domingo, 10 de noviembre de 2019

Erasmus:


Anexo al Informe del viajero planetario Aixalag al ed Nórim, del planeta BAHKA-1581, acerca de las prácticas extrañas de algunos pueblos de homúnculos terrícolas:

Sobre las becas Erasmus:

Debemos a la antropóloga terrícola sudafricana Mónica Wilson el desarrollo del concepto de villa o aldea móvil que ella tuvo la oportunidad de observar y de investigar en los años treinta del siglo pasado -según la cronología terrícola más extendida en el planeta-, y que tan brillante y generosamente expuso en sus tres obras que desarrollan su trabajo de campo con los nyakyusas. El desarrollo de sus brillantes observaciones en torno a este pueblo tanzano, junto a las orillas del río Songwe y en la frontera con Malawi, y a su lengua bantú -ya desaparecida- sigue siendo la más completa exposición que sobre este pueblo se haya escrito y publicado nunca en el planeta Tierra. Aunque esto no tiene por qué seguir siendo así, dado que ya ha quedado demostrado que, respecto a estos homúnculos, nada es predecible. No son escasas las sociedades organizadas en bandas y aldeas de toda la galaxia que separan a sus hijos y adolescentes de la familia nuclear y de todo el marco de la sociedad global que las incluye, con el fin de conseguir los tres grandes objetivos que todo grupo social, más o menos evolucionado, tendrá que lograr si pretende perpetuarse durante varias generaciones, es decir, durar: que los adolescentes aprendan y respeten los conocimientos y los rituales de sus antepasados, que inicien y desarrollen su competencia sexual, y que adquieran las aptitudes necesarias para las artes y prácticas militares. Para ello los nyakyusas del sur de Tanzania envían a los niños de seis o siete años, siempre según la descripción de la doctora Wilson, a las afueras del poblado con el fin de que, entre ellos, construyan refugios y chozas de juncos en los que pasar sus horas de juegos. Conforme van creciendo, las chozas van mejorando y ampliándose hasta dar lugar a una nueva aldea diferente de la de sus padres y madres. Hasta los once o doce años a los jóvenes nyakyusas se les permite ir a dormir a la choza de sus padres, pero a partir de esa edad ya solo se les permite ir a visitarlos a la hora de comer; para dormir tendrán que buscarse la forma de hacerlo en la nueva aldea. La formación definitiva de esta nueva aldea tiene lugar cuando los jóvenes toman esposas y éstas empiezan a dar a luz a la siguiente generación. Las aldeas nyakyusas son móviles por esta causa. Los padres y madres nyakyusas al parecer han resuelto el difícil problema que en las sociedades terrícolas de homúnculos occidentales actuales plantean los jóvenes adolescentes a todos los miembros adultos e infantes que las componen. ¿Qué hacer con los adolescentes, que ni niños ni adultos, tienen necesidad de aprender y de errar, de desenvolverse por sí mismos sin necesidad de que sus padres tengan que avergonzarse por ello o de ellos, que jugarse la vida sin necesidad de perderla,...? Las sociedades europeas actuales han logrado otra solución tan original como improductiva como la de la etnia nyakyusa: las célebres becas erasmus. Los diferentes Estados que componen lo que desde otras latitudes terrícolas llaman, de manera inexplicable, “la vieja Europa” les proporcionan a las familias una escasa cantidad de dinero, insuficiente según todas las respuestas de todos los entrevistados avaladas éstas además por las observaciones de este incansable investigador que informa, para que marchen a vivir unos meses a otros territorios, lejos de sus madres y padres, de forma tal que los teutones y anglos marchan a La Romania o La Bética, los francos se desparraman por todos lados, un poco de incógnito, dado que en ningún sitio suelen ser bien acogidos, y los béticos y romanios del sur a las frías latitudes de sajones, daneses, teutones u holandeses. No solo tienen la previsión de enviar al sur a los del norte y al norte a los del sur, para que los aguanten o acojan sus homólogos progenitores, sino que también los del este marchan al oeste y los del oeste al este, formando así una trama perfectamente trenzada y que da unos resultados más allá de los esperados tal como indican, de un lado, la afluencia de participantes que cada curso escolar -así llaman a los meses de experimentación, diversión, formación, fornicación y prueba- solicita y participa en este sorprendente sistema de expulsión controlada, y, de otro lado, el hecho de que se haya convertido en una auténtica necesidad para los becandos llegando incluso a constar voluntaria y orgullosamente en los llamados currículos, extraño documento en forma de escaparate o muestrario en el que los terrícolas de todos los continentes recogen los hitos que ellos creen más destacados de su formación, y aun de su vida, con el fin de mostrar lo que valen o de lo que son capaces de hacer ante los ojos de aquellos que quieran contratar sus servicios. Así las cosas, algunos Estados de la vieja Europa decidieron, durante el último cuarto del siglo XX, implantar este sistema de expulsión controlada llamado “becas Erasmus” para lograr, además del descanso que debe suponerles a los progenitores de estos adolescentes, por más que ellos simulen apego, preocupación e, incluso, a veces, desesperación por su marcha, los tres objetivos más arriba mencionados: que los adolescentes aprendan y respeten los conocimientos y los rituales de sus antepasados, que inicien y desarrollen su competencia sexual, y que adquieran las aptitudes necesarias para las artes y prácticas militares. En lo que sigue de este documento me atengo a recoger, de forma no sistemática, declaraciones de los mismos becados acerca de estos asuntos para que las autoridades interplanetarias, que tengan a bien leer este anexo, puedan conocerlas y evaluar si se hace necesario o meramente conveniente un análisis más completo y exhaustivo que el presente. De la lectura de los tres documentos que siguen podrá desprenderse la idea que manifiesto en este anexo al informe principal ya enviado: que no parece comprensible por qué han llegado a la conclusión a la que han llegado estos terrícolas y por qué siguen manteniendo esta conducta a pesar de lo desastrosos que son sus resultados. Pero como venimos manteniendo desde el principio: los homúnculos terrícolas no son predecibles.
Documento número 1: palabras interceptadas por un satélite espacial y emitidas por un homúnculo adolescente de sexo masculino: “Adiós fracaso; bienvenida Irlanda, me espera Lublin”. Nota: son difíciles de explicar los motivos por los que la mayor parte de estos individuos muestran tanta ignorancia respecto a la geografía física de los territorios que visitan.
Documento número 2: interceptado de una llamada telefónica desde el terminal de una homúncula que conversaba con otra y le contaba alguna experiencia que todavía no llegamos a comprender. Son tantas las investigaciones que aún debemos concluir y son tan impredecibles estos terrícolas...: “Bestial, Susana. Bestial. Hacía apenas unas horas que no nos veíamos, pero llegó como un torrente. Yo estaba en la ducha, cuando escuché que abría la puerta del piso y después la del baño. Con cautela, pero sin candidez se coló en la bañera. Primero se enjabonó él y después me enjabonó a mí mientras yo le decía: “Oye, pero qué haces”. Y él como si nada, como si le hablase a las paredes. Parecía un cazador furtivo con mucha decisión y con las ideas muy claras, y yo parecía su presa, pero presa presa, Susana. No te puedes imaginar la fuerza que emite esa convicción que tiene. Luego me pasó la lengua por todas partes y yo también a él. Me hacía sentir la mujer más querida y deseada del mundo. Su piel, finísima, cubría unos músculos poderosos, sin nada de grasa. Y ya no te cuento más, Susanita, que lo que me siguió haciendo no puede describirse con palabras y menos a una amiga como tú. Besos, Susanita. Ya te contaré cómo me va yendo en esta maravillosa y ya no tan fría ciudad de Copenhage.”
Documento número 3 y último: frases extraídas de un email enviado desde la cuenta personal de un homúnculo de sexo masculino a un coetáneo de su mismo sexo, a quien en alguna ocasión llama con el apelativo cariñoso, poco comprendido aún, de “amigo”: “creí que el zurdo me iba a matar. Por ello, antes de salir de mi choza me metí la navaja en el bolsillo derecho y una toalla en la mochila, ya sabes, para cubrirme el brazo izquierdo y recibir con él los ataques afilados del animal, como nos enseñó el viejo Evaristo en el campo de la iglesia, ¿recuerdas? Amigo, sabes que nunca he sido ni peleón ni bravucón, pero ese animal me había amenazado delante de todos, iba a venir a por mí, yo lo sabía y no por ello iba yo a quedarme encerrado o debajo de la cama. Así que me metí la navaja en el bolsillo, enrollé la toalla en el interior de la mochila y salí a las calles de esta puta de Berlín, donde hay más turcos y moros de mierda que alemanes. Amigo, si el führer levantara la cabeza, seguro que se suicidaba el cabrón. El zurdo es feo de cojones, amigo. Se parece al demonio, el moro de mierda ese. Pues no que fue a lo del francés gritando que yo le había robado a la novia y quinientos euros. Será cabrón, el zurdo guarro de los cojones. La Polaca se vino conmigo la otra noche porque ella quiso, porque ella quiso; él sabrá por qué lo hizo. ¿Y el dinero? ¿Pero de qué dinero habla? Yo ya le pagué la buharda la semana pasada, pero el cabrón estaba tan borracho que lo mismo ni se acuerda, el maricón. Estoy desesperado, amigo. No sé que hacer, si correr sin parar hasta llegar al pueblo o ir a lo del francés a decirle a ese cabrón de mierda que es un cabrón y que ya le pagué y que la Nena está conmigo porque él es un maricón y un moro de mierda. Su cara me da náuseas, amigo. Yo soy más hombre que el maldito zurdo de los cojones. No te imaginas lo delicado y fino que se pone cuando habla y sabe que todos le están mirando. Entonces parece una mujer, el maricón...”

