sábado, 28 de mayo de 2022

Viernes, 13 de mayo o Un asunto de tránsito:

 I

Mayo es un buen mes para que un internista te dé el alta médica y que puedas salir del hospital. Pero ni la curación de mis heridas ni esa sensación extraña como de ir flotando por la acera, a pesar del cansancio físico que siento, ni la temperatura verdaderamente agradable que hace en la mañana de hoy, pueden hacerme olvidar los últimos días compuestos a partir de la combinación inarmónica de dolores, de silencios, de miradas esquivas, de gestos y de lágrimas, sobre todo de lágrimas.
Recuerdo, en sueños y despierto, a Inés conduciendo camino de la costa -¿o era yo quien conducía?-, concentrada en la carretera mientras yo manipulo el GPS y le indico el camino más rápido para llegar a la playa. De repente ella comienza a reírse y decide seguir sus impulsos y adentrarse por una carretera secundaria que ella, dice, había conocido en otro tiempo. Una curva mal peraltada o un poco de gravilla en la calzada o una mancha de aceite o simplemente, simplemente, que no viese la curva cerrada que se extendía hacia la derecha. Después... las vueltas, todo girando, y el golpe seco y sordo contra un alcornoque. Maldito árbol, maldita carretera, maldita curva, maldita risa, maldito impulso, malditos todos. Ella murió en el acto, dijeron los médicos. Yo también, aunque nadie me dijo nada.
Recuerdo, entre alucinaciones, a mi suegro increparme y preguntarme insistentemente “¿Por qué?”. Recuerdo a mis padres a los pies de mi cama. Recuerdo a mi hermano, mayor que yo, agarrándome de la mano, con la mirada fija en el cristal de la ventana, incapaz de llorar. Pienso en su incapacidad de expresar ninguna emoción y en cómo esto le ha ayudado siempre. Creo que yo quisiera ser como él, que siempre quise ser como él.
Antes de salir del hospital un señor, que decía ser psicólogo, me ha dicho insistentemente que hoy iba comenzar una nueva vida. Iluso. ¿Y qué hacer con la vieja y con la memoria? ¿Acaso se puede apagar? ¿Desconectar? ¿Cómo olvidar su pelo negro tapándole su cara ensangrentada aplastada contra el volante del coche?
No obstante, esta mañana de mayo es verdaderamente espléndida. Le dije a mi hermano que no quería ver a nadie cuando saliera del hospital. Que yo podría dirigirme solo al apartamento que él me había alquilado y al que había llevado algunas de mis cosas, las imprescindibles, decía, porque yo le había dicho que no quería volver de momento a mi anterior piso, al que había compartido con “la mujer que se murió”, como desde muy pronto, desde después del accidente, comencé a decir para referirme a mi mujer... a Inés. “La mujer que se murió”. Observaba la sintaxis simple de este sintagma nominal que contenía solo un sujeto, con su artículo y con su sustantivo, y una oración adjetiva, con su pronombre de relativo y su verbo, frío, despatologizado, si se pudiera decir así,... “se murió”; ese pronombre “que” que sustituye a “la mujer”, distante. Tal vez, sin saberlo, quisiera alejarme de ella, olvidarla pronto, como si así pudiera evitar sentir su ausencia. Pero yo sabía que “la mujer” esa de la oración era Inés, era mi Inés. Y sobre todo sabía que no se murió, sino “que se me murió”. Este dativo ético, este complemento indirecto “me” que atravesaba directamente el centro de mi corazón y que yo me empeñaba en no construir cuando me refería a ella, estaba sin embargo presente en su ausencia, porque yo sabía que Inés era “la mujer que se me murió”, la mujer que no pude conservar, que no supe proteger, que no me podía dejar vivir mi nueva vida sin ella, como ese psicólogo pretendía.
Había oído a mi hermano decir a mis padres: “¿Qué cosa peor le puede pasar?” Y por ello todos asintieron. “Que vaya solo a su nuevo hogar”, dijo primero mi padre. Y después mi madre: “Sí, tal vez sea lo mejor. Siempre ha sabido lo que quería”.
