lunes, 31 de diciembre de 2018

Terapia:



Tarde de miedos.

El médico dijo con una voz exageradamente aguda:

  • Ahora, señor Fernández, cuénteme todo otra vez desde el principio. Señor Fernández, ¿ha entendido? Señor Fernández, desde el principio otra vez, ¿me comprende?

Entonces el enfermo levantó la cabeza y dirigió una mirada perdida, con las pupilas enormemente dilatadas, hacia el doctor, hacia nosotros, hacia su alrededor. Estaba asustado, volvía a bajar la cabeza, se sujetaba y se frotaba las manos, balbuceaba, la saliva chorreaba por su barbilla. Comenzó a hablar. Su voz era grave, hablaba despacio:

  • ¿El principio? ¿El principio, dice? Creo que todo comenzó unas semanas atrás, o unos meses tal vez. Yo estaba en la habitación de una pensión. Era por la tarde, sí, después de comer, ahora lo veo, creo... Empecé a oír un ruido lejano, apenas un susurro, como el que hace una pelotita de goma que rueda sobre un cristal con arena. Entonces, creo, no me preocupé y seguí trabajando, estaba escribiendo la historia de una mujer joven que temblaba en un rincón, que lloraba en la oscuridad de un rincón, en un rellano, quizá. Estaba describiendo su respiración entrecortada, forzada, imposible, agónica, irreal, cuando el ruido se hizo más evidente. Tal vez subiera de tono o tal vez la pelotita de goma se estuviera acercando, o creciendo, creo.

    Tuve que parar de escribir, sí. Y comencé a buscar el origen del ruido. Desbaraté toda la habitación sin encontrar su causa. El ruido empezó a hacérseme desagradable. Tenía que encontrar su origen. Tenía que pararlo. Creo que fue entonces cuando empecé a obsesionarme con él. No logré descubrirlo, ni pararlo, ni olvidarlo.

    Esa noche, creo, que acabé por reconocer mi impotencia. Después salí a la calle. Había otros ruidos que me impedían oír el mío. Más tarde, tal vez de tanto deambular, lo olvidé o eso creía yo.

    Pero no era así, unos días después el ruido me seguía acompañando. Ya no como el de una pelotita de goma rodando. Ahora había crecido y parecía como el que hace una rata cuando roe una nuez. ¿Me comprende, doctor? ¿Me comprende? ¿Me comprende usted?

  • Sí, señor Fernández, siga, siga. No se detenga. ¿Qué ocurrió cuando usted creyó oír de nuevo ese ruido?

  • No lo creí oír, doctor. Lo estaba oyendo. Yo me había puesto a escribir la historia de esa maldita mujer joven que lloraba en un rincón del rellano, a oscuras. Tenía el pelo largo, recogido en una cola y con un lazo... creo. No podía verle los ojos, porque tenía la cara entre sus brazos. Tal vez estuviese agachada. Entonces, cuando ella iba a girarse para mirarme, el ruido comenzó a crecer. ¿Me comprende, doctor? A crecer, a crecer porque el ruido no había dejado de sonar desde el principio. Aunque otros ruidos lo ocultasen, él seguía allí; había seguido allí desde el primer momento. Solo que ahora era mucho más fuerte, más evidente. Recuerdo que salí al pasillo de mi habitación para buscar a alguien, para que alguien pudiera decirme qué era o de dónde provenía ese maldito ruido. Pero nadie; el pasillo estaba vacío, nadie podía oír lo que yo no soportaba seguir escuchando. ¿Sabe usted, doctor? ¿Sabe usted lo que es oír de día y de noche ese maldito ruido, como el de una rata escarbando en alguna de las paredes de la habitación de esa maldita fonda? ¿Sabe?

  • No, señor Fernández. Lo sé ahora, ahora que usted me lo cuenta. Ahora...

  • ¡Cállese, doctor! ¿Quiere que le siga contando?

    El señor Fernández estaba aterrorizado, muy inestable, lo mismo hablaba pausadamente que comenzaba a elevar la voz y a mover las enormes pupilas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El doctor obedeció y calló. El señor Fernández continuó.