Antes de terminar este anexo al informe previo querría aclarar el motivo por el que, he creído averiguar, se ha utilizado el nombre de Erasmus para referirse a este sistema de expulsión controlada propio de la vieja Europa. El nombre latino debe inspirarse en Desiderius Erasmus, natural de Rotterdam, nombre y procedencia de un humanista antipático que se conoció en su época, aparte de por sus meticulosas observaciones -más luteranas que racionalistas de lo que pudiera parecer a lectores poco cautos- frente a la superstición y a la mentira, por verter inmundicias en sus escritos cuando se refería a las ciudades en las que tenía a bien hospedarse o incluso residir por un tiempo prolongado. Véase, por ejemplo, las frases que le dedicara a la bellísima ciudad de Friburgo y a su ejemplar Casa de la Ballena, hoy lugar de peregrinación controlada.

Fdo.: Aixalag al ed Nórim, BAHKA-1581.

domingo, 15 de septiembre de 2019

La sesión:



«Ponte a salvo; por tu vida, no mires atrás ni te detengas en la vega».
(Génesis, cap. 19, versículo 17.)

Cuando Magdalena hizo sonar los crótalos, todos cerraron sus ojos mientras el cliiiiinnnnng se extendía por la amplia sala. Todos menos Charlotte Sodom, escultora, cincuenta años y propietaria del taller blanco en que se encontraban, quien dejó que sus ojos fueran poco a poco acomodándose a las colinas que podían distinguirse a través del gran ventanal que se abría frente al numeroso grupo que comenzaba la sesión de mindfulness. La seductora voz de Magdalena comenzó a abrirse paso hacia los oídos de todos los reunidos:

Imagínate un paseo. Hoy has salido de casa y has visto los alcorques del camino repletos de agua. Has deducido: “esta noche debe haber llovido, pero la acera está seca, luego debe haber dejado de llover hace ya unas horas...”. Imagina tu vida como un camino y como un paseo. Ahora puedes ir recorriendo los años pasados como plazas visitadas, como capítulos leídos o como plantas de un edificio alto. Vas reencontrándote con rostros que pertenecen a gentes a las que ya no recuerdas, pero que alguna vez te fueron cercanas, amigas incluso. Tú misma en otros momentos, en otras plazas, reales o imaginadas, es lo mismo. Todo es lo mismo, porque todo es único: un solo haz de sensaciones. Imagínate ahora que vas recorriendo esas plazas, ascendiendo y descendiendo por esos pisos en una espiral de altitudes cambiantes. Ya no distingues el pasado -que sabes que vas recorriendo- del presente o del futuro que apenas puedes vislumbrar. Imagínate también ahora que el suelo que pisas se vuelve transparente. No te caes, es sólido o eso parece, pero su transparencia, insegura, te permite ver las estancias ya pasadas como si estuvieran delante aunque más bajas o más altas. A veces también de frente. El pasado se vuelve futuro, y lo no vivido es un mero recuerdo. Imagina también la nostalgia que sientes por lo que aún no viviste o la indiferencia ante lo que te afectó poderosamente en alguna revuelta de tu pasado más íntimo. Imagina que fueras caminando hacia él o que volvieras de tu futuro. Ninguno existen aquí y ahora, solo hay presente. Todas las escenas que vas viendo van cruzándose unas con otras con independencia del momento en que hubiesen transcurrido o aún no. Presente presente: aquel en el que el tiempo no existe, aquel que te invade siempre que cierras los ojos y recuerdas los ojos cerrados de tu primer hijo recién nacido, de tu primer marido muerto, sus manos grandes, venosas, inútiles, la voz de un amor no olvidado o tu olor de mujer de ahora.”

