lunes, 31 de diciembre de 2018

Terapia:



Tarde de miedos.

El médico dijo con una voz exageradamente aguda:

  • Ahora, señor Fernández, cuénteme todo otra vez desde el principio. Señor Fernández, ¿ha entendido? Señor Fernández, desde el principio otra vez, ¿me comprende?

Entonces el enfermo levantó la cabeza y dirigió una mirada perdida, con las pupilas enormemente dilatadas, hacia el doctor, hacia nosotros, hacia su alrededor. Estaba asustado, volvía a bajar la cabeza, se sujetaba y se frotaba las manos, balbuceaba, la saliva chorreaba por su barbilla. Comenzó a hablar. Su voz era grave, hablaba despacio:

  • ¿El principio? ¿El principio, dice? Creo que todo comenzó unas semanas atrás, o unos meses tal vez. Yo estaba en la habitación de una pensión. Era por la tarde, sí, después de comer, ahora lo veo, creo... Empecé a oír un ruido lejano, apenas un susurro, como el que hace una pelotita de goma que rueda sobre un cristal con arena. Entonces, creo, no me preocupé y seguí trabajando, estaba escribiendo la historia de una mujer joven que temblaba en un rincón, que lloraba en la oscuridad de un rincón, en un rellano, quizá. Estaba describiendo su respiración entrecortada, forzada, imposible, agónica, irreal, cuando el ruido se hizo más evidente. Tal vez subiera de tono o tal vez la pelotita de goma se estuviera acercando, o creciendo, creo.

    Tuve que parar de escribir, sí. Y comencé a buscar el origen del ruido. Desbaraté toda la habitación sin encontrar su causa. El ruido empezó a hacérseme desagradable. Tenía que encontrar su origen. Tenía que pararlo. Creo que fue entonces cuando empecé a obsesionarme con él. No logré descubrirlo, ni pararlo, ni olvidarlo.

    Esa noche, creo, que acabé por reconocer mi impotencia. Después salí a la calle. Había otros ruidos que me impedían oír el mío. Más tarde, tal vez de tanto deambular, lo olvidé o eso creía yo.

    Pero no era así, unos días después el ruido me seguía acompañando. Ya no como el de una pelotita de goma rodando. Ahora había crecido y parecía como el que hace una rata cuando roe una nuez. ¿Me comprende, doctor? ¿Me comprende? ¿Me comprende usted?

  • Sí, señor Fernández, siga, siga. No se detenga. ¿Qué ocurrió cuando usted creyó oír de nuevo ese ruido?

  • No lo creí oír, doctor. Lo estaba oyendo. Yo me había puesto a escribir la historia de esa maldita mujer joven que lloraba en un rincón del rellano, a oscuras. Tenía el pelo largo, recogido en una cola y con un lazo... creo. No podía verle los ojos, porque tenía la cara entre sus brazos. Tal vez estuviese agachada. Entonces, cuando ella iba a girarse para mirarme, el ruido comenzó a crecer. ¿Me comprende, doctor? A crecer, a crecer porque el ruido no había dejado de sonar desde el principio. Aunque otros ruidos lo ocultasen, él seguía allí; había seguido allí desde el primer momento. Solo que ahora era mucho más fuerte, más evidente. Recuerdo que salí al pasillo de mi habitación para buscar a alguien, para que alguien pudiera decirme qué era o de dónde provenía ese maldito ruido. Pero nadie; el pasillo estaba vacío, nadie podía oír lo que yo no soportaba seguir escuchando. ¿Sabe usted, doctor? ¿Sabe usted lo que es oír de día y de noche ese maldito ruido, como el de una rata escarbando en alguna de las paredes de la habitación de esa maldita fonda? ¿Sabe?

  • No, señor Fernández. Lo sé ahora, ahora que usted me lo cuenta. Ahora...

  • ¡Cállese, doctor! ¿Quiere que le siga contando?

    El señor Fernández estaba aterrorizado, muy inestable, lo mismo hablaba pausadamente que comenzaba a elevar la voz y a mover las enormes pupilas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El doctor obedeció y calló. El señor Fernández continuó.

  • Así he estado días,... semanas. Obsesionado con este maldito ruido de día y de noche, de noche y de día. A veces tenía que ponerme los auriculares y estuchar música a todo volumen. Esto me calmaba, la música de una gran orquesta a toda pastilla.

    La otra tarde me puse de nuevo a escribir. La mujer joven seguía llorando en su rincón con su largo pelo recogido, con su cara escondida entre sus brazos. Tal vez fuese una niña, una colegiala, porque creía ver entre las sombras unas piernas delgadas y unos calcetines largos. Estaba llorando, quise acercarme... pero de nuevo el ruido. No era un roedor. Entonces fue cuando lo percibí más claro y más fuerte, incluso sobresaliendo por encima de la música que sonaba estruendosamente en mis oídos. Parecía un sollozo, alguien sollozaba. Tal vez fuese en alguna de las habitaciones laterales. Alguien sollozaba en alguna habitación vecina. Salí al pasillo; todas las puertas estaban cerradas, las aporreé, intenté abrirlas,... nada. El sollozo era clarísimo tras la primera puerta a la izquierda de mi habitación. Empujé la puerta con el hombro y cedió sin dificultades. Nada. Dentro la habitación estaba vacía y ordenada. Nadie parecía haberla ocupado en meses. Después forcé la puerta de la derecha. Nada. Tampoco parecía haber estado ocupada desde meses.

    Estuve días sin salir a la calle. Solo escuchaba música a toda pastilla. Recuerdo que me dolía la cabeza, doctor. Me dolía la nuca, doctor. Insoportable. Como ahora, doctor. Pero no podía dejar de escuchar la música. ¿Quieren ustedes callarse? Este sollozo me está destruyendo, doctor. No puedo más, doctor. Deme algo, doctor. Deme algo o máteme, doctor, por favor.

  • No, señor Fernández. Tranquilícese. Tiene usted que volver a su habitación. Vamos, vuelva, tiene que ser ahora, señor Fernández. Entre de nuevo. ¿Ha entrado ya? Dígame.

  • Sí, doctor. He vuelto a entrar. Todo está alborotado. Es una verdadera pocilga, doctor.

  • Déjese ahora de ello, señor Fernández. Vuelva a su escritorio, siéntese y vuelva a escribir. Describa de nuevo a esa muchacha.

  • Ya le he dicho que no es una muchacha, es una niña o un niño, doctor. Está llorando al final del pasillo, en un rincón. Esconde su cara. Creo que tiene miedo. Doctor, está llorando otra vez y esconde su rostro, doctor. Solloza, doctor.

  • Ahora, señor Fernández. Muy despacio, vaya acercándose a ella. Muy despacio, que no se sobresalte y salga corriendo, señor Fernández.

  • Sí, doctor. Estoy de pie a su lado. Es muy pequeña. No deja de llorar. Tiembla. Creo que me tiene miedo a mí, doctor. Me teme a mí. No deja que la toque. No deja que le toque el pelo, doctor.

  • Ahora, señor Fernández, ahora tiene que hacer que le mire. Intente, con suavidad que le mire a usted. Vamos tóquele el pelo, la barbilla. Que gire la cabeza y que pueda usted mirarla a los ojos. Inténtelo, señor Fernández.

  • No quiere, doctor. No quiere. Ahora, ahora. Pero... pero... pero... qué me pasa, doctor; soy yo, doctor. Soy yo quien llora, doctor. No es una niña, doctor. Esto no puede ser, doctor.

  • Ahora, señor Fernández, ahora. Cójala del cuello. Apriete. Mátela. Ahora, señor Fernández. Hunda sus pulgares en su cuello. Vamos. Con fuerza. Apriete.


El Señor Fernández se hundió en un sueño profundo. Estaba como inconsciente tumbado en el diván. El doctor dijo:

  • Por fin, creo que este pobre diablo ha acabado con su monstruo. Vamos, enfermeros. Dejémoslo descansar. Salgamos de la habitación.


José Manuel Martínez Arias.

domingo, 18 de noviembre de 2018

La "seductriz":


De colores.

Por la mañana es Iván. Pantalón chino gris, negro o, excepcionalmente, azul marino. Camisa de algodón fino blanca, gris, negra,... Americana oscura, corte slim o similar, lisa o a rayas...
Por la tarde es Inés. Pantalones de piel ajustados y de colores brillantes. Blusa o top de llamativas flores, de topos variados -que asaltan-. Chaqueta o blazer informal, cuello beige de piel sintética con cálida pelambre. Colores, muchos colores en el rostro en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas en el cuello...

Iván conoció a Pedro hacía tres meses, pero a Pedro quien verdaderamente lo enamoró fue Inés. Una noche hecha de humos... Pedro le acercó una copa de vino tinto a Inés. Ella lo miró, le guiñó un ojo, esbozó una sonrisa con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia su maquillada mejilla derecha, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su blanca muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos rosas muy finos y largos. Pedro no pudo sino sucumbir al poderoso encanto que, en forma de nimbo luminoso, emanaba de Inés, encanto ingenuo, infantil. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva angélica ama de ojos verdes, voz grave y secretos misteriosos en demanda de ser revelados.

Van tres meses de convivencia e Iván o Inés y Pedro no pueden imaginarse sus vidas separadas. Su conexión es absoluta, como el verde del cielo al atardecer y el gris del mar, -creen-: sienten que realmente siempre estuvieron juntos, aunque no fueran capaces de conocerse o de dirigirse el uno al otro, pero siempre siempre, aunque en su ignorancia, habían estado el uno al lado del otro, como el azul y el amarillo convergiendo en el verde de sus miradas. Tal vez espalda contra espalda habían sido condenados a no verse nunca. Pero un golpe del destino, un azar en aquella noche secreta, un nudo en el hilo de sus vida, un salto cuántico en una dimensión desconocida había logrado girarlos y colocarlos frente a frente, cara a cara, verde contra verde y ya nunca nada podría hacer que se separasen, nunca nada podría interponerse entrambos, disolverlos, separarlos. Salvo, claro está, la familia de Pedro.