  • Así he estado días,... semanas. Obsesionado con este maldito ruido de día y de noche, de noche y de día. A veces tenía que ponerme los auriculares y estuchar música a todo volumen. Esto me calmaba, la música de una gran orquesta a toda pastilla.

    La otra tarde me puse de nuevo a escribir. La mujer joven seguía llorando en su rincón con su largo pelo recogido, con su cara escondida entre sus brazos. Tal vez fuese una niña, una colegiala, porque creía ver entre las sombras unas piernas delgadas y unos calcetines largos. Estaba llorando, quise acercarme... pero de nuevo el ruido. No era un roedor. Entonces fue cuando lo percibí más claro y más fuerte, incluso sobresaliendo por encima de la música que sonaba estruendosamente en mis oídos. Parecía un sollozo, alguien sollozaba. Tal vez fuese en alguna de las habitaciones laterales. Alguien sollozaba en alguna habitación vecina. Salí al pasillo; todas las puertas estaban cerradas, las aporreé, intenté abrirlas,... nada. El sollozo era clarísimo tras la primera puerta a la izquierda de mi habitación. Empujé la puerta con el hombro y cedió sin dificultades. Nada. Dentro la habitación estaba vacía y ordenada. Nadie parecía haberla ocupado en meses. Después forcé la puerta de la derecha. Nada. Tampoco parecía haber estado ocupada desde meses.

    Estuve días sin salir a la calle. Solo escuchaba música a toda pastilla. Recuerdo que me dolía la cabeza, doctor. Me dolía la nuca, doctor. Insoportable. Como ahora, doctor. Pero no podía dejar de escuchar la música. ¿Quieren ustedes callarse? Este sollozo me está destruyendo, doctor. No puedo más, doctor. Deme algo, doctor. Deme algo o máteme, doctor, por favor.

  • No, señor Fernández. Tranquilícese. Tiene usted que volver a su habitación. Vamos, vuelva, tiene que ser ahora, señor Fernández. Entre de nuevo. ¿Ha entrado ya? Dígame.

  • Sí, doctor. He vuelto a entrar. Todo está alborotado. Es una verdadera pocilga, doctor.

  • Déjese ahora de ello, señor Fernández. Vuelva a su escritorio, siéntese y vuelva a escribir. Describa de nuevo a esa muchacha.

  • Ya le he dicho que no es una muchacha, es una niña o un niño, doctor. Está llorando al final del pasillo, en un rincón. Esconde su cara. Creo que tiene miedo. Doctor, está llorando otra vez y esconde su rostro, doctor. Solloza, doctor.

  • Ahora, señor Fernández. Muy despacio, vaya acercándose a ella. Muy despacio, que no se sobresalte y salga corriendo, señor Fernández.

  • Sí, doctor. Estoy de pie a su lado. Es muy pequeña. No deja de llorar. Tiembla. Creo que me tiene miedo a mí, doctor. Me teme a mí. No deja que la toque. No deja que le toque el pelo, doctor.

  • Ahora, señor Fernández, ahora tiene que hacer que le mire. Intente, con suavidad que le mire a usted. Vamos tóquele el pelo, la barbilla. Que gire la cabeza y que pueda usted mirarla a los ojos. Inténtelo, señor Fernández.

  • No quiere, doctor. No quiere. Ahora, ahora. Pero... pero... pero... qué me pasa, doctor; soy yo, doctor. Soy yo quien llora, doctor. No es una niña, doctor. Esto no puede ser, doctor.

  • Ahora, señor Fernández, ahora. Cójala del cuello. Apriete. Mátela. Ahora, señor Fernández. Hunda sus pulgares en su cuello. Vamos. Con fuerza. Apriete.


El Señor Fernández se hundió en un sueño profundo. Estaba como inconsciente tumbado en el diván. El doctor dijo:

  • Por fin, creo que este pobre diablo ha acabado con su monstruo. Vamos, enfermeros. Dejémoslo descansar. Salgamos de la habitación.


José Manuel Martínez Arias.