jueves, 20 de junio de 2019

El novio:



Me tocó disparar. Su vida estaba, por fin,
en mis manos, y le miré con ansia,
tratando de descubrir en su rostro la huella del temor.
(Aleksandr Sergueyevich Puchkin, El desafío.)

En la vieja y astrosa ciudad portuaria de Santalalluvia todos sintieron un escalofrío nervioso cuando a las siete de la tarde, del tren procedente de Ciudad Nueva, apeose Atanasio Montañés Duquelas, a quien todos en el lugar conocían, después de veinte años de ausencia, como “el novio”.
La cara negra de “el novio” reflejaba un rictus de seriedad fantasmal, irreal, de lejanía; sus ojos enrojecidos miraban más allá del horizonte, tal vez hacia un pasado lejano, pero vivo, presente. Desde la altura de la atalaya que era su cuerpo “el novio” pudo contemplar una vez más las naves podridas junto al astillero, la ancha avenida de El Rencor y los rostros sorprendidos de los vecinos que lo enfilaban con sus miradas asustadas e inquisidoras. El regreso de “el novio”, por más que fuera esperado por todos, no podía ser deseado por nadie en la ciudad que murmuraba.
Tal vez los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos de “el novio” fueran contemplados por aquellos que conocían lo sucedido veinte años atrás:
Era una tarde gris y blanca de septiembre, de aire quieto y humedad agobiante, había una iglesia con las puertas abiertas, una escalinata y un novio alto y negro aguardando algo, muchedumbre alrededor, una novia esperada que no terminaba de llegar. Un hermano de “el novio” que tampoco llegaba: concomitancias, una ausente copia blanca del hermano negro, un rencor que empieza a nacer, a crecer, a desarrollarse. El tiempo que avanzaba, “el novio” que se desesperaba, la muchedumbre que murmuraba, los grajos que olían la carne que prometía putrefacción. Un hombre alto y negro que comienza a bajar la escalinata, que emprende su marcha o su huida avenida arriba, que busca no queriendo encontrar, que gira una esquina y después otra y otra más, que abre una puerta y que finalmente descubre lo que siempre debió quedar oculto siempre. ¿Cuánta verdad eres capaz de tragar, “novio”? ¿No es mil veces más fácil sobrevivir en la mentira que respirar el aire tóxico de una verdad miserable? Un novio que, con ojos redondos como soles, contemplaba enmudecido la escena sospechada para la que nadie estuvo dispuesto nunca.
Después... lo habitual en estos lares de tinieblas y tiempos de recuerdos borrosos: miradas, insultos, voces, llantos y un duelo al amanecer.
Toda la noche estuvo “el novio” en la taberna de Las Ensoñaciones lagrimeando junto a una botella de aguardiente, sin hablar con nadie, sin mirar a nadie, sin escuchar a nadie, sin comprender cómo en el transcurso de una noche puede caber toda la eternidad.
Al amanecer dos hombres caminan al lugar de la cita terrible: parten de orígenes distantes, recorren calles diferentes, atraviesan distintas encrucijadas, pero ambos convergen, ante las miradas de todos los observadores, en el mismo punto de encuentro. El sol acaba de salir por el este, “el novio” negro se coloca en la posición que da al sur, su hermano blanco en la que da al norte, al oeste un sendero estrecho por el que solo cabe una persona. Frente a frente, sin dirigirse ninguna palabra, ambos levantan su revolver en dirección al otro, hermano frente a hermano, “el novio” con el rictus desencajado, el otro con mueca de desprecio.
Nadie supo nunca por qué “el novio”, que aunque ya nunca más fue novio, todos siguieron refiriéndose a él de esta manera, bajó su revolver y quedose en pie con ojos perdidos en el horizonte. Algunos más tarde afirmaron que esta reacción fue resultado del desprecio observado en el rostro de su hermano. Éste, su sombra blanca, por contra, no bajó el brazo, apuntó directamente al pecho de “el novio” y todos pudieron oír el estruendo del disparo en aquella mañana en que los grajos sobrevolaban la escena esperando la recompensa prometida. Pero tal vez por su falta de destreza, o por su atolondramiento, o por su sentimiento de culpa, o por un azar del destino, o por vaya nadie a saber por qué, el tiro fue errado y la sombra o reflejo blanco de “el novio” quedose petrificado, en pie, con los brazos caídos, aguardando la bala que habría de llegar desde el otro lado del espejo que reflejaba su mismo rostro en negro. La eternidad no cabe solo en una noche, sino que también cabe en unos segundos. Todos permanecían en silencio y hasta los grajos quedaron inmóviles flotando en el aire frío de aquella mañana que nunca nadie hubiera querido que aconteciese.
Pasados unos instantes y sin que el disparo esperado brotase del revolver de “el novio”, éste dijo antes de girarse: “No es ahora. Ya vendré a cobrarme el tiro que me debes en otro momento”. Después “el novio” se dirigió a la estación, esperó enmudecido al primer tren que por aquella ciudad muerta tuviera a bien arribar, y en él se marchó.
En él se marchó hasta hoy, veinte años después. Todos conocían la historia de “el novio”, todos sabían a qué había venido ahora “el novio”, todos conocían que el regreso era inevitable, todos entendían que “el novio” había vuelto a Santalalluvia para cobrarse el disparo que le debía a su hermano blanco, a su sombra blanca, a su reflejo blanco y todos sabían que el desenlace final era inevitable. Tal vez por ello cuando los viandantes de la avenida de El Rencor vieron aparecer el rostro serio de “el novio” sintieran un escalofrío nervioso recorriendo sus cuerpos.
Su paso lento comenzó a cubrir la avenida en dirección a la iglesia. Esta vez no subió la escalinata. En la plaza aguardó la llegada de su copia blanca y ruin. Todos sabían que la vuelta de “el novio” era el regreso de un fantasma lejano, de un pasado remoto pero presente, fantasma de carne y hueso, mas amasado con odio, rencor, desesperación y orines viejos.
Alguien debió de llevarle la noticia al hermano, alguien debió de decirle que Atanasio había vuelto con una guadaña en forma de revolver en el bolsillo, alguien, quién puede saberlo, tal vez se alegrase de que los últimos veinte años no habían acaecido o habían sido borrados y que el instante eternizado con los grajos flotando en el aire frío de la mañana continuaba ahora con el calor de esta tarde, frente a la iglesia donde ayer un novio negro y alto quedose esperando inútilmente la llegada de su novia en el día de sus bodas.
Muchos fueron los que se reunieron en torno a la plaza para ver el espectáculo. Muchos los que se lamentaban por no haber hecho nada para disuadir a “el novio” de su disparate. Muchos los atolondrados que cambiaron sus llantos por risas y muchos más los que cambiaron sus risas por llantos. Todas las contradicciones parecieron resolverse en el instante en que la sombra blanca de “el novio” llegó a la plaza y se colocó, desarmado y con los brazos caídos, con la mirada triste y fija en los ojos de “el novio” frente a su otro yo esperando por fin el estruendo del trueno que habría de llegar. Su rostro seguía reflejando el mismo desprecio y, tal vez, aunque fuera solo por ello, se estuviera asegurando su propia muerte. Frente a frente, con el sol poniéndose por el oeste, con “el novio” en el norte y su hermano en el sur y con la única puerta de la iglesia abierta en el este. Veinte años a la espera de una bala que lleva tu nombre son muchos años, debió de pensar el condenado. Frente a frente, hermano contra hermano, silencio, y hombres y mujeres expectantes ante lo inevitable.
Tal vez “el novio” sintiese todo el rencor acumulado, rejuvenecido con vigor, cuando vio el rostro de su hermano y tal vez ello fue lo que le dio las fuerzas necesarias para agarrar el revolver, sacarlo de su bolsillo derecho, levantar el brazo y apuntar al pecho de su sombra. Veinte años esperando este momento, que ahora sí, debía producirse por una cuestión de necesidad.
Los grajos volvieron a quedarse inmóviles en la altura de la tarde, el silencio invadió la plaza, una nube gris cubrió el cielo, cuando un disparo retumbó en el corazón de la ciudad espantando a todos los presentes: un cuerpo que cae al suelo, un cuerpo que comienza a verter su sangre pegajosa en las losas de la plaza, una vida que se derrama sin solución, un rostro serio y negro que mantiene sus ojos abiertos contemplando un horizonte lejano, tal vez un pasado remoto pero presente.
Un hombre muerto es siempre ocasión para callarse.

Mosquitos:

Recuerdo la tarde lejana en que caminaba junto a Maribel por el paseo del río. Tenía el pelo recién lavado con un champú de camomila. Éste debió de atraer a una multitud de mosquitos. Una enorme y densa nube de mosquitos rodeaba mi cabeza. Nube visible a decenas de metros y señalada con el dedo por el resto de paseantes.
Aquel día comprendí que un halo de convicciones o de mosquitos rodea siempre nuestras cabezas: si estúpido es vivir con ellos, porque ordenan y deciden por su cuenta, clasifican y controlan nuestras actitudes o decisiones, imposible es sin ellos vivir.