domingo, 8 de octubre de 2017

Silencios:

La otra historia de la calle Sierpes.

A Pepelu.

Esta espléndida mujer que charla y gesticula en la calle Sierpes es Doña Ernestina Queipo de Llano Martí. Tiene la elegancia que dan el poder, el dinero y sus 33 años. Acaba de salir de la sombrerería Maquedano y se está despidiendo de sus amigas doña Amalia y doña Josefina. Las tres hablan, sonríen y agitan sus brazos como si algo les impidiera percartarse del ambiente de angustia que asola la ciudad en estos días de julio de 1940.
Doña Ernestina luce un vaporoso vestido azul y, aunque es temprano y el sol no está aún en todo lo alto, su cabeza va elegantemente equipada con una pamela del mismo color, con tres flores rosas y una redecilla de hilo fino. Sus amigas parten hacia arriba, en dirección a la Plaza de San Francisco, mientras que ella marcha en sentido contrario hasta que decide sentarse en uno de los veladores de la plaza de la Campana. El atento camarero sabe lo que ella tiene decidido tomar: un corto de café con una nubecilla de leche. Un periódico extranjero ha sido olvidado en la pequeña mesa redonda. Ella apenas le dirige una leve mirada, pero le es suficiente para poder leer las grandes letras negras que dicen: “La Lozère, un vrai désastre!”.
El camarero deposita cuidadosamente la taza de café sobre la mesa y pregunta: “¿Algo más, doña Ernestina?”. “No, gracias, Mariano. Es suficiente.” El camarero gira sobre sí mismo y se adentra en la cafetería por la puerta que da a la misma plaza de la Campana. En ese instante una señora de unos cincuenta años aparece en la plaza. Viene de la misma calle Sierpes y se detiene de pie junto al velador, frente a la propia doña Ernestina. El contraste no puede ser mayor. Va vestida toda de negro: falda larga y blusa. Lleva, recogiéndole el pelo, un pañuelo también negro en la cabeza. Sus ojos son grises y sus manos arrugadas. Mira fijamente a doña Ernestina. Parece reconocerla. Parece también que está deseando hablar. No se decide. Se gira, camina dos pasos hacia la calle Velázquez, se para, se vuelve a girar y finalmente comienza a hablar desde algo más de dos metros de distancia.
“Yo la conozco, doña Ernestina. Por favor. Usted puede ayudarme. Por favor. No es por mí. Es por mi hijo, por favor. ¡Es tan joven! Él no ha hecho nada. Se tuvo que marchar, pero fue por error. Él quiere volver y usted tal vez pudiera hacer que lo haga. Por favor, doña Ernestina. Aún no tiene usted hijos, pero pronto los tendrá y sabrá lo que duele un hijo.
(Silencio)
Estoy preparada para visitar la tumba de mi hijo. Estoy preparada para yacer junto a él. Pero no sé cómo vivir con este silencio, con esta ausencia. No he vuelto a saber de él. Hace un año. Hágase cargo, por favor.
(Silencio)
¿Podría ahora reconocerlo, su rostro, su voz? ¿Cómo le habrá cambiado la guerra? ¿La soledad? ¿El hambre?
(Silencio)
En su última carta me decía que echaba de menos los paseos por el río, y los labios y los susurros de Azucena, su prometida.
(Silencio)
Hace dos semana tuve un sueño. Soñé que esperaba a mi hijo, que él tardaba, que no venía. Y entonces me lo traían en una camilla unos milicianos. Llevaba las manos delicadamente colocadas sobre su barriga. Lo depositaban en el suelo y de pronto el suelo era el de mi cocina y él incorporaba su cabeza, sonreía y decía: “Ya llegué, madre”.
Tal vez no fuera un sueño y fuera una broma.
(Silencio)
De pequeño decía que quería ser radiotelegrafista. El maestro indicaba en sus notas que era muy aplicado. Años más tarde intentaba entrar en la Escuela Superior de Ingenieros, pero la guerra lo truncó todo. Por favor, doña Ernestina, haga que todo vuelva a ser como antes. Usted podría hablar con su padre o, tal vez, con su suegro. Era tan feliz. Le iba todo tan bien. De niño, las noches le daban miedo. ¿Tendrá miedo ahora a las noches? Entonces me llamaba y me agarraba de la mano. Eso parecía tranquilizarlo. ¿Y ahora? Entonces se dormía con sus manitas entre las mías.
(Silencio)
A veces también sueño que alarga sus manos hacia mí y me dice que tiene hambre. En mis sueños suelo verlo pequeñito, hambriento, humillado.
Envidio a esas madres que han visto volver a sus hijos ofendidos o mutilados. O a aquellas que saben de ellos, aunque estén lejos o escondidos.
No odio. Por eso puedo perdonar. Tal vez usted también pudiera...
Envidio incluso a las madres que enterraron a sus hijos. Yo le llevaría flores a su tumba y me sentaría a su lado y le hablaría.
(Silencio)
Con sus hermanos era diferente, pero con este mi segundo hijo... de niño era tan obediente, tan dócil, me agarraba de la falda y se pegaba a mis piernas. Me necesitaba tanto.
Es un idealista que no entiende nada de la vida real. La culpa fue mía. Una tarde lluviosa me dijo: “Nada de lo que me has enseñado existe”. “Nada es real”. “¿Qué será de mí?” Pasamos toda la tarde sentados en silencio frente a la ventana de la cocina.
(Silencio)
