lunes, 26 de octubre de 2009

Acerca de un hermoso ídolo de dos cabezas:

La tolerancia es un ídolo de dos cabezas: la de la igualdad y la de libertad.
Para que todos permanezcamos distintos, singulares y únicos reconozcamos que todos somos iguales. La mirada a la que alcanza esta cabeza, llamada igualdad, no ha de tener límites: cualquier discriminación desigualitaria es condenable.
(Si los actuales estados democráticos no quieren matar o dejar morir a este bello monstruo de dos cabezas debe atender a este inmenso mar en toda su extensión.)
En cambio, la otra cabeza, la de la libertad, debe tener la mirada corta. ¿Cuáles son los límites de esta mirada?, esta es la pregunta que lleva respondiendo la filosofía política, al menos, desde el siglo XVIII.
(Si los actuales estados democráticos no quieren matar o dejar morir a este bello monstruo de dos cabezas debe atender a este triple límite que ha de limitar la abusiva (abrasiva) mirada del deseo de libertad:
- Ningún estado debe renunciar a su independencia en nombre del miedo o del deseo de protección.
- Ningún estado debe permitir que, dentro de ellos mismos, surjan intereses por parte de otros estados, representados ya por individuos, ya por asociaciones, ya por instituciones.
- Ningún estado debe permitir la desigualdad discriminatoria (negativa o positiva) de ninguno de sus miembros: la intolerancia es lo único intolerable.)

martes, 15 de septiembre de 2009

El rizo: un recurso literario:

La tercera acepción de la palabra “rizo” que aparece en el drae es la siguiente: “mechón de pelo que artificial o naturalmente tiene forma de sortija, bucle o tirabuzón”. Así, pues, un rizo es un bucle, una curvatura con forma helicoidal. Y esto es justamente lo que algunos escritores del siglo XX han ido poniendo de moda con maestría cinematográfica, con justificado interés y con elegancia depurada. Voy a poner tres ejemplos de este recurso cada vez más recurrente. Los dos primeros ejemplos los he tomado de dos novelas de José Saramago: Levantado del suelo y El año de la muerte de Ricardo Reis, y el último de Alondra, de Dezső Kosztolányi.
Levantado del suelo (1980) es una novela que recoge con indudable maestría la brutalidad a que a veces puede llevar la miseria humana: miseria económica y moral. En el pasaje citado más abajo observamos cómo el protagonista, arrastrándose con un carro donde cuelgan sus escasos enseres y su pobre familia, llega a un pueblo o aldea. Es de noche. Todo está cerrado, salvo una taberna. Allí penetra el buen hombre y allí mira: Saramago nos describe lo que éste ve, y entre ello observa a los clientes que a su vez miran al recién llegado y lo observan. El protagonista se ve a sí mismo a través de los ojos de quienes lo están mirando. Es un rizo perfecto: una cámara fantasma ha girado por la estancia, aparentemente para mostrar lo que allí ocurre, pero realmente para que el protagonista se vea a sí mismo y para que el lector vea lo que de sí mismo puede llegar a ver el protagonista recién llegado. Efecto magistral produce este bucle horizontal como sólo puede lograr un maestro de la pluma.

El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) es una novela de sorpresas. Ahora el ejemplo es a cielo abierto, o casi. Nos encontramos en una habitación de hotel. En ella se encuentra Ricardo Reis y Lidia, una camarera. El protagonista se acerca a la ventana y observa el muelle de Sodré allá abajo y a lo lejos. El caudal viene muy crecido. Varias son las calles inundadas. Una anciana quiere cruzar una de ellas, pero parece evidente que no lo logrará sola. Necesita ayuda. Ésta viene dada por un individuo que decide alzarla en brazos y cruzarla. Después este San Cristóbal repetirá su acción con otro individuo acicalado. Ricardo Reis observa la escena (no olvidemos que tiene alma de escritor), pero mientras observa, ve que éste último individuo ha alzado la cabeza y lo mira a él fijamente. Pero no sólo lo mira a él, sino que también está viendo a Lidia que, tras el hombro de Ricardo Reis, está igualmente mirando la escena. El protagonista no puede ver lo que está viendo de sí el alzado a borriquillo, puesto que no tiene ojos en su espalda, pero el lector sabe de Ricardo Reis y de su entorno más que él mismo. Bucle magistral por ser ascendente: va a más.

El siguiente ejemplo de este recurso literario lo he rescatado por ser el más antiguo que yo he localizado. No digo que sea la primera vez que algún escritor lo haya utilizado de forma tan consciente y tan imbricada en el relato, sino que, hasta la fecha, es el primero de que yo tenga constancia. Pertenece a la novela Alondra (1924) del escritor húngaro Dezső Kosztolányi. Al final de la misma el padre de Alondra camina en dirección a su casa y observa desde la calle a través del cristal de una taberna a un joven poeta que está escribiendo y meditando sentado a una mesa. Entonces este individuo levanta la cabeza y mira a través de la ventana. Aquí tenemos el rizo. Mira y ve al padre de Alondra que viene caminando, pensando y mirando. Conocemos más del anciano tras la mirada del joven que si éste no hubiese levantado la cabeza para observarlo.

Texto número 1: Rizo horizontal:
Había una plazuela, unos árboles con ramas que se agitaban, bruscos. El hombre paró el carro, le dijo a la mujer, Espera ahí, y atravesó bajo los árboles hacia una puerta iluminada. Era una taberna y dentro estaban tres hombres sentados en un banco, otro bebiendo arrimado al mostrador, sosteniendo el vaso entre el pulgar y el índice, como si estuviera posando para un retrato. Y tras el mostrador un viejo flaco, seco, dirigió los ojos hacia la puerta, era el hombre del carro que entraba y decía, Buenas noches a toda la compañía, éste es el saludo de quien llega y quiere la amistad de todos, por fraternidad o por interés de negocio, …” (José Saramago, Levantado del suelo. Suma de Letras, S. L.; Punto de lectura, Madrid, 2004. Traducción de Basilio Losada; pág. 24.)

Texto número 2: Rizo ascendente o en espiral:
Entró al fin la camarera, Buenos días, señor doctor, y posó la bandeja, con oferta menos pródiga de lo que había imaginado, pero incluso así merece el Bragança mención honorífica, no es extraño que tenga huéspedes tan constantes, algunos no quieren otro hotel cuando vienen a Lisboa. Ricardo Reis responde al saludo, ahora dice, No, gracias, no quiero nada, es la respuesta a la pregunta que una buena camarera hará siempre, Desea algo más, y si le dicen que no, debe retirarse discretamente, a ser posible sin volver la espalda, hacerlo sería faltar al respeto a quien nos paga y hace vivir, pero Lidia, instruida para duplicar las atenciones, dice, No sé si el señor doctor se ha dado cuenta de que está inundado el muelle de Sodré, los hombres son así, tienen un diluvio a la puerta y ni se enteran, había dormido toda la noche de un tirón, despertó y oyó caer la lluvia, fue como quien sólo sueña que está lloviendo y en el mismo sueño duda de lo que sueña, cuando lo cierto es que llovió tanto que el muelle de Sodré está inundado, llega el agua por la rodilla a quien por necesidad lo atraviesa de un lado a otro, descalzo y remangado hasta las ingles, llevando a cuestas en el vado a una mujer de edad, mucho más liviana que el saco de judías entre el carro y el almacén. Aquí en el fondo de la Rua do Alecrim abre la vieja el bolso y saca la moneda con que paga a San Cristóbal, el cual, para que no estemos siempre escribiendo quién, volvió a meterse en el agua pues al otro lado hay ya quien le hace señales urgentes. Éste no es un anciano, edad y buena pierna tendría para atravesar por sus propios medios si quisiera, pero yendo tan puesto, de traje nuevo, no quiere mancharse los fondillos de barro, que más parece esto barro que agua, y no repara en lo ridículo que va, a borriquillo, con las ropas remangadas, las canillas asomándole por las perneras, las ligas verdes sobre los largos calzoncillos blancos, no falta quien se ría del espectáculo, hasta en el Hotel Bragança, en el segundo piso, un huésped de mediana edad sonríe, y tras él, si los ojos no engañan, hay una mujer que ríe también, mujer sin duda, pero no siempre los ojos ven lo que debieran, pues ésta parece una camarera y cuesta creer que lo sea, o están subvirtiéndose peligrosamente las relaciones y posiciones sociales, caso muy de temer, aunque hay ocasiones, y si es verdad que la ocasión, repetimos, hace al ladrón, también puede hacer la revolución, como ésta de haberse atrevido Lidia a asomarse a la ventana tras Ricardo Reis y reír con él igualitariamente ante el espectáculo que a ambos divertía. Son momentos fugaces de la edad de oro, que nacen súbitos, que mueren pronto, por eso la felicidad cansa en seguida. Se fue ésta ya, Ricardo Reis cerró la ventana, Lidia, sólo camarera, retrocedió hacia la puerta, todo se hace ahora con cierta prisa porque las tostadas se están enfriando y pierden gracia, La llamaré luego para que se lleve la bandeja, dice Ricardo Reis, y eso ocurrirá al cabo de media hora, Lidia entra discretamente y se retira sin ruido, más aliviada de carga, mientras Ricardo Reis se finge distraído, en el cuarto, hojeando, sin leer, The god of the labyrinth, obra ya citada.” (José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis. Suma de Letras, S. L.; Punto de lectura, Madrid, 2004. Traducción de Basilio Losada; págs. 77 y ss.)