La voz de Magdalena va alejándose y perdiéndose entre las estatuas y bustos del taller, las colinas y el cielo comienzan a fundirse en una pasta de cárdeno monocolor, el tiempo que avanza y la mente de Charlotte que lucha inútilmente sin lograr vencer las distracciones, sin dejarse caer en la nada prometida y reparadora. Las curvas de las esculturas tal vez demasiado poderosas como para ser ignoradas. Recordaba cada preciso golpe de cincel, porque cada golpe era una excusa para olvidar su presente, un refugio para ocultar cada uno de sus pensamientos.

De niña vivías más allá de las fronteras del tiempo -seguía Magdalena-. Ahora comprendes que siempre pudo haber sido así. No sabes cuándo ingresaste en la corriente lineal del tiempo, pero debió ser cuando tenías siete, tal vez ocho años. Todos te hablaban de cuando seas mayor esto o lo otro, o te decían que aún eras menor y por eso aquello o lo demás. Hasta que un día te lo creíste y diste por buena la existencia del tiempo. Nunca nadie te enseñó que si te pones unas gafas verdes el mundo se vuelve verde, pero no es que se haga verde, sino que tú lo ves verde. Nunca comprendiste que el tiempo es una suerte de gafas que aprendes a utilizar para conocer la realidad, pero que verdaderamente no son la realidad. Hoy vamos a aprender que no hay tiempo, que el tiempo es una invención y que bien haríamos en renunciar a él. Vive el presente”, terminó Magdalena. Los cliiiinnnnnng de los crótalos volvieron a dilatarse por la amplia estancia. La sesión había terminado. Todos salieron del taller, todos menos Charlotte, en el centro, convertida en estatua de sal. Tal vez ella no supiese o no necesitase o, simplemente, no quisiese renunciar a su pasado, a su futuro. Quizá sólo aspirase a lograr su última escultura.

jueves, 20 de junio de 2019

El novio:



Me tocó disparar. Su vida estaba, por fin,
en mis manos, y le miré con ansia,
tratando de descubrir en su rostro la huella del temor.
(Aleksandr Sergueyevich Puchkin, El desafío.)

