Luis Cernuda, Ocnos.


Hace una semana, o dos, te dio por recordar:

Tal vez la causa fuese el olor del mar, el olor del mar de tu infancia. O el color del aire y la luz del día.

De pronto, tras la resaca de una ola, te viste reflejado en la arena de la playa. Eras entonces un niño de cuatro, cinco años. Muy delgado. El pelo rizado. Mofletes. Sonrisa permanente. Recuerdas que en la fina arena mojada de la orilla, durante la bajamar, tus pies se hundían hasta los tobillos. Tú corrías hacia tu madre, con su bañador negro, como su pelo. Estaba agachada a unos cincuenta metros de ti, junto a unas rocas y buscaba algo. Cuando llegaste hasta ella, comprendiste que solo estaba aguardando. Tenía las manos juntas, formando un cuenco, dentro del agua. Al acercarte se puso de pie y te enseñó lo que contenían sus manos: un camarón vivo, que de un salto cayó al agua. Tú te asustaste, pero ella, recuerdas, te dijo: “No tenga miedo, no hace nada. Mira. Pon las manos así, como si fueras a coger agua. Acércalas muy despacio a las rocas y espera. Pronto un camarón se acercará a ellas. Cuando lo tengas en el cuenco de tus manos, solo tienes que levantarlas y sacarlas del agua. Pero ten cuidado que saltan mucho porque quieren escaparse”. Crees que te pasaste toda la tarde pescando y liberando camarones.

Madre, pensaste, tú me enseñaste a soñar: Desde hace una semana o dos sueño que un lazo, o tal vez sea un cordón, sale de tu piel y llega hasta la mía, nos conecta de nuevo y mi pensamiento se une con el tuyo y mi sueño es tu sueño. Y así me quedaría siempre: contigo, madre, pero en ti. Mi mano sobre tu mano. Mirando las cosas nuevas a través de tus ojos sabios. A través de tus manos y de tus ojos, de tus sueños y de tu mirada, yo empecé a comprender, madre, pensaste. ¿Y si tu corazón latiese de nuevo para los dos?, preguntaste.

En tu recuerdo de ahora no es el tuyo el corazón que escuchas, es el suyo, el de tu madre, que también es la mía, el que late también para que tú puedas vivir.

¿Cómo, si no, he podido vivir los últimos veinte años, madre?, te preguntas. En mi sueño, madre, desde tu frente brotaba un cordón umbilical transparente, como el cuerpo de los camarones, y llegaba, retorciéndose por el aire, y superando todos los obstáculos, las sillas, los marcos de fotografías, las cajitas de madera, la vajilla, llegaba hasta mi frente, y así era como nos conectábamos, como nos uníamos en un sueño imposible, en un abrazo incorpóreo y vital.

De esta unión que olía a mar, y sabía a mar -seguías contándote como se cuentan los silencios-, nacían decenas de flores, que iban cubriendo con sus pétalos tus brazos de madre y los míos, que embellecían lo que tus ojos y mis ojos miraban, y que adornaban tus palabras en tu dulce nombrar el mundo. Madre, no quisiera que este sueño tuviese un despertar, dijiste. Tal vez no sea yo quien viva a partir de tu corazón de madre, tal vez seas tú quien aún sigues viva a partir de mi recuerdo del mar, de las nubes blancas, del color del cielo, del olor a mar y de los camarones traslúcidos que saltaban de mis manos para lograr escapar de mis manos de niño. Los sueños, sentenciaste, deben tener la utilidad de impedir el olvido cuando la memoria empieza a perderse por los extraños senderos de lo cotidiano y de lo urgente. Como si nunca hubiera nacido, madre, deseaste. Como si siempre hubiera vivido dentro de ti.

Deterioros:

 

Al principio ella se sentía muy fuerte y voluntariosa, animada, incluso, y le mostraba mucha paciencia o, al menos, eso pretendía. Le hablaba a él muy despacio. Se paraba a escucharlo. Lo miraba. Aunque su boca y sus labios no parecían los mismos. Esperaba a que sus palabras le fuesen saliendo de la garganta: deshechas, torcidas, amputadas, retomadas, lentas. Pero ella esperaba. No le hacía precipitarse. Con paciencia, le dejaba hacer, le dejaba pronunciar. Le daba importancia a lo que él le decía. Lo atendía y lo esperaba en silencio. Después le respondía despacio, pronunciando cada sílaba, cada letra, para que él no se perdiese. El diálogo iba desarrollándose o hilándose con todas las dificultades, pero seguía desanudándose, con parsimonia. Y, así, hora a hora y día a día. No obstante, poco a poco, ella fue cansándose. Primero empezó a perder la paciencia con su falta de comprensión: tenía que repetirle todo dos, tres, cuatro veces. Y repetírselo despacio, pronunciando cada sílaba. Y con las mismas palabras. Sin modificar ninguna. Y después tenía que esperar a que él le respondiera. Esperarlo con paciencia. Esperarlo a que terminara sus frases sin hacer ni decir nada. Solo esperando simulando su atención por él, por lo que tenía que decir, por lo que de hecho decía. Mas lo peor no era esa espera paciente e inútil, porque día a día y semana a semana, observaba cómo cada vez el deterioro iba en aumento: cada vez tenía más dificultades para entender lo que se le decía o para hablar si era el caso de que hablara. Lo peor era que comenzaba a no decir nada con sentido: olvidaba letras o las cambiaba por otras; en lugar de decir “quiero comer” decía “jiero jomer” o algo así; después cambiaba palabras o las olvidaba y las sustituía por las que se le venía a su cabeza. Decía, por ejemplo: “No me craigas la vieja”. Ella tardó siglos en entender lo que él quería decirle con tanta dificultad que ya no lo soportaba más, creía. Al final, llegó a la conclusión de que siempre le quería decir lo mismo. Tal vez ella se dejara llevar por la molicie o por la desesperación o por la imposibilidad de atenderlo más o por el cansancio o la humillación. Siempre entendía que le decía algo así como: “No me dejes solo” o “No te vayas”. Y ella no podía moverse de su lado. Y no podía dejar de hablarle muy despacio, para tapar su voz, para callarlo, para que no le dijera nada más o para no oír lo que él le decía a cada instante, con su voz seria y grave, con su boca y sus labios que tan bien conocía, pero que ya no conseguían decir nada inteligente o comprensible. Después dejó de decir nada. No hablaba y tampoco parecía que entendiese nada. Así estuvo días, semanas. Ella le hablaba, incluso le cantaba; él la miraba, a veces, pero no abría la boca. Pasaron semanas sin que dijera nada. Ella ya no sabía qué decirle, qué cantarle, qué hacerle. Le apretaba las manos y los brazos; le cogía la cara, y, sobre todo, le miraba a los ojos. Hasta que un día él, de repente, mirándola fijamente, dijo, con su voz grave y recia, con sus ojos inocentes, como de niño, con su boca y sus labios de siempre, como si fueran los de siempre, los suyos. Dijo: “Vete”. O, al menos, cree ella que eso fue lo que dijo. Y ya no ha vuelto a decir nada más. También ha dejado de mirarla ni quiere que ella lo mire. Cree que esta fue su forma austera, simple, directa y cansada de decirle adiós, que todo se acabó, que no podía más, cree.