Texto número 3: Rizo primitivo:
... Su desengaño literario se transformó en una tristeza general, profunda, típicamente finisecular, y embargado por ese sentimiento miró hacia la calle, donde vio a los Vajkay caminar juntos detrás de un mozo de cuerda.” (Dezső Kosztolányi. Alondra. Barcelona; Ediciones B, S.A.; 2006. Traducción de Judith Xantús. Introducción de Péter Esterházy (1993). Traducción de la introducción de Marta Pino Moreno. Pág. 193)

lunes, 14 de septiembre de 2009

Punto de partida:

La vida es una aventura mortalmente peligrosa.

jueves, 27 de agosto de 2009

Dezső Kosztolányi: la aurora de dedos rosados y uñas sucias:


El escritor húngaro Dezső Kosztolányi de Nemeskosztolányi nació el 29 de marzo de 1885 en la ciudad de Szabadka, al sur del impero autro-húngaro (hoy Subotica, en el norte de Serbia) y murió el 3 de noviembre de 1936 en Budapest a causa de un cáncer de laringe. Fue un escritor total, que entre ambas fechas pasó felizmente por todos los géneros literarios alcanzando siempre el difícil nivel de la exquisitez: poesía (Entre cuatro paredes, 1907; Lamento del niño pobre, 1910; Lamento del hombre triste, 1924; Poemas compilados, 1935; ...), novela (Nerón, el poeta sanguinario, 1922; Alondra, 1924; La cometa dorada, 1925, y Anna la dulce, 1926), cuentos (Noches hechiceras, 1908; Enajenados, 1911; Almas enfermas, 1912; Encantadores, 1916; Caín, 1918; Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo, 1933; Ojo de mar, 1935; ...), ensayos literarios, artículos varios y algunas traducciones (Poetas modernos, 1914; Alicia en el país de las maravillas, y, entre otros, algunos autores castellanos como Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Antonio y Manuel Machado, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Luis Cernuda,...).

De los más de treinta volúmenes que componen su bibliografía, en castellano sólo disponemos de los siguientes:
- Alondra (1924). Barcelona; Ediciones B, S.A.; 2006. Traducción de Judith Xantús. Introducción de Péter Esterházy (1993). Traducción de la introducción de Marta Pino Moreno.
- La cometa dorada (1925). Barcelona; Ediciones B, S.A.; 2007. Traducción de Marta Komlosy. Prólogo de Adan Kovacsics.
- Anna la dulce (1926). Barcelona; Ediciones B, S.A.; 2003. Traducción de Judith Xantús. Introducción de Mihály Dés.
- Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo (1933). Barcelona; Ediciones B, S.A., para el sello Bruguera; 2007. Traducción de Mária Szijj.
- Cuentos psicoanalíticos. Ediciones del Lunar, 2003. Traducción de Ángel Cagigas Balcaza.
- La visita y otros cuentos. Grupo editorial Norma. Traducción de Irma Agüero. Selección de cuentos (de Kornél Esti y de Ojo de mar) de Vera Zcékács.

Dezső kosztolányi estudió en la universidad de Budapest, donde conoció a los célebres poetas Mihály Babits y Gyula Juhász, con quienes estableció una amistosa y emocionante correspondencia, y más tarde en la universidad de Viena.

Fue periodista de profesión y en 1908 sustituyó al poeta Endre Ady en la recién fundada, y prestigiosa ya, revista literaria Niugat (Occidente), auténtica revitalizadora de la vida poética e intelectual húngara. Kosztolányi fue uno de los más destacados poetas de la primera generación de dicha intelectualidad. Junto a él, entre otros, el propio Endre Ady, Mihály Babits, Milán Füst, Zsigmond Móricz, Frigyes Karinthy o Gyula Krúdy. Esta revista proclamaba la soberanía y la autonomía del arte. El exigente director de la misma, Ernő Osvát, estableció e institucionalizó su lema: “¡Escribe lo que quieras, haz lo que te venga en gana, solamente importa el cómo lo haces!”

Los dos grandes temas recurrentes y obsesivos en la ingente obra de Kosztolányi son: la desbocada y desbordada imaginación que crea imparable a través del prisma de la niñez y de sus miedos, y la conciencia de la muerte propia como algo inevitable, junto a la angustia que genera todo lo que a ella recuerda, como pueden ser la vejez o la enfermedad. La voz de Kosztolányi, como la de los grandes escritores realistas rusos, es una voz trágica. A veces se le ha comparado con Antón Chejov por hacer literatura sublime a partir de lo trivial o irrelevante. La voz de Kosztolányi es la voz de la compasión y la conmiseración por los pobres, por los ofendidos, por los humillados.

El año 1914 trajo la Gran Guerra y con ella la ruptura y desaparición de la vida bohemia y la llegada del compromiso de los intelectuales. Kosztolányi siempre defendió la independencia del arte. Él decía ser un homo aestheticus y no un homo moralis. Como tal siempre defendió el arte por el arte. No obstante, los cuatro años de guerra, las dos revoluciones y la contrarrevolución blanca, la desaparición del imperio austro-húngaro y las descabelladas y desproporcionadas consecuencias del tratado de Versailles de 1920 (en el que Hungría perdió dos tercios de su territorio: la ciudad natal del autor, Szabadka, pasó a ser la serbia Subotica) hicieron que las exquisiteces rimadas y la literatura de orfebre desapareciesen a favor de la rigurosidad, de la justeza y de la claridad directa. Decepcionado ante el mundo y ante sí mismo, el patente fracaso de los movimientos progresistas ilustrados y decimonónicos lo conducen a la conciencia de la soledad, de la angustia y de la tragedia que supone el vivir. Y es que Kosztolányi anuncia el existencialismo. Se convierte en el poeta de la superficie, poeta desafiante que renuncia a profundizar, que no se esfuerza más que por recoger en palabras los destellos de la superficie del mar. La canción de Kornél Esti lo proclama claro y rotundo:
(...)
Has de ser la envoltura
del sabio placer, de la fruta,
la fascinante piel, el verdor
del árbol, de la mar el rumor:
la imagen de lo profundo.
(...)
Negocia con locos caprichos
charla con mortales peligros,
y ríete del que se esmera en buscar
lo profundo.

¿Qué te trae el buzo
que emerge de lo profundo?
En la mano, triste barro,
lo único que brinda aquel mundo.
Nada disfruta de la magia
de los destellos del agua,
abajo gime, trastabilla encadenado,
le pesan los guantes,
los grandes ojos de vidrio
contemplan serios y fríos.
(...)
Has de ser vacío y liviano,
liviano y siempre juguetón,
vidente, pero visible de lejos,
con la seda de un centenar de palabras
ardientes, como la bandera,
o la pompa de jabón, arriba
entre los vientos, en el cielo,
y vivir mientras lo haga el alma,
la belleza, o los caprichos,
porque yo también -lo juro por Dios-
sólo viviré hasta entonces.

Ve a flotar sobre lo profundo
envuelto en colores sutiles;
sé como la nada, tú
el todo.

Entre 1922 y 1926 Kosztolányi escribe y publica cuatro novelas[[1]]: Nerón, el poeta sanguinario; Alondra; La cometa dorada, y Anna la dulce. En la primera de ellas (no traducida al castellano) se adentra en la conciencia del poeta fracasado y descubre el estrecho margen que separa lo divino de lo demoníaco: el Nerón joven fue educado en el arte, en la poesía, en la música, para ser un gran emperador, pero su mediocridad (y su inevitable fracaso) siempre patente ante Británico y Séneca, lo llevan a convertirse en un cruel asesino y en un déspota irracional: no hay asesino más salvaje que un poeta consciente de su mediocridad; la belleza es la peor de las propiedades, porque no tolera su desposesión. Lo mejor de la novela es la paulatina y progresiva transformación del joven poeta Nerón en el vanidoso y asesino emperador. En esta novela encontramos ya el mayor aporte de Kosztolányi a la literatura y al pensamiento contemporáneos: la inversión absurda, la denuncia de la terrible confusión que suele darse entre lo primero y lo último, entre la causa y el efecto, entre el ser y el deber ser: el imbécil y mutilado Nerón proclamando en su trono “Nada me es prohibido”[[2]].

Su segunda novela fue la magistral y chejoviana Alondra. Kosztolányi ya sabía que los rostros no existían bajo las máscaras, por ello, este autor desenmascarado pretende penetrar la esencia de la máscara auténtica. Y esto es justamente lo que hace en Alondra. “Alondra” es el único nombre que conocemos de la protagonista de la novela, una no joven hija soltera de un matrimonio anciano. Ella va a marcharse de viaje durante una semana a la finca de unos parientes y los padres quedarán solos en su casa de Sárszeg (“barrizal arrinconado”, la ciudad imaginada de Kosztolányi que tanto recuerda a Szabadka). Y ahora llega la terrible inversión: los padres descubren durante esa semana el odio que sienten por su hija, que debió morir antes de nacer. Pero... ella volverá, y lo hará con una jaula en la mano, jaula que contiene una paloma (¿por qué no una alondra?).

Su tercera novela fue La cometa dorada, más cuidada y lírica que la anterior. Paso obligado para todo docente y para todo padre de hijo adolescente. Su protagonista, Antal Novák, apodado Kobak (“cabezón”) es un profesor de Bachillerato en la ciudad provinciana que ya conocemos, Sárszeg. Tiene una hija adolescente y se encarga de tutorar, enseñar y educar, a un grupo de alumnos también adolescentes. Seguro de sí mismo, gran pedagogo, riguroso, todo le marcha bien hasta que llega nuevamente la inversión terrible: su hija le miente, el mundo está cambiando y él no está preparado para los nuevos tiempos, sus ideales pedagógicos ilustrados ya no sirven para nada, y todo va, lentamente al principio, con precipitación al final, hacia un inevitable desenlace trágico. El cielo mismo se romperá junto con el cráneo de Novák. Tal vez el lenguaje no sirva más que para aumentar la incomunicación de los seres humanos. Es una novela despiadada con el lector: por un lado, delicada, sensible, lírica, escrita por un poeta que ama las palabras, por otro, brutal, desproporcionada, monstruosa; por un lado, conoce el lector las más leves emociones que afectan la conciencia de sus protagonistas, por otro, desearía alejarse de ellos todo lo deprisa posible. Y entre ambos sentimientos opuestos una tensión, trágica por ser inevitable: el terrible final.