Su madre era una piadosa mujer, conservadora y paciente. Su amarilla piel envejecida conservaba en sus pliegues no solo el tiempo transcurrido, sino también la memoria pasada. En sus surcos podían leerse todas sus experiencias vividas sentidas imaginadas. El padre de Pedro era además un conservador militante verde caqui, porque militar era, coronel del ejército de tierra. Hombre adusto, malencarado, serio, de poblado y rizado bigote. Pedro adoraba a sus padres y quería, necesitaba que conocieran a Inés o a Iván.
Para Iván era un problema, para Inés también. Según él, Pedro debía hablar antes con sus padres, tenerlos informados: tal vez ellos no supieran o sospecharan que su hijo Pedro el albo pudiera enamorarse de un muchacho como él. Según ella, era un mal comienzo no informar desde el principio a los padres de Pedro que por las mañanas se llamaba Iván.
Pedro no quería preámbulos y concertó una cena en casa de sus padres para, según les dijo, presentarles a su pareja, a la persona que más feliz lo hacía, a la persona con la que quería compartir cada minuto cada segundo cada instante de su vida.

Iván o Inés estaban echos un lío. Iván creía que debía ir a la cena como Inés, pero Inés opinaba que tal vez fuese más correcto ir como Iván. Finalmente decidieron ir ambos: vestido como Iván (pantalón chino gris. Camisa de algodón fino blanca. Americana gris, corte delicado, lisa, de hilo de lana muy finamente trenzado), pero maquillado como Inés (colores, muchos colores en el rostro en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas en el cuello...). Los ojos y los labios de Inés eran verdaderamente más grandes, atractivos y sensuales que los de Iván. De esto no cabía duda alguna.
Pedro estaba encantado esta tarde. Por fin sus padres conocerían a Iván el gris, sobre todo su padre, por fin conocería a la multicolor Inés.

Fue la madre de Pedro quien abrió la puerta, detrás su marido el militar con su vistoso bigote. Pedro hizo las presentaciones: “madre, padre,... ésta es Inés aunque algunos por las mañanas la llaman Iván. Es encantadora y desde hace tres meses no entiendo mi vida sin ella. Espero que os guste”. Los cuatro pasaron al salón, la mesa ya estaba preparada. La ocre madre de Pedro quería sonreír, pero tal vez se le escapase una lagrimita y tal vez por ello marchó a la cocina. Pedro el albo la siguió. Iván o Inés y Pedro-padre-caqui se quedaron solos en el salón, de pie junto a la lujosa mesa preparada para acoger los más deliciosos sabores. Pedro-padre parecía nervioso enfadado sorprendido. Iván o Inés estaba nervioso sorprendido temeroso. De repente Pedro-padre llenó una copa de vino tinto y la alargó hacia Iván o Inés. Ella o él lo miró, le guiñó un ojo verde, esbozó una sonrisa roja con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia su mejilla derecha maquillada, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos muy finos, largos y rosas. Pedro-padre no pudo dejar de sucumbir al poderoso encanto que emanaba de Inés o Iván, encanto multicolor con no pequeñas dosis de celeste ingenuidad pero con algunas gotas de misterioso malva. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva ama de ojos verdes, voz grave y secretos en demanda de ser revelados.


José Manuel Martínez Arias.

viernes, 12 de octubre de 2018

Llamador y silencio:



Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar,
de nuevo volveré y os tomaré conmigo,
para que donde yo estoy estéis también vosotros”.
(Juan, Evangelio. 14, 3)

Una multitud apasionada se agolpa en la calle que lleva el nombre de su rey y en la plaza donde confluye la misma. La noche, joven aún, está siendo vencida lentamente por los débiles cirios encendidos. Los nazarenos y los penitentes avanzan inexorablemente hacia la catedral. El paso ya recorre los últimos tramos de su calle. A su altura se hace el silencio más absoluto. Miles de personas enfervorecidas permanecen calladas cuando el paso desciende hasta el suelo a la voz del capataz. Unos minutos de espera y descanso para los costaleros que portan la imagen. Un leve murmullo mientras las patas de la parihuela reposan en firme. Después, silencio. La voz queda del capataz: “Vamos”. La cuadrilla en posición. Suena el golpe sordo del llamador, un solo golpe. El paso se levanta a pulso, lentamente, y un silencio escalofriante cubre como un manto a todos los presentes.
De repente, los ojos de todos se abren redondos como pistas de circo, las bocas redondas como plazas de toros. Jesús del Gran Poder se está moviendo, no es el paso el que se mueve, es él mismo quien suelta la cruz que lleva sobre su hombro en el montículo del paso, se quita la corona de espinas y con una grácil genuflexión la deposita sobre el manto de flores, de un salto se lanza a la calle, sus potencias se refugian en el interior de sus ojos y, con las manos unidas, comienza a caminar.
Nadie sale de su asombro. Todos gritan. Unos lloran, unos claman, unos ríen. Una extraña locura parece haberlos poseído a todos. El hombre de túnica morada, porque hombre parece y la túnica es la misma que llevaba cuando su alma era de madera, camina silenciosamente recorriendo el itinerario previsto hacia la catedral. Todos van apartándose a su paso, manteniendo unos metros de distancia a su alrededor, pero todos quieren seguirlo. Algunos osados o necesitados o esperanzados intentan, sin lograrlo, tocarle los vestidos. Sus ojos de fuego miran a un punto lejano, más allá del final de la calle, del final de la plaza, más allá de todo horizonte. Su paso lento es firme. Cuando enfila la calle sierpes se detiene un instante, respira profundamente como si llevara siglos sin hacerlo, disfruta del aire frío de la madrugada y continúa andando. Su tez morena se oculta en las sombras; sus ojos, ya más apagados, aún conservan una llama en su interior. Cuando se encuentra al final de la calle, justo cuando va a adentrarse en la plaza de san francisco, se detiene de nuevo y respira. Una mujer joven rompe el círculo de respeto que todos le han dejado, se le acerca y pregunta. “¿Eres tú, Señor, que has vuelto?” El gran poder, refugio de inocentes, mira a la mujer que se retira en silencio con su respuesta. Otros también le increpan, pero él ya ha emprendido de nuevo su marcha lenta hacia la catedral. Un agente de la policía urbana se le acerca por su costado, su mano toca el paño que lo cubre, pero no puede detener la marcha del señor. El agente retrocede con la imprudente mano adormecida. Al final de la avenida de la constitución, el señor se detiene bajo el pórtico de la catedral, se gira, bendice a la multitud, se adentra en el templo. Las autoridades eclesiásticas expulsan del mismo a todos los nazarenos, penitentes, costaleros y demás protagonistas de la fiesta y cierran todas las puertas de la iglesia. El señor, con las piernas cruzadas en el suelo del coro, permanece quieto y en silencio. Ninguna autoridad osa perturbar sus oraciones.

Toda la noche ha permanecido el señor en el suelo de la basílica, toda la noche en silencio y la quietud más absoluta: más que hombre parece talla, a no ser por las llamas que encienden sus ojos, por el sudor que mana de su frente y por la sangre que como un fino hilo ha comenzado a brotar de sus muñecas y de sus empeines.

Ya de amanecida se le acerca un hombre de alta sotana. Permanece en silencio unos minutos junto al señor. Finalmente pregunta: “¿Eres quien esperamos, que has vuelto como prometisteis?” No haya respuesta el arzobispo. Aún se mantiene junto al señor varias horas. Pero en la iglesia solo se escucha, ominoso, el silencio. Finalmente, tal vez cansado, o decepcionado, o desesperanzado, o aburrido, o desconfiado, o enfadado, o confundido, o perplejo, o angustiado, o dolido el arzobispo se levanta y se marcha.
Pasa otra jornada y concluye. A la mañana siguiente, sábado santo, otras autoridades deciden increpar al orante. Felipe VI de España, el presidente del Parlamento Europeo, el presidente de la Comisión Europea, el presidente de los Estados Unidos de América, el de la Federación Rusa, y otras más de quince autoridades se dirigen al señor y le preguntan: “¿Eres quien pareces ser?” El señor, refugio de culpables, los mira a todos con sus ojos encendidos, uno a uno, y permanece en silencio; después se refugia de nuevo en su interior, parece descansar.
Las autoridades se van marchando.

Las televisiones, las radios, los periódicos no dejan de publicar explosivos titulares: “el señor está con nosotros”, “el señor guarda silencio”, “¿qué calla el señor?”, “¿para qué ha vuelto el señor?”. Algunos medios concluyen: “Esto es el apocalipsis”. Otros: “Finalmente era el único dios verdadero”. La locura recorre las calles: quienes creen que llevaban una vida disoluta, o quienes creen que se regodeaban en la maldad, en el oportunismo o en la perversión corren despavoridos y claman perdón; quienes creen lo contrario sonríen a todas horas, se abrazan por las calles, y cantan y danzan cogidos de las manos. El señor, en silencio, parece llorar; de sus muñecas y de sus pies brota un río de sangre que sale ya por todas las puertas de la catedral, baja las escalinatas y se extiende por las calles de Sevilla en todas direcciones. El río está teñido de rojo como el cielo del atardecer.
Al amanecer siguiente, domingo de resurrección según quiere la tradición, acude a la iglesia el papa Benedicto XVI, quien sumisamente se acerca al señor, apoya sus manos en sus hombros y le dice: “Por favor, ayúdame”. El señor parece conmoverse, levanta la mirada y responde. “¿Qué necesitas?”. “Necesito perdón, dios”. El señor parece irritado: “Eras tú quien debías mostrar el camino”. “Lo sé, señor -responde el papa-, pero... ¡el camino está tan borroso y es tan incierto! ¡Ayúdame! ¡Ayúdanos!” “Vine a tomaros conmigo una vez preparado el lugar, pero... ¡habéis trabajado tanto para borrar el camino, que ya no sé hacia dónde conduciros! Tal vez sea tarde mi venida, tal vez subestimé vuestra inteligencia o vuestra capacidad de acción y dominio, tal vez la vida del hombre sea un error”. “Por favor, señor -respondió Benedicto-. No te vayas y nos dejes en soledad. Tú eres el gran poder. No todo debe estar perdido. Piensa que tal vez haya aún tiempo, que tal vez hayas vuelto demasiado pronto. Concédenos más tiempo para emprender nuevas tareas. Por favor”. El señor cerró los ojos, meditó y al caer la noche pronunció su sentencia: “Así sea concedido”. Después su cuerpo se inflamó. Quizá fuesen las llamas de sus ojos quienes iniciaron la combustión. Rápida combustión que sólo dejó a los pies del albo padre un leve montículo de cenizas que el viento no tardó en dispersar por la nave, por los aires, por los cielos, por las aguas del río, eliminando con ellas toda mancha de sangre que ya se iba expandiendo por todos los continentes de la tierra.
José Manuel Martínez Arias.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Renacimientos:



Otro amor de verano.

Se colocó frente a la taza del váter, se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, y se dispuso a orinar. Con delicadeza se pellizcó el escroto y el glande, deseando que un grueso chorro de orina brotase con fuerza de su polla. Nada. Nada brotó, aunque sentía unas ganas enormes de orinar. Después de más de cinco minutos de espera, comenzó a expulsar un ligero hilo de orina y unas cuantas gotas que apenas amarillearon el depósito del váter. Aún con ganas de orinar, se agachó, se subió los calzoncillos y los pantalones, no se lavó las manos, y salió del cuarto de baño con la cabeza baja, la mirada perdida y los hombros caídos. Este era Andrés, profesor jubilado de literaturas comparadas, de sesenta y cinco años, soltero, putero y aficionado al tabaco de calidad y al güisqui caro.

De joven había querido ser escritor, pero pronto descubrió que carecía de sensibilidad y de imaginación: era incapaz de inventar ninguna historia nueva, ninguna anécdota que no hubiese vivido con anterioridad, pero sobre todo era incapaz de imaginar lo que hubieran sentido los protagonistas de sus historias. Hecho este extraordinario dado que cuando leía historias escritas por otros, entonces se introducía con pasión en los relatos y ya se imaginaba ser John Silver, ya el Conde de Montecristo o ya Margarita Gautier. Una vez que comprendió que no estaba destinado para la literatura creativa, se dedicó al disfrute de la lectura y, con ello, acabó ejerciendo de profesor en una facultad de filología de Madrid. De hecho este momento fue el de la primera muerte de Andrés. Él sintió cómo su vida, de no estar dedicada a la creación, carecía de sentido, para nada la quería. Ahí comenzó su afición al güisqui y a las putas, al fin y al cabo, pensaba, una esposa no era más que una puta aburrida y cara.
No obstante esta primera muerte, también tuvo Andrés un primer renacimiento. Fue a comienzos del año escolar 83-84. Aquel año impartía un curso sobre novela decimonónica europea y a sus clases se habían apuntado un grupo insoportable de señoritas demi-vierges que suspiraban cuando apenas había terminado de leer algún texto. Aunque sus ojos lo miraban a él y sus oídos parecían escuchar los textos leídos por él, realmente, ni los ojos ni los oídos de estas señoritas eran capaces de mirar o de oír nada que ocurriera fuera de sus propias cabezas: jóvenes onanistas que confundían sus vulgares deseos con sus amores soeces. Pero, en cambio, una jovencita morena de pobladas cejas y de ojos negros destacaba en ese grupo de aspirantes a capadoras de jóvenes incautos y de locas ansiosas de rellenar sus huecos internos y vidas vacías con sonrosaditas carnes, mocosas narices y desentonados gritos. Esa morena delgada, de pechos generosos y ropa ceñida, miraba de forma diferente, lo miraba a él, atendía a la lectura de los textos, disfrutaba con ellos, y, especialmente, miraba sus labios cuando leían, y sus ojos cuando la miraban a ella, únicamente a ella. El curso se hubiese convertido en un prometedor diálogo entre dos solitarios aislados, si no hubiera sido por esas espectadoras parásitas, maledicentes cotillas y mujerucas de banales aspiraciones que en un mundo menos hipócrita solo hubieran servido para ser esclavizadas, sodomizadas y vejadas por pestilentes viejos babosos que satisficieran sus desequilibrados deseos con el color de sus billetes. Ella destacaba por encima de esas calamidades. Tal vez fuese por la falta de imaginación y de sensibilidad de él, o por la patológica timidez de todo profesor, o, tal vez, por la excesiva prudencia que de ella emanaba, pero los hechos fueron que transcurrió el curso, que él nunca le dirigió ni una sola palabra que no tuviera que ver con Flaubert, con Stendhal, con Dostoievski o con Tolstói, y que la joven morena despareció contoneándose del campus con una matrícula de honor en el certificado de sus calificaciones. El último día de clases, la joven se había pasado por el despacho de Andrés. Quería consultarle algo, que la aconsejase sobre algo. Había llamado a la puerta cerrada con tres toques de nudillos. Él había abierto sorprendido y cuando la vio frente a sí apenas pudo subirse las gafas, ajustarse los lazos de la pajarita y articular unas leves palabras. “¿Se-se-señorita? ¿Qué-qué desea?”. “Querría saber si podría usted aconsejarme”, dijo ella. “¿Aco-consejarla? ¿Sobre qué-qué?”, había preguntado él impostando la entrecortada voz. “Sobre literatura, profesor. Querría que me indicase algunos conocimientos que debería alcanzar durante este verano. ¿Sería usted tan amable?”. “¿Tan amable? Cla-claro hija, pase y sién-én-tese”. Su primer renacimiento consistió en recuperar la confianza en su capacidad de sentir: la voz de la muchacha era grave y sensual como un murmullo que llegase de muy lejos, de una caverna subterránea; sus labios, enormes y rojos, debían ser la entrada a esa caverna misteriosa, poblada de ángeles benéficos que debían de transportarle con sus alas a algún paraíso solo por ella conocido; sus ojos, negros y profundos, predisponían a la desorientación absoluta en que se encontraba Andrés. Un enorme vigor se había apoderado de él cuando se produjo el roce de una de sus rodillas con la propia. Una corriente eléctrica se había descargado en esa rodilla, había corrido por sus nervios hasta su columna y se había estrellado en forma de sensación placentera en la base de su cráneo. Este choque violentísimo le hizo levantar la pierna y darle un puntapié a la papelera colocada junto a su escritorio, que se volcó desparramando por el suelo su última colección de fotografías de jóvenes semidesnudas llamada “¡Cuba Libre!”. “Señorita”, había dicho, “no se equivoque usted conmigo. No soy co-co-comunista”. Ella se limitó a sonreír. Apenas cinco minutos después esa luz del universo había salido del despacho con una lista de obras y de autores imprescindibles y él se había quedado solo, despatarrado sobre el sillón, derrotado como héroe tras cruenta batalla y con la amarga sensación de ser el más imbécil de los mortales: había sido invitado por los dioses a visitar el paraíso y había renunciado a la invitación por absurda incomparecencia.
No obstante, la intensa emoción que vivió durante ese curso y, sobre todo aquellos apenas cinco minutos, le devolvieron toda la pasión perdida años atrás emprendiendo así un verano creador repleto de mala literatura, de vomitivos relatos para viejas ñoñas y de un inexistente presupuesto para gastos sexuales. Ese verano, puro sexualmente, estuvo repleto de amor soñado, de amor recuperado, de amor idealizado, de amor pleno, bello e inocente. Fue su verano de amor.

En septiembre comenzó un nuevo curso escolar y Andrés fue a su primera clase debidamente perfumado y trajeado para, desde la cima de su tarima, buscar con la mirada a su querida joven morena entre las huecas mujeres que lo miraban con supuesto e impostado embeleso. Pero ella no volvió a aparecer por la facultad ni ese día ni ningún otro y su ausencia mató de nuevo a Andrés. Esta, su segunda muerte, llegó con dilatadas zambullidas en el güisqui y recurrentes visitas a las casas de señoritas de las afueras de la ciudad: mujeres con ojos pintados de colores vistosos, bocas pestilentes rellenas de viejas almenas, y voces rotas y ajadas que apenas si podían prometer un soez placer animal.

Después de treinta y cinco años, Andrés, ya viejo y permanentemente malhumorado, solitario y poseído por una suerte de malaje que hacía que todos se alejaran de él, que su mera presencia fuera suficiente para expulsar a todos de su vera, ya no recuerda ni la voz, ni los labios, ni los ojos de aquella morena sensual de su segunda muerte; pero sí que recuerda aquel primer renacimiento. Guarda como un tesoro los ripiosos relatos de amor que escribiese aquel verano de amor soñado, de vez en cuando los relee, sobre todo en las noches frías de invierno que le impiden salir de casa; pero siempre recuerda que hubo al menos un día y un momento en que llegó a sentir una corriente eléctrica por todo su cuerpo y daría todo el resto de vida que le quedase por volver a sentir algo parecido.