En la vieja y astrosa ciudad portuaria de Santalalluvia todos sintieron un escalofrío nervioso cuando a las siete de la tarde, del tren procedente de Ciudad Nueva, apeose Atanasio Montañés Duquelas, a quien todos en el lugar conocían, después de veinte años de ausencia, como “el novio”.
La cara negra de “el novio” reflejaba un rictus de seriedad fantasmal, irreal, de lejanía; sus ojos enrojecidos miraban más allá del horizonte, tal vez hacia un pasado lejano, pero vivo, presente. Desde la altura de la atalaya que era su cuerpo “el novio” pudo contemplar una vez más las naves podridas junto al astillero, la ancha avenida de El Rencor y los rostros sorprendidos de los vecinos que lo enfilaban con sus miradas asustadas e inquisidoras. El regreso de “el novio”, por más que fuera esperado por todos, no podía ser deseado por nadie en la ciudad que murmuraba.
Tal vez los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos de “el novio” fueran contemplados por aquellos que conocían lo sucedido veinte años atrás:
Era una tarde gris y blanca de septiembre, de aire quieto y humedad agobiante, había una iglesia con las puertas abiertas, una escalinata y un novio alto y negro aguardando algo, muchedumbre alrededor, una novia esperada que no terminaba de llegar. Un hermano de “el novio” que tampoco llegaba: concomitancias, una ausente copia blanca del hermano negro, un rencor que empieza a nacer, a crecer, a desarrollarse. El tiempo que avanzaba, “el novio” que se desesperaba, la muchedumbre que murmuraba, los grajos que olían la carne que prometía putrefacción. Un hombre alto y negro que comienza a bajar la escalinata, que emprende su marcha o su huida avenida arriba, que busca no queriendo encontrar, que gira una esquina y después otra y otra más, que abre una puerta y que finalmente descubre lo que siempre debió quedar oculto siempre. ¿Cuánta verdad eres capaz de tragar, “novio”? ¿No es mil veces más fácil sobrevivir en la mentira que respirar el aire tóxico de una verdad miserable? Un novio que, con ojos redondos como soles, contemplaba enmudecido la escena sospechada para la que nadie estuvo dispuesto nunca.
Después... lo habitual en estos lares de tinieblas y tiempos de recuerdos borrosos: miradas, insultos, voces, llantos y un duelo al amanecer.
Toda la noche estuvo “el novio” en la taberna de Las Ensoñaciones lagrimeando junto a una botella de aguardiente, sin hablar con nadie, sin mirar a nadie, sin escuchar a nadie, sin comprender cómo en el transcurso de una noche puede caber toda la eternidad.
Al amanecer dos hombres caminan al lugar de la cita terrible: parten de orígenes distantes, recorren calles diferentes, atraviesan distintas encrucijadas, pero ambos convergen, ante las miradas de todos los observadores, en el mismo punto de encuentro. El sol acaba de salir por el este, “el novio” negro se coloca en la posición que da al sur, su hermano blanco en la que da al norte, al oeste un sendero estrecho por el que solo cabe una persona. Frente a frente, sin dirigirse ninguna palabra, ambos levantan su revolver en dirección al otro, hermano frente a hermano, “el novio” con el rictus desencajado, el otro con mueca de desprecio.
Nadie supo nunca por qué “el novio”, que aunque ya nunca más fue novio, todos siguieron refiriéndose a él de esta manera, bajó su revolver y quedose en pie con ojos perdidos en el horizonte. Algunos más tarde afirmaron que esta reacción fue resultado del desprecio observado en el rostro de su hermano. Éste, su sombra blanca, por contra, no bajó el brazo, apuntó directamente al pecho de “el novio” y todos pudieron oír el estruendo del disparo en aquella mañana en que los grajos sobrevolaban la escena esperando la recompensa prometida. Pero tal vez por su falta de destreza, o por su atolondramiento, o por su sentimiento de culpa, o por un azar del destino, o por vaya nadie a saber por qué, el tiro fue errado y la sombra o reflejo blanco de “el novio” quedose petrificado, en pie, con los brazos caídos, aguardando la bala que habría de llegar desde el otro lado del espejo que reflejaba su mismo rostro en negro. La eternidad no cabe solo en una noche, sino que también cabe en unos segundos. Todos permanecían en silencio y hasta los grajos quedaron inmóviles flotando en el aire frío de aquella mañana que nunca nadie hubiera querido que aconteciese.
Pasados unos instantes y sin que el disparo esperado brotase del revolver de “el novio”, éste dijo antes de girarse: “No es ahora. Ya vendré a cobrarme el tiro que me debes en otro momento”. Después “el novio” se dirigió a la estación, esperó enmudecido al primer tren que por aquella ciudad muerta tuviera a bien arribar, y en él se marchó.
En él se marchó hasta hoy, veinte años después. Todos conocían la historia de “el novio”, todos sabían a qué había venido ahora “el novio”, todos conocían que el regreso era inevitable, todos entendían que “el novio” había vuelto a Santalalluvia para cobrarse el disparo que le debía a su hermano blanco, a su sombra blanca, a su reflejo blanco y todos sabían que el desenlace final era inevitable. Tal vez por ello cuando los viandantes de la avenida de El Rencor vieron aparecer el rostro serio de “el novio” sintieran un escalofrío nervioso recorriendo sus cuerpos.
Su paso lento comenzó a cubrir la avenida en dirección a la iglesia. Esta vez no subió la escalinata. En la plaza aguardó la llegada de su copia blanca y ruin. Todos sabían que la vuelta de “el novio” era el regreso de un fantasma lejano, de un pasado remoto pero presente, fantasma de carne y hueso, mas amasado con odio, rencor, desesperación y orines viejos.
Alguien debió de llevarle la noticia al hermano, alguien debió de decirle que Atanasio había vuelto con una guadaña en forma de revolver en el bolsillo, alguien, quién puede saberlo, tal vez se alegrase de que los últimos veinte años no habían acaecido o habían sido borrados y que el instante eternizado con los grajos flotando en el aire frío de la mañana continuaba ahora con el calor de esta tarde, frente a la iglesia donde ayer un novio negro y alto quedose esperando inútilmente la llegada de su novia en el día de sus bodas.
Muchos fueron los que se reunieron en torno a la plaza para ver el espectáculo. Muchos los que se lamentaban por no haber hecho nada para disuadir a “el novio” de su disparate. Muchos los atolondrados que cambiaron sus llantos por risas y muchos más los que cambiaron sus risas por llantos. Todas las contradicciones parecieron resolverse en el instante en que la sombra blanca de “el novio” llegó a la plaza y se colocó, desarmado y con los brazos caídos, con la mirada triste y fija en los ojos de “el novio” frente a su otro yo esperando por fin el estruendo del trueno que habría de llegar. Su rostro seguía reflejando el mismo desprecio y, tal vez, aunque fuera solo por ello, se estuviera asegurando su propia muerte. Frente a frente, con el sol poniéndose por el oeste, con “el novio” en el norte y su hermano en el sur y con la única puerta de la iglesia abierta en el este. Veinte años a la espera de una bala que lleva tu nombre son muchos años, debió de pensar el condenado. Frente a frente, hermano contra hermano, silencio, y hombres y mujeres expectantes ante lo inevitable.
Tal vez “el novio” sintiese todo el rencor acumulado, rejuvenecido con vigor, cuando vio el rostro de su hermano y tal vez ello fue lo que le dio las fuerzas necesarias para agarrar el revolver, sacarlo de su bolsillo derecho, levantar el brazo y apuntar al pecho de su sombra. Veinte años esperando este momento, que ahora sí, debía producirse por una cuestión de necesidad.
Los grajos volvieron a quedarse inmóviles en la altura de la tarde, el silencio invadió la plaza, una nube gris cubrió el cielo, cuando un disparo retumbó en el corazón de la ciudad espantando a todos los presentes: un cuerpo que cae al suelo, un cuerpo que comienza a verter su sangre pegajosa en las losas de la plaza, una vida que se derrama sin solución, un rostro serio y negro que mantiene sus ojos abiertos contemplando un horizonte lejano, tal vez un pasado remoto pero presente.
Un hombre muerto es siempre ocasión para callarse.

Mosquitos:

Recuerdo la tarde lejana en que caminaba junto a Maribel por el paseo del río. Tenía el pelo recién lavado con un champú de camomila. Éste debió de atraer a una multitud de mosquitos. Una enorme y densa nube de mosquitos rodeaba mi cabeza. Nube visible a decenas de metros y señalada con el dedo por el resto de paseantes.
Aquel día comprendí que un halo de convicciones o de mosquitos rodea siempre nuestras cabezas: si estúpido es vivir con ellos, porque ordenan y deciden por su cuenta, clasifican y controlan nuestras actitudes o decisiones, imposible es sin ellos vivir.

jueves, 16 de mayo de 2019

Sinusiaterio. Sinusiatérico, -a:


Sinusiaterio: (Nombre masculino) (Del griego συνουσία, unión, relación social, convivencia, y de θηρίον, animal salvaje, bestia) Dícese de la figura compuesta a partir de la reunión o convivencia de diferentes partes de animales, entre los que uno de ellos puede ser el ser humano. Debe distinguirse del resto de figuras teriantrópicas, en las que el ser humano ocupa la parte fundamental o más destacada de la unión final.