Pero si algo escribo de final terrible, entonces tengo que pasar a Anna Edes (Anna la dulce), sin duda una de las mejores novelas de la primera mitad del siglo XX. No voy a rebelar nada de su argumento, porque cualquier palabra que escriba sobre él, podría pervertirlo. Recomiendo a todos los que esto estén leyendo, que cuando se enfrenten a la novela lo hagan directamente, sin previo paso por ningún prólogo o introducción: el impacto que produce la novela es radical. Sólo voy a mencionar dónde se encuentra la terrible inversión en esta obra: al ser humano no se le puede degradar a animal o a cosa o a autómata impunemente. Y nada más.

Termino añadiendo algo acerca de la colección de cuentos Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Kornél Esti es su doppelgänger, su alter ego, en palabras de la propia esposa de Kosztolanyi. El aventurero, descarado y sensible Kornél Esti es todo lo que Kosztolányi era y no supo cómo serlo. Esta colección de relatos es muy desigual en cuanto a calidad, pero algunos de ellos son perfectos. Destaco los siguientes: “Donde realiza una excursión con un viejo amigo a la ‘ciudad honrada’” (capítulo 4 de la edición castellana), “Donde el pobre periodista Pali Mogyoróssy enloquece de súbito en una cafetería y es encerrado a continuación en un manicomio” (capítulo 8 de la edición castellana) y “Donde el héroe brinda una conmoverora descripción de un viaje en un tranvía corriente y se despide del lector” (capítulo 18 de la edición castellana).

La inversión del primero de los tres relatos consiste en la honradez de la ciudad que visita Kornél Esti. En ella nadie miente, nadie oculta nada. Es una ciudad o una sociedad cabeza abajo desde nuestro punto de vista moral, pero ¿no debería ser realmente la nuestra, la sociedad que debiera resultarnos extraña? ¿Cuándo se produjo en nuestra historia la inversión que dio lugar a la imposición de la mentira, de los enmascaramientos, de la cortesía falsa, de la hipocresía?

El segundo relato es más terrible: el periodista Pali Mogyoróssy enloquece una noche de juerga. Sus amigos observan el truncamiento de su cerebro y deciden conducirlo al manicomio. El mismo Pali acaba aceptando su nuevo aposento. Pero... y aquí está la terrible inversión: los locos son los amigos de Pali y no lo saben. El valor de la literatura de Kosztolányi es justamente este: Kafka nos reveló un mundo literario en el que el protagonista conservaba su sentido común en medio de un entorno enloquecido o absurdo, y el lector conoce el valor de este sentido lógico. Kosztolányi hace que no sólo el entorno, sino que el mismo protagonista sean ambos unos sinsentidos, con la dificultad trágica añadida de que nada ni nadie es consciente de dicho absurdo. Kosztolányi es una vuelta de tuerca añadida a Kafka y un exquisito preludio para el existencialismo. Este es el mérito del relato acerca de Pali Mogyoróssy o de Anna la dulce o de la Alondra o de Antal Novák.

Del último relato que he seleccionado de Kornél Esti no escribo nada. Al lector se lo dejo para que camine por sí mismo, junto con otras citas del propio Dezső kosztolányi de Nemeskosztolányi:

Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo (1933). Barcelona; Ediciones B, S.A., para el sello Bruguera; 2007. Traducción de Mária Szijj. Capítulo 18: Donde el héroe brinda una conmovedora descripción de un viaje en un tranvía corriente y se despide del lector (págs. 313-319):
“- El viento rugía -relató Kornél Esti-. La oscuri­dad, el frío y la noche me azotaban y arañaban la cara con sus heladas garras.
»Se me había puesto la nariz púrpura, las manos mo­radas, las uñas azuladas. Los ojos me lagrimeaban, como si llorara o como si se derritiera en mi interior la vida solidificada en un bloque de hielo. Negras callejuelas bostezaban en torno a mi.
»Yo aguardaba allí, de pie, golpeando con los pies el asfalto duro como la roca e intentando calentarme las uñas con el aliento. Al final metí los dedos entumecidos en los bolsillos del abrigo.
»Por fin, en la lejanía, atisbé a través de la niebla el brillo amarillento de los ojos del tranvía.
»El vehículo efectuó un giro pronunciado y se detuvo ante mí, chirriando sobre los raíles.
»Me disponía a subir, pero no bien extendí la mano hacia la barandilla, unas voces hostiles me gritaron: "Está lleno." De las escalerillas colgaban racimos de pasajeros. Dentro, en una lúgubre penumbra apenas iluminada por una única bombilla de filamento metálico que despe­día una luz rojiza, se hacinaban seres vivos, hombres, mu­jeres, algunas de ellas con niños en brazos.
»Vacilé por un instante. Luego, movido por una de­cisión repentina, subí de un salto. No era momento para andarse con remilgos. Estaba aterido y me castañeaban los dientes. Además, también me corría prisa, debía lle­gar puntual a mi destino y me esperaba un largo trayecto.
»En un primer momento mi situación era más que desesperada. Me agarré al racimo humano, convirtiéndo­me así en una más de sus bayas invisibles. Pasamos tra­queteando bajo puentes y atravesamos túneles a una velo­cidad tan salvaje que si me hubiese soltado, habría muerto en el acto. De vez en cuando mi espalda rozaba un muro, una valía de tablas de madera, el tronco de un árbol. Es­taba jugándome la vida.
»Más que el peligro, me angustiaba saber que me odiaba cada uno de los restantes pasajeros. Arriba, los que estaban en la plataforma, se reían de mi; abajo, los de la escalerilla, las personas a las que me había unido el des­tino, sin duda habrían suspirado aliviados silos hubie­se librado de mi excéntrica presencia cayéndome y rom­piéndome la crisma.
»Tardé mucho en llegar hasta la plataforma. Conse­guí abrirme paso hasta el borde. Al menos ya pisaba suelo firme. Con las dos manos me así con fuerza al bastidor exterior del vagón. Ya no temía salir despedido.
»Cierto que la opinión general volvió a cebarse en mi, y de forma por demás virulenta. Abajo ya se habían acostumbrado más o menos a mí. Tras aceptar mi exis­tencia, como un triste hecho, se habían fundido conmigo y habían dejado de prestarme atención. Arriba, sin em­bargo, era el último de los invasores, el más reciente de los enemigos. Todos se aliaron contra mí y expresaron su animadversión común hacia mí, unos abierta y otros en­cubiertamente, unos en voz alta y otros en susurros, unos con blasfemias, otros con insultos graciosos o con comen­tarios soeces. No ocultaban en absoluto que preferirían que me encontrara a dos metros bajo tierra a que estuviese allí entre ellos.
»A pesar de todo, no abandoné la lucha. "Resiste -me animaba a mí mis mismo-. Resiste las adversidades sin claudicar."
»La perseverancia dio su fruto. Alcancé una de las correas que colgaban del techo y la agarré. Poco después, alguien me empujó. Me precipité hacia delante con tan buena fortuna que logré adentrarme en el vagón. Ya no estaba en las inmediaciones de la salida, sino que me había plantado firmemente en medio del grupo que ocupaba la plataforma. La gente me apretaba y me transmitía calor por todos los lados. Unas veces, la presión era tan fuer­te que se me cortaba la respiración. Otras, se me clava­ba en el vientre algún objeto, el mango de un paraguas o el canto de un maletín.
»Sin embargo, salvo por estas molestias pasajeras, no tenía motivos para lamentarme.
»Más adelante, mis perspectivas mejoraron aún más. »La gente iba y venía, subía y bajaba. Ahora que in­cluso gozaba de cierta libertad para moverme, me de­sabroché el abrigo con la mano izquierda, me saqué del bolsillo del pantalón el monedero y conseguí satisfacer la solicitud insistente pero hasta entonces infructuosa del cobrador de que le pagase el billete. Qué placentero re­sultó cumplir con mi deber.
»Luego ocurrió algo que produjo de nuevo cierto re­vuelo. Se encaramó al tranvía un revisor gordo y respe­table que con sus cien kilos casi ocasionó que el vagón rebosara, como una taza de café llena hasta el borde en la que tiran un voluminoso terrón de azúcar. El revisor me pidió el billete. Me vi obligado a desabrocharme el abrigo de nuevo, y con la mano derecha que me queda­ba libre rebuscar el monedero que hacía un rato había hundido en el bolsillo izquierdo del pantalón.
»Debo admitir que la suerte me sonrió otra vez. Al excavar el revisor un túnel entre cuerpos vivos en su ca­mino hacia el interior del vagón, una oleada impetuosa de personas me empujó hacia dentro de modo que -al principio no daba crédito a mis ojos- ahora yo también estaba dentro, en el interior del vagón: lo había logrado.
»Mientras, alguien me asestó un golpe en la cabeza, saltaron unos cuantos botones de mi abrigo, pero no estaba yo para ocuparme de esas menudencias. Me enor­gullecía enormemente de haber llegado hasta allí. Natu­ralmente, sentarme era una utopía. Ni siquiera entreveía a la privilegiada comunidad de pasajeros que iban senta­dos. Los ocultaban a la vista aquellos que viajaban de pie, colgados de las correas, turnándose para posar los pies sobre los demás, así como el miasma impuro formado por la neblina invernal impregnada de alientos con olor a ajo y ácido gástrico y de los vapores viciados que ema­naban de la ropa.
»Al contemplar aquella horda de animales encajona­dos y malolientes, despojados de toda dignidad huma­na, me invadió tal repulsión que, ya tan cerca de mi meta y de la victoria, me tentó la idea de darme por vencido, de no continuar el viaje.
»En ese momento me fijé en una mujer. Estaba en un rincón sombrío, apoyada contra la pared; llevaba ropa gastada y un cuello de piel de conejo. Parecía extenuada, triste. Tenía facciones sencillas, una frente mansa y pura, ojos azules.
»Cuando no soportaba más aquella humillación, cuando me dolían las extremidades o se me revolvía el es­tómago, entonces entre los harapos, entre aquellas jetas propias de animales, en el aire nauseabundo, la buscaba a ella, jugando al escondite tras las cabezas y los sombreros. La mayor parte del tiempo, ella iba abstraída. No obstante, en una ocasión, nuestras miradas se cruzaron. Desde ese momento, ella no me evitó. Se me figuraba que ella tam­bién pensaba lo mismo que yo, como si me leyese la men­te y compartiese mi opinión sobre el tranvía y todo lo que nos rodeaba. Esto me consoló.
»Con su permiso tácito, yo la miraba a los ojos, como miran los enfermos la llamita eléctrica azul que de noche se enciende en las salas de hospital, para que los que su­fren no se sientan solos y abandonados del todo.
»Fue gracias a ella, sólo a ella, que no perdí definiti­vamente las ganas de luchar.
»Un cuarto de hora más tarde se desocupó a mi lado un hueco en el banco que unas barras de cobre dividían en cuatro asientos. En un primer momento sólo había espacio suficiente para apoyar un muslo y dejar las pier­nas flotando en el aire. Los que estaban sentados en torno a mi eran unos burgueses horribles, enfundados en sus gruesos abrigos de piel e instalados en sus privilegios conquistados, sin la menor intención de transigir un ápice. Yo me conformaba con lo poco que había conse­guido. No reivindicaba más. Fingía no reparar en su la­mentable soberbia. Me comportaba como un saco, pues sabía que la gente aborrece instintivamente a las perso­nas y que le cuesta menos perdonar a un saco que a una persona.
»Así fue. En cuanto advirtieron mi indiferencia y que era un don nadie que no contaba para nada, se apartaron ligeramente y me cedieron una pequeña porción del es­pacio que me correspondía. Más adelante ya habría asien­tos entre los que elegir.
»Unas paradas más adelante me procuré uno junto a la ventanilla. Me acomodé y eché una ojeada alrededor. Antes de nada, busqué a la mujer de ojos azules, pero ya no estaba allí. Seguramente se había bajado mientras yo estaba ocupado librando mi fiera batalla por la supervi­vencia. La había perdido para siempre.
»Suspiré. Me volví hacia la ventanilla cubierta de flo­res de escarcha, pero sólo veía las farolas, la nieve co­chambrosa, las puertas cerradas, oscuras e implacables.
»Exhalé otro suspiro, luego bostecé, para distraerme de mi abatimiento. Constaté que "había luchado y había triunfado". Había alcanzado todo lo alcanzable. En un tranvía, ¿qué más cabía desear que un cómodo asiento junto a la ventanilla? Cavilando, casi con satisfacción, repasé cada instante de la encarnizada lucha, el asalto inicial, en el que tomé posesión del tranvía, la tortura de la escalerilla, el combate cuerpo a cuerpo en la platafor­ma, la atmósfera y el ambiente irrespirables que reinaban en el interior del vagón. Me reproché mi pusilanimidad, que por poco me había llevado a desistir de mi empeño, a echarme atrás en el último instante. Contemplé los hilachos del abrigo, único vestigio de los botones perdi­dos, como un guerrero que estudia sus heridas. A todo el mundo le toca -sentenciaban, con la experiencia so­segada de un sabio-; sólo hay que esperar que a uno le llegue su turno. En la vida terrenal las recompensas no se reparten con facilidad, pero al final, a pesar de todo, recibimos nuestra parte.
»Entonces me invadió el deseo de celebrar mi victoria. Estaba a punto de estirar mis piernas dormidas, para por fin relajarme y descansar, libre y feliz, cuando el cobra­dor se acercó a la ventanilla, hizo girar el indicador de dirección y gritó: "Ultima parada."
»Sonreí. Me apeé sin prisas.”

Otras citas de Dezső kosztolányi:
“Siempre me ha interesado una sola cosa: la muerte. Nada más. Me convertí en un ser humano el día en que, a la edad de diez años, vi muerto a mi abuelo, que era el ser a quien más quería por aquel entonces. Sólo desde ese momento he sido poeta, artista, pensador. El silencio de la muerte –la gran diferencia que opone la vida a la muerte- me hizo comprender que debía hacer algo. Empecé a escribir poesía. [...] En lo que a mí respecta, lo único que tengo que decir, por muy pequeño sea el objeto que puedo alcanzar, es que estoy muriendo. No siento sino desdén hacia esos escritores que tienen algo más que decir, que tratan sobre los problemas sociales, las relaciones entre hombres y mujeres, la lucha entre razas, etc., etc. Me pone enfermo esa estrechez de miras: qué trabajo más superficial hacen y qué orgullosos se sienten de él.” (De su diario. Texto citado por Péter Esterházy en la introducción de Alondra.)

“Pero hay versos que jamás pueden ser completamente leídos. Sobre todo los versos verdaderos. En ésos nos adentramos mucho más en su lectura. Mientras mejor los conocemos, más misteriosos serán. Ya hasta nos los sabemos de memoria, pero cada vez se nos aparecen, brillan con luz nueva. ¿Cuál pudiera ser la razón de ello? Pues obviamente el hecho de que el contenido no se encuentra en el texto, sino detrás de el. Por eso es que "nunca se agotan". El chapucero expresa todo lo que siente y piensa, y nos arroja todas sus palabras. El artista deja entender, y de la riqueza de su vocabulario sólo hace figurar algo, simbólicamente. De ahí se desprende que el lector se convierta en su colaborador activo-creador.” (Texto citado por Pál Réz en la introducción a La visita y otros cuentos).

“Mis años de estudiante en Viena, mis viajes a París, mis aventuras por Italia, no dejaron una huella tan profunda en mí como cuando una noche mi padre me mandó al cuarto de piano a oscuras por un puro.” (Texto citado por Pál Réz en la introducción a La visita y otros cuentos).

“Eran tan inabordables como si vivieran en una isla, lejos de la gente y al margen de las leyes humanas. ¡Si hubiese un camino para llegar a ellos! A la isla, a la seguridad, al maquillaje. Pero no lo había. No era posible transformar la vida en una comedia, no era posible vestirla. Existen personas que sólo poseen el dolor, un dolor cruel e informe que no sirve para nada, que no puede utilizarse para nada, sólo para el dolor mismo, para que duela, y entonces se encierran en ese dolor, profundamente, en una tristeza que no es más que suya, en un hueco sin fondo, en una mina que acabará derrumbándose sobre sus cabezas, y entonces se quedarán allí, y nadie podrá salvarlos.” (Alondra, págs. 108-109)

Cuando estamos excitados, todo adquiere un significado, incluso aquello en que ni siquiera repararíamos en otras circunstancias. Cuando eso ocurre, hasta los objetos –una farola, un sendero cubierto de gravilla o un arbusto- poseen su vida propia, ancestral, hermética, enemistada con los seres humanos, y muestran hacia nosotros una indiferencia que nos duele en el corazón y nos causa estupor. Por su parte, los seres humanos –todos ellos egoístas que corren sin el menor sentimiento de hermandad hacia sus metas- nos hacen recordar con una sola palabra, con un solo gesto, lo irrevocable de nuestra soledad, y esa única palabra, ese único gesto se congelan en nuestra alma, sin razón alguna y para siempre, como un símbolo de la sinrazón de la vida.” (Alondra, pág. 178).

“El peso de la felicidad le doblaba la espalda.” (La cometa dorada, pág. 75.)

“Las palabras son vacuas, no expresan nada. A veces son capaces de desvirtuar hasta las mejores intenciones, transmitiendo malicia o ironía sin que nos demos cuenta. ‘Buenas noches... ¡Vaya nochecita que hemos tenido este pobre muchacho y yo!’.” (La cometa dorada, pág. 125.)

“La moral del hombre común y la del aristócrata coinciden en más puntos que cualquiera de ellas con la moral burguesa: los extremos se tocan.” (La cometa dorada, pág. 219.)

“Tenía un alma sensible, pero esos pequeños pinchazos ya no le dolían. Conocía la estupidez humana. Más que desprecio, sentía lástima; la incultura lleva en sí misma su propio castigo.” (La cometa dorada, pág 221.)

“La verdad es la suma de todas esas opiniones.” (La cometa dorada, pág. 366.)

“Una expresión de miedo apareció en los grandes y lánguidos ojos de Anna.
”Eran azules, pero no de un azul brillante, sino más bien suave, pálido, como las aguas del lago Balaton en las brumosas madrugadas de verano.
”Anna observó por primera vez a la señora Vizy: tenía la piel blanca, era muy alta, y tan fría como el hielo; por algún motivo le recordaba un ave, un ave desconocida de plumas vistosas, multicolores y desordenadas.”
(Anna la dulce, págs. 79-80.)

De las ventanas colgaban trapos y camisas de colores con la sincera suciedad de la vida que allí no se escondía.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 77.)

“Naturalmente, los matrimonios contraídos por amor también presentan sus inconvenientes. El que se casa por amor no actúa con mucha más sabiduría que el que mete en su casa un leopardo bello y esbelto, para que vele por su tranquilidad. Es algo fuera de lugar.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 192.)

“Dime, por favor, ¿por qué extraña razón todos los tacaños son longevos? Hay quien afirma que la tacañería constituye una manifestación de las ganas inquebrantables de vivir y que, como toda pasión real, no sólo no resulta mortífera, sino que, por el contrario, tonifica. Unos afirman que esta avidez constante y con efectos a largo plazo no se instala en organismos débiles condenados a perecer antes de tiempo. Otros sostienen que la tensa animadversión que los tacaños concitan contra sí entre quienes los rodean los vivifica y refuerza su terquedad, y que el odio implacable de sus familiares los mantiene con vida, como a los hombres bondadosos las oraciones devotas de sus allegados. Hay, por último quienes aseguran que es la tierra la que los retiene en este mundo, no los suelta, los abraza contra su seno mugriento y barroso, como si de parientes suyos se tratara, porque los tacaños son tan mugrientos y barrosos como ella. No son más que teoría.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 197.)

“Hay hoteles de ambiente familiar, donde nos encontramos más a gusto que en nuestro hogar, con las ventajas añadidas de que gozamos de una mayor independencia, libres de las tensiones familiares. Hay hoteles apacibles, amables y cómodos. Hay hoteles tristes, sobre todo en provincias, que semejan pianos desafinados, que nos mueven a la melancolía con sus espejos ciegos y su ropa de cama húmeda. También hay, claro está, hoteles malditos, con olor a muerte, que nos sumen en la desesperación, muy apropiados para suicidarse una noche de noviembre. Hay hoteles joviales, en los que el agua ríe al salir borbollando de los grifos. Hay hoteles severos, solemnes, mudos, hoteles parlanchines, hoteles crápulas, hoteles señoriales, fiables, tranquilos, cubiertos de la noble pátina del pasado, hoteles livianos, hoteles pesados, hoteles sanos, en los que incluso los desagües irradian luminosidad, y hoteles enfermos donde cojea la mesa, renquea la silla, los armarios andan con muletas, los sofás padecen tisis, las almohadas yacen moribundas sobre la cama. En pocas palabras: hay hoteles de todas clases.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 199.)

“No se trataba de mala intención por su parte, pues la vida le había enseñado que aquellos tan necios como para apelar a la buena voluntad de otro siempre son personas perdidas, condenadas a muerte, a quienes no vale la pena ayudar, ya que se engañan a sí mismos, o de hecho son tan débiles que no son capaces ni de engañarse a sí mismos, por lo que se dirigen a otra persona para que sea ella quien los engañe.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 244.)

“La aurora, de dedos rosados y uñas sucias.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 251.)

La ternura no es más que una forma de dureza encubierta, y viceversa.” (Kornél Esti. Un héroe de nuestro tiempo. Pág. 261.)



[1] ¡Qué envidia siento por esta época en la que escribir un poema era todo un acontecimiento![2] Esperemos que alguna editorial se decida pronto a traducir y publicar esta obra que mereció los elogios de Thomas Mann.

viernes, 31 de julio de 2009

Recomendación y cita:



¿Un neurólogo haciendo filosofía o un filósofo que, a fuerza de buscar, acaba penetrando en la naturaleza de las emociones y de los sentimientos? Tal vez estemos en los comienzos de la “neurofilosofía”:

“Llegados a este punto, debo añadir otra importante limitación a esta explicación. Cuando decimos que la mente está construida a base de ideas que son, de una manera u otra, representaciones cerebrales del cuerpo, es fácil concebir el cerebro como una pizarra en blanco que empieza el día limpia, dispuesta a que se le inscriban señales procedentes del cuerpo. Pero nada podría hallarse más alejado de la verdad. El cerebro no comienza su día como una tabula rasa. El cerebro está imbuido al principio de la vida y el conocimiento relacionado con la manera en que debe gestionarse el organismo, es decir, cómo tienen que funcionar los procesos vitales y cómo tienen que tratarse diversos acontecimientos del ambiente externo. Muchos lugares de cartografía y conexiones están presentes al nacer; por ejemplo, sabemos que los monos recién nacidos poseen neuronas en su corteza cerebral listas para detectar líneas en una determinada orientación. En resumen, el cerebro aporta conocimiento innato y experiencia automatizada, predeterminando así muchas ideas del cuerpo. La consecuencia de este conocimiento y esta experiencia es que muchas de las señales corporales destinadas a convertirse en ideas, de la manera que hemos comentado hasta aquí, resulta que han sido engendradas por el cerebro. Este ordena al cuerpo que asuma un determinado estado y que se comporte de una determinada manera, y las ideas se basan en esos estados y comportamientos corporales. El ejemplo más claro de esta disposición se refiere a los instintos y las emociones; tal como hemos visto, no hay nada libre ni aleatorio acerca de ambos. Son repertorios de comportamientos muy específicos y conservados a lo largo de la evolución a los que el cerebro, en determinadas circunstancias, llama fielmente para que actúen. Cuando las fuentes de energía en el cerebro se hallan bajas, éste detecta la reducción y desencadena un estado de hambre, el instinto que llevará a la corrección del desequilibrio. La idea del hambre surge de la representación de los cambios corporales inducidos por el despliegue de dicho instinto.
”Decir que muchas ideas del cuerpo son consecuencia de que el cerebro haya situado a éste en un determinado estado significa que algunas de las ideas del cuerpo que acaban constituyendo el fundamento de la mente se hallan muy limitadas por el diseño previo del cerebro y de las necesidades generales del organismo. Son ideas de acciones corporales, pero dichas acciones corporales fueron soñadas primero por un cerebro que les ordenó que tuvieran lugar en el cuerpo correspondiente.” (Antonio Damasio, En busca de Spinoza. Neurología de la emoción y los sentimientos. Editorial Crítica, Barcelona, 2005. Traducción de Joandomènec Ros. Cap. 5: “Cuerpo, cerebro y mente”, pp. 195-196)

jueves, 25 de junio de 2009

Crucé
Giré
Alcé
Dispuse
Creí reir
Grité
Rodeé
Deliré
Acaricié
Creí besar
Amé
Lloré
Soñé
Añoré
Creí morir
Amenacé
Osé
Supuse
Acaricié
Creí mentir
Crucé
Grité
Besé
Soñé
Creí vivir
Para Maribel.

Sueño
Que sueño
Que viene el sueño
Que me recoge
En tus brazos.

¿?

¿Dónde espera lo que no fue?

Otro enigma:

¿Qué es primero, el grito o el eco, despertar o dormir, nacer o morir?

Eslogan:

Ni alma grande ni corazón pequeño.

Tras el estertor último de un orientador:

¿Dónde está la orilla?

Lo que un náufrago le dice a la noche:

Me averguenzo de ver las estrellas.

¿Un pleonasmo?

Susurraba: "El cielo muerde tu tierra dulce".

¿Un comienzo?

Vivo bajo los trajes con un pensamiento encadenado.

Libro de citas:

"Comprenderás que puede nevar en primavera..." (Pablo Neruda, Crepusculario; "Nuevo soneto a Helena").

Pedagogía: De lo que un padre nunca le dijo a su hijo:

La imagen que tienes de mi, está en función de lo que te hice, pero ¡ay! si estuviera en función de lo que me hicieron.

jueves, 11 de junio de 2009

Libro de citas: "Los detectives salvajes" de Roberto Bolaño:

"Por entonces yo ya estaba haciendo nuevos amigos en la universidad y cada vez veía menos a Arturo, a sus amigos, creo que a la única que llamaba por teléfono o con la que a veces salía era María, pero incluso mi amistad con María comenzó a enfriarse. De todas formas siempre estaba más o menos al tanto de lo que hacía Arturo, y yo pensaba: pero qué imbecilidades se le pasan por la cabeza a este tipo, cómo puede creerse estas tonterías, y de pronto, una noche en que no podía dormir, se me ocurrió que todo era un mensaje para mí. Era una manera de decirme no me dejes, mira lo que soy capaz de hacer, quédate conmigo. Y entonces comprendí que en el fondo de su ser ese tipo era un canalla. Porque una cosa es engañarse a sí mismo y otra muy distinta es engañar a los demás. Todo el realismo visceral era una carta de amor, el pavoneo demencial de un pájaro idiota a la luz de la luna, algo bastante vulgar y sin importancia.
"Pero lo que quería decir era otra cosa." (Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Editorial Anagrama, S.A., 1998. Pág. 156.)

lunes, 8 de junio de 2009

Aviso e indicio:

Cuídate de aquéllos que evitan su infelicidad provocándola en otros; esto les place.

Nuevas formas para un viejo dilema:

¿Determinadas combinaciones hormonales provocan la aparición del estado emocional que llamamos amor o el estado emocional al que llamamos amor provoca la aparición de determinadas combinaciones hormonales?

sábado, 6 de junio de 2009

Inés -relato andaluz y uruguayo-:


En una tarde gris en la que hablamos del perverso amable Onetti.
Para Fernando. A. P., i. m.


El sobre cerrado encima de la mesa obliga a mirar los últimos años con ojos cansados. El café caliente y el paquete de tabaco abandonados advierten de su ensimismamiento. Ella contempla no se sabe qué, pero contempla. La ventana de la cafetería da al Arco de la Rosa en su confluencia con el Plaza del Padre Alvarado. Inés, que así se llama, no vive lejos de allí: la calle Virgen de las Lágrimas dista a algo menos de diez minutos. Todas las tardes, desde hace más de tres años, sale a tomar café a lo del Recadero, que es como todos en este pueblo llaman a la cafetería de la calle Conejero. Sale a la Avenida Maestro Santos Ruano y continúa por el Paseo del Príncipe, ella que es una princesa. Ahí se demora respirando el aire limpio, parándose unos instantes junto a cada uno de los árboles del parque y vigilando el paso del tiempo en cada una de las flores que llaman su atención. No se demora ni en la Plaza de la Constitución ni en la del Padre Alvarado y entra en la cafetería por la puerta grande que da a esta plaza. Pide un café con una gota de leche y sacarina, y se sienta junto a la ventana que da al Arco de la Rosa. Allí pasa unos veinte minutos fumando y mirando no se sabe qué. Después rehace el camino y vuelve a su piso de la calle Virgen de las Lágrimas. Pero hoy, esta tarde, no ha ocurrido así: para llegar a la cafetería del Recadero ha salido por la calle de la Esperanza, marchando muy deprisa ha continuado por la calle Mesones, pero a mitad de la misma, por sorpresa, ha girado bruscamente por la Viga que da a la calle Cintera, tal vez huía, tal vez no sabía adónde ir, tal vez no quería ir a lo del Recadero, tal vez odiaba la Plaza del Padre Alvarado, tal vez no quería soportar el Arco de la Rosa, pero cómo evitar las confluencias –perversas-, ha girado a la izquierda por la calle Conejero y ha entrado en la cafetería por la puerta pequeña que hay en ella. El Recadero no le ha preguntado qué quería tomar como hace todos los días. Algo debió sorprenderle: era más temprano de lo habitual –veinte minutos al menos-, había entrado por la puerta de servicio de la calle Conejero y no por la principal de la Plaza, no había mirado ni saludado a nadie. No obstante, le puso el mismo café con leche de siempre porque ella se había sentado en la misma mesa de siempre, frente al Arco de la Rosa. Ahora mira, está mirando al exterior a través del grueso cristal de la ventana –es por los ladrones, le había dicho el Recadero- y mientras mira, llora.

“Gracias, porque conseguiste que amara como nadie nunca logró amar. Esta fue tu mejor lección”.

En el rincón final de la calle Cristo de San Pedro juega una niña de unos nueve años. Bota una pelota de plástico en la pared y canta. A veces la bota en el suelo. A veces salta por encima de ella, sin dificultad, levemente. Su pelo castaño y fino, suave tal vez, salta con ella; su falda de flores, salta con ella también; sus tirantitas caen y se posan en su brazo, sobre todo la derecha, que es la que tiene que soportar el movimiento incesante del brazo y de la mano botando la pelota. No es una niña lánguida, es esbelta y flexible, laxa. De su rostro sobresale su nariz puntiaguda y algo corva. Sus ojos no miran, indagan. Es muy bella y muy tierna. El doctor Carlos Toneti, al otro lado de la calle, la mira.

“Gracias, porque al permitir que te amara, lograste reconciliarme con el mundo”.

Algunos hombres son como flores carnívoras, había dicho una vez su madre. Tienen olores perfumados y son vistosos desde lejos, atraen y atrapan y ya no sueltan hasta que consiguen lo que creen que quieren, porque nunca saben lo que quieren. No sabemos si el doctor Toneti era una flor carnívora, pero aquella tarde, en torno a las cinco, atrajo la pelota de plástico con que jugaba la niña, y la pelota atrajo a la niña junto al doctor Toneti, pero no la atrapó, salvo que esta historia revele lo contrario.

“Gracias por los besos que me diste, sin vergüenza, sin pudor, con tu boca grande y abierta”.

- Perdone, doctor.
- ¿Que te perdone?
- Por la pelota, doctor. Le he dado.
- ¿Me has dado? ¿Dónde?
- En el pie, doctor. ¿No lo ha visto?
- ¿No te he visto? Sí, te he visto, claro que te he visto.
- ...
- ¿No sigues jugando? ¡Anda, sigue jugando, que me gusta tu canción! Me gusta mirar cómo la cantas y cómo botas tu pelota. Juega Inés, que en invierno la tarde es corta y cuando se haga de noche te tendré que llevar adentro.

“Gracias por tus caricias, gracias por tus manos sabias, gracias por tus dedos cultos”.


El doctor Carlos Toneti había llegado enviudado al pueblo, procedente de Cádiz, hacia poco más de diez años. Montó una consulta en la calle Cristo de San Pedro, donde vivía. Allí conoció a su vecina Marta Ibáñez, mujer de Evaristo Cornejo, a quien Dios tenga en el más seco desierto de su infierno: violento y borracho murió una noche acuchillado por la espalda en el burdel del Lechuguino mientras fornicaba, encima de la pelirroja, la Berenjena, al final de Camallo Enrique, no sin antes haber dejado embarazada a Marta Ibáñez. El propio doctor Toneti confesó que sintió un placer único, una liberación, una levedad espiritual, una alegría y hasta un perfume deleitoso, edulcorado, amargo pero agradabilísimo, la noche en que ayudó a que Marta pariera a Inés, a Inés. Inés.

“Gracias por tus risas”.

Marta le hacía la comida y la casa mientras Inés se la llenaba de risas y de canciones. Él pagaba bien, siempre fue generoso. Ayudaba a Inés con los deberes del colegio: las primeras letras, los primeros números, las primeras sumas, los primeros exámenes. Recordaba todas sus muecas, todos sus gestos, todas sus manías, todos sus reproches. Por la tarde, sacaba su silla a la puerta y se dedicaba a mirar a Inés furtivamente al principio, audaz a veces, descaradamente al final. Pero siempre con alegría.

“Gracias por tu boca, por tus labios delgados pero tuyos, únicos, tuyos. Gracias por prestármelos, a veces. Regalados, nunca ganados, que contigo nunca jugué. No los añoro, porque jamás se pierde lo que bien se tuvo, amor.”

Y así siguieron algunos años, como una familia de casas separadas, pero las confluencias son perversas, siempre son perversas. Marta había ido a la Puebla a resolver unos asuntos familiares e Inés se había quedado a comer en casa de una amiga del colegio que vivía en la calle de San Juan. Marta telefoneó al doctor y le pidió el favor, ¡el favor! de que fuese a recoger a Inés a la calle de San Juan, número cinco, antes de que se hiciera de noche, que ella llegaría tarde, en el último autobús, a eso de las doce, que le diese algo de cenar y que la acostase y la acurrucase y la acompañase hasta que ella viniera, por favor.
A las cinco de la tarde fue el doctor Toneti a la calle de San Juan número cinco a recoger a Inés. Cuando salieron del portal, giraron a la izquierda y después a la derecha, y en el Arco de la Rosa Inés cogió de la mano al doctor Carlos Toneti, lo que provocó en éste un vertido de sudor y sangre en su cara, en su pecho, en su espalda, en sus testículos, que impregnó el barrio durante días. Entraron por Rojas Marcos y siguieron por San Sebastián, giraron a la izquierda y entraron en Licenciado Manuel Calderón y finalmente a la derecha por el callejón José María Rojas Lobo que desembocaba en las cerradas callejas Cristo de San Pedro y Cristo de la Vera Cruz.
El doctor Toneti dejó que Inés soltara sus carpetas en su casa y saliera a la calle, a su rincón, a botar la pelota de plástico mientras él la miraba desde su silla, la oía y se deleitaba con sus movimientos, con sus saltos y con sus risas y con sus canciones.

“Gracias otra vez por concederme tus manos sabias, tus dedos cultos. Gracias por permitir que los míos recorrieran torpemente tu cuerpo de punta a punta, tus pies tus pantorrillas tus muslos tus nalgas tu espalda tus pechos tu cara tu nuca tu cabello tu sonrisa tu boca tus dientes. Gracias por hacer de mis groserías gotas de licor. Gracias por permitirme beber de tu fuente secreta su licor sagrado.”

Marta no llegó a las doce, ni a la una, ni a las dos, y el doctor Toneti permaneció con Inés toda la noche, todo el tiempo de la noche, junto a ella, acurrucándola, besándola, acariciándola en sus partes más ocultas y oscuras y luminosas y besándola otra vez y más veces, y junto a ella, con ella entre las sábanas, enredados, jugando, luchando y, al fin, amaneciendo.
Esto mismo solía acontecer al menos una vez a la semana y así nació el rito: la liturgia de las tres caídas: la del Arco de la Rosa, la del rincón de Cristo de San Pedro y la de la noche.
Marta los sorprendió un amanecer y un velo negro cayó sobre los ojos del doctor Toneti.
Primero fueron los gritos y los llantos, luego los golpes. Más tarde el juicio y finalmente el presidio.

“Gracias porque me diste la vida, porque contigo viví, porque sin ti nunca hubiera nacido. Por ello no quiero morir, porque tú, de alguna manera, permaneces en mí como yo, de alguna manera, también permanezco en ti. Porque deseo lo que ocurrió, y volvería a procurar que ocurriese, como tú, tal vez, también lo deseas, como lo deseaste y, tal vez, lo volverías a desear.”

Ahora Inés mira y recuerda, respira. Han pasado diez años, ahora tiene veinte y recuerda y no sabe lo que debe recordar y callar y ocultar y decirse. Mira al Arco de la Rosa y respira y huele con ansias y vuelve a respirar el frío aire húmedo que penetra por la ventana y que le trae olores pasados.
Antes de morir en prisión dejó una carta que ahora está sobre la mesa de la cafetería del Recadero e Inés no sabe si abrirla, si leerla, si romperla, si ignorarla. Mientras se decide, fuma y mira nadie sabe qué y llora.

viernes, 5 de junio de 2009

Otra trinidad:

¿Cuál fue el primer sueño del primer ser humano? ¿Cuál es el primer sueño de un niño? ¿Cuál es el sueño más recurrente de nuestra especie? Creo que las tres preguntas pudieran tener la misma respuesta: la huida, la lucha por sobrevivir. Ya estamos en disposición, pues, de comprender la importancia capital del arte, de la religión, de la música y de la organización del poder.

jueves, 4 de junio de 2009

Año 109 d N:

Derribaba muros,
Explosionaba.
A veces, desde dentro
-Implotaba-.
Musitaba,
Sonreía.
No advertía,
Simplemente,
Destruía ídolos.
Como una dama,
Sin dolor,
Sin vergüenza,
Como un caballero,
Con pasión,
Con ciencia
(Consciencia,
Compasión),
Pensaba,
Relacionaba,
Unía,
Construía,
Hilaba.

miércoles, 3 de junio de 2009

Para qué leer filosofía:

1º: Para aprender a conocer lo que nos rodea.
2º: Para aprender a conocer a quienes nos rodean.
3º: Para aprender a conocernos a nosotros mismos.
4º: Para aprender a dudar de lo que nos rodea.
5º: Para aprender a dudar de quiénes nos rodean.
6º: Para aprender a dudar de nosotros mismos.
7º: Para aprender a responder a lo que nos rodea.
8º: Para aprender a responder a quienes nos rodean.
9º: Para aprender a respondernos a nosotros mismos.
10º: Para aprender a respetar o a maltratar nuestro entorno.
11º: Para aprender a amar u odiar a quienes nos rodean.
12º: Para aprender a alegrarnos o entristecernos.
13º: Para aprender a aprender.

domingo, 17 de mayo de 2009

¡El alma ha muerto!

Extracto razonable de la conferencia titulada “La tabla rasa, el buen salvaje y el fantasma en la máquina” que pronunciara Steven Pinker en la Universidad de Yale los días 20 y 21 de abril de 1.999; publicada en Barcelona por Ediciones Piados Ibérica, S.A., en 2005, y traducida por Ramón Vilà Vernis.

Para i. del c. p. s. y a. g. c.,
sabiables.

Steven Pinker es profesor en el Departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro, y director del Centro de Neurociencia Cognitiva McConnell-Pew en el Instituto de Tecnología de Massachussets. Sus estudios más destacados se centran en la percepción y en el desarrollo del lenguaje en niños. Arguye que el lenguaje es un “instinto” o una adaptación biológica modelada por la selección natural. Ha publicado El instinto del lenguaje (1.994), Cómo funciona la mente (1.997), Palabras y reglas (1.999), y La tabla rasa (2.003).

E. O. Wilson[1] llama “consilience” (“consiliencia”) al “proceso de creciente unificación y cohesión” de la ciencia (p. 7). Así, la historia de la ciencia ha ido viendo caer algunos muros en pos de su unificación: el muro que separaba y enfrentaba la esfera terrestre, o mundo sublunar aristotélico, versus la celestial, o mundo supralunar; el pasado creativo, glorioso, versus el presente estático y empobrecido, los antiguos frente a los modernos, el paraíso mítico situado en el pasado y el paraíso tecnológico situado en el futuro; la Tierra creada por Dios versus la Tierra conformada por la erosión, los movimientos de las placas, terremotos y volcanes; el angélico y divino cuerpo humano versus la máquina que funciona según principios hidráulicos y mecánicos; el origen mágico y la naturaleza sutil de la vida versus su origen y naturaleza químicos; el Creador y la Creación versus la evolución orgánica de las especies; el destino del hombre en manos de Dios versus las leyes de la genética,... Pero aún quedan fracturas cruciales, muros que hay que destruir, ídolos que hay que desenmascarar: biología versus cultura, naturaleza versus sociedad, materia versus mente, ciencia versus artes o humanidades.
Nos centramos, pues, en la díada enfrentada naturaleza-sociedad. Cuatro campos de investigación trabajan para tenderles un puente: la ciencia cognitiva, la neurociencia cognitiva, la genética del comportamiento y la psicología evolutiva.
En la década de los cincuenta la ciencia cognitiva “unificó la psicología, la lingüística, la informática y la filosofía de la mente alrededor de una nueva y poderosa idea: que la vida mental podía explicarse en términos físicos a partir de los conceptos de información, computación y retroalimentación. Dicho llanamente: las creencias y los recuerdos no son otra cosa que información, la cual reside en ciertas estructuras y patrones de actividad del cerebro” (p. 10-11). “Esta idea general que podríamos llamar teoría computacional de la mente, también explica cómo la inteligencia y la racionalidad pueden surgir de un mero proceso físico” (p. 11).
La neurociencia cognitiva está desarrollando a partir de Francis Crick y su “hipótesis asombrosa” la idea de que “todos los aspectos del pensamiento y el sentimiento humano son manifestaciones de la actividad fisiológica del cerebro. En otras palabras, la mente es lo que hace el cerebro, y en particular el procesamiento de la información que éste lleva a cabo” (p. 12).
La genética del comportamiento advierte de que “todo el potencial para el aprendizaje y la experiencia compleja que distingue a los humanos de otros animales reside en el material genético que contiene el óvulo fertilizado” (p. 14).
La psicología evolutiva aspira a comprender el diseño o el sentido de la mente, no en ningún sentido místico o teleológico, sino como la omnipresencia del diseño o de la ilusión de diseño en el mundo natural y que Darwin explicó con la teoría de la selección natural” (p. 16). “Algunos aspectos de la psique que antes parecían misteriosos, extraños e inexplicables, como por ejemplo ciertos miedos y fobias, el gusto por la belleza, la vida familiar o el amor romántico, o bien el deseo apasionado de venganza en defensa del honor, obedecen a una lógica evolutiva sistemática si se analizan en el mismo plano que los demás sistemas, órganos y tejidos biológicos” (p. 18).
Estas cuatro ciencias “aspiran nada menos que a aportar una explicación científica de la mente y de la naturaleza humana” (p. 18).
“¿Cómo conseguirán estas nuevas ciencias cerrar las fracturas en el conocimiento humano a las que aludía al comienzo y completar el proceso de consiliencia logrado en las ciencias físicas desde hace ya tanto tiempo? El cuadro que comienza a perfilarse es que nuestro programa genético hace posible el desarrollo de un cerebro dotado de unas emociones y de unas capacidades de aprendizaje que han sido premiadas por la selección natural. Las artes, las humanidades y las ciencias sociales, pues, pueden verse como el estudio de los productos de ciertas facultades del cerebro humano. Dichas facultades incluyen el lenguaje, los analizadores perceptivos y sus reacciones estéticas, el razonamiento, el sentido moral, el amor, la lealtad, la rivalidad, el estatus, los sentimientos hacia los parientes y los aliados, la obsesión por los temas de la vida y la muerte, y muchos otros. La puesta en común y la acumulación de los descubrimientos a lo largo del tiempo, y el establecimiento de convenciones y reglas para coordinar sus deseos muchas veces enfrentados, han hecho posible que surgiera entre los seres humanos el fenómeno que llamamos ‘cultura’” (p. 21-22).
Pero ocurre que estas nuevas ciencias se están encontrando con un problema no por fácilmente previsible y previsto, menos imponente: están siendo “vistas como algo amenazante, casi como una herejía religiosa” (p. 26).
Fundamentalmente son tres las creencias a las que se enfrentan estas nuevas ciencias de la mente: la doctrina de la tabla rasa (John Locke[2] afirmaba que “la mente humana es infinitamente plástica, y toda su estructura procede del refuerzo y la socialización” (p. 27)), la doctrina del buen salvaje (Jean-Jacques Rousseau[3] creía que “el mal no tiene un origen en la naturaleza humana, sino en nuestras instituciones sociales” (p. 28)) y la doctrina del fantasma en la máquina (Gilbert Ryle[4] afirma que “somos algo aparte de la biología, libres para escoger nuestras acciones y definir por nuestra cuenta significados, valores y objetivos” (p. 29)).
Mas lejos de ser amenazas, estas nuevas ciencias, superando la díada enfrentada, no comprometen nada a valor ético alguno. Lo que solemos encontrarnos bajo todas las amenazas que realmente influyen en nuestras decisiones es el miedo, y, en nuestro caso, cuatro miedos.
“El primer miedo se refiere a la posibilidad de que existan diferencias biológicas. Si la mente posee una estructura innata, se nos dice, diferentes personas (o diferentes clases, sexos y razas) podrían tener diferentes estructuras innatas, y eso justificaría la discriminación y la opresión. Pero si no hubiera ninguna estructura innata, tampoco podría haber, por definición, ninguna diferencia de estructura innata a nivel individual o grupal, y por lo tanto ninguna base para la discriminación” (p.32-33). Mas ocurre que cada día crecen los descubrimientos que indican hacia una naturaleza humana universal, lo que no implica que no hay diferencias innatas entre individuos, grupos o razas. “La recombinación sexual y la selección natural (...) son fuerzas que tienden a la homogeneización, y las causantes de que los miembros de una misma especie sean cualitativamente iguales” (p. 34).
“El segundo miedo se refiere a la posibilidad de encontrar instintos perversos. La idea implícita es que si comportamientos deplorables como la violencia, la guerra, la violación, el clasismo, la explotación, la xenofobia y la búsqueda de estatus y la riqueza fueran algo innato, eso los convertiría en “naturales” y por ello mismo buenos. E incluso si estuviéramos de acuerdo en que no son buenos, los tendríamos “en los genes” y, por lo tanto, no podríamos cambiarlos, de modo que los intentos de reforma social serían inútiles” (p. 38). Mas este miedo es un disparate, porque la guerra, la explotación, etc. no pueden ser justificadas y esto es así porque siempre son evitables o, cuando menos, podemos coincidir todos en que los esfuerzos por evitarlas nunca son inútiles. ¿No nos alecciona la historia sobre los argumentos que podemos emplear y actos que podemos ejecutar? ¿No es la condición humana perfectible? ¿No es precisamente la constatación de una naturaleza humana universal el mejor argumento contra toda forma de totalitarismo, de guerra o de explotación?
“El tercer miedo despertado por la ciencia de la naturaleza humana es la posible disolución de la libertad y la abdicación universal consiguiente de toda responsabilidad. Si el comportamiento es una consecuencia física de los choques de ciertas moléculas en el cerebro, modelados en parte por unos genes derivados dela selección natural, ¿dónde está la ‘persona’ a la que hacer responsable de sus acciones?” (p. 46). Mas la libertad no tiene nada que ver ni con los genes, ni con la neurobiología, ni con la evolución biológica del comportamiento; no hay nada en éstos que justifique el mal comportamiento. De otro lado, explicar no es lo mismo que exculpar, la causalidad no es lo mismo que la culpabilidad, un niño puede ser la causa de la muerte de otro, pero esto no lo convierte necesariamente en culpable de asesinato. Ya hemos dicho que la condición humana es perfectible; así si el mal comportamiento hundiera sus raíces en postulados innatos, también los hundiría el buen comportamiento.
“El último miedo es que una explicación científica de la mente traiga consigo una pérdida de sentido y motivación. La inquietud se basa en que si la evolución y el sentimiento no son sino eventos bioquímicos en nuestro cerebro, y si las emociones no son sino patrones de actividad en circuitos diseñados en último término por la selección natural con objeto de propagar nuestros genes, nuestros ideales más profundos serían una farsa” (p. 51). Mas los genes no son ni nuestra esencia más profunda ni nuestra identidad más oculta. Los genes no tienen motivos, las personas a veces.