“Mi nuevo hogar”, me digo, me vuelvo a decir, me repito una y más veces. Como si al pronunciar esas tres palabras cientos de veces, éstas pudieran hacer que la realidad se transformase o se crease a partir de ellas. Una vez había leído a un antropólogo, o a un teólogo quizá, que las palabras tenían ese poder mágico de hacer que, tras pronunciarlas, la realidad a la que pretendían referirse, se hacía, de alguna manera, real. No sé lo que estoy pensando, no entiendo nada de lo que ha pasado. “La mujer que se murió” no está, pero está; aunque no la nombre ni la oiga ni la toque ni la mire. Claro que está, pero claro, también, que no está... al menos no está... conmigo.
Mi hermano me ha dejado tres llaves: una de tamaño mediado, que debe ser la del portal, otra de tamaño más grande, que debe ser la de la puerta del apartamento, y una tercera más de tamaño menor, que no sé qué puerta abre, tal vez la de un maletín. El llavero de plástico azul lleva una etiqueta que dice: “2º B”.
Me acerco al portal del edificio e introduzco la llave mediana y, efectivamente, es la que abre el portal del bloque de apartamentos. Una vez dentro me dirijo al único ascensor, pulso el botón de llamada marcado con una “LL” y escucho cómo se libera un agarre y comienza a sonar un rotor que va haciendo que la plataforma se coloque tras la puerta a la que estoy mirando. Escucho cómo ésta se detiene y comienza a abrirse la puerta con un leve silbido o chirrido. Un roce metálico como de lanzas luchando por salvar o condenar almas, pienso sin sonreír. Nunca he conseguido dominar mi imaginación, pienso también. Cuando subo a la planta segunda observo que en el rellano hay tres puertas -2º A, 2º C y entre ambas, 2º B-. Introduzco la llave mayor en la puerta del centro y el pestillo cede. Antes de abrir la puerta me repito las palabras de mi hermano y del psicólogo: “Mi nuevo hogar”. Creo que, después de dos meses desde el instante en que se murió la mujer, es la primera vez que mis labios y mi cara esbozan una mueca extraña que bien pudiera parecer una sonrisa. Pero malditas ganas de abrir la puerta y descubrir “mi nuevo hogar”, “mi nuevo hogar”, pero es lo que tiene no haberse muerto, seguir viviendo, pienso: hay que buscar un lugar en el que dormir y en el que comer, un lugar en el que defecar. Maldita sea, es lo que tiene vivir, es lo que tiene ser un cuerpo. Es lo que tienen estar vivo, aunque uno no quiera vivir, y tener que seguir viviendo.
Tengo un nudo en la garganta cuando abro la puerta. No quiero volver a llorar, pero no puedo tragar la saliva y temo que pueda romperme en el umbral de “mi nuevo hogar” sin “la mujer que se murió”. Consigo calmarme antes de encender la luz y después observo. Es un pequeño apartamento de solo dos estancias: un saloncito muy blanco, con una cocina a la izquierda separada por una barra americana y un cuarto de baño al otro extremo. Al frente de la puerta de entrada un gran ventanal. Apenas si tiene muebles: una mesa de metal y cristal, tres sillas, un sofá cama, un mueble con dos puertas que soporta un televisor, un taburete alto junto a la barra americana, y poco más. También un estrecho armario con estantes en el rincón izquierdo, junto al cuarto de baño. ¡Qué lógica tan extraña la del dueño del apartamento! ¿Para qué habrá puesto tres sillas? Cada vez entiendo menos qué estoy haciendo en este lugar y sin “la mujer que se murió”.

II

Me paso las horas sentado en una de las sillas y mirando por el gran ventanal. Desde el segundo piso se ve la calle. Nunca está muy transitada, pero es lo único que me hace sentir que tal vez esté construyendo mi nuevo hogar, pienso. A veces también pienso que esto es imposible, que no voy a poder sobrevivir a la muerte de “la mujer que se murió”, creo. A veces también lloro, pero no por ella, sino por mí. Lloro porque ella se murió y yo no, creo. Maldita suerte la mía, porque ella ya no puede sentir. De pronto creo que me he convertido en alguien muy ruín o muy depravado, sin sentimientos, como siempre fue mi hermano mayor. Finalmente, creía, había conseguido ser como él. Deben ser los deseos, que siempre se acaban cumpliendo.
Los primeros días no me daba cuenta de lo silencioso que era el apartamento, pero al poco comencé a marearme por esta ausencia de ruido, pero por más que intentase oír algo, no conseguía escuchar nada procedende de los apartamentos contiguos. Ni desde el 2ºA ni desde el 2º C. Mas después de una semana en el edificio empecé a sospechar que ninguno de los apartamentos anexos estaba vacío, que alguien los habitaba, aunque quienes fuera que fuesen, tenían buen cuidado de no molestar, pensaba. Después de esos primeros días ya no sospechaba nada. Estaba seguro de que alguien los ocupaba, pero nunca veía a nadie. A veces creía oír a alguien en el descansillo, abría rápidamente mi puerta, pero no había nadie.
El pasado lunes me vestí muy temprano, porque quería bajar a comprar algo de comida. Hacía una semana que estaba en el apartamento y que no había salido para nada de él, ni siquiera para comprar algo de comida. Mi hermano me había dejado unas cajas de galletas, unos huevos y un poco de aceite. Había sido suficiente para ir tirando, pero ya debía bajar. Compraría algo de pan y más huevos.
Cuando fui a salir al rellano me encontré con un niño de unos seis años frente a la puerta de mi derecha, el 2º A. Era rubio y de ojos muy claros. Al verme sonrió y dijo: “Hola”. Después abrió la puerta de su apartamento y se introdujo en él. Pero no llegó a cerrar la puerta. La dejó entreabierta como si quisiera observarme bien sin que yo lo supiera.
Una hora después volví a mi apartamento con una pequeña bolsa en mis manos. Nada más subir a mi rellano y esperar a que se abrieran las puertas del ascensor, mi mirada se fue hacia la puerta del 2º A. Seguía entreabierta. Me dirigí a ella y acerqué la oreja a la puerta. En ese instante se abrió de par en par y frente a mí estaba otra vez el mismo niño rubio que, con una voz muy dulce, me preguntó: “¿No quieres pasar?”. Tenía una manera sabia de mirar. Yo me interesé: “¿Estás solo?” Él sonrió. Desde el descansillo pude ver su apartamento. Era igual que el mío, igual de blanco y con los mismos objetos y decoración, y en la misma disposición. Por el gran ventanal entraba una espléndida luz blanca. Me llamó la atención el orden y la ausencia total de juguetes en el salón. No era experto en niños pequeños, pero siempre me los había imaginado más desordenados y traviesos. Le dije: “Tal vez en otro momento. Cuando estén tus padres”. Le pregunté: “¿No están tus padres?” Él dijo: “¿Mis padres? No sé qué quieres decir.” Después ambos escuchamos el pestillo de la puerta del 2º C. Alguien debía estar escuchando nuestra conversación. Saqué mi llave del bolsillo y me dirigí a mi apartamento. Dentro volvía a reinar el silencio y, así sentí su enorme peso y densidad por primera vez desde el día en que “la mujer se murió”.
No obstante, algo me había inquietado, primero muy levemente, pero después, poco a poco, esta inquietud fue in crescendo: ¿quién era ese niño y por qué estaba solo? ¿Qué padres dejarían a un niño de seis años, o cinco, solo en un apartamento y sin juguetes? ¿Qué podría hacer un niño de esa edad tantas horas? Pero lo que más me inquietaba era el ruido del pestillo de la otra puerta, de la de mi izquierda. ¿Quién habitaría ese apartamento?
No pude desembarazarme de esta desazón en toda la tarde y no pude pegar ojo por la noche. De vez en cuando acercaba la oreja a la pared de la cocina para ver si podía oír al niño o a sus padres, pero nada oía; o a la pared del cuarto de baño para ver si podía oír a los otros vecinos, pero tampoco podía oír nada. Llegué a salir al rellano en mitad de la noche y a oscuras para acercarme a las puertas de mis vecinos. La noche era fría y nada pude llegar a escuchar.
Por la mañana volví a salir a comprar algo de comida. Parece que me estaban volviendo las ganas de vivir o, al menos, de comer. Es lo que tiene una noche en blanco, que te abre el apetito. Antes de llamar al ascensor, éste se puso en marcha. Ascendía. Se detuvo en mi planta y yo me aparté de la puerta para dejar paso. Cuando se abrió la puerta pude ver a tres individuos: un hombre con la tez muy blanca, grandes gafas negras tapándole los ojos y un pañuelo tapándole la garganta y la boca. Iba agarrado a dos jóvenes verdaderamente bellas: una rubia con unos labios rojos muy seductores y otra de cabellos negros y de ojos profundos, igualmente seductores y atractivos. Esta segunda joven me recordó ligeramente a “la mujer que se murió”, a mi Inés, pero era más joven que ella. Les dije: “buenos días” y ellas, a dos voces, respondieron: “buenos días”. Los tres se dirigieron a la puerta de su apartamento; la rubia sacó de un pequeñito bolso una llave y giró el cerrojo. Mientras entraban, la morena me miró, me guiñó un ojo y me dijo: “Hasta pronto”. Antes de entrar en el ascensor pude ver de nuevo cómo la puerta del 2º A estaba entreabierta y tuve de nuevo la sensación de que el niño, o tal vez fueran sus padres, estuvieran observándolo todo, escuchándolo todo.
Cuando volví de la compra en el rellano no se oía nada y nadie estaba. Me acerqué al 2º A y llamé con los nudillos dando tres golpes. No tuve que esperar nada porque la puerta se abrió al instante. Frente a mí estaba de nuevo el niño rubio de ojos claros. Me dijo: “Hola. ¿Por fin vienes? ¿Quieres pasar ya?” Observé desde el umbral el interior del apartamento y volví a percibir el orden blanco que lo dominaba todo, la soledad y la limpieza de la habitación. Pregunté: “¿Estás solo?” El niño volvió a decir: “¿Cómo solo? No te entiendo”. “¿Quiero decir que si no están tus padres contigo?” “¿Mis padres, dices? Yo no tengo padres” y torció el gesto de la cara formando con sus labios y sus ojos una sonrisa verdaderamente maravillosa. Finalmente, logré decir: “Mejor paso en otro momento, cuando estén ellos o alguien mayor, ¿ok?” El niño de ojos claros dijo: “Cuando estés dispuesto. Te estamos esperando”. Entonces le alargué un cochecito de plástico que había comprado para él. Él lo tomó con entusiasmo, pero sin aspavientos. “Gracias”, dijo. “Jugaré ahora con él en la barra de la cocina”, y se introdujo en el salón sin cerrar la puerta.
Después me dirigí a mi apartamento y ya no volví a salir de él hasta el miércoles. Tampoco volví a ver o a escuchar nada ni a nadie a través de las paredes o de las puertas del rellano. Pero el miércoles... por la tarde, me pareció oír que el niño de mi derecha lloraba. Cuando intentaba oír el llanto a través de la pared de la cocina o de la puerta en el descansillo, el llanto o el lamento dejaba de producirse y el silencio ominoso volvía a invadirlo todo. No podía dejarlo estar por más tiempo. Debía acudir a la policía y denunciar que un niño vivía solo, abandonado por sus padres o por quienquiera que tuviese su custodia. Después también me pareció oír otro lamento, pero este procedente del apartamento del otro lado. Mas igualmente el ruído dejaba de producirse cuando intentaba acercar mi oreja a la pared del cuarto de baño. ¿Qué estaba pasando en estos apartamentos aledaños? Parecía una forma extraña de lucha o de diálogo y yo me encontraba en el centro de la disputa, pero sin entender nada y sin poder hacer nada, pensaba o creía.
A la mañana siguiente, jueves, 12 de mayo, me dirigí muy temprano a la comisaría de policía más cercana.
- ¿Qué desea usted?
- Quiero poner una denuncia, señor agente.
- Entonces debe usted sentarse en la sala de espera y en un momento lo llamarán.
Nadie en la sala de espera. Después de una hora se acerca una agente y pregunta:
- ¿Es usted quien quiere poner una denuncia?
- Sí, soy yo.
- Acompáñeme, por favor.
Me dirijo tras la policía a otra estancia de la comisaría y una vez allí, frente a una pantalla de ordenador, la agente pregunta:
- ¿Qué desea usted denunciar?
- Que junto a mi apartamento vive un niño de unos seis años. Vive solo. Quiero decir, sin sus padres o abuelos o hermanos mayores.
- ¿Y cómo sabe usted que vive solo?
- Porque en su apartamento no hay nadie más que él.
- ¿Ha entrado usted en el apartamento para comprobarlo? -preguntó la policía.
- No, no he entrado.
- ¿Entonces? ¿Cómo sabe que está solo?
- Bueno, pensé que...
- Cuando usted lo vio, ¿estaba triste o llorando? ¿Tenía alguna herida? ¿Algún hematoma?
- No, la verdad. El niño parece bien, y está siempre muy sonriente.
- ¿Entonces? -volvió a preguntar la agente. ¿No serán figuraciones suyas?
- Bueno, tal vez tenga usted razón, pero ayer por la tarde me pareció escucharlo llorar.
- ¿Llorar? ¿Se sorprende usted de que un niño de unos seis años llore?
- Bueno, no es eso, pero... La verdad, no sé qué decirle.
- Venga, buen hombre. Vuelva usted a su casa y relájese. Con toda probabilidad el niño estará bien. Pero no se preocupe que ahora voy a enviar a una pareja de agentes para que le echen un vistazo al edificio. Martín, Espinosa, ¿por qué no os acercais al edificio de este señor a echar un ojo por allí?
- ¿Y dónde vive este señor? -preguntó el más alto.
- En la calle No me olvides, número 1. En la planta segunda.
- ¿En el número 1 de No me olvides? ¿No es ahí donde vives tú, Espinosa?
- Sí, yo vivo ahí, ¿por qué?
- ¿Sabes algo de los inquilinos de la segunda planta?
- ¿Estás de coña, Martín? Yo vivo en el tercero B y la segunda planta está vacía. Hace meses que ahí no vive nadie, afirmó el agente.
Cuando salí de la comisaría me encontraba perplejo. ¿Cómo que no vivía nadie en la sengunda planta? ¿Y el niño? ¿Y el extraño trío? ¿Y yo mismo? Ese agente debía haberse confundido de portal.
Esa misma noche intentaría verificar y demostrar que efectivamente un niño solo vivía en el 2º A y una pareja de jóvenes con un individuo extraño en el 2º C.

III

La tarde del jueves la pasé pegando la oreja a las paredes y a las puertas, pero no lograba oír nada. Por la noche volví a escuchar el llanto del niño y el lamento del otro lado. Salí al rellano. El niño tenía la puerta de su apartamento entreabierta, pero de nuevo no se escuchaba nada en su interior. En cambio la puerta del 2º C estaba cerrada, pero en su interior se escuchaba algo o alguien. Llamé a esta puerta y el ruído del interior cesó. Abrió la joven rubia. Me miró con sus ojos claros y me susurró con sus labios rojos: “¿Ya vienes?”
Pude ver el espaldar de una silla ocupada por alguien, tal vez el hombre de gafas negras y pañuelo en la garganta, que abría a los lados sus brazos. Su mano izquierda estaba sujeta por la joven de pelo negro. Esta me miró con sus hermosos ojos negros como diciendo: “Hola, querido. Ven aquí”. La mano derecha de este hombre estaba junto al niño rubio que sujetaba el coche de plástico que yo le había regalado en una mano y en la otra una larga espada. Con su voz meliflua se dirigió a mí: “Aun no es tu momento. Vuélvete a tu lugar.” La joven rubia cerró la puerta tras de mí y el ruido del interior cesó.
Hoy es viernes, 13 de mayo. No he salido en todo el día. No he visto ni oído a nadie: ni al niño ni a las jóvenes ni al hombre, ni ningún llanto o lamento. Pero la inquietud no me deja en paz, necesito saber. Salgo al rellano y me acerco a la puerta del 2º A. No consigo oír nada. Llamo con tres golpes de nudillos. Nada. Después me dirijo a la puerta del 2º C. Llamo también con tres golpes. Espero. Nada se oye en su interior. Decido sacar la llave de mi apartamento. La introduzco en la cerradura del 2º C. Giro la llave, el pestillo se desliza y se abre la puerta de par en par. El interior del apartamento es igual que el del niño que había visto desde el descansillo días antes e, igualmente, una réplica exacta del mío. Entro y cierro la puerta.
En la cocina no hay ni comida ni cacharros usados. El frigorífico está vacío. En el baño tampoco hay ningún cosmético ni jabones ni dentríficos ni esponjas o toallas.
Parece que el agente de policía tenía razón y que nadie habitara el apartamento. Pero yo estoy convencido de lo que he visto: de las dos bellísimas jóvenes que escoltaban al tipo de las gafas negras y del pañuelo en el boca.
Me dirijo al mueble del rincón del salón. Está cerrado con llave. Introduzco en él mi tercera llave, la más pequeña, y, sorpresa -¿cómo pudo haberlo previsto mi hermano?-: aquí sí que hay algunas cosas: antifaces de cuero negro, látigos, púas, pinchos, esposas, raspadores, puntas de flecha metálicas, cuchillas de acero de diversos tamaños, marcadores de hierro fundido,... Una panoplia de artículos de tortura y dolor.
Caí de espaldas en la silla -o tal vez era un potro-: tras la puerta del apartamento cerrada escucho algunas voces. Unas correas se deslizan sujetando mis muñecas y mis pies. Estaba atrapado en el apartamento de unas jóvenes sádicas que ahora sí que podían explicarme sin palabras el rostro demacrado y blanco del joven al que viera salir del ascensor acompañado o escoltado por sus dos ángeles o demonios.
Después pude oír en el rellano y con gran claridad las voces de tres individuos que estaban saliendo del ascensor. Oí también el giro de la cerradura y cómo entraban en el apartamento a mis espaldas.
La joven rúbia de ojos claros y labios rojos dijo: “¡Por fín has llegado!”. Después la morena de ojos profundos y que era como “la mujer que se murió” pero más joven, dirigiéndose al mueble de artículos y objetos diversos dijo: “sabía que no tardarías en rendirte a nuestros encantos”. “No te preocupes -dijo sonriendo-; no te dolerá”. El niño, en cambio, ahora con sus ojos tristes, con su coche de plástico en una mano y su espada flamígera en la otra, preguntó: “¿Por qué no te dejaste venir conmigo?”
La joven rubia, mientras me besa en los labios, pregunta: “¿De quién es la culpa cuando gobierna la desgracia?” La mujer de pelo negro, con la cara de Inés, afirma: “Ya era hora, cariño”, mientras comienza a dibujar con una cuchilla de acero líneas curvas en la piel de mi rostro y de mi cuello”. Contra mi pronóstico dejo de sentir miedo y dolor. Recuerdo una vez más la voz de mi hermano mayor hablando con mis padres muertos todos hace más de cinco años: “¿Qué cosa peor le puede pasar?”

Véante mis ojos, muérame yo luego:

 

Véante mis ojos,
muérame yo luego”.
(Teresa de Jesús)

Al alba, cuando aún los rayos del sol no habían alcanzado a sobrepasar la línea que dibuja el horizonte, el hombre de rala barba gris y blanca, de nariz puntiaguda, y de ojos oscuros y atentos, más tembloroso de lo que su edad podría hacer presuponer a cualquiera que lo mirase con la mirada escrutadora de un relatista joven, pero menos paciente de lo que su edad pronosticara a cualquiera que, inteligentemente, lo observase, tomó una decisión definitiva, como toda decisión requiere para ser tal, con arrogancia.
La tarde anterior, cuando visitara la ciudad junto a su hijo mayor para visitar a su viejo amigo el doctor Fernández, aún no tenía ni idea de lo que decidiría a la mañana siguiente. El doctor, directo, apático, insensible, experimentado, le anunció:
- Luis, tienes un cáncer de médula. No es operable. Se ha extendido por todo el cuerpo. Por el cerebro también. Eso explica tus continuos dolores de cabeza.
- ¿No hay nada que hacer? -preguntó.
- No. Solo aliviar los dolores. Iremos subiendo las dosis de calmantes hasta que llegues a perder la conciencia. Después todo acabará.
- ¡Ah! -llegó a susurrar Luis-.
- ¿Y de cuánto tiempo dispongo hasta que ello llegue? -insistió Luis.
- Eso depende. Tal vez de un mes, tal vez de dos. Tal vez menos. Aquí tienes unas recetas. - - Dispón tú de las tomas según los dolores. Pero si llegas a necesitar más de tres pastillas al día, ponte en contacto conmigo, porque habrá que ingresarte. Ten cuidado que son muy fuertes. Cuando se te acaben, ven a por más.
- Ya, Juan -dijo Luis-. Siempre has sido tan escueto... que asustas -sonrió-.
Cuando Luis salió de la consulta, su hijo lo estaba esperando en el coche aparcado en doble fila.
- ¿Qué tal? ¿Qué te ha dicho Juan?
- Nada -dijo el viejo-. Todo igual. Que tengo demasiados años. Y que vuelva cuando lo necesite.
- ¿Y de los resultados de las pruebas? ¿No te ha dicho nada?
- No, nada. Que todo está bien -mintió el viejo-.
Después de un prolongado silencio el hombre más joven preguntó:
- ¿Quieres tomar una cerveza en lo del Servando?
- No, déjalo. No tengo ganas -dijo Luis-. Mejor llévame a casa. Estoy cansado y tengo pendientes aún algunas faenas.
- ¿Algunas faenas? ¿En qué estás ahora? ¿Alguna nueva novela?
- Sí, eso es. Tengo en la cabeza un capítulo difícil y creo que ya sé cómo puedo empezar a resolverlo.
- Bueno, está bien. Vamos a casa.
Cuando el viejo se despidió de su hijo, cuando logró encontrar la llave de la puerta de la casa, cuando hizo girar el pestillo, cuando entró en el interior del hogar vacío no pudo evitar que sus ojos brillaran por el absceso repentino de alguna lágrima. Verdaderamente la noticia no le había sorprendido, entraba dentro de lo previsible, es más, desde hacía algunos meses llevaba sospechando que algo no iba bien: los dolores en los brazos, en los hombros, en las piernas, los dolores de cabeza,... Pero Luis acababa de comprender algo definitivo y sorprendente, acabada de descubrir que no estaba preparado para morir, que no quería morir, que no entendía por qué habría de morirse ahora, que aún tenía ganas de vivir, que la vida le había parecido absurdamente corta. Nunca antes había pensado en la muerte. Nunca antes se había preocupado por ella. Había visto morir a sus padres hacía ya muchos años, había visto morir a su mujer incluso y a no pocos amigos y conocidos. Pero jamás se había preguntado por su propia muerte. Ahora comprendía que tal vez había estado evitándola desde siempre ya por miedo ya por inconsciencia ya por sabiduría, llegó a pensar, mintiéndose. Pero ahora la idea de su muerte se había hecho ominosa, enorme, absoluta, ocupando toda su atención, adquiriendo un peso enorme, como una losa imposible de soportar, de evitar o de apartar.
Había comenzado a sospechar de su presencia la mañana de hace aproximadamente un mes en que se despertó sobresaltado por un sueño. No le pareció una pesadilla, pero cuando se incorporó en la cama su corazón galopaba, y su frente y espalda sudaban a chorros. Las sábanas estaban empapadas. En el sueño se veía a sí mismo de joven, al alba, bajando del porche de su casa de las afueras de la ciudad y sintiendo el frío y la humedad de la yerba en las plantas de sus pies descalzos. Junto a la casa había aparecido una hermosa yegua negra, fuerte y alta, sudorosa. Debía haber galopado algunos kilómetros. Estaba sola. No parecía tener dueño. No estaba marcada. Relinchaba como si le llamara o como si le advirtiese de algo. Nunca había sabido interpretar sus sueños, pensó. Realmente no solía recordar sus sueños. En los setenta años de vida no recordaba haber soñado más de tres o tal vez cuatro sueños. Pero nunca, hasta hace un mes, había soñado con caballo alguno. Desde entonces este sueño se había hecho recurrente. La yegua negra sudorosa, caminando agitada alrededor de la casa, el frío del alba, la humedad de la yerba. Se acercaba al animal con la mano extendida para tocarlo. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, cuando estaba a punto de acariciar su brillante cuello y sus crines,... se despertaba agitado y sudoroso como si él mismo fuese el caballo, como si él mismo hubiese galopado kilómetros de distancia durante la noche.
Ahora parecía todo muy claro: estos sueños eran el anuncio de la muerte que venía galopando a gran velocidad a buscarle a su casa y que finalmente lo alcanzaba sin que él pudiera ocultarse o evitarla.
La muerta es injusta”, recordó sus pensamientos de anoche cuando volvió a su casa desde la consulta de su amigo el doctor. “La muerte es injusta, porque no tiene en cuenta la singularidad de nadie. Te alcanza cuando menos lo esperas y lo deseas, dejándolo todo por concluir”, pensó.
Ni siquiera él, quien siempre había presumido de no dejar nada para mañana, había podido cerrar todos los capítulos de su vida pasada. Había sido feliz, se decía. Se había casado con una bella mujer. Había tenido con ella tres hijos, que también se habían abierto paso en sus vidas. Seis nietos. Es cierto que su esposa había fallecido diez años atrás y es cierto también que había añorado su presencia y que la había llorado durante algunas noches en que la soledad se espesaba como si fuera una niebla o bruma de las que bajan en esta parte de la región en las mañanas de los primeros días del invierno. Pero también es cierto que ya hacía años que había dejado de amarla. O al menos que cuando murió no la amaba como en otros días lejanos, cuando ambos compartían una lozanía desaparecida hacía tiempo.
Desde muy joven era ya lo que habría de ser toda su vida”, pensó: una persona capaz y jovial, una persona con un gran sentido del deber que se aplicaba con decisión y fortaleza a hacer todo aquello que debía hacer con la diligencia y el bien hacer que la tarea requiriese, sin dejar nada para otro día si esto no era necesario.
Pero en esta noche pasada había sentido cómo todas las personas que había conocido, incluidos sus hijos y nietos, incluida su mujer y todos sus amigos, habían ido pasando por su vida sin dejar huella alguna. Se sentía desgraciado. Pero no más que otros, porque en el fondo consideraba que esto era un mal muy extendido, que la soberbia es el mal de nuestro tiempo.
Toda la noche la había dedicado a tomar una decisión y a recordar algunos momentos de su vida. Pero ni el día en que conoció a su futura mujer, ni el que nació ninguno de sus hijos o nietos, ni ningún otro pudo imponerse al día en que había llegado a su nuevo destino en una villa costera del sur cuando ejercía en el cuerpo de la Policía Nacional. Su ocupación durante un mes sería escoltar a una enigmática mujer joven cercana a la realeza. Recordaba ese mes como el más feliz de su vida. Si por él hubiera sido, no habría vuelto a su rutina marital y familiar. Pero no fue por él. Ella tampoco podía dejarse arrastrar por la resbaladiza pendiente del amor escondido. Finalmente se habían separado después un mes de apasionado y loco deseo amoroso.
Después había vuelto a su casa familiar y nunca más había vuelto a saber de aquella bella y aristocrática mujer de tez blanca y cabellos negros. Pensó que ella era, verdaderamente, la única tarea que le quedaba por cumplir. Por ello, tal vez, la muerte le pareciera injusta, porque no podría despedirse de ella como él hubiera querido desde el último día que la vio. Pasó toda la noche recordando cada día pasado junto a ella hacía más de treinta años.
Él sabía de la vida de ella, porque en ocasiones aparecía en la sección de sociedad de los periódicos nacionales alguna noticia que la mencionaba o, incluso, alguna fotografía en la que aparecía junto a su marido o hijos.
Pensó por primera vez en sus más de setenta años en que si verdaderamente su vida había valido la pena era justamente por ese mes pasado en la villa del sur escoltando y acompañando a aquella elegante y fascinante mujer. Ella era, probablemente sin saberlo, la que justificaba su presencia en la tierra. Y esto no podía quedar así. Esta tarea debía completarla. Por ello decidió escribirle una carta.
Toda la noche la había pasado intentando escribirle unas palabras. Conocía su dirección y enviársela no sería ningún problema, pero temía no estar a la altura. Es decir, qué escribirle, qué contarle o indicarle. Después de treinta años y sin apenas haberla conocido, cómo podría recibir lo que tuviera a bien decirle. Empezó y rompió varias cartas antes de que, al alba, escribiera la definitiva. Cogió un sobre vacío de su escritorio, escribió el nombre y la dirección de la mujer, escribió también su nombre en el remite (éste sin dirección) y antes de cerrar el sobre introdujo una cuartilla doblada por la mitad en la que finalmente había escrito: “Gracias, amor”.
Una vez cerrado el sobre lo colocó sobre la mesa en un sitio bien visible para que quien entrase en la casa, probablemente uno de sus hijos, la pudiese ver y enviar a la destinataria. Después miró por la ventana hacia los primeros rayos del sol que comenzaban a dibujar el horizonte. Salió al porche a recibir el amanecer y lentamente fue tomándose, uno a uno, todos los calmantes que su amigo Juan le había dado la tarde anterior.
Justo antes de perder la conciencia fue invadido por una lástima enorme por todos aquellos a los que había conocido en su vida. Pensó: “Qué sencillo es morir”. Buscó el miedo a la muerte que apenas hacía unas horas ocupaba toda su atención. No lo sentía. Había desaparecido. Tal vez la muerte no era nada para quien hizo lo que debió. Sintió también alegría por el hecho de sentir lastima por todos, por su mujer y por sus hijos y nietos también, y por su amigo Juan. Por fin podría morir definitivamente en la alegría y en la lástima que se extendían más allá del horizonte de su mirada. Hizo una suave expiración, pareció roncar y no volvió a moverse. El sol comenzaba a iluminar su rostro.
Cuando su hijo llegó a la casa del padre vio cómo su cara era más hermosa que en días anteriores y tenía una expresión más feliz que cuando estaba vivo.