Sinusiatérico, -a: (De Sinusiaterio) (Adjetivo) Dícese de aquello que presenta formas propias de un sinusiaterio.

domingo, 28 de abril de 2019

“E” de “eternidad” (Deterioros):



No hay comportamientos sin marco de interpretación,
y lo que hay es la posibilidad de interpretaciones alternativas,
pero vinculadas con el núcleo de modo sinecoide.”1

Tras leer muy despacio este párrafo, el viejo susurró: “Se me han muerto ya tantos que no distingo vivos de muertos”. Después permaneció en silencio, contemplando el texto y más después volvió a susurrar: “veinticinco palabras en total; ciento treinta y ocho letras; letras más repetidas, la “e” y la “o”, quince veces cada una”; pocas veces la “e” vence a la “a”, solo trece “aes” -pensó-; “consonante más repetida, la “t”, ocho veces, pero distribuida solo en cuatro palabras. No sé si esto es belleza o, tal vez, heroicidad”. En casi todas las batallas -pensó- la “t” resulta la letra más heroica. “Palabra más repetida, “de”; más corta, “y”; más larga, “interpretaciones”. “Interpretaciones...”, volvió a murmurar. “Siempre y todo son 'interpretaciones'”. “La “t” está presente en los grandes héroes, en “Hamlet”, por ejemplo, o en “Quijote”. En cambio no aparece en “Aquiles”, pero sí en “Héctor”. La conducta de Héctor, aceptando un combate a muerte que sabía perdido, fue más heroica que la de Aquiles, que la de Aquiles y que la Agamenón, que la de Menelao y que la de Paris”.

El viejo consumía su tiempo devanándose los sesos con estos y otros juegos cabalísticos, contando y midiendo palabras y números, escrutando sus relaciones sobre páginas blancas. De repente se percató de que la “i” central, de las trece “íes” presentes, la tercera de “posibilidad”, terrible palabra, por su indefinición permanente, por su falta de límites, heroica en sí misma, era una “i” distinta, más grande y roja que el resto de letras. Esa “i” abrió sus alas y comenzó a volar. Una “i” volando como una mariposa con alas de ribetes carmesíes. El viejo agarró su bastón, su deforme y ajada “t” nudosa y se lanzó a la calle por primera vez después de más de tres meses de encierro en pos de esa extraña y prometedora “i” voladora.
Afortunadamente para el viejo el mágico lepidóptero no tenía prisas por llegar adonde quiera que quisiese, lo que daba tiempo a este sorprendido héroe para proseguir con la falsa caza, parar a coger aire y continuar tras su quimera. Ambos fueron atravesando calles y descampados, siete solares, tres callejones solitarios y finalmente pararon frente al portalón deteriorado de un vencido almacén de alguna abandonada fábrica de cristales rotos. La delicada mariposa de alas carmesíes posóse sobre un casi borrado cartel semidescolgado que en otro tiempo debió anunciar “Entrada”. Esto no podía ser otra cosa que una indicación. El viejo quizá entendiese que la “i” alada le decía “entra de una vez”.
El edípico viejo de tres piernas abrió el portalón del almacén y se adentró en un oscuro, polvoriento y húmedo espacio de más de cien metros de largo y de al menos cincuenta de ancho y veinticinco de alto. El suelo era de tierra y en el perímetro interior filas de estanterías repletas de cajitas enumeradas que, pudo observar, contenían objetos deteriorados de todas clases y tamaños: arandelas oxidadas, tuercas pasadas, tornillos, clavos y tachuelas doblados, agujas de todos los tamaños y formas con las puntas rotas, anzuelos quebrados, arpones corroídos por la humedad, correajes y cuerdas deshilachadas, ruedas de engranajes melladas,... El viejo fue recorriendo lentamente las estanterías y los códigos anotados en cada caja. No lograba encontrar ninguna lógica o coherencia a tales signos: los sumaba, los dividía, los multiplicaba,... nada. Cada código parecía independiente del resto y del contenido de la caja a la que pertenecía. Desesperado y cansado se sentó en un viejo sillón inglés de madera que se encontraba en el centro del almacén. Con las piernas temblorosas, con los ojos enrojecidos, con la boca seca y con la mano izquierda sobre la “t” rota del bastón permaneció en silencio contemplando desde su centro a la “i” voladora girando en círculos concéntricos en torno a su cabeza. Un rayo de sol se colaba por una de las ventanas superiores y permitía ver al viejo el vuelo tembloroso y previsible del lepidóptero carmesí. La derrota inflamaba y desesperaba la voluntad del ajado soñador.

Aunque el viejo siempre había dispuesto de una gran memoria, el hecho insospechado fue que nunca pudo recordar el camino de vuelta a su casa y a su habitación abarrotada de libros descosidos y medio rotos desparramados por la mesa, por la cama y por el suelo. Pero lo cierto fue que a la mañana siguiente, cuando el sol ya comenzaba a destacarse sobre el horizonte, el viejo estaba de nuevo decidido a emprender la vuelta al almacén para descifrar aquellos códigos secretos, que, sin duda ninguna, debían esconder una verdad oculta y fundamental, ya fuese por primitiva o simple, ya fuese por lejana, compleja o difícil.

Tanto andar y tanto pensar... para nada. Derrota tras derrota. Siete veces, siete días, siete volvió el viejo al almacén acompañado de su inseparable mariposa carmesí. Y siete fueron sus decepciones, siete empresas truncadas, siete caídas desesperadas.

En la última de estas visitas y estando apunto de abandonar el almacén el viejo pudo observar en un rincón, el que daba al oeste, una pequeña portezuela de hierro y sobre ella un extraño aparato de unos veinte centímetros de largo, diez de ancho y cinco de alto. Con mucha dificultad logró retirar algunas estanterías que le impedían llegar hasta el picaporte de la puerta. En el momento en que intentó inútilmente abrirla, el aparato rectangular comenzó a emitir un leve zumbido. Tal vez alguna corriente eléctrica se había conectado cuando intentara girar el picaporte. El paralelepípedo se encendió iluminando un abecedario acompañado de diez números y una pregunta: “¿Qué es necesario para ganar una última batalla?” El viejo se apresuró a escribir una respuesta rápida: “una espada”. Nada ocurría: desaparecía la respuesta escrita y permanecía iluminado el abecedario. “Un cañón”, “una bala”, “una ametralladora”, escribía. Nada, nada, nada. Recurrió después a sus extraordinarias cábalas: una “t”, “dos tes”, “cinco jotas”, “veinte aes”, “una 'i' voladora”, “una posibilidad”, “una tortura”, “siete interpretaciones”. Nada, nada, nada. Finalmente escribió con dedos doblados y temblorosos: “Darla”. Para ganar cualquier batalla lo primero que hay que hacer es darla, aunque sea la última. El paralelepípedo se apagó, un engranaje tras la férrea puerta comenzó a moverse hasta oírse claramente un “clic” en el interior. El viejo, con miedo, giró el picaporte y el pestillo interior cedió vigorosamente. Entonces pudo abrir la portezuela y pasar al otro lado, al lado de más allá.