La noche le empujó a salir; mayo llegaba a su final y empezaba a hacer calor, así que decidió conducir hasta la casa de citas habitual. Pero no tuvo más remedio que parar a mitad de camino, malestacionar el coche en una esquina y entrar en el primer bar que encontró abierto. Tenía unas enormes e irreprimibles ganas de orinar. Se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, se pellizcó suavemente el escroto y el glande, y esperó. Como ya venía siendo habitual el caño deseado no apareció; las ganas de orinar eran enormes, pero nada brotaba de su polla. Después de varios minutos cayeron unas gotas que no calmaron sus necesidades. Con el rostro aburrido se subió los calzoncillos y los pantalones, se abotonó la bragueta, se abrochó el cinturón y salió del baño. Se dirigió a la barra y, con los hombros bajados y la cabeza agachada, pidió un güisqui doble. La camarera apenas lo miró, le sirvió el licor, puso un posavasos y depositó la copa en él. La mano de Andrés esperaba el contacto con el cristal frío cuando se topó con la mano de la camarera. Sus dedos se tocaron un instante y de pronto se produjo de nuevo el milagro: una corriente eléctrica partió desde el exterior del dedo meñique de su mano derecha, corrió a todo lo largo del antebrazo y del brazo, llegó a la columna y se estrelló con virulencia en la base de la nuca. Andrés sintió un vértigo olvidado, miró a la camarera vieja, de cejas pobladas, de pelo ajado teñido de rubio, de ojos negros y de labios deprimidos, y sintió un movimiento repentino en el interior de su bragueta. Este era el anuncio innegable de su segundo renacimiento, de un nuevo verano de amor que aún le reservaba la vida, de un nuevo paraíso al que no estaba dispuesto a renunciar.

José Manuel Martínez Arias

viernes, 6 de julio de 2018

Tienda de antigüedades:


Otra máquina de coser.

El escaparate era tan pequeño, tan mal iluminado, tan poco atractivo que bien podría decirse que la tienda carecía de él, y, en consecuencia, que la tienda no era tal. La puerta era igualmente pequeña, como una puerta cualquiera de un apartamento actual y, además, estaba embutida entre los muros de un anchísimo umbral al que se llegaba después de bajar cinco escalones. Más que tienda de antigüedades, parecía sótano. Pero una vez dentro, la tienda cobraba vida: una infinidad de objetos viejos parecían mirarte y decirte: “¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que aún estamos activos? Venga. Utilízanos con respeto”. Entre las diferentes zonas umbrías podías encontrar lámparas de aceite, quinqués, cuadros, alguna escultura, imágenes de madera con motivos religiosos o mitológicos, muebles de más de cien años, objetos metálicos como astrolabios o telescopios simples, lupas, gafas, máquinas de escribir, un piano junto a un violoncelo, taburetes tallados con filigranas de diferentes maderas, tableros de ajedrez y piezas de marfil o de cristal, copas, cubiertos de plata, ajuares de cerámica pirograbada,... pero en el fondo de la última sala estaba la joya que llamaba toda mi atención: una máquina de coser que había pertenecido a mi bisabuelo materno y que después de peripecias varias había ido a parar a aquella tienda de antigüedades de Madrid. Era una máquina que había sido fabricada en Londres por el mismo Thomas Saint a finales del siglo XVIII. Estaba construída en madera de haya, amarilla, con cajones en la base para guardar los hilos y las agujas, uno de ellos -el de la izquierda- con una pequeña muesca en la parte trasera, pero con el corazón y la rueda de acero, y la manivela de baquelita negra. Parecía abandonada en el rincón de la sala, tal vez porque ella había conocido algunas historias que harían que cualquiera envejeciera cien años en minutos de haberlas podido conocer. Yo había sido testigo indirecto de algunas de ellas. Era una máquina maldita como el lector podrá comprender si continúa leyendo esta inesperada historia.
Mi bisabuelo había adquirido la máquina en uno de sus viajes a tierras británicas a mediados del siglo XIX. El vendedor se lo había advertido varias veces: “No le vendo la máquina, se la regalo, porque quiero deshacerme de ella. Esta máquina me ha traído mala suerte y de seguro que se la traerá a quien pase a ser su dueño”. Mi bisabuelo, que era un hombre de ciencias y que no creía ni en la mala ni en la buena suerte, decidió quedarse con la máquina, dado que seguro que le encantaría a su joven esposa. Incluso le dio algo de dinero al vendedor, más pendiente de deshacerse del aparato que del dinero que pudiera recibir por él. Perfectamente embalada en una caja de pino la transportó en una carreta hasta el puerto que debía traerlo de vuelta a España. Y digo que debía traerlo, porque no más partir del puerto, no más salir por la bocana, una roca imprevista, una ola más alta de lo normal o un viento repentinamente impetuoso abrieron una grieta en el casco de la nave que acabó hundiendo el barco a dos millas de la orilla. Cuando los tres pesqueros auxiliadores llegaron al lugar del naufragio ya habían perecido en las aguas del Canal de la Mancha más de dos tercios del pasaje. Mi bisabuelo logró salvar la vida gracias a que pudo subirse a uno de los escasos botes salvavidas. La caja de pino que contenía la máquina apareció en la superficie del mar apenas unos minutos después de la llegada de los salvadores y después de varias horas estaba de nuevo junto a su dueño, que comenzó a mirar a la caja y a la máquina que yacía en su interior con no pocas reticencias. Sus convicciones ilustradas eran demasiado fuertes como para que desapareciesen por un lamentable accidente. Así que decidió volver a embarcar días después junto a su máquina con destino a Santander y esta vez no ocurrieron ni accidentes ni ningún otro problema. No obstante, días después, cuando mi bisabuelo llegó a Madrid, decidió, sin dar explicaciones, ocultar la máquina en lo más profundo del sótano de su casa y jamás la sacó de allí ni se la mostró a nadie. Parece ser que nunca le habló a nadie de la máquina, y que nunca insinuó siquiera nada que pudiera hacerle pensar a nadie que la máquina estaba maldita, pero tampoco lo contrario. En el sótano de la casa de Madrid permaneció la máquina durante años, ignorada por todos, hasta que mis abuelos maternos decidieron reformar la casa.
Mi abuela era una mujer de mediana edad, felizmente casada con su marido y con cinco hijos. La más pequeña de todos sería, algunos años después, mi madre. Mi abuelo dirigía la agencia central del Banco de Inglaterra en Madrid, y como todas las familias felices de la época, su vida transcurría entre lo aburrido, lo cursi, lo tradicional y la perpetua falsa indignación que les provocaban los políticos y que animaba las conversaciones de salón de todos los burgueses castellanos del momento. Probablemente no tendría nada interesante que contar de ellos a no ser por la máquina de coser recién descubierta por mi abuela. Nada más verla en el sótano, la mandó limpiar y la colocó en la salita de estar para tenerla a su disposición cuando ella quisiera. Mandó llamar a un técnico que la regulase y que le enseñase su uso, y a una costurera que la iniciase en los primeros conocimientos sobre patrones y confecciones más o menos delicadas y difíciles. Semanas después decidió que ya era hora de comenzar a coser y por ello le pidió a la costurera que le enviase un patrón para hacerle unas faldas a su hermana Marisa, mi tía abuela. La tarde fue nefasta. Nada más salir de casa, una vez dejados en ella los patrones, la costurera fue atropellada por un carro. La rueda del dicho carro le aplastó una mano y quedó manca desde aquel día. Pero ella tuvo suerte, dado que el técnico que había enseñado el manejo de la máquina a mi abuela, apareció cadáver esa misma noche. Unos ladrones le habían asestado cinco puñaladas en el vientre que acabaron por desangrarlo en minutos, probablemente para robarle el dinero que esa misma mañana había cobrado de mi abuela. Pobre hombre, no tuvo tiempo de gastar lo que ya había trabajado. Claro que mi abuela no asoció entonces la mala suerte de ambos con la máquina de coser. Por ello inició la labor de las faldas de su hermana sin ningún temor.
Marisa debía estar contentísima aquella tarde en que iba a estrenar la falda de flores que le había hecho su hermana. Esa tarde habría baile en la Plaza Mayor y de seguro que la falda le traería suerte y animaría al mozo por el que ella suspiraba a que se le acercase y le pidiese bailar. Nada de lo cual ocurrió como ella esperaba: el mozo tenía las pretensiones que Marisa imaginaba, pero destinadas a otra moza, vecina y lo más estúpido que podía encontrarse en Madrid. Esto provocó lagrimas en los ojos de Marisa, pero las lágrimas se convirtieron en auténticos arroyos cuando comenzó a sentir una picazón en sus piernas. “Hermana, volvamos a casa que no aguanto más. Me pican las piernas y por más que me rasco no se me calman”. “Hermana, por favor, deja ya de hablar con todos y volvamos a casa”. Cuando llegaron a casa ya llevaba varias calles con las faldas levantadas, porque no aguantaba ni el más leve roce con la tela. Tenía las piernas ensangrentadas, absolutamente desolladas. De cintura para abajo en lugar de piernas tenía una par de masas amorfas cubiertas de pus y de sangre. Algo le comía las carnes y dejaba sus piernas en los huesos. Nunca más logró andar y, por supuesto, nunca nadie volvió a verle las piernas. Todos asociaron los picores a alguna reacción alérgica a la tela y asunto lamentablemente zanjado, pero a nadie se le ocurrió que el problema podría venir de otro lado.
Desde entonces mi abuela comenzó a coser como loca con la máquina. Como loca literalmente, porque loca se volvió: cosía y cosía y no hacía otra cosa que coser, pero no cosía nada, es decir, no utilizaba patrones ni medía las hechuras de nadie, simplemente cosía telas con telas, trapos con trapos, pantalones con pantalones como si confeccionara trajes para monstruos de diez piernas. “Sofía”, le decía mi abuelo, “¿pero qué haces todos los días en la salita cosiendo esas cosas tan raras”. “¿Tan raras?”, respondía ella. “No entiendes nada. Eres un burro. ¿No ves que si los uno no se separan?”. “¿Qué le ocurre a Sofía?”, se preguntaba mi abuelo. Una tarde mi abuela se llegó a coser los dedos de las manos y los labios de la boca. Mi abuelo, desesperado, la ingresó en un sanatorio, pero aunque la descosieron, nunca más volvió a abrir la boca para decir nada.
Podría contar algunas historias más que ocurrieron en mi familia hasta que todos se percataron del poder maléfico y trastornador de la máquina de coser inglesa. Mi abuelo intentó deshacerse de ella, regalarla, arrojarla al Manzanares, pero era imposible: siempre ocurría algo que hacía que la máquina volviera al sótano. No sé cómo finalmente mi padre logró legarla a un viajante de Toledo. Y ahora me la encuentro en esta tienda de antigüedades. Sé que es la misma porque tiene una muesca en la parte trasera del primer cajoncito de la izquierda, como ya refiriese. La miro fijamente y siento que ella también me está mirando. Empiezo a sentir un ligero temblor, noto que me falta el aire, que no puedo respirar. Me asfixio. Con dificultades agarro un perchero y, con fuerzas, la emprendo contra la máquina. “O la rompo a ella o ella me rompe a mí, o la rompo a ella o ella me rompe a mí”. El dueño de la tienda me sujeta por los brazos, me impide golpear la máquina, me saca de la sala y me aleja de ella. Empiezo a calmarme y observo de lejos a la máquina que parece sonreírme con espíritu burlón. “Caballero, si no le gusta la máquina, pues no la compre, pero no la rompa que ayer mismo la encontré junto a un canal de riego. Déjela que alguien la querrá”. Miro con desaprobación al tendero y pienso: “Alguien la querrá. ¿Quién será el desgraciado que se dejará seducir por ese corazón de acero?”

La sonrisa del camello:


Otra máquina de coser.

Creo que todo debió de comenzar la tarde en que padre llegó a casa sonriendo y con una mujer sujeta a su mano. A mí y a mi hermana Inés nos dijo: “ahora ésta es vuestra mama”. Después me dio a mí una caja pequeña y a mi hermana una grande. Mi caja contenía un coche de juguete; la de mi hermana no la abrimos hasta el día siguiente. Inés ni siquiera miró a la caja; la miró a ella, a la mujer, rubia de cejas negras, alta, canija, olía a tabaco, sonreía sin enseñar los dientes; después a mi padre, viejo, gordo, bizco, calvo, apestaba a sudor. Inés se encerró en su cuarto y no quiso hablar con nadie. “Ya se le pasará”, le dijo mi padre a mi nueva mama. A la mañana siguiente le llevé la caja a Inés y le dije desde detrás de la puerta de su habitación: “Ábreme, Inés”. “¿Duermes?”. Ella no respondió, pero yo sabía que estaba despierta, que no había dormido en toda la noche porque toda la noche la había estado escuchando pasearse por su habitación, gimotear, hablar, canturrear. Finalmente ella abrió la puerta y me dejó entrar. Yo le llevaba la caja en las manos. Ella no quería abrirla, pero lo hizo por mí. Era una granja de animales. Sí, ahí debió de comenzar todo, cuando empezó a jugar con los animales. Les hablaba y ellos parecía que también le hablaban a ella: las vacas, los caballos, los cerdos, las gallinas, los patos.
Nuestra madre verdadera había muerto cuando nací yo. Inés había nacido unos minutos antes, pero mi padre siempre la culpó a ella de su muerte. Él decía de Inés que se parecía a su madre, a la verdadera, a la muerta. Ella, Inés, hablaba poco. Solo hablaba conmigo y con los animales de la granja. Quizá es que yo soy un poco animal, como dice padre. A los patos les decía: “¡A nadar, patosos!” y los metía en el fregadero. “No te quejes, patón”, “ni tú tampoco, patotito”. Ella era así; hablaba con los animales de plástico. Pero con ello no le hacía daño a nadie.
Un día, ya más mayor, llegó a casa corriendo y le pregunté: “¿De dónde vienes?”. “He ido al zoo”, me dijo. “¿Y qué has visto allí?”, insistí. He visto monos y a padre besándose con la mama detrás de un arbusto. “Asquerosos”, dijo. Ella iba mucho al zoo para hablar con los animales. Una vez estuvo bisbiseando con una serpiente durante más de dos horas. Eso le sentaba bien, porque después sonreía un buen rato sin decir nada, ni siquiera a mí.
Una vez le pregunté: “¿Inés, por qué a mí no me hablan los animales?”. Ella me dijo: “Sí que te hablan. Eres tú, que debes estar sordo”. “Pero Inés, a ti sí que te escucho”. Ella sonreía mientras callaba. Siempre sonreía, pero su sonrisa no era como la de la mama; a Inés no le importaba enseñar los dientes.
Después de aquel día en que volvió corriendo del zoo, empezó a hablar también con las cosas que parecían animales, aunque no fueran animales. Una cuerda en el suelo podía ser una serpiente, (“no la pises”, gritaba) o un bote de lejía sobre un mueble de la cocina, una lechuza dormida. Siempre encontraba motivos para hablar con ellos. Les daba órdenes y las recibía también. Nunca la vi jugar con insectos como escorpiones o cucarachas. Ni con peces, con ninguno. Hablaba sobre todo con animales amables y hablaba de cosas amables. Inés no sabía mentir.
Otro día empezó a decir que las cucharas eran libélulas y comenzó a arrojarlas por el aire. Padre se enfadó mucho con ella aquel día, le riñó chillándole y la castigó en su habitación, le quitó todos los animales de la granja y los tiró al cubo de la basura; la mama salió de casa sin decir nada y con el cubo en la mano. Más tarde volvió con padre, pero volvió llorando, con el cubo vacío en una mano.
Después todo siguió yendo cada vez peor. Gritos, reproches, llantos, castigos, golpes. Hasta que finalmente Inés mató a padre. Le clavó un cuchillo de cocina en el corazón.

Cuénteme. Qué ocurrió”.
Susurrando: “Qué ocurrió”.
Sí, eso, dígame, qué ocurrió en ese momento”.
Susurrando otra vez: “¿en ese momento?”. “Creo que tenía un pez en la mano”.
¿Un pez? ¿Cómo un pez?”.
Sí. Estaba frío y húmedo. Quería escurrírseme”.
¿Y qué más?”, preguntaba con firmeza el doctor.
¿Qué más? No lo sé... Un olor ácido emanaba de su boca. Muy cerca de la mía. Mi pecho aplastado contra su pecho”.
¿Entonces decidió matarlo?”
¿Entonces?... ¿Matarlo? No... Pero qué dice usted. Yo quiero a mi padre. Fue el pez que quiso escapar, pero lo agarré con fuerzas y lo sujeté contra su pecho... Entonces... dije: “No te escaparás”. Y lo apreté fuertemente contra su pecho. Me pareció que se hundía en él, en el pecho de padre, que quería escaparse a través de él”.
¿Le clavó el cuchillo? ¿Entonces le clavó el cuchillo?”
¿Cuchillo? ¿Qué cuchillo? Era un pez. Ya se lo he dicho: era un pez.”
¿Fue en ese momento cuando le preguntó si sentía el movimiento de la hoja en su corazón?”
No. Yo no pregunté nada”.
¿Entonces? ¿Quién preguntó? Su hermano dice que la escuchó decir eso. Usted quería matarlo. No quiera engañarme.”
Ya se lo dije. Fue el camello.”
¿El camello? ¿Qué camello?”
Había un camello en el salón. Con una enorme joroba y una gran rueda de carro en su lomo. Él me avisó que se me escapaba el pez, y él preguntó eso que usted ha dicho”.
Pero de qué camello habla usted”.
De ese camello. Está ahí”, dijo señalando con el dedo índice hacia la máquina de coser de su abuela que la miraba desde el rincón.
El doctor miró hacia el rincón y allí estaba la vieja máquina Singer brillando con la luz que penetraba por la ventana. Después el doctor suspiró y dijo: “He terminado. Esquizofrenia paranoide acompañada de alucinaciones auditivas y visuales”.
El doctor se giró sin ver la sonrisa que el camello le dirigía desde el rincón del salón a mi hermanita Inés.

Una máquina de coser:


Otra máquina de coser.

Cuando dejó el coche en la carretera aún tuvo que andar durante más de quince minutos por senderos casi borrados debido a la imparable expansión de la yerba que en esta época del año, marzo, invadía de vida toda la zona húmeda del valle. No obstante conocía tan bien los senderos que podría haberlos recorrido a ciegas a pesar de los más de veinte años que hacía que no visitaba la región. Llegó a la última curva de la vereda, una curva a la izquierda que después de otros quince minutos más te devolvía de nuevo a la carretera unos kilómetros más arriba. En esa curva cerrada, oculta por la maleza y el tiempo, se escondía una fuente de agua fría y clara, un manantial que solo visitaban algunos animales del bosque cuando querían refrescar sus gargantas, como ahora le ocurría a Inés. Pero Inés no había acudido veinte años después a la fuente para calmar su sed, que agua fresca puede encontrarse en más lugares maravillosos para suerte de los caminantes. A unos metros detrás de la fuente comenzaba un muro de piedras que perimetraba una finca. Detrás del muro una casa semiderruída, abandonada: la casa de sus abuelos maternos. Por ello conocía Inés tan bien el lugar, porque en aquellos parajes había pasado muchos veranos con sus padres, abuelos y hermanos. Allí había corrido, saltado, gritado, jugado, allí había conocido también el amor por las plantas, los árboles, los animales, las rocas que lentamente fue configurando su vida. Aunque la casa había sido invadida por las yerbas, ella podía distinguir perfectamente las distintas dependencias que la formaban: la amplia cocina con una chimenea gigantesca, con capacidad para asar un cochino entero, el salón, las habitaciones, las cuadras,...
¿Qué la había empujado a volver a esta finca familiar abandonada? Verdaderamente Inés no lo sabía. Se engañaba pensando que había vuelto para ver si aún se conservaba en el desván la vieja máquina de coser de su abuela que tanto podía gustarle a su amiga Amalia quien estaba intentando abrirse paso en el mundo de la moda y había puesto una boutique en el centro de Sevilla. Esta máquina no sería solo un detalle estético para la tienda, sino que sería su símbolo y emblema, lo que marcaría su diferencia: calidad, paciencia, artesanía manufacturada, mezcla de novedad y tradición. Pero realmente sabía que la razón de su vuelta al origen era otra. Días antes había descubierto que su marido Antón la engañaba con una de sus colegas de trabajo. Pero no estaba disgustada por ello. Realmente llevaban ya varios meses casi separados: dormían en habitaciones distintas y había días en que sólo se cruzaban en el pasillo o en la cocina, para comunicarse un leve “Hola. ¿Sigues aquí?”. Estaba sorprendida porque había descubierto que su marido Antón no se había enamorado repentinamente de una joven guapa y risueña, sino que llevaba más de veinte años ocultándole sus verdaderos sentimientos hacia la mujer a la que amaba y ella no se había percatado de nada, ni siquiera una ligera sospecha. Por mucho que Antón y ella ya no se quisieran, veinte años son muchos años, y años atrás ella sí que había estado enamorada de Antón. ¿Acaso esto carecía de importancia? Inés sentía que necesitaba meditar y algo la había impulsado a esta vieja y abandonada finca de sus abuelos.
Aún faltaban algunas horas para que el sol se pusiese y se hiciese de noche. Tiempo más que suficiente para meditar y recoger la máquina de coser. Sacó de su bolso una llave grande, y entró en la casa. Subió con dificultad al desván donde sabía que no se encontraba la máquina porque era muy pesada y hubiera costado mucho subirla, pero donde sabía que encontraría cientos de cachivaches viejos. Dentro del cajón de una cómoda de nogal apareció una caja de latón. Allí estaba lo que realmente buscaba: una vieja fotografía de su primo Isidro de quien de joven estuviese enamorada. Con los años se fueron distanciando sus encuentros y finalmente se acabaron separando. Después llegó Antón, el matrimonio, los niños. Isidro la había buscado en la ciudad, pero claro, ella era una señora casada, con familia, en fín, imposible dejarse llevar por la resbaladiza ladera de los sentimientos. Mejor olvidarlos, borrarlos. Ahora, la traición de su marido, aunque ya no lo quisiera, había despertado su amor por su primo y había vuelto su vida una aventura inútil. No sentía la traición por el romance de su marido, sino por lo duradero del mismo, porque mientras él la engañaba, ella había permanecido siéndole fiel a pesar de sus sentimientos hacia su primo. Esto era absolutamente inaceptable. Se sentía vacía, tonta, ridícula. No quería vengarse de su marido, quería vengarse de ella misma, de su torpeza, de su tozudez. Él la había traicionado a ella, pero no a sí mismo; ella, en cambio, se había traicionado a sí misma y esto era lo que no podía perdonarle a él, aunque sabía que la única culpable verdaderamente era ella. Era ella la que debía pagar por su traición.
Bajó al salón a recoger la máquina de coser, la metió en una carretilla vieja y comenzó el camino de vuelta al coche. Quince minutos de ida se convirtieron en una hora de vuelta. Cuando llegó a la carretera, estaba agotada no solo físicamente; durante esa hora de camino no paró de darle vueltas a su culpabilidad, a su traición consigo misma. Metió la máquina en el asiento trasero del coche y se sentó al volante. Arrancó, comenzó a conducir y al mirar por el espejo retrovisor vió la vieja máquina de coser de su abuela que la miraba con sus filos metálicos brillantes. Parecía que la máquina le sonriese. Eso hizo que se despistara y que no viera un piedra grande en el camino, una curva a la izquierda y el árbol en el que se empotró terminando en él sus días y sus pensamientos. Tal vez solo una muerte inútil y absurda podría corresponder a una traición igualmente absurda e inútil y tal vez Inés no mereciera este relato que le escribo.
Firmado: Isidro.

sábado, 9 de junio de 2018

Esperanzas:


(Relato, en forma de parábola, narrado por quien no conoce lo que narra).

La habitación está en penumbra. La débil luz del atardecer penetra por la única ventana iluminando tres rostros de mujer. El primero es el de una mujer joven, sentada, con las manos anudadas entre las piernas, mirando al horizonte que se muestra tras la ventana entreabierta. Su rostro no parece decir nada, solo mira con ojos oscuros y vacíos. El segundo es el rostro de una mujer de mediana edad, está sentada a unos metros de la primera, más lejos de la ventana, por ello su rostro apenas si está iluminado; ésta mujer no mira hacia el horizonte exterior, sino hacia los ojos de la mujer joven, éste es su horizonte. Su rostro tampoco parece decir nada y sus manos también se encuentran anudadas entre sus rodillas; es como una réplica desvaída y envejecida de la anterior mujer. Al fondo de la habitación todavía puede apenas percibirse el rostro de una tercera mujer, ésta es la más anciana, la más oscurecida, la más desvaída, una sombra entre las sombras. Parece mirar indistintamente a las dos mujeres anteriores: ahora a la más joven, tal vez su nieta, que mira al horizonte a lo lejos, el que se muestra detrás de la ventana entreabierta, en el exterior; ahora a la menos joven, pero fuerte aún, que mira a la soñadora, a su hija tal vez, al horizonte interior. Esta mujer, la más anciana de las tres, parece pensar y mientras piensa, habla y dice: “¿Qué será de mí?”. La más joven de las tres ahora también piensa y repite: “¿Qué será de mí?”. La tercera, en cambio, piensa y calla para sí preguntándose: “¿Qué será de nosotras?”.

Hace muchos años, más de dos mil años, llegó a la aldea un hombre de pelo hirsuto y negro, se aproximó a una de las casas del borde del poblado, se asomó a una ventana que estaba entrecerrada y tocando con los dedos el quicio de madera, dijo en voz muy baja, pero firme: “Mujer, déjame entrar que tengo hambre y sed”. La mujer sola que habitaba la casa lo dejó pasar. Después él dijo: “Mujer déjame yacer contigo que vengo de muy lejos y estoy cansado de vagabundear por los desiertos y los valles”. Esta vez la mujer meditó, mas, finalmente, aproximándolo al lecho le permitió yacer junto a ella. Dos semanas después el hombre, de ojos claros y profundos como un lago, se marchó dando las gracias y la mujer se quedó esperando inútilmente su regreso durante semanas y meses, hasta que una noche le nació un hijo de pelo negro y ojos claros, profundos. Fueron pasando los años, y con ellos, como la alegría, el hijo se le fue alejando hasta que una noche se encontró sola, triste y vieja. Lloraba la ausencia de su hijo, lloraba por su vida perdida, lloraba por el cansancio de su malgastado cuerpo. Su casa seguía aún situada al borde de la aldea. Después de su casa, de su habitación más bien, que solo era un cuartucho oscuro y pequeño el lugar que habitaba, solo el desierto. A veces en los desiertos imágenes lejanas se muestran cerca: espejismos se llaman. Debe ser que las imágenes fuertes y vivas en un tiempo rebotan en el espejo de la arena y vuelven a rebotar en el espejo del cielo y otra vez hacia la arena y acaban reflejándose a decenas de kilómetros. Pero esta vez fue distinto. No fueron las imágenes las que se repetían indefinidamente por los campos y las villas, sino el llanto silencioso de esta mujer sola. Su llanto lastimero, que nació al borde de su casa y al borde de su vida, que fue redoblándose por la arena, por los valles y por las montañas como un eco infinito y que lleva ya veinte siglos resonando en las calles, en los talleres y en las fábricas de grandes ciudades, de viejos burdeles, de esperanzadoras casas de acogida,... No son muchas las que pueden oír estos lloros, pero son siempre mujeres y son siempre mujeres al borde de un precipicio las que perciben estos ecos de llantos lejanos.

Un relámpago iluminó esa tarde el cielo detrás de las colinas y tras él, unos segundos después, un trueno. La mujer joven preguntó: “¿Habéis oído?”. La otra mujer sentenció: “Ha sido un trueno. Aunque no llueve”, y la mujer anciana balbuceó, como dudando: “Yo he escuchado un llanto”. “Eso es”, dijo la más joven, “ha sido un lamento, un lloro”. La otra mujer dijo: “No digáis boberías: todas sabemos que los cielos no lloran”. Otra vez se iluminó la habitación con un relámpago. “Escuchad ahora”, dijo la más joven. Y las tres atendieron al trueno, que finalmente no era un trueno, que era más bien un leve gimoteo que rompía en un claro llanto que se iba desvaneciendo como si se alejara por los campos, por los valles y por las colinas. Después la habitación quedó en silencio y a oscuras. Pasados unos segundos, las tres enmudecidas vieron cómo se acercaba una sombra de hombre hacia la ventana. Ya más cerca confirmaron que era un hombre de ojos claros y pelo negro quien miraba y tamborileaba en el quicio de la ventana. La mujer joven preguntó: “¿Quién será?”, la otra mujer preguntó: “¿Qué querrá?”, y la mujer más anciana preguntó: “¿Por quién vendrá?”.

domingo, 6 de mayo de 2018

La partida:


En la borda divisando el puerto.

Aún no comprendo por qué decidió partir de este puerto salobre y sucio, dejándome en tierra y con la boca llena de arena. Todavía hoy, quince años después, siempre que vengo a esta playa, donde las gaviotas espulgan con sus picos y sus lenguas entre los neumáticos gastados, donde hierros oxidados recuerdan tiempos mejores de prosperidad y de trabajo, siento la boca llena de arena salobre. Miguel decía que añoraba Europa, su pueblo y su casa, que la vida se le hacía imposible en este lugar desculturalizado, que los días se le hacían largos a pesar de que contemplaba cómo su vida se marchaba rápidamente hacia un horizonte nauseabundo. Mis manos, mis palabras y mis gestos no lograron infundir en su alma todo el amor que comprendía la mía. ¡Qué torpes son los gestos para quien no tiene ojos para mirarlos! Mi atención por su cuerpo no provocaba más que su indiferencia. Nunca comprendí que tal vez él ya estuviera lejos. Lo recuerdo acodado en la borda mirando hacia la playa. Quise observar una sonrisa cuando se asomaba para contemplar la costa y el bullicio. Después alzó un brazo y con su mano lánguida me hizo adioses. Entonces creí percibir un leve indicio de tristeza. Esa tristeza que salía de su mano y de sus ojos, que se elevaba por los aires, que corría hacia la costa, bajaba a tierra y se pegaba a mi piel hasta hoy. No he podido despegármela ni un solo instante. ¡Qué torpes fueron también mis palabras, que no supieron hacerle entender que mi vida sin él no tenía sentido, que si se marchaba yo moriría, que no volveríamos a vernos nunca más, que yo no podía volver a España, que la vida sin él me sobraba! Él no tenía oídos para escucharlas. Pero desde la costa a mí sí me pareció oír sus palabras: “te quiero”, “un día volverás”, “no te olvidaré”. Sobre todo, ¡qué torpes fueron mis manos y todo mi cuerpo! Mientras sentía el abrazo que me enviaba desde la distancia, notaba cómo mi cuerpo se deshacía en miles de lágrimas que se fundían con la arena y alimentaban al mar, donde continuaban por leve tiempo unidas entre sí, hasta que se abrazaban al casco de la nave y a él se pegaban como a mi piel se había pegado la tristeza de su marcha, de su huida, de su adiós.
Desde entonces, todas las semanas acudo a este puerto americano de Norfolk, me sitúo en el mismo punto donde lo vi partir y respiro profundamente en un intento desesperado de llegar a sentir, aunque fuera levemente, su presencia imposible o su olor desaparecido, o, tal vez, para abandonar definitivamente la pegajosa desgracia con que me embadurnó aquella tarde y que aún hoy no termina de secarse y caer.
Los vidrios rotos, los hierros oxidados, los neumáticos gastados, los gritos de las gaviotas no provocan más pena que la que yo sigo trayendo todas las tardes solitarias a esta desconocida fría playa a que acudo a verter mis lágrimas intentando responder a la única pregunta a la que me he tenido y tengo aún que enfrentar en mi vida: ¿por qué te fuiste?

Monólogo de don Miguel ante el horizonte que no espera -recuerdos de los primeros días de octubre de 1571-:


En la borda divisando el puerto.

«Años después de aquella soberbia tarde, cuando ya todo me parece carecer de importancia porque mis viejas falsas ilusiones han ido adormeciéndose paulatinamente con el transcurrir de los años y porque mis éxitos, más altos de lo que jamás soñara, han cubierto con creces mis juveniles expectativas, he de reconocer, ante el altar de esta cubierta y de mi propia conciencia, que tal vez fuese un error enrolarme en aquel ejército de zafios malandrines, fugitivos desvergonzados y malhadados rufianes de largos dedos y cortas vergüenzas, y que por más que siempre me hubiera afirmado en que no merecía mejor trato que mis compañeros del tercio de don Miguel de Moncada en que me encontraba por aquellas fechas, porque era tan malandrín, tan desvergonzado y tan rufián como ellos, en el fondo de mi alma siempre deseé ser contemplado como un espíritu refinado condenado por error a vivir en un cuerpo débil, en un tiempo sucio, en una edad detestable y en un imperio tanto más grande como despreocupado por sus almas más nobles, puras y bellas. Verdaderamente a mí nunca me habían traído sin cuidado los Estados Pontificios, las Repúblicas de Génova o de Venecia, la Orden de Malta, el Ducado de Saboya o los mismísimos Reinos de las Españas; tampoco me cubrían de indiferencias las invasiones otomanas, el turco o el moro, por lo que años después escribí -tanto para regocijo de mis amables lectores, como para la anuencia de don Juan de la Cuesta y de don Pedro Fernández de Castro- aquello de 'la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros'; no obstante estas cuitas, lo que a mí siempre más me inquietaron fueron mi nombre y mi pecunio, tan corta distancia entrambos como la que va de un dolor a un lamento, de un insulto a una estocada, de una broma a una riña entre aquella tribu de soñadores fraudulentos, de fabuladores sin cuento, de artistas del desvarío y de fanáticos de la mentira, en una palabra de la chusma que me rodeaba y a la que yo mismo daba cuerpo. ¡Y eso que aún no conocía de mi probable afán contranatura apenas atisbado en mis años juveniles, desinhibido y despreocupado -aunque jamás anunciado- en mis posteriores años de cautiverio en celda mora y finalmente silenciado durante mi cojo casorio!
He de recordar también el momento en que la galera Marquesa que me conducía por el espacioso piélago atracó, si algo así puede decirse porque se corresponda con los hechos, junto con otras más de doscientas naves, en el puerto de Corfú, gobernada por el capitán don Diego de Urbina a las órdenes de don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe y hombre cabal. No se veían las aguas del salado mar por la cantidad de navíos prestos a la batalla que se disponían en el puerto y en sus inútiles e invisibles embarcaderos: nunca un ejército igual se dispuso en los lomos del mar. Divisando desde la borda el puerto y a lo lejos la ciudad, malo y con calentura, pero no poco ansioso por entrar en combate, pensé: “¡Dios, qué infectos demonios me trajeron aquí! Aún no estoy preparado para enfrentar la muerte. ¿Y si por huir de mis miserias menores he venido a acabar cayendo en las fauces de este gigantesco y hambriento león que oigo rugir entre mis sienes?”.
Después de más de quince años aún no sé bien qué me impidió saltar por la borda y, embozado o disfrazado de mujer o en traje de arnaúte, ocultarme por las calles de la ciudad extraña, simulando una humildad que me hiciera invisible o provocando la caridad de alguna comerciante vieja o gorda campesina. ¡Cielos, aún tendría hábil mi mano izquierda! 'No hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida'. “¡Diantres, 'con las armas se conservan los reinos y se aseguran los caminos, se guardan las ciudades y se despejan los mares de cosarios', pero, diablos, cuánto pesa el deshonor y cuán leve se muestra el espinazo que debe soportar el ser de la memoria y la memoria del ser!”.
¡Qué me tenía preparado el cielo que de sustento me servía aún no tenía conocimientos! Nada sabía aún de los ahorcamientos, de los empalamientos o de los desorejamientos de los que mis ojos tendrían meses después sobrado alimento en Argel; nada sabía todavía de mi amo griego renegado; pero no soy yo de los que hablan y se esconden detrás de lo que algunos llaman condición humana, porque siempre he perseguido, buscado y luchado por la libertad propia y la de otros, solo por ella vale la pena jugarse la vida, o algo así parecía afirmar mi viejo maestro, nutrido en la ácida savia erasmista, don Juan López de Hoyos cuando recordaba y repetía: 'solo el viejo se va al otro mundo sin sufrir el cansancio de la vida y sin sentir la llegada de la muerte'. De él y de mis memorias aprendí la lección -de la que tanto me beneficié- de tener paciencia en las adversidades. Mañana... Lepanto... presto a la batalla.» Vale.

domingo, 8 de abril de 2018

Sucede:



Una primera vez.

Él preparaba el desayuno cuando ella dijo: “No te preocupes”.
Después la miró a unos ojos que parecían añadir: “Estoy bien, quédate tranquilo”, mientras su boca repetía: “No te preocupes”.
Dos tostadas saltaron a la vez. Mientras él las untaba lentamente con mantequilla, ella llevaba con dificultad un vaso de leche a la mesa del comedor. La radio daba las noticias de la mañana.
Desayunaron en silencio.
Él no le quitaba los ojos de encima; ella, en cambio, parecía jugar con el servilletero metálico. Después él alzó una taleguita y en ella fue metiendo una botellita de agua, un zumo de piña y un par de galletas.
En silencio se pusieron los impermeables; él la ayudó a ella, y en silencio también cerraron la puerta del piso. Salieron a la calle.
La mañana estaba húmeda: el aire fresco de septiembre parecía querer rivalizar con el aire caliente de los pulmones.
Él fue todo el camino intentando recordar un poema hacía tiempo olvidado. Iban cogidos de la mano, pero era él quien llevaba cogida la mano de ella, era él quien no quería soltar la mano de ella, era él quien necesitaba sentir los dedos de ella entre sus dedos.
Doblando la última esquina logró recordar el verso que buscaba: “y que jamás me obliguen el camino a elegir”, dijo.
Ella lo miró sin comprender nada. Después repitió: “No te preocupes. Estaré bien.”
Una vez frente a la verja de entrada ella lo miró sonriendo. Él también dibujó una sonrisa en su boca, o eso quiso. Después separaron sus manos y él dijo: “Recuerda que siempre estaré contigo”. Ella sonriendo, mirándolo, volvió a decir: “No te preocupes, papá, que hoy voy a conocer a muchos amiguitos nuevos. Quédate tranquilo.”
Cuando separaron sus manos él vio cómo se alejaba y cómo era engullida por una boca grande en su primer día de colegio. A él le hubiera gustado sentir que la vida de ella se hacía más poderosa, y que crecía y crecía por encima de su cabeza, aunque se alejara de la de él. “Hasta luego, mi vida -dijo-.”

domingo, 4 de marzo de 2018

Letanía:



Había una vez.

Había una vez una bufanda oculta, pero no olvidada, que tenía la extraña virtud de provocar lágrimas irreprimibles.
Había una vez un muchacho que no comprendía por qué era invisible a los ojos de sus compañeras y no podía dejar de lamentarse por ello.
Había una vez un anciano octogenario que solo lograba recordar a dos muchachas felices y hermosas que alguna vez lo impresionaron hasta los huesos.
Había una vez una jovenzuela risueña que disponía como recursos más destacados y poderosos su inocencia y su timidez.
Había una vez un escritor que solo podía hacer el amor con el personaje que había ido trazando lentamente durante toda su vida y esto lo humillaba ante el altar de su propia conciencia.
Había una vez un joven obsesionado por la dulce y feroz sensación recién descubierta de acariciar por primera vez el vello púbico de su chica amada.
Había una vez un plateado pez apretado en un bolsillo por la mano inmaterial de un ángel que no era tan malvado como él mismo hubiera creído ser.
Había una vez una mujer madura que observaba cómo su amor zarpaba en un enorme barco y se alejaba irremediablemente de un muelle oxidado donde ella permanecía amarrada.
Había una vez un viejo que se disolvía en la nostalgia de una tarde de otoño caminando entre hojas secas y quebradizas.
Había una vez una madre que enloquecía de soledad.
Había una vez un pervertido que sentía cómo se excitaba progresivamente en un autobús repleto de muchachas jóvenes y se perdía en un laberinto de fantasías oscuras en que se desorientaba su voluntad.
Había una vez un joven viajero que se lamentaba acodado en la barra de un bar por haber hecho el amor mil veces con la misma mujer desconocida.
Había una vez una mujer que no sabía soportar ser feliz.
Había una vez un hombre vestido de uniforme incapaz de reconocer a la que fue el amor de su vida y una mujer absorta y sorprendida que huía de la realidad que observaba.
Había una vez un décimo de lotería que yacía en un ignoto lugar a la espera de ser descubierto.
Había una vez un anciano que recuperó la memoria y se puso a llorar.
Había una vez un niño que aprendió a convivir con la sombra monstruosa de sus impulsos que asomaba por detrás de sus hombros.
Había una vez un libro que dormía en un sótano.
Había una vez una pareja de novios que separaban sus manos, porque habían llegado a la triste conclusión racional de no seguir juntos. Ambos lloraban.
Había una vez una relación amorosa aburrida que continuaba por inercia, por razones físicas.
Había una vez una mujer que enfermaba repentinamente y que le tenía un miedo terrible y ancestral a la muerte. Había una vez también un hombre que no sabía consolarla y ésto lo destruía.
Había una vez un hombre que miraba sus manos ensangrentadas.
Había una vez una mujer hermosa, aunque no joven, que conservaba en su corazón lo mejor de un hombre que no podía recordar quién había sido y ésto la hacía feliz, porque siempre había querido susurrarle al oído de él todo lo bueno que llevaba dentro.
Había una vez un muchacho que escribía en las paredes “Soy lo que soy”.
Había una vez un atleta que corría en dirección contraria preguntándose: “¿Hacia dónde van todos?”
Había una vez una bella mujer que se maquillaba hábilmente y que se vestía con ropa muy ceñida antes de salir a pasear la noche.
Había una vez un niño con los ojos muy abiertos que agarraba con fuerzas la mano de su padre que lo llevaba al mejor espectáculo del mundo.
Había una vez un pobre imbécil que traicionaba a su mejor amigo y una mujer que le mentía diciéndole: “No te sientas culpable, amor”.
Había una vez un joven que escribía poemas de amor.
Había una vez una chica adolescente que se buscaba donde sabía que no podía encontrarse.
Había una vez un viejo reviejo que descubría en su corazón lo que nunca había sospechado hallar: odio, frustración y cobardía.
Había una vez un profesor que iba a clases nocturnas para aprender a no ser modelo para nadie.
Había una vez una mujer de ojos negros que se consolaba pensando en el paso del tiempo mientras contemplaba el Guadalquivir.
Había una vez una abuela que recordaba y lloraba por haber estado junto a su nieta donde no debió.
Había una vez una mujer que se había zambullido en piscinas de aguas sucias y gelatinosas.
Había una vez un joven que miraba cara a cara a su novia reciente.
Había una vez una jovencita de cabellos dorados que se sorprendía cada vez que pronunciaban su nombre.
Había una vez un agrimensor que pretendía comprender los tortuosos senderos de su cerebro.
Había una vez una mujer de rojo en un prado verde.
Había una vez una mujer negra que vagabundeaba por las calles mojadas y que contemplaba el cielo azul reflejado en los charcos irisados por el aceite que dejaban los coches viejos.
Había una vez un hombre que quiso vivir como los dioses y se arrepintió hasta el suicidio.
Había una vez un hombre y una mujer que olvidaron que habían recibido el mejor don de los cielos: el de existir, el de vivir en un mundo maravilloso y el de ser conscientes de ello.
Había una vez un hombre negro de cuarenta años y ningún amigo.
Había una vez un hada que delicadamente plegaba sus alas junto a un lecho caldeado por el débil sol de invierno que invadía su habitación.
Había una vez una mujer que era un tesoro, pero ella no sospechaba nada.
Había una vez una joven que era el centro del mundo y había una vez un mundo que existía solo para girar en torno a ella.
Había una vez un gitano que necesitaba cabalgar sobre un cohete dorado.
Había una vez un grupo de ocho individuos que se reunía una vez al mes para contarse historias.

viernes, 16 de febrero de 2018

Futuro próximo:

 Cuando, muy temprano, abrió los ojos su cerebro ya llevaba activo algunos minutos, horas -tal vez-. Ahora podía recordar las visiones que había tenido durante el sueño: recordaba una cabaña en la falda de alguna montaña con la cima nevada, recordaba también un lago cercano tras un pequeño bosque y una barcaza. Recordaba el frío húmedo de la mañana, recordaba sobre todo la voz cálida de una mujer, recordaba un desayuno lento, agradable. Recordaba el tacto de su piel. ¿Quién sería ella? ¿Dónde estaría esa cabaña y ese lago? ¿Por qué todo le resultaba ahora tan limpio y tan extraño, tan ajeno? La causa de esos sueños o alucinaciones quizá fuera un pequeño desajuste en la antena que sobresalía detrás de su oreja derecha. “Debería sacar tiempo hoy para pasar por el taller de reparación” -pensaba. Esto le disgustaba, le molestaba tal vez el olor aséptico de la sala del taller, o el amasijo de máquinas revueltas en la entrada, o incluso las voces extrañas de los mecánicos, tan simples, tan sin tonalidades, tan planas.
Después de ducharse y desayunar, se vistió y se dispuso a emprender su jornada laboral. Se dedicaba al adoctrinamiento de nuevas maquinarias, es decir, a cargar programas de última generación a los recién creados para la mejora de sus rendimientos futuros.
Cuatro horas en la oficina para finalmente dirigirse al Jefe de Servicio y solicitarle unas horas para acudir al taller. Sabía que por muy malhumorado que se mostrase, el Jefe acabaría por darle el tiempo necesario. Era un dogma social inviolable: ninguna máquina por debajo de su rendimiento prometido.
Cuando llegó al taller pudo observar que todo seguía igual que siempre: una puerta permanentemente abierta con unos contenedores gigantescos a la entrada repletos de viejos aparatos, inservibles, amontonados, herrumbrosos algunos, con vidrios rotos y cables por fuera de sus cuerpos. Una vez adentro del taller ese olor a limpio y a cosa nueva, indescriptible, no era a plástico ni a aceite ni a cable quemado. Ni una mota de polvo. ¿Serían así los talleres de antes de la renovación social? ¡Nos importaba ya tan poco la historia reciente!
Un ejército de mecánicos salió a su encuentro:
  • Siéntese ahí -dijo uno de ellos.
  • No se mueva -propuso otro.
  • No diga nada, caballero -un tercero.
    Un cuarto le sujetó la cabeza y un quinto le conectó unos tubos en los hombros. Rápidamente una pantalla de más de dos metros se iluminó mostrando sus datos personales: Fran54, once años y medio, convertido en Corea, puesto en servicio hacía tres años, adoctrinador: eficacia del 78% (no muy buena media, por desgracia), etc.
  • No diga nada, caballero -repitió el tercero.
  • Desajuste en la conexión de la antena exterior superior derecha. Procedo a su ajuste.
    Notaba algo moviéndose en su cerebro. Una sensación agradable, un cosquilleo casi deleitoso, carnal -tal vez-.

Cuando salió del taller se sentía mucho mejor, parecía que flotaba por la acera camino de casa. ¿Felicidad?