sábado, 4 de marzo de 2023

La promesa:

 

A lo lejos podíamos ver los cerros que iban lentamente cubriéndose de tonos rosados. Por encima de ellos y de nosotros las nubes comenzaban a blanquear y a romper el día. Cuando amanecía ocurría entonces una alegría surgida de no se sabe dónde que nos iba invadiendo a ti y a mí, sin remedio, como sin remedio era aquel beso con el que en ese mágico momento me cubrías la frente. Ya sabíamos los dos que con el día amanecían también nuestras aventuras y ocupaciones: yo me preparaba para ir al colegio mientras tú ibas calentando la leche y untando lentamente el pan con mantequilla. El frío aún permanecía fuera, detrás de las ventanas.

Desde muy pronto me enseñaste la diferencia entre la vida y la muerte. Juntos habíamos jugado desde siempre con estas dos únicas cartas que, como dos tarjetas de visita, solíamos mostrarnos cuando tú y yo nos mirábamos sin mirarnos: la vida y la muerte.

Tú te fuiste antes de que yo pudiera entregarte mi carta de vida, aquélla que tú misma me habías entregado una mañana en la que el cielo estaba más rosa que nunca y en la que el aire limpio había adquirido unos inverosímiles tonos anaranjados. Siempre me lo contaste con estas mismas palabras, ¿verdad, madre? Ahora, cincuenta años después, no quiero dejar de recordar tus palabras, tus manos, tus ojos, tus pechos, tu cabello,... que no necesito describirme porque están tan presentes en mi memoria y en mi único sueño como si no supieran o pudieran desprenderse de mí.

Pero no. Tal vez nada ocurriera así. Tal vez te fuiste y me dejaste sin tu presencia, abandonado en tu ausencia, con la mitad de mi ser amputada, perdida y muerta. Después sólo quise buscarte en los rincones de mi memoria, entre las mantas del arcón, bajo los platos de la cocina y bajo el hule de la mesa, sobre los muebles del dormitorio y en lo más profundo y oculto de mis sueños. Te habías ido para siempre y te llevaste las nubes blancas, los cerros rosados y el aire limpio del amanecer. Y tal vez fuese por ello que yo me quedase solo con el naipe negro de la muerte que ahora no se despega de mis manos ni de mi piel: levantaba las sábanas, miraba debajo de la cama, abría cada libro de la estantería, cada cajón de la cómoda,... buscando, cada vez con menos vigor y esperanza, el naipe de la vida que no debí entregarte, que tal vez no debiste llevarte, que tal vez te llevaras.

Desde entonces, sobre todo al amanecer, un vago deseo de venganza y de muerte me asalta, me invade o me envuelve, y solo matar o morir me sirve de consuelo, creo. Por insoportable envidia, el asesinato puede justificarse, y prometerse ¿verdad, madre? Solo tú sabes que no puedo mentirte, que con tus manos sobre mis manos siempre supe comprender el mundo y las cosas, que tu voz siempre aclaraba todos los conceptos y me explicaba todas las sorpresas, todos los miedos. Te lo prometí, madre. Te prometí entregarte el naipe de la vida, esa que tú no te llevaste, creo, y que siempre me recuerda la muerte que te debo para que tu sigas viva en mi memoria y en mis sueños.

  • Ahora, ritual y secretamente, te entrego esta vida para que tu sigas viviendo -dijo mientra hundía el puñal en el corazón del niño que a duras penas seguía gimoteando y aún respiraba bajo su enorme cuerpo de sebo.

Después una mueca estúpida, que pretendía sin conseguirlo imitar una sonrisa apenas dulce, iluminó la cara del asesino.

  • Me enferma esta ciudad en que todos viven como si fueran eternos y en que están todos orgullosos de su infinita mediocridad -sentenció-.

    Lo supe, una vez más, en mi único sueño de hace más de veinte días -pensó-. Y ya era la cuarta vez.

  • Cuatro muertos tal vez no sean suficientes, ¿verdad, madre? -susurró-. Pero concédeme unos días descanso, madre, y permite que, de nuevo, pueda disfrutar de un cielo rosado al amanecer y de esos tonos anaranjados de tu mañana de vida, ya que no puedo sentir el beso de tus labios sobre mi frente ni la piel de tus manos sobre las mías. Concédeme otra vez un nuevo amanecer.



Otra madre en la ciudad untaba con mantequilla otra rebanada de pan a otro niño mientras escuchaba las noticias en un aparato de radio. “El psicópata asesino ha vuelto a actuar. Esta vez ha sido un niño de ocho años el que ha aparecido cadáver en la calle Parra del barrio de la Macarena. Según fuentes familiares próximas al niño, éste había sido visto por última vez por sus amigos cuando salía de la escuela de kárate del mismo barrio. ¿Te acompaño a casa? -le había preguntado el padre de uno de sus compañeros de la escuela-. No es necesario. Vivo cerca -había respondido Javier, que así se llamaba el chico, mientras salía corriendo. A unos metros de la salida de la escuela, se produjo el terrible asesinato.”

Esta mujer apagó el aparato de radio y abrazó a su hijo.

  • Manuel, no quiero que vayas solo por la calle. Cuando salgas, no te muevas de la puerta del colegio hasta que llegue tu padre, ¿de acuerdo?

  • Sí, mamá. Esperaré hasta que llegue papá. Pero... ¿y si tarda mucho?

  • Si tarda, lo sigues esperando junto a tus amigos. Sabes que él siempre se retrasa un poco, pero no más de diez minutos. Depende del tráfico que haya hoy.



Madre, no han pasado dos semanas y ya vuelves de nuevo a mi memoria -susurró-. Sabes que no puedo correr y que lo paso mal cuando me gritas y me dices lo que tengo que hacer.

Madre, déjame en paz por unos días, que el fruto aún no está lo suficientemente maduro para morderlo.



A la salida, el padre de Manuel estaba frente a la puerta grande del colegio. ¡Qué sonrisa le dedicó el hombre a su hijo! Aquél lo cogió de la mano y ambos fueron caminando hasta su piso en la calle Mar de Alborán, en el barrio de Pino Montano. Aunque iban hablando, jugando y riendo, el aire de la tarde era frío ese día de enero.

  • Parece que va a llover -dijo el padre-.



Esa noche fue muy agitada. En sus sueños se cruzaban las manos finas y suaves de su madre, sus labios, los labios de los niños muertos, sus ojos, las palabras de su madre pronunciadas con las voces de los niños, a veces también con la suya misma, como si en un ritual extraño su voz se intercambiara misteriosamente con las de los asesinados. También veía un cielo anaranjado y nubes blancas flotando en una mañana limpia y pura donde unos niños y él mismo de niño saltaban para intentar alcanzarlas. Escuchaba incesante la voz de la madre muerta cincuenta años atrás decir: “Es el momento, hijo. Entrégame el naipe de la vida que me prometiste. Es el momento”.



En la puerta de la calle Mar de Alborán una madre abrochaba la cremallera de un niño. Le colocaba bien la bufanda y el gorro, los guantes, mientras decía: “Es el momento, Manuel. Ahora al cole. Y pórtate bien. Que nadie me venga diciendo que te portas mal.” Después siguió diciendo: “Cuando salgas, no te muevas de la puerta del colegio hasta que llegue tu padre, ¿de acuerdo?”



Le dio la impresión de que había demasiados coches de la Policía Nacional patrullando aquel día el barrio. Pero a esto no le dio ninguna importancia. Tal vez empezarían ya las obras municipales del barrio o tal vez demasiados robos y atracos, o tal vez los muchos trapicheos en las plazas y esquinas. El gordo nunca pensaba en sí mismo, como decían sus compañeros de la sucursal bancaria en la que trabajaba. Siempre estaba pendiente de los demás, dispuesto a hacer cuantos favores estuviesen en su mano sin diferenciar a quién se los hacía. Todos lo elegían siempre como “el compañero del año”. Él se mostraba orgulloso de ello, aunque modestamente siempre decía que no se merecía tanto. “Juan, tengo que salir un momento a la relojería. ¿Me cubres si preguntan por mí?”. “Claro, Miguel. No te preocupes, pero no te entretengas demasiado.” “Juan, esta tarde tengo que recoger a mis suegros del aeropuerto. ¿Te importa hacerme la tarde? Yo te la devuelvo la semana que viene, ¿vale?”. “Sí, sin problemas, no te preocupes. Esta tarde solo pensaba ir al cine. Ya iré mañana.”



Ya sabía que el niño Manuel salía del colegio a las dos y sabía también que su padre solía llegar a las dos y diez. Aunque desde hacía tres semanas, el padre ya estaba como un clavo antes de las dos en la puerta del colegio.

A las dos en punto estaba también el gordo Juan todos los días desde hacía tres semanas frente a la puerta del mismo colegio tomando el sol. Haciendo como si él también esperase a alguien. Pero ¿a quién iba a esperar el solitario y gordo Juan?

Cuando los niños empezaron a salir por la puerta grande sus madres, padres o abuelas los iban rescatando y se los iban llevando con alborozo y velocidad.

Pero Juan se percató de que el padre de Manuel no estaba, se estaba retrasando. Disponía, tal vez, de unos diez minutos para actuar. Escuchó con fuerza la voz de su madre muerta repitiendo: “Es el momento, hijo. Es el momento”.



Juan se acercó al niño canturreando una tonada que repetía una vez tras otra: “Es el momento, hijo. Es el momento”. Agarró a Manuel del brazo diciéndole “Es el momento, Manuel. Tu padre está tras aquella esquina. Vamos a buscarlo, que tiene muchas ganas de verte”. Y con decisión se llevó al niño, sin que éste pudiera expresar ninguna voz de alerta o de lamento. Nadie vio cómo Juan se llevaba a Manuel del brazo y lo condujo hacia el otro extremo de la calle, y hacia otras calles y lugares cada vez más solitarios a pesar de que el sol estaba en todo lo alto.

Desde el cielo claro y alto podría verse el recorrido del hombre gordo y enorme junto a un niño de seis años que lo miraba en silencio y extrañado sin saber qué hacía ni adónde iba. Cuando el hombre gordo lo introdujo en un portal el niño pudo gritar: “Papá”. Pero el gordo lo alzó y lo aplastó contra su pecho impidiéndole decir nada. Apenas si podía respirar. El hombre gordo seguía canturreando su tonada: “Es el momento, hijo. Es el momento”.



El gordo imaginaba ver a lo lejos unos cerros que lentamente iban cubriéndose de tonos rosados. Una alegría surgida de no sabía dónde lo iba invadiendo mientras se secaba la frente con el dorso de la mano. El cielo parecía contemplar una explosión rosa con inverosímiles tonos anaranjados. “¡Qué plena es la vida ahora junto a ti, madre! Solo tú sabes, madre, que a ti no puedo mentirte. Toma madre una vez más el naipe de la muerte, este que no quisiste llevarte” -dijo mientras sacaba de su bolsillo un puñal de acero.

  • Ahora, ritual y secretamente, te entrego... -comenzó a decir cuando a unos metros de esta escena irrumpió un hombre gritando “Asesino”. Le arrebató el puñal al gordo y blando loco que permanecía quieto y sin mirar a ningún sitio mientras el niño Manuel se agarraba con fuerzas al brazo de su padre.

    Mientras los agentes conducían e introducían al gordo en el coche patrulla y mientras los gritos de los vecinos lo asediaban y lo empujaban, el asesino susurraba y repetía incesantemente: “Concédeme otra vez un nuevo amanecer, madre”.

Nunca más:

Se acerco por detrás, despacio y dubitativo, antes de proponerle:

  • Te invito a una cerveza en el bar de abajo.

Ella se giró con brío. Sus cabellos sueltos liberaron un leve perfume a camelias. Después dijo:

  • Disculpa, Manuel. Pero hoy no es posible. Tengo mucha faena en casa para cuando salga de la oficina. Otro día, ¿vale?

  • Está bien. Otro día tendré más suerte.

Era la tercera vez que Manuel le proponía a su compañera Roberta tomar una cerveza a la salida de la oficina. Y era la tercera vez que Roberta lo había rechazado. Las tres veces con la misma excusa.

Sabía que ella era soltera y sin novio, imaginaba. Tampoco tenía hijos ni padres ancianos a los que cuidar. Pero la excusa era siempre la misma: “Tengo mucha faena en casa para cuando salga de la oficina”.

Estaba claro que Roberta no quería nada con él.

Es verdad que él no era ni muy guapo ni muy fuerte ni muy simpático ni muy inteligente, pero tampoco se podía decir que fuese feo, debilucho, antipático o imbécil. Verdaderamente no entendía la cerrazón de su compañera. Ella tampoco era muy guapa. Aunque tenía algo en la mirada que la hacía, a sus ojos, terriblemente atractiva. Tampoco era muy simpática. Más bien podría decir Manuel que era seca, muy seca. Solía hablar poco, pero casi siempre con contundencia, sentenciando. No se andaba con rodeos. Su otro compañero Gabriel, un sesentón con ganas de jubilarse, decía de ella que tenía menos guasa que un cable pelado. Pero chispazos... yo creo que sí que los tiene Roberta. Sobre todo cuando te mira directamente a los ojos. Me descompone, pensaba Manuel.

Después de la segunda vez que le propuse tomar una cerveza -seguía pensando Manuel- me prometí que ya nunca más caería en el error de volver a proponérselo. Pero... ¡He vuelto a caer! Una tercera vez. Después de un día largo de trabajo. Y de nuevo... que no. Que hoy tampoco.

Definitivamente es la última vez que se lo propongo. Jamás. ¿Te has enterado, Manuel? Roberta no quiere nada contigo -se decía apesadumbrado-.

Pasó una semana de trabajo duro en la oficina y Manuel se mantenía firme en su promesa.

Pasó una segunda semana de trabajo duro en la oficina y Manuel seguía manteniéndose firme en su promesa.

Deseaba tomar una cerveza con Roberta y contarle lo que solía hacer en sus ratos de ocio. Le contaría que le encantaba el aeromodelismo, que los sábados por la mañana se reunía con sus compañeros de hobbie a hacer volar los aviones que ellos mismos construían con mimo y delicadeza. Algunas piezas eran verdaderamente maravillosas, auténticas miniaturas de los aviones de verdad. Pero sobre todo lo que verdaderamente le gustaría es que ella le contase a él a qué dedicaba sus ratos de ocio o qué era lo que la tenía tan atrapada al salir de la oficina. Le encantaría que le contase sus aficiones, que le hablase de sus amigos, de su familia, de sus libros, de sus películas favoritas. Mas, verdaderamente, lo que a Manuel le gustaría sobre todo es que ella lo mirase directamente a los ojos. No podía prescindir del escalofrío que le entraba cada vez que ella lo miraba directamente a sus ojos. Aunque no le hablase, aunque no lo dijese nada. Solo su mirada era sobradamente poderosa como para hacer volar todos los aviones del mundo del aeromodelismo por los aires. Así se sentía Manuel.

A la tercera semana, casi sucumbe. Roberta estaba recogiendo sus cosas de su mesa de trabajo y justo cuando se iba a poner el abrigo sintió Manuel el impulso de acercarse a ella y volver a proponerle lo de tomar una cerveza en el bar de abajo. Pero Manuel, cumpliendo su promesa con firmeza, se quedó sentado en su silla, atado a su mesa de trabajo y esperó a que ella se marchase para recoger sus cosas, ponerse la chaqueta y salir de la oficina, solo, cansado y sin muchas ganas de volver a su apartamento.

Por el camino a su casa iba pensando en todo lo que le hubiera contado a Roberta si ella hubiera aceptado la invitación y en todo lo que ella hubiera podido contarle sobre sus lecturas y sus películas favoritas. Los sueños y las ilusiones de un triste paseante solitario ya no tan joven. Rondaba los 42 años. ¿Qué edad tendría ella? Lo mismo podían ser 35 que 45. A veces, las menos, parecía muy joven, 35 o menos, pero, a veces, se mostraba tan seria o tan seca, tan concentrada y retadora que no parecía tener menos de 45.

Cuando Manuel dobló la esquina que enfilaba la calle donde vivía alguien se le acercó por detrás. Un leve olor a camelias invadió su cerebro y una voz conocida le dijo:

  • ¿Te apetece una cerveza?

Manuel no supo qué decir ni qué hacer.

Ella insistió:

  • ¿Te apetece, Manuel? Llevo toda la semana esperando a que me lo propusieras, pero viendo que no te atrevías... Estaba convencida de que hoy me lo ibas a proponer. ¿Qué te lo ha impedido? ¿No te atreves a hacer lo que verdaderamente quieres? ¿Así eres, Manuel?

  • ¿Qué? -siguió diciendo ella-. ¿Tomamos esa cerveza? Pero tú pagas, cariño -dijo, sin ninguna sonrisa en su boca.