Cuando el viejo traspasó el umbral de la puerta penetró en un lugar imposible, en un no lugar o en un no tiempo. La habitación tenía las mismas dimensiones que el almacén del otro lado: más de cien metros de largo y al menos cincuenta de ancho y veinticinco de alto. Realmente -¡qué paradoja!- era el mismo almacén anterior, pero como si estuviera reflejándose en un espejo, solo que ahora no había estanterías colgadas de las paredes, sino pinturas, cuadros, cada uno de ellos enumerado, clasificado, seguramente eran fechas los códigos anteriormente no identificados, fechas pasadas, remotas, y fechas futuras, cuadros aún inexistentes, aún no pintados, que colgaban en las paredes de esa imposible habitación. “Tal vez 'imposibilidad' sea aun más terrible que 'posibilidad'”, pensó el viejo. La habitación no tenía sentido, no podía existir. Desde fuera el almacén ocupaba una isla en medio de un solar, no tenía más almacenes anexos. ¿Cómo era posible, entonces, su existencia? Pero dentro del mismo todo cobraba una coherencia preclara y evidente.

Pudo ver su cuerpo reflejado en un espejo rectangular en un rincón de la habitación mágica. El reflejo le mostraba su rostro, eso era indudable, pero su rostro de más de cincuenta años atrás, su rostro juvenil, su cuerpo recto, elegante, con traje gris y corbata, sin su bastón, innecesario ya. Estuvo minutos contemplándose frente al espejo en silencio. Probablemente entonces su mente no lograra articular ningún pensamiento, era una mera receptora de impresiones. Notó que el dolor de las rodillas y de los dedos habían desaparecido. Se miró las manos. Eran sus manos, pero las que fueran cincuenta años atrás. Eran manos juveniles. Después ya no pudo recordar más. Nunca pudo recordar el camino de vuelta a su casa y a su habitación. Solo días después pudo reconocer que había dormido profundamente.

Antes de amanecer se despertó sobresaltado. No lograba discernir si lo que creía haber vivido en esa extraña habitación no habría sido sino un sueño, un sueño de anciano vencido, delicado y picajoso. Con mucha dificultad logró levantarse de la cama, lavarse la cara y mirarse al espejo. Este espejo de su habitación de ahora le devolvía una imagen conocida, un rostro arrugado, unos párpados caídos, unos labios menguados, unos ojos rojos y una barbilla temblorosa. Decidió volver al almacén con toda la celeridad que pudiese. Agarró su bastón y emprendió su marcha o su huida, tal vez. La mariposa carmesí comenzó a guiar su camino nada más logró salir a la calle.

Una vez frente a la portezuela volvió a encontrarse con el paralelepípedo apagado sobre la misma. Giró el picaporte y aquél se iluminó. El enigma ahora era otro: “¿Qué es la imagen móvil de la eternidad?” El viejo no tuvo que pensar mucho. Pulsando teclaa tecla sobre el abecedario escribió: “El tiempo”. Escuchó el mecanismo interior y el clic posterior. Giró de nuevo el picaporte y la portezuela se abrió. La habitación volvió a aparecer desde lo imposible. Las pinturas viejas, recientes y futuras, perfectamente codificadas aparecieron cubriendo todas las paredes. Después pudo observar que pasados unos minutos todas iban renovándose, unas sustituían a otras. El espejo seguía allí reflejando su cuerpo joven. Estuvo horas o segundos o semanas, nunca se supo, observando el movimiento de las pinturas. Algunas, las menos, eran pinturas, las más, eran fotografías y películas, que mostraban hechos ocurridos en diferentes momentos de la historia pasada y futura. Al viejo le interesaba poco el futuro, prefería concentrarse, regodearse en el pasado, siempre había sido un nostálgico y melancólico sentimental. Más tarde o más temprano, dado que el tiempo no existía en el interior de aquel imposible almacén, observó un tabernáculo en el centro geométrico de aquel paralelepípedo mágico. Estaba bordeado por cuatro columnas y en el interior de estas columnas una máquina de hierro, una maquinaria más bien, parecida a las que pudieran haberse construido a finales del siglo XIX, con muchas piezas de hierro engranadas, con tuercas, con tornillos, con arandelas, con palancas, todas herrumbrosas. Dos placas de cristal destacaban en el frontal de la maquinaria. El viejo ahora joven se colocó frente a ellas, avanzó sus manos y colocó las palmas en el centro de sendos cristales.
La máquina comenzó a funcionar: un zumbido in crescendo delataba alguna corriente eléctrica que se conectaba a un rotor. Varios pistones silbaron liberando gases y humos, muchas ruedas comenzaron a girar ganando más y más velocidad, el almacén entero pareció comenzar a girar y a flotar en el espacio. El zumbido, después de alcanzar una altura insoportable para los oídos, cesó de golpe; el almacén pareció seguir flotando pero ya no giraba o eso debió creer el viejo ahora joven. Los códigos de las paredes se transformaron en fechas y los cuadros junto a ellas comenzaron a mostrar imágenes correspondientes a esas fechas. Pudo verse a sí mismo en el momento de su boda, pudo ver y oír a su joven esposa que lo miraba a los ojos y le decía: “Te quiero, cariño”. Pudo ver a su padre llegando a la casa familiar después del trabajo cargado con una bolsa de papel en la que portaba unos lápices y unos cuadernos nuevos. Recordaba esos cuadernos y lápices desde hacía tantos años... y ahora estaban ahí, podía verlos y tocarlos, no solo eran imágenes. Pudo ver y oler a su madre que le calmaba unas fiebres con paños fríos en su frente. Pudo notar la humedad de los paños, pudo sentir la suavidad de la mano de su madre en su frente, pudo oír su voz una vez más preguntándole: “¿te encuentras mejor?”. Pudo abrazar a su madre joven cuando él tenía apenas siete años. Pudo ver también a su hijo enfermo tumbado en la cama y a su esposa agarrándole una mano. Pudo abrazar a ambos y sentir cómo ambos lo abrazaban a él. Pudo hacer el amor con su esposa una vez más y susurrarle quedamente que nunca tendrá la oportunidad de decirle todas las veces que lo hubiera sentido todo lo que la amaba.

Cuando diez días después de muerto encontraron el cadáver del viejo acostado en su lecho todos los que lo vieron reconocieron que en su rostro había quedado grabada una leve sonrisa. Cuando levantaron el cuerpo para depositarlo en una camilla de la mano del viejo cayó un lapicillo y un papel enrollado con unas letras escritas. Cuando alguien cogió el papel entre sus dedos pudo leer: “'El tiempo no existe'. Cuatro palabras, siete sílabas, dieciséis letras, ocho vocales y ocho consonantes. Vocal más repetida la “e”, cuatro veces. Victoria absoluta sobre la “a”, cero veces. Consonante más repetida la “t”, dos veces”.


1Gustavo Bueno: El mito de la cultura.

sábado, 30 de marzo de 2019

Los derrotados. Cuento triste:



Érase una vez que se era...

Una habitación muy calentita en que se podía escuchar la siguiente conversación:
  • Mira, Luisito. Mañana vamos a ir a la ciudad.
  • ¿Qué es la ciudad, mami?
  • La ciudad es un sitio muy grande donde hay muchas casas y mucha gente.
  • ¡Ah, mami! Como el pueblo de abajo.
  • No, Luisito. La ciudad es mucho más grande que el pueblo de abajo, con mucha más gente y con muchos coches que corren mucho.

Luisito imaginó que la ciudad debía ser como muchos pueblos de abajo juntos y con mucha más gente y desconocida.

  • ¿Para qué tenemos que ir a la ciudad, mami?
  • Vamos a comprar paños y ovillos de lana.
  • ¿No hay paños en el pueblo de abajo?
  • Como los que estoy buscando, no, Luisito. Vamos a hacerle un gabán a tu padre y tiene que ser de paño bueno. Tú quieres que papasito esté bien abrigadito allá en las rocas, ¿verdad Luisito?
  • Sí, mami. ¿Y hace mucho frío en la ciudad, mami?
  • ¡Qué cosas dices, Luisito! En la ciudad hace menos frío que aquí. Nosotros vivimos en la montaña y la ciudad está en el valle.
  • ¿En el valle, mami?
  • Sí, claro, Luisito, en el valle. Y el valle es más cálido que acá arriba.
  • Entonces, mami. ¿Para qué quieren paños tan calentitos en la ciudad?
  • Vamos, Luisito. No hagas preguntas tontas. Venga,... termina de tomarte el vaso de leche y vamos a dormir que mañana tendremos que madrugar.
  • Vale, mami. Pero... como tú vas a comprar paños y ovillos, y yo voy a estar solito... ¿nos podemos llevar con nosotros a Barrigoncito?
  • Vale, cariño. Puedes decirle a Barrigoncito que mañana se viene con nosotros.

Barrigoncito era el juguete favorito de Luisito: un botijo de goma azul decorado con puntos blancos y con una cabeza de dinosaurio en el lugar del pitorro. La boca de Barrigoncito no expulsaba fuego, no era un dragón, sino agua. A Luisito le gustaba beber el agua que brotaba del gaznate de Barrigoncito.
La madre vio que el niño no estaba muy tranquilo con eso de ir a la ciudad y por ello le dijo:
  • Luisito, no tengas miedo, aunque la ciudad sea grande y esté lejos. Tú tienes que agarrar a Barrigoncito con una mano y con la otra me agarras a mí. No me sueltes y, como siempre te digo -y este es nuestro secreto-, no te salgas del camino que te vaya trazando. Así no te equivocarás. Y si no te equivocas, nada puede salir mal.

Así fue cómo Luisito quedose tranquilo y durmiose junto a su amiguito de plástico.

A la mañana siguiente, la madre vio a Luisito que le decía al dinosaurio azul: “No te sueltes de mi mano y no te salgas del camino. Ya te lo he dicho otras veces. ¿Me comprendes Barrigoncito? Si haces lo que debes, no te equivocarás.” Después de soltarle el cuello que tenía agarrado con fuerzas, Barrigoncito respondió como desinflándose:
  • Psssssssííííííííííííí...

Primero subieron a la carreta del vecino de una huerta cercana que tenía una enorme barriga y que los llevó con un viejo burdégano hasta el pueblo de abajo. Allí tomaron un autobús azul y verde que los llevó después de mucho, pero mucho rato, hasta la ciudad. Cuando llegaron Luisito tenía cara de cansado. El viaje se le había hecho largo, largo. Y después de las compras aún le esperaba el trayecto de vuelta.

  • Estás muy callado -dijo la madre.
  • Está muy lejos la ciudad, mami. Y es muy grande. ¿Verdad Barrigoncito?
  • Psssssssííííííííííííí... -dijo el muñeco.
  • Ahora, Luisito. No te sueltes de mi mano. Aún falta mucho para llegar al almacén. ¿Vale?
  • Sí, mami. Que no te suelte de la mano y que no me salga del camino. Ya lo sé, mami. ¿Y tú te has enterado?
  • Psssssssííííííííííííí... -respondió Barrigoncito.

Después de recorrer calles y calles, chocar con las piernas de centenas de personas que vestían de formas extrañísimas, sobre todo las mujeres, con unas faldas, unos sombreros y unos zapatos rarísimos, incomodísimos, pensaba Luisito; después de no ver más que adoquines y adoquines en el suelo llegaron los tres, una madre resuelta y capaz, pero impotente por saberse ignorada en ese espacio ajeno, un niño asombrado y cansado, pero confiado ciegamente en el poder de su mami, y un botijo de plástico sin voluntad, anuente con cualquiera que le preguntase lo que quisiese; después de más de dos horas de caminata y caminata,... llegaron a una tienda a la que la madre había llamado El almacén.

Esta mujer se agachó para situarse a la altura de Luisito y le dijo muy seria:
  • Mira, Luisito. Voy a entrar un momento en el almacén para recoger el paño. Quiero que te estés quietecito aquí en la puerta. No te muevas, que yo no tardaré en regresar. ¿De acuerdo, cariño?
  • Pero, mami... ¿Te vas a ir muy lejos?
  • Ya te he dicho que no, Luisito. Voy a entrar en el almacén y en un ratito estoy de vuelta. ¿Vale?
  • Vale, mami. Pero... ¿vas a tardar mucho, mami?
  • Ya te he dicho que no, Luisito. En un ratito estoy de vuelta, pero tú y Barrigoncito no os movaís de aquí. ¿Vale?
  • Vale, mami. ¿Vale, Barrigoncito?
  • Psssssssííííííííííííí...

La madre entró en la tienda y Luisito se quedó con su muñeco en la puerta esperando a su mami. Pasaron unos minutos y Luisito se aburría. Hablaba con Barrigoncito, pero, claro, Barrigoncito no era un compañero muy divertido. En la acera de enfrente había una tienda que tenía en el escaparate unos objetos rarísimos: plumas, bolígrafos, lápices de colores, sacapuntas, postales,... Luisito no quería desobedecer a su mami cruzando la calle y saliéndose del camino, pero... quizá fuese el aburrimiento o la curiosidad o la insensatez o que Barrigoncito respondiese “Psssssssííííííííííííí...” cuando él le preguntase “¿Vamos?”... Luisito y su dinosaurio cruzaron la calle y se pusieron a contemplar el escaparate. ¿Qué de cosas raras y qué bonitas? ¿Para qué servirían todos esos objetos? ¿Qué suerte tenían los niños de la ciudad?
Luisito no sabía cuánto tiempo estuvo contemplando el escaparate de enfrente, pero entonces recordó que su mami le había hecho prometer que no se saldría del camino, así que volvió rápido a la puerta del almacén, pero la puerta del almacén había desaparecido, ya no estaba allí. Luisito había recorrido el escaparate de la papelería de enfrente y este escaparate estaba en una esquina. La acera que ahora tenía enfrente Luisito no era la acera de antes, era otra y estaba más lejos, y por la calle pasaba mucha más gente. Luisito le preguntó a Barrigoncito:
  • ¿Cruzamos?
Barrigoncito respondió:
  • Psssssssííííííííííííí...

Y ambos cruzaron la calle. El almacén había desaparecido. La ciudad parecía otra ahora que se sentía solo. ¿Y su madre? ¿Cuánto tiempo se había llevado mirando el escaparate?
Pasados unos minutos la madre de Luisito salió del almacén y al no ver a su hijo en la puerta, alzó la mirada con inteligencia y para la suerte de su hijo. Rápidamente divisó al pequeño llorando en la acera de la otra calle junto a su bucarito de plástico azul. La madre no llegó a ver la cara de alegría de Luisito cuando su madre se dirigía hacia él diciéndole:
  • ¿No te tengo dicho que me hagas caso y que no te salgas del camino? Venga, deja de llorar y vamos que aún tenemos que volver a casa.

Luisito dirigió una mirada de cariño a su madre y otra de reprobación a su muñeco: ¿No te tengo dicho que hagas siempre lo que debes? Así no te equivocarás. Vamos Barrigoncito, que todavía nos queda mucho camino de vuelta.

jueves, 28 de febrero de 2019

El pacto:


Tal vez cuando ella dejara el coche en la carretera aún tuviera que andar durante más de quince minutos por senderos casi borrados debido a la imparable expansión de la yerba que, en esta época del año, marzo, invadía de vida a toda la zona húmeda del valle. No obstante ella conocía tan bien los senderos que podría haberlos recorrido a ciegas a pesar de los más de veinte años que debía hacer que no visitaba la región. Tal vez, así me gusta imaginarlo, llegara a la última curva de la vereda, una curva a la izquierda que después de otros quince minutos más la devolvería de nuevo a la carretera unos kilómetros más arriba. En esa curva cerrada, oculta por la maleza y el tiempo, se escondía una fuente de agua fría y clara, un manantial que solo visitaban algunos animales del bosque cuando querían refrescar sus gargantas, como entonces tal vez le ocurriese a Inés. Pero Inés no habría acudido veinte años después a la fuente para calmar su sed, que agua fresca puede encontrarse en más lugares maravillosos para suerte del caminante. A unos metros detrás de la fuente comenzaba un muro de piedras que perimetraba una finca. Detrás del muro una casa semiderruída, abandonada: la casa que fue de sus abuelos maternos. Por ello conocía Inés tan bien el lugar, porque en aquellos parajes había pasado muchos veranos con sus padres, abuelos y hermanos. Allí había corrido, saltado, gritado, jugado, allí había conocido también el amor por las plantas, los árboles, los animales, las rocas,... amor que lentamente fue configurando su vida. Aunque ahora la casa habría sido invadida por las yerbas, ella aún podría distinguir perfectamente las distintas dependencias que la formaban: la amplia cocina con una chimenea gigantesca, con capacidad para asar un cordero entero, el salón, las habitaciones, las cuadras,...
¿Qué te había empujado a volver a esta finca familiar abandonada, Inés? Verdaderamente nadie puede responder a esta pregunta y ya nadie lo podrá hacer nunca. Nunca y siempre confluyen en lo eterno. Como en ti ahora, Inés, confluyen el ayer que se aleja y el mañana que no llega, ambos ya imposibles. Tal vez ella se engañara pensando en la absurda idea de que había vuelto para ver si aún se conservaba en el desván la vieja mariposa de cristal irisado de su abuelo que tanto podría gustarle a su amiga Amalia quien estaba intentando abrirse paso en el mundo de la moda y había puesto una boutique en el centro de Sevilla. Esta mariposa de colores brillantes no sería solo un detalle estético para la tienda, sino que sería su símbolo y emblema, lo que marcaría su diferencia: calidad, paciencia, artesanía manufacturada, mezcla de novedad y tradición, propuesta de metamorfