sábado, 28 de octubre de 2023

Oración fúnebre:

 

Cuando era niña, no sabía si con cinco o con seis años, tal vez con siete, vio en el libro de religión de la escuela un dibujo. Era uno de esos libros que en lugar de fotografías tenía viñetas de colores simples y escasos (no más de cuatro), y rasgos sencillos. Los personajes que aparecían eran siempre los mismos, pero en distintas posiciones y escenas, somo si pertenecieran a una saga o a una historia teatral. Quien hacía de Noé era el mismo que también aparecía como Moisés. Jesús era otro distinto, de rostro más joven y también aparecía como Adán. Lo que le llamó la atención fue el dibujo que representaba a éste, a Adán y a Eva, él cubriéndose el pubis con sus dos manos mientras echaba a andar con lágrimas en los ojos después de escuchar la sentencia de expulsión del paraíso. Ella, tal vez la misma que en otras escenas representaba a la Virgen, tapándose igualmente el pubis con su mano izquierda, mientras que con la derecha iba cubriéndose el rostro. Seguramente Eva no querría que nadie la viera llorar. Como siempre le pasó a Marta, nuestra amiga. Y no le importaba siquiera mostrar a todos sus pechos. O tal vez los pechos, entonces, no pertenecieran a las partes pudendas que las mujeres debieran proteger de las miradas indiscretas. Recordaba que, de niña, las madres no mostraban pudor en este sentido, se sacaban el pecho en cualquier lugar, en la plaza de abastos, en un banco del parque, en casa de una vecina,... y daban de mamar a su hijo pequeño sin dejar de hacer lo que estuvieran haciendo. Desde entonces siempre, decía, le había perseguido esa imagen del libro de texto de religión: el rostro de Eva tapándose el pubis y el rostro, mientras iniciaba la andadura que la conducía, a ella y a todos sus descendiente, indefectiblemente, bíblicamente, fuera de las márgenes del paraíso. Tal vez ella siempre se había sentido expulsada de no sé qué paraíso, avergonzada por ello, sin saber por qué, y no importándole nada que todos pudieran ver sus pechos menudos si, a cambio, podía ocultar sus lágrimas.

Unos años después, no muchos, recuerda que tuvo que salir de clase igual que Eva: no pudo aguantar más y, en medio del aula, cuando todos la miraban resolver un problema de matemáticas, se le aflojaron los esfínteres, y comenzó a orinarse encima. Como Eva, salió del aula tapándose con su mano izquierda la mancha de humedad, mientras que con la otra se tapaba el rostro para que, aunque tímida, orgullosa, nadie pudiera ver sus lágrimas.

Tal vez siempre se sintiera así, expulsada de algún cercano paraíso de cálido hogar o de feraz huerto o jardín, y avergonzada ante todos de sus lágrimas que, con seguridad, no sabrían o podrían impedir el fatal desenlace del destierro o de la vergüenza ante todos por haber ocupado un lugar al que no tenía derecho o, peor aún, que usurpaba a alguien y que todos acababan advirtiendo.

“¿Nunca nadie ha sido invitado a una fiesta por error? ¿Y ha comido y bebido como todos, disfrutado como todos, sabiendo que no pertenecía a ese lugar, que no eran para ella esos cuidados?”, preguntó una vez mientras tapaba su cara cuando tomábamos café en una confitería del centro y ella decidió preguntar. ¿No os acordáis? Estaba yo, pero también estabas tú, Luisa, y tú, Micaela. ¿No os acordáis? Creo que ella siempre se supo expulsada o desterrada dondequiera que estuviese, como si nada de lo que le ocurriera debiera estar destinado para ella.