Conclusión:
“Tal como señalé al principio, vivimos tiempos extraordinarios para el estudio de la mente humana y para el conocimiento humano en general. Gracias a la ciencia cognitiva, la neurociencia, la genética del comportamiento y la psicología evolutiva, comenzamos a alcanzar una comprensión de la naturaleza humana capaz de cerrar las últimas fracturas en el conocimiento: las divisiones entre la materia y la mente, y entre la biología y la cultura. Este proceso promete llevar a una comprensión especialmente satisfactoria y profunda de lo que somos, cumpliendo con el antiguo mandato de conócete a ti mismo.
”Por otro lado, una mejor comprensión de la mente y del cerebro trae consigo la promesa de cruciales aplicaciones prácticas. Por poner tan sólo un ejemplo, el Alzheimer se convertirá probablemente en uno de los principales males del mundo industrializado a lo largo de las próximas décadas, a medida que alarguemos nuestras vidas y dejemos de morir por otras causas. Tratar la memoria y la personalidad como manifestaciones de un alma inmaterial o de algún agente irreductible y dignificado no ayudará a encontrar ningún tratamiento para el Alzheimer. Sólo lo obtendremos si tratamos la memoria y la personalidad como fenómenos bioquímicos y fisiológicos.
”Sin embargo, reconozco que el surgimiento de una ciencia de la mente consiliente con la biología no es un hecho inocuo. Pone en cuestión creencias profundamente inscritas en la vida intelectual moderna y cargadas de valor moral para muchas personas. Las más fundamentales de estas creencias son las doctrinas de la tabla rasa, el buen salvaje, y el fantasma en la máquina.
”Mi tesis ha sido que los nuevos avances de las ciencias de la mente no tienen por qué minar nuestros valores morales. Al contrario, constituyen una oportunidad para refinar nuestros razonamientos éticos y establecer nuestros valores morales y políticos sobre cimientos más firmes. En particular, no es una buena idea decir que la guerra, la violencia, la violación y la codicia son malas porque los seres humanos no tienen una inclinación natural hacia ellas. No es una buena idea decir que las personas son responsables de sus acciones porque las causas de tales acciones son misteriosas. Y no es una buena idea decir que nuestros motivos sólo tienen sentido a nivel personal si no tienen sentido a nivel biológico. Todo eso son malas ideas porque implican que o bien los científicos deben resignarse a falsear sus datos, o bien todos debemos resignarnos a abandonar nuestros valores.
”Por mi parte, sostengo que no tenemos por qué aceptar los términos de esta elección. Una distinción más nítida entre la ética y la ciencia nos permitiría conservar nuestros valores y saludar la nueva comprensión de la mente, el cerebro y la naturaleza humana no desde el miedo, sino con un sentimiento de excitación. En el siglo XVI la gente atribuía una gran relevancia moral a la cuestión de si la Tierra daba vueltas alrededor del Sol o si era al revés. Hoy en día resulta difícil comprender por qué la gente se empeñaba en basar sus creencias morales en una tesis tan claramente empírica, y sabemos que la moral y los valores sobrevivieron fácilmente al olvido de dicha tesis. Sugiero que lo mismo puede decirse de la gran relevancia moral que se da actualmente al rechazo de la explicación materialista de la mente y de la existencia de una naturaleza humana” (p. 57-60)
[1] Edward Osborne Wilson (10 de junio de 1.929, Birmingham) es un entomólogo y biólogo estadounidense conocido por sus trabajos en evolución y sociobiología.
[2] John Locke (nació el 29 de agosto de 1632 en Wrington, Somerset, Inglaterra y falleció el 28 de octubre de 1704 en Oates, Essex, Inglaterra). Pensador inglés considerado como uno de los padres del empirismo y del liberalismo modernos.
[3] Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, Suiza, 28 de junio de 1712 – Ermenonville, Francia, 2 de julio de 1778) fue un escritor, filósofo y músico ilustrado.
[4] Gilbert Ryle (Brighton, 19 de agosto de 1900 – Oxford, 6 de octubre de 1976) fue un filósofo de la Escuela de Oxford. Ésta sostenía que la mente no puede solucionar ningún problema metafísico, dado que los problemas filosóficos no son más que problemas lógicos o problemas de lenguaje.

jueves, 2 de abril de 2009

Un enigma:

Giró sobre sus pies, alzó la mirada y observó la larga calle a su frente. Era la misma calle por donde acababa de marchar, pero en lugar de estar atrás, ahora estaba de nuevo delante. ¿De nuevo? No. De nuevo, no. Porque aun teniendo el mismo nombre, la calle ahora era distinta: no porque tuviera otra orientación, porque la luz le entrara de otro lado, los viandantes fuesen otros. Tal vez quien no fuera el mismo era él -pensó.

miércoles, 1 de abril de 2009

Libro de citas: "El Palacio de la Luna":

"No era tanto que me impresionara la geografía (a todo el mundo le impresiona), sino que la inmensidad y el vacío de aquella tierra había comenzado a modificar mi sentido del tiempo. El presente ya no parecía tener las mismas consecuencias. Los minutos y las horas eran demasiado pequeños para poder medirlos en este lugar, y una vez que abrías los ojos a lo que te rodeaba, te veías obligado a pensar en términos de siglos, a comprender que mil años no es más que un segundo. Por primera vez en mi vida, sentí que la Tierra era un planeta que giraba en los cielos. Descubrí que no era grande, era pequeña; era casi microscópica. De todos los objetos del universo, nada es más pequeño que la Tierra". (Paul Auster, El palacio de la Luna. Editorial Anagrama. Traducción de Maribel De Juan. Págs. 306-7).

Una metáfora:

Decidió que, a partir de entonces, ya sólo escribiría a lápiz.

martes, 17 de marzo de 2009

Dos cuentos tristes:

1

- Hijito, duerme tranquilo, que todos somos hijos del amor.

2

Agitaba las manos para llamar sus atenciones, pero no había nadie a quien distraer su atención. Gritaba, pero nadie podía oirle, porque nadie había a su alrededor. Sólo un mar levemente agitado. Primero vio el sol rielando en la superficie, después vio las olas, y después que las olas no eran olas, eran brazos y piernas y ecos, eran dudas. Después vio que nada rielaba en la superficie del mar, porque no había mar, sino rostros y ojos y bocas. Por último, vio que tampoco había sol: sólo un pequeño orificio que cerrándose languidecía, irremediable. Cegóse.

Sobre el tiempo y el espacio:

Si añoramos lo que nunca habíamos llegado a experimentar, por qué no renunciamos a lo ya vivido.

domingo, 25 de enero de 2009

Cita:

"Los demás son el espejo al que nos asomamos." (Concomitancias.)

lunes, 19 de enero de 2009

Ausencias o de lo que le ocurrió a uno cuando se percató de que era menos real que su sombra:

Me llamo Severo Uniforme Pichón. El tiempo es miserable. Estoy casado con Ernestina Moldava. Tengo tres hijos: Ernestina, Agustina y Severísimo y el tiempo es miserable. Vivo en la ciudad de Malparada. El tiempo es miserable. Me llamo Severo Uniforme... El tiempo, y su lento paso inflexible, es miserable. Agustina y Severísimo... Lo que fuiste, lo que aún eres, él lo borra y se ríe de todo lo que fue y de lo que ya no eres. De Malparada... Llevo diez años sin asomarme a un espejo, huyendo de todos ellos: Uniforme Pichón... en los lavabos públicos, en los cafés, en los escaparates. O mejor: Ernestina Moldava... esto fue hace dos horas. Llevo dos horas, Ernestina, Agustina... reflejándome ante este espejo y apenas he llegado a esta reflexión: vivo en la ciudad de Malparada... el tiempo es miserable. Ya no sé quién soy. Severo Uniforme Pichón... Y esto ha provocado en mí tal vértigo... Ernestina Moldava... que soy incapaz de dar un paso... lento paso..., de mover un pie... es miserable... para huir o un brazo... inflexible... para apagar el interruptor de la luz... en Malparada... Creo que lo más acertado será... Severísimo... dejarme caer... cerrar los ojos...

Poema ambulante:


Se fugaron de noche,
Cogidas sus manos.
Corrían.

Ella con el pelo suelto y una felpa azul,
Con una blusa blanca y una falda azul.
Inocencia al viento.
Ilusión.
Inquietud.
Desasosiego.

Él, alto, fuerte, ágil.
Arrojado.
Astuto.
¿Cruel?
Vanidoso.

Corrían.
Comenzaban a sudar.

Se refugiaron en la choza.
Él fue besándola en la boca, en el cuello,
Mientras le sacaba la blusa,
Mientras le subía la falda.

Ella fue dejándose besar,
Dejándose llevar,
Dejándose hacer.

Su piel era suave y estaba caliente.

Después se durmieron.

Él despertó primero.
Observó el sueño de ella.
Plácido, abandonado, feliz.
Observó el movimiento de su torso.
Observó sus pezones derretidos.
Observó sus pechos redondos y blancos.
Observó sus piernas.
No quiso despertarla.
No quiso alterar su abandono.

Despacio
Hundió
Su puñal
En su pecho.

Apenas sangró,
Apenas sintió,
Apenas abrió los ojos.