Estaba enamorado de la Antigua Grecia y un día, cuando era un muchachito, vino a mi lado y me dijo que quería ser filósofo. Su padre le respondió: “Hoy día, en nuestro país, ser filósofo es difícil. Si dices la verdad acabarás en el manicomio... o en la cárcel”. Más tarde se enamoró de Italia. Después, años después, me dijo: “No me preguntes nada mamá, pero me he apuntado con los milicianos”. Hace más de un año que no sé nada de él. Marchó a Francia. Tal vez usted pueda hablar con el padre de usted y dejarlo volver. Es bueno. No ha matado a nadie. No hubiera podido. Es demasiado débil y bueno. O con su suegro, tal vez. Usted también tendrá hijos. Por favor. Dígame que sí. Que lo intentará al menos. Dígamelo.
(Silencio)
No puede durar tanto un exilio.
No puedo seguir viviendo sin saber de él.
No necesito vivir sin él.
(Silencio)
“Tú me has educado, madre. No me digas ahora que nada de lo que me enseñaste era verdad”. “Me educaste bien, sólo que no calculaste con acierto el número y el poder de los fanáticos. Ellos no podrán evitar que exista todo lo sublime que me enseñaste.”
¿Qué le podía decir yo entonces? ¿Que la patria no lo merecía? ¿Qué la mejor de las ideas no vale la sangre que se pierde? ¿Es digno que una patria condene a muerte a sus mejores hijos?
No sé qué me pasó entonces, pero no pude dejar de llorar. Hasta hoy no he podido dejar de llorar. Por favor, doña Ernestina. Usted puede ayudarme.
(Silencio)
Las vecinas murmuran. Ya ni se molestan en cerrar las ventanas para que yo no pueda oírlas. Yo les pregunto: ¿por qué vosotras sí tenéis a vuestros hijos a vuestro lado? ¿Por qué yo no sé nada del mío?
Sólo me interesan sus cosas, sus cartas, sus libros. Me encierro en su habitación y allí paso las horas. No puedo más. Estoy desgarrada. Mi hijo es mío y no vuestro. Hace un año que me muero. No estoy enferma, pero me muero. Si no me he quemado en la calle, si mi marido no ha salido aún a matar o a martarse, es porque ya estamos muertos. Solo que nadie se ha dado cuenta, ni nosotros mismos.
(Silencio)
Cuando nació era muy pequeñito. Menos de dos kilos y medio. Parecía una niñita y me daba miedo cogerlo en brazos. “Vida mía”, le decía estrechándolo en mi pecho. Después creció muy bien, delicado, pero bien. A los cinco años me dijo: “Mamá, una ola me dejó en la orilla”. Nunca entendí lo que le pasaba, lo que quería. ¡Pero es tan cariñoso! Una ventosa noche, agarrándome la mano, me preguntó: “¿quién llora ahí fuera?”. “Tengo miedo, mamá”, dijo.
(Silencio)
Volvió de su primera campaña muy cambiado. Sus ojos no eran los mismos. Ni su voz. Parecía más recio y firme. Distante. Sus hermanos también lo notaron. Cogió a su sobrino en brazos y se quedó quieto. Frío. Le sudaba el rostro. Tenía tanto miedo.
(Silencio)
Anoche volví a soñar con él. Había una enorme extensión de arena. Era de noche. A veces fogonazos blancos se extendían por el campo. Lo veo intentando esconderse, huyendo. Explosiones. Yo corro tras él. Intento alcanzarlo. Se me escapa. Estoy a punto de agarrarlo por la espalda, pero caigo y él se marcha: no se ha dado cuenta de que era yo quien le seguía. ¿Cómo ha podido no sentir mi presencia? ¿Habrá olvidado mi voz? ¿Por qué seré tan débil? Sus pasos son tan largos.
Hace tres meses una mujer me dijo: “Si no lo hubieses educado así, todavía seguiría contigo”. No puedo quitarme estas palabras de la cabeza. Yo soy la única culpable, señora. Por favor. Pero no puedo seguir sin saber de él. Por favor, permítanle volver.
(Silencio)
(Se tira al suelo)
(Llora)
Ahora rezo, dice. Rezo todos los días. Acudo a la iglesia y rezo. Tal vez Dios y usted pueden ayudarme. Sus padres, don Gonzalo y doña Genoveva son buenos cristianos. Ayúdenme por favor.
Busco amparo. ¿No quiere usted escucharme? ¿Por qué, señora, no me atiende? ¿Acaso ya estoy muerta y aún no me he enterado de ello? Por favor, doña Ernestina. Es usted una buena señora y cristiana. Apiádese de mí, por humanidad.
Él es bueno. Marchó a Francia. En su última carta me decía que estaba en La Lozère, con los guerrilleros. Liberando a Francia. ¿Quién lucharía para liberar a una patria que no es la suya? Es tan generoso. Si usted lo viese y le mirase a los ojos no dudaría de su bondad. Él no está hecho para la guerra. Cuando se fue me dijo que volvería. Por eso aún lo espero. Porque sé que está vivo y que volverá.
(Doña Ernestina ha estado escuchando todo el discurso de la señora de negro sin moverse. Mirándo al frente con la taza de café entre sus dedos. Ahora mueve su mano para tapar el titular del periódico: “La Lozère: un vrai désastre! Des centaines de soldats espagnols sont morts. Un champ du sang”).
(Silencio hecho de otro silencio. Finalmente la señora de negro vuelve a hablar.)
Sólo fue mío mientras era pequeño. Después me lo robasteis. Ahora sólo me habéis dejado el miedo al paso del tiempo, el miedo a olvidar sus ojos, su voz. No tenéis derecho a arrebatarme mis recuerdos.
(Aprovechando el silencio más largo, doña Ernestina deja unas monedas sobre la pequeña mesa redonda. Se levanta, recoge el periódico y los paquetes, y en silencio marcha en dirección a la calle Alfonso XII. Cuando pasa junto a la señora de negro no dice nada, no hace ningún gesto.)

José Manuel Martínez Arias.