Hace unos años, su madre, que aún vivía, le contó una historia que luego, unos meses después, me contó a mí. Ella siempre dijo que era la historia que, sin saberlo, había configurado su vida. Según le contó su madre, ella había nacido junto a su hermana. Es decir que primero su madre parió a su hermana y después la parió a ella. La hermana murió a las pocas horas de nacer por un problema de corazón, me dijo. Pero ella siguió en este mundo, agarrándose a él como pudo. Yo creo que ella creía que había nacido para ocupar el lugar de su hermana, para ocupar un lugar que no era el suyo. Y que por mucho que hiciese o se esforzase, nunca conseguiría hacer que lo fuera. Siempre se había sentido como si ocupase un lugar que no le correspondía o le pertenecía. Tal vez ella creyese que todo el esfuerzo no conseguía nunca hacer olvidar que había sido invitada a un lugar para el que no tenía capacidad o mérito o valía o no sé qué.

Juanito, su éx, me dijo un día que, cuando decidieron separarse, ella se marchó de casa sin dejar escapar ni una sola de sus lágrimas. ¡Y todas sabemos lo que ella quería a Juanito! Sólo cuando hablaba de él se la veía alegre y contenta, con ganas de hacer o de decir lo que fuese. Entonces nunca se cansaba ni se enfadaba. Pero se ve que Juanito no estaba tan enamorado de ella como ella lo estaba de él. Entonces no opuso ninguna resistencia, ni se interesó siquiera por quién era su rival, ni por saber si la conocía o si era más joven o más simpática o más guapa. Simplemente bajó sus brazos y salió de su apartamento para no regresar, sin volver siquiera la mirada, sin decir adiós ni nada. Salió como si la hubieran cogido en un lugar al que no perteneciera, como si fuera una usurpadora en su propio hogar.

Y ahora,... ahora Marta se ha ido igual que vivió. Sin decir nada, sin hablar, sin decirnos nada de su enfermedad, sin llorar ni haciendo llorar a nadie, creería ella. Como si la vida no le perteneciera por derecho, como si la hubiera vivido sin merecerla, como si la hubieran invitado a ella por error. Por ello, ante su féretro, no puedo menos que decir: “Marta, tal vez tú no quisieras que te viéramos llorar, pero lo que no puedes evitar es que todos ahora lloremos por ti. Así que, si tu alma o tu espíritu está sobrevolando este lugar, no podrás conseguir que nuestras lágrimas no sean visibles desde donde quiera que estés. Siempre fuiste una de las nuestras y siempre te tendremos presente en nuestras plegarias, en nuestras cenas, en nuestras reuniones, y en nuestras palabras y pensamientos, porque siempre estuviste en el lugar que te correspondía. Descansa en paz, amiga”.

El doble o Carta de Ignacio de Vicente y Salazar a quien la leyere:


Permítanme que me presente: me llamo Ignacio de Vicente y Salazar, tengo 45 años, esposa, dos hijos y una fortuna que supera los veinte millones de euros, aunque en este momento, y por circunstancias que ahora paso a explicarles, no tengo ni para comprar apenas una pieza de pan. Siempre he sentido una atracción irrefrenable hacia las nuevas experiencias. ¿Cuáles? De todo tipo: desde el LSD a la cocaína pasando por todos sus derivados, desde el puenting al paracaidismo, el vuelo sin motor o el salto libre. Nunca he dicho “NO” a nada. Siempre he entendido la vida como una aventura o como un experimento continuo o como un reto irrenunciable.

Hace dos meses o algo menos, no sé, en mis días actuales pasan muchas cosas y esto hace como si se alargasen desmesuradamente, hace dos meses, quizás, repito, alguien me telefoneó desde un número desconocido. Cuando descolgué el teléfono, desde el otro lado, una voz masculina y vagamente familiar preguntó: “¿Ignacio de Vicente y Salazar?” “Sí -respondí-. ¿Quién es usted?” “Eso ahora no tiene importancia. Necesito verlo. Tengo que hacerle una proposición que sé que no va usted poder rechazar”. “Mire, ahora no tengo tiempo de atenderlo. Tal vez en otro momento”. “No le haré perder su tiempo -me interrumpió-”. E inmediatamente me indicó una dirección: “Calle Sorpresa, frente al número 96”, añadiendo: “mañana, a las diez”. “Oiga, pero...” No pude seguir hablando, porque desde el otro lado el hombre de voz extrañamente familiar cortó la comunicación.

¿Qué ha sido esto? -pensé-. Debe de ser algún loco o alguien que se ha equivocado. Pero... Sabía mi nombre y mi número de teléfono. Parecía que me conocía. Bueno... en fin... pasemos a otra cosa y dirigiéndome a mi habitación le pregunté a mi mujer: “¿No me dijiste ayer que hoy saldríamos de compras?” “Sí, te lo dije, pero ahora no tengo ganas. Ven cariño, dame un beso -dijo con esa su voz de a veces en que manifestaba débilmente una vaga sensación que pareciera de culpabilidad”.

Mientras hacíamos el amor en nuestra alcoba no dejaba de darle vueltas en la cabeza a la misteriosa llamada de teléfono que acababa de recibir y eso que Mónica, mi esposa, se mostraba especialmente amorosa.


Al día siguiente, sin apenas haber dormido, más desasosegado de lo que general y usualmente me ocupa, incluso antes de mi primer vuelo sin motor, antes también de la primera vez que me introduje en una caverna de más de cinco kilómetros de pasadizos, de pendientes y de grietas tan estrechas que apenas cabía un cuerpo de perfil, al día siguiente -repito- de esa llamada se produjo en mí un vértigo que entonces no podía comprender, pero que desde ese momento, como ahora, me tiene abatido, derrotado, quizás. O no.

Después de una ducha rápida, salí de casa y me dirigí a la calle Sorpresa, número 96. No estaba lejos. Por el camino fui pensando en quién sería el hombre del teléfono, en por qué yo me dirigía hacia donde me había dicho y finalmente en cómo llegaría a reconocerlo.

El número 96 de la calle Sorpresa era una cafetería. No había nadie en la puerta. Decidí entrar a mirar. Dentro solo una camarera ocupada en secar vasos. Nadie más. Pregunté: “¿Suele estar esto tan vacío?” La mujer levantó su mirada y dijo: “A estas horas, sí”.

Me giré pensando: “Vaya broma estúpida y qué estúpido soy yo”, mas... al salir a la acera, frente a mí, me encontré literalmente con un espejo. Un hombre al otro lado de la calle que era exactamente igual que yo: la misma altura, la misma cara, el mismo porte,... una réplica exacta salvo por su ropa, más vieja que sucia, y por su pelo corto, pero alborotado. Me quedé impresionado por esta extraña visión. Había escuchado a veces decir que existían personas que se parecían mucho, pero ¿tanto? No podía ser. Debía ser mi gemelo -pensé-, aunque nadie me había dicho nunca nada al respecto. Yo era hijo único. O eso, al menos, es lo que me habían dicho siempre mis padres. Él, en cambio, mi otro yo, no parecía sorprendido. Giró sobre sus pies y se dirigió hacia el fondo de la calle. Yo lo seguí en silencio y a corta distancia. Después de varios giros me coloqué a su lado justo cuando nos adentramos en un parque. Las sombras que proyectaban nuestros cuerpos eran exactamente iguales. El hombre no decía nada. Yo tampoco.

Una vez en la parte más frondosa del parque, el hombre se detuvo, se giró hacia mí y me alargó la mano para que se la estrechase. Cuando lo hice, un escalofrío me recorrió la espina dorsal.

“Me llamo Facundo Fernández Cansado y estoy desesperado”. “Vengo arrastrando problemas económicos desde hace varios meses y usted, tal vez, pueda y quiera ayudarme”. “Me encontré con usted hace tres semanas y me quedé tan sorprendido de nuestro parecido como lo está usted ahora”. Después guardó unos minutos de silencio. Yo no paraba de mirar su rostro, sus gestos, su rictus. Eran milagrosamente iguales que los míos.

Después el hombre siguió diciendo: “Estoy casado igual que usted e igual que usted tengo dos hijas”. “Un giro inesperado en mis acciones me ha dejado en la más absoluta ruina. Nunca he sido rico, pero tampoco tan pobre como ahora. Mi mujer no sabe nada de esto. Hace tres semanas lo vi a usted saliendo de su casa, junto a su mujer, y me quedé impresionado. Desde entonces he estado siguiéndolo, observándolo e indagando por usted y por su vida. Hasta que finalmente ayer me decidí a telefonearle y a citarlo”. “Puede usted ayudarme. Sé que tiene usted dinero de sobra. Tampoco yo necesito mucho para salir del paso. Quince mil euros, tal vez diez mil. Le quiero proponer una aventura como usted no ha vivido jamás. Hacer de mí durante una semana, mientras yo lo sustituyo a usted por el mismo tiempo. Le prometo que respetaré a su mujer y cuidaré de sus hijas. No interferiré ni en sus negocios ni en sus amistades. Pasada esta semana usted recuperará su vida y volverá a ser quien ahora es. Pero, en cambio, usted, durante esa semana, podrá disfrutar de la aventura de ser una persona distinta por un tiempo limitado. Podrá hacer con mi vida, que ya no vale nada, lo que quiera y yo volveré a ella transcurrido el tiempo: esté ésta como usted me la haya dejado. Después no volveremos a vernos, no volveré a molestarlo. Tengo previsto abandonar el país para no volver jamás”.

Yo me quedé mudo. No sabía qué decir. ¿Estaba definitivamente ante un loco? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué proposición era aquella? ¿Cómo podía nadie ofrecer semejante negocio? Antes de salir de mi anonadamiento mi copia siguió diciendo: “No me responda usted ahora. Mañana a las diez en punto nos podemos volver a encontrar en este mismo lugar del parque y entonces usted me dice. Pero piense en que es una promesa de aventura que, de rechazarla, probablemente no podrá vivir usted jamás”. Dio media vuelta y se marchó por la avenida del parque que daba al oeste, caminando lentamente con las manos en los bolsillos. Sentí que era yo quien se marchaba, pero con un caminar más pausado. Mi espalda por detrás era más ancha de lo que yo suponía.


Al día siguiente, más descansado, dado que había logrado olvidarme del tipo, o eso creía, y había dormido profundamente, decidí que no iba a acudir a la cita propuesta. Asunto concluido, acabado, olvidado. Eso pensé entonces.

Pero a las doce del mediodía sonó mi teléfono personal. La llamada procedía otra vez de un número desconocido, pero a mí me parecía que era el mismo que me llamara dos días antes. Nuevamente decidí que no respondería a la llamada. Apagué el móvil y me dirigí a la habitación donde se encontraba mi esposa. Ella estaba sentada en la cama de espaldas a la puerta. Parecía mirar a la ventana, pero cuando me acerqué a ella para besarla, ella se retiró un poco y pude notar sus ojos brillantes. “¿Estás llorando, Mónica?”. “No, Ignacio. Son cosas mías. No te preocupes”. “¿Te apetece salir hoy de compras? El día está espléndido. ¿Vamos?”. “Sí, hoy sí. En un momento estoy preparada. Espérame en el salón”.

Gastamos cuanto quisimos, reímos, almorzamos en un barcito coqueto y pequeñín, y después volvimos a nuestra casa. Al entrar en ella me reflejé por un instante en el espejo del recibidor. De nuevo me invadió un desasosiego inesperado, reprimido quizá durante horas. Parecía que desde el espejo mi otro yo, ese Facundo, me mirase implorante. ¡Qué misterio este de poder ser uno u otro en la lotería de la vida o del nacimiento o de la familia o de estar en un sitio y en un momento en lugar de en otro!

El resto de la tarde y de la noche la pasé imaginando cómo sería la vida de mi otro yo: su mujer, sus hijas, sus amistades, si las tuviera, porque parecía más bien un ser solitario, su apartamento. ¿Tendría padres, hermanos?

Por la mañana, más desesperado e intranquilo que cansado, no sabía ni qué hacer ni qué pensar. Mi mujer había salido a no sé dónde ni con quién ni para hacer qué. Dando vueltas por las habitaciones de la casa, evitando los espejos, sobre todo el de la entrada y el de la alcoba, espejos éstos amplios y largos, y sin dejar de pensar en Facundo y en su extravagante proposición. Decidí salir de casa y caminar por la calle. Justo cuando abrí la puerta de la entrada me encontré de pronto con un espejo en mitad del rellano. Me giré repentinamente intentando evitarlo y, dándole la espalda, me pregunté: “¿Pero qué leches? Si no hay ningún espejo en el rellano”. Ya antes de girarme sabía lo que había pasado. Facundo, mi igual estaba plantado con el puño alzado y a punto de llamar a la puerta con los nudillos. Tal vez prefiriese no utilizar el timbre, tal vez no quisiese alarmarme más de lo que, supondría, ya lo estaba. Sólo inquirió con la mirada. A lo que yo, rápidamente, respondí, como no podía ser de otra manera: “Sí. Estoy dispuesto”. “Bien, dijo mi igual. Prepare usted un sobre con el dinero para esta noche. A las doce en punto estaré en este mismo rellano. Usted sale y yo entro. Usted me da el sobre y yo le doy mi dirección. Necesitaremos uno o dos minutos para intercambiarnos las chaquetas, los pantalones y los zapatos. Lo demás no será necesario. Hasta esta noche” -dijo marchándose sin prisas, pero con decisión-.

Y así fue. Mónica estuvo ausente todo el resto del día. Se había marchado por la mañana y no había dado señales de vida ni un solo instante. Cuando llegó eran más de las diez de la noche. Me dijo que estaba muy cansada, se duchó y se metió en la cama sin cenar y sin decirme “hasta mañana”.

A las doce en punto, en el silencio de la noche y después de saborear un par de copas del mejor de mis güisquis, me levanté del sillón, me dirigí al recibidor, me miré al espejo del recibidor y abrí la puerta. El espejo quedaba a mi espalda, pero el reflejo de mi cuerpo estaba frente a mí. Sin mediar palabra alguna, alargué el brazo y le entregué el sobre con diez mil euros a Facundo, quien lo guardó, sin contar el dinero, en el bolsillo interno de su chaqueta, y éste me entregó un papel con una dirección anotada. Seguimos sin hablar mientras se quitaba los pantalones y me los entregaba esperando a que yo le diese los míos. Después intercambiamos las chaquetas. Antes de separarnos yo le dí mi manojo de llaves y él me dio el suyo. “Hasta la semana que viene a la misma hora y en el mismo lugar” -dijo, cerrando la puerta tras de sí.

Una vez en la calle abrí la mano que contenía el papel con la dirección de Facundo. En el bolsillo trasero del pantalón encontré su cartera, con su documento nacional de identidad, algunas fotografías, algunas tarjetas de visita, una tarjeta de crédito y nada de dinero. En mi pantalón había dejado mi documentación que ahora estaría en su poder. Fui caminando hasta la dirección apuntada. Tal vez debí haberme quedado con algo de dinero y así hubiera podido coger un taxi; pero no, quizá fuera mejor así. No parecería muy verosímil que Facundo llegase en taxi a su casa y a esas horas conociendo la situación económica de mi otro yo. O tal vez ya deba decir que mi nuevo yo, de mi yo auténtico de ahora. Entonces no sabía nada de lo que estaba aún por ocurrir.

Pasaba de la una y media de la madrugada cuando llegué a la calle donde se encontraba el apartamento de Facundo, de mi apartamento. Llegué al portal, introduje la llave en la cerradura y entré. Era un rellano ridículo, estrechísimo, con las escaleras hasta el borde de la puerta de salida a la calle. Subí hasta la cuarta planta, al última del bloque. Una vez arriba y con poco aire en los pulmones observé que había dos puertas, izquierda y derecha. En la dirección no ponía nada. Me dirigí hacia la de la derecha. Intenté introducir la llave. No lo logré. Deduje que debía ser la otra puerta. Acerqué la llave al bombín de la cerradura y entonces, antes de introducirla, pensé: ¿Y si todo ha sido un engaño para robarme diez mil euros? Introduje la llave, giré la muñeca y la cerradura respondió sin oponer ninguna resistencia. El olor dentro del apartamento era fuerte, agrio quizás. Un pequeñísimo salón, ligeramente más amplio que mi recibidor, y tres puertas. La primera de la izquierda se correspondía con la entrada al cuarto de baño: apenas si en él cabía un plato de ducha, un lavabo y la taza de un váter. Al fondo y arriba un ventanuco que parecía dar a un patio vecinal. La segunda puerta daba a una cocina minúscula: un fregadero, una hornilla a gas de tres fuegos y algún mueble. La ventana, más grande que la del baño, también daba al mismo patio vecinal interior. La tercera y última puerta daba a una habitación. En silencio, pude distinguir dos cuerpos durmiendo en sendas camas. Probablemente eran mis hijas. Frente a las camas, otra puerta daba a mi dormitorio. Una mujer dormía de lado, mirando hacia la ventana que daba a la calle. Sigilosamente me fui desnudando. Cuando me fui a quitar la chaqueta, instintivamente alargué la mano para coger el teléfono móvil que solía guardar en el bolsillo derecho. Desee llamar a Facundo para decirle que me echaba atrás, que podía quedarse con el dinero, pero que no quería continuar con este absurdo juego. Pero el teléfono móvil era el de Facundo, no el mío. Afortunadamente no tenía puesto un pin de seguridad y pude encenderlo. Rápidamente tecleé mi número de teléfono y en la pantalla se iluminó el texto: “Mi otro yo”. Una voz despersonalizada dijo “El teléfono se encuentra apagado o fuera de cobertura. Si quiere usted...” Colgué. Intenté marcar el teléfono de mi mujer. Pero, maldición. No he sido capaz de memorizar ningún número de teléfono, salvo el mío, desde hace años. No podía llamar a Mónica. Antes de colgar la chaqueta en el perchero que había detrás de la puerta del dormitorio noté un peso en su interior. Rebusqué en el bolsillo interno de la misma y hallé el sobre con los diez mil euros que horas antes le había dado al imbécil de Facundo. Lo había guardado en su chaqueta antes de intercambiárnosla. También él estaría nervioso. Esto me tranquilizó. Era tan imbécil como yo, pero, al menos, su intención no era ni la de timarme ni la de robarme.

Terminé de desvestirme y me acosté junto a mi nueva esposa. Esta se dio la vuelta hacia mí, me echó un brazo por encima de mi pecho, y me preguntó: “¿Ya has vuelto, cariño? Te estaba esperando, pero has tardado mucho”. “Sí, cariño, dije. Venga, sigue durmiendo”, y le di un beso en los labios. Creo que me gustó más este beso que los últimos que le había dedicado a Mónica, pensé sin que pudiese evitar una leve sonrisa en mi boca.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos después de un sueño muy grato en el que pescaba truchas junto a mi padre niño en mitad de un bosque frondoso como frondoso era el lugar de mi cita con Facundo, mi esposa ya se había levantado y estaba preparando el desayuno. “Buenos días cariño. Pensé que te levantarías más tarde. Anoche volviste muy tarde. ¿Mucho trabajo, verdad, cariño?” -me dijo dibujando una sonrisa con sus labios. Era bella, pero yo no sabía nada de ella, ni siquiera su nombre. Sus ojos brillaban con fulgor. Su mirada era atenta. Le dije: “Sí, cariño, anoche llegué muy tarde y no quise despertarte. Hoy me he levantado temprano porque tengo que hacer unas gestiones”. “¿Unas gestiones, dices? ¿Qué gestiones?” “No te lo puedo decir. Si me salen bien, se nos acabarán los problemas”. “¿De qué problemas hablas, Facundo?” “Cosas mías”. Había olvidado que Facundo me había dicho que sus negocios habían salido mal y que llevaba meses ocultando a su mujer su pésima situación económica. Tal vez ella ni siquiera sospechase nada de ello.

“Buenos días, papá” -dijo la menor de mis hijas saliendo de la cama. Debía tener unos ocho años, delgada, rubia. Se parecía a su madre. “Buenos días, cariño -dándole un beso-”. Después salió una joven del cuarto de baño. Mi hija mayor. Rubia también, alta y guapa, unos trece años. Su rostro me recordó levemente al mío. Me dio un beso en la mejilla, pero no me dijo nada. “Buenos días, cariño” -dije yo-.

Las tres se marcharon juntas al colegio o al instituto o al trabajo. No lo sé. Pero rápidamente recogieron sus cosas y se marcharon. Adiós, dijeron las tres a la vez. “Y haz algo -dijo la mayor-”. La más pequeña se me quedó mirando un momento, se me acercó y señaló con su pequeño dedo índice un lunar en mi mejilla derecha. “¿Tú tenías antes un lunar aquí? -preguntó”. Pero no tuve que responder, porque de un salto salió por la puerta cerrándola tras de sí.

De pie en el salón me quedé pensando un momento. Busqué mi cartera para buscar pistas. Me llamaba efectivamente Facundo Fernández Cansado. Tenía fotografías de las que parecían mis dos hijas a las que acababa de conocer, pero las de las fotos eran niñas mucho más pequeñas de lo que actualmente eran. Mi mujer de ahora era bellísima. Tenía también una tarjeta de crédito. Más tarde, cuando intenté pagar con ella en la panadería, pude comprobar que no tenía fondos. Algunas tarjetas de visitas: de un taller mecánico, de un fontanero, y varias de lo que parecían agentes de créditos de compañías privadas. Detrás de cada tarjeta alguna mano temblorosa había apuntado cifras, tal vez la mano de Facundo. Muchas cifras. Me dije: “No tienes derecho, Ignacio. No es tu cartera. No es tu vida. No es tu mujer. No son tus hijas. ¿Qué haces en este apartamento que no es el tuyo?”.

De pronto fui invadido por una forma de ahogo. Necesitaba respirar aire limpio, salir a la calle y correr, correr hacia mi casa, hacia mi verdadera casa y no permanecer en ese hogar ajeno ni un minuto más. Eso hice dirigiéndome a toda velocidad a mi barrio, a mi casa.

Frente a la puerta busqué la llave que Mónica siempre guardaba debajo del poto del rellano. Tenía siempre la cabeza hecha un lío y por eso dejaba allí una llave, por si acaso. Cogí la llave y abrí sigilosamente la puerta de entrada. No sabía lo que podría haber detrás de ella. ¿Estaría Mónica? ¿Facundo? ¿Los dos? Desde la entrada no veía ni escuchaba nada. Entré al salón. Todo tranquilo. Igual que el día anterior. Aún no había llegado la chica de la limpieza, ni la cocinera. Nadie parecía tampoco en los baños. Fui entrando en cada uno de los cinco dormitorios. Ni mis hijas ni nadie más parecía estar en casa. Iba moviéndome muy despacio y en absoluto silencio. Dejé para el último lugar el nuestro, el dormitorio de Mónica y mío. Desde antes de entrar ya noté que estaba ocupado, aunque la puerta estaba a medio cerrar. Asomé la cabeza en la habitación con mucho cuidado. Mónica estaba sola, de espaldas a la puerta, sentada frente al escritorio en una de las esquinas de la habitación. Estaba escribiendo algo. No pude distinguirlo, pero parecía una carta. Esto era raro. Mónica no solía escribir nunca. Estaba muy arreglada. Parecía dispuesta a salir y había una maleta encima de la cama. Pensé: “el imbécil de Facundo ha planeado un viaje romántico con mi mujer. Cuando lo coja lo mato. Se va a enterar”. Mónica dejó la carta recién escrita en la mesilla de noche y agarró la maleta con fuerzas. Yo logré esconderme detrás de un mueble del antesalón. Ella agarró su móvil e hizo una llamada. “Ya salgo -dijo-. Estoy bajando”.

Mónica cerró la puerta del piso. Desde dentro del salón pude escuchar al ascensor ascendiendo, parando, abriendo las puertas, cerrándolas y bajando. ¿Adónde iría Mónica? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con quién? ¿Con Facundo? ¿Dónde estaría Facundo? ¿Estaría esperándola abajo?

En medio de una absoluta confusión me dirigí a mi habitación. Me acerqué a la mesita de noche y cogí la carta que acabada de escribir Mónica. Leí: “Cariño, he sido muy feliz contigo. No quiero que te reproches nada. Tú no tienes la culpa. Hace unas semanas conocí a un hombre. Estoy absolutamente enamorada de él. Me marcho. Pero no pienses que ha sido culpa tuya. No te hago ningún reproche. Tú has sido y eres un marido y un padre fantástico. Pero ya no te quiero. Espero que puedas ser feliz junto a otra mujer. Adiós”.

Leí esta estúpida carta dos veces, tres. ¿Iría dirigida a mí? No tenía destinatario, pero quién más entraba en mi alcoba. ¿A Facundo? ¿Lo habría planeado Facundo todo y ahora se escapaba con mi mujer? ¿O es que Mónica había notado algo raro la noche anterior y había decidido salir huyendo del imbécil de Facundo?

Nada de todo esto tenía sentido. En el fondo conocía la verdad: Mónica se había cansado de mí. Había conocido a otro y se había marchado con él. Nada más. Lo de Facundo no tenía nada que ver. Pero entonces... ¿dónde estaba Facundo, el imbécil?

Lo que había ocurrido es que mientras yo estaba subiendo con el ascensor hacia el ático donde vivía, Facundo estaba bajando por las escaleras. El muy idiota tenía claustrofobia, como comprendería más tarde. Había salido a la calle a comprar el pan, como hacía todas las mañanas, para él, para sus hijas y para su esposa. No solo había comprado pan. Ahora que disponía de crédito volvía a casa con dos bolsas: una con el pan y otra con bollos, donuts y bizcochos borrachos. Justo cuando iba a cruzar la calle, un coche dobló la esquina a más velocidad de la que debía. Facundo, en un mal gesto, se dobló un tobillo y cayó en mitad de la calzada. El coche no pudo frenar a tiempo o no lo vio o el conductor no era lo suficientemente perito como para evitar el accidente: atropelló de lleno a Facundo quien acabo con la cabeza aplastada junto a la acera. Del coche salió gritando y llorando Mónica, aunque no era ella quien conducía. “Ignacio -oí gritar a Mónica desde la ventana abierta de mi salón-. Ignacio, pero qué haces ahí tirado. Levántate, cariño”. Pronto llegaron dos ambulancias y varios coches de la policía local y nacional. No había nada que hacer. Facundo o Ignacio estaba muerto. Yo abandoné mi piso nada más aparecieron los primeros policías por el extremo de la calle. Pude contemplar de lejos a Mónica, muy arreglada, llorando sobre el cadáver de Facundo a quien ella creía su marido. Me marché de aquella horrible escena y me dediqué a deambular por el parque donde en otro momento me había citado Facundo, como si allí, en mitad de la espesura, la realidad pudiera ser diferente y Facundo pudiera volver a reencontrarse conmigo.

Después de varias horas comprendí mi nueva situación: todo indicaba que yo era Facundo Fernández Cansado, de 45 años, casado y con dos hijas, que vivía en un pequeño apartamento de un barrio marginal y que no tenía más que deudas, que mi esposa era bellísima y que mis hijas, al menos la menor, conocía perfectamente el rostro de su padre. También sabía que Ignacio de Vicente Salazar había muerto atropellado por el amante de Mónica, que ésta, en consecuencia, acababa de enviudar y que heredaría mi fortuna junto a su nuevo novio. No sabía Facundo que la nueva aventura que me prometió no duraría una semana, sino el resto de mi vida, porque estaba atrapado en la vida desconocida, miserable y pobre de un imbécil, pero que tal vez fuese menos imbécil que yo. Al menos tenía diez mil euros en la chaqueta para acoger a mi nueva familia o que ella me acogiese a mí, para marcharme de allí y para empezar de nuevo. El muy imbécil de Ignacio solo me había dado diez mil euros, cuando a él no le hubiera costado nada aumentar la cifra que inicialmente me había pedido el desgraciado de Facundo.

Firmado: Ignacio de Vicente y Salazar.

Último documento que firmo bajo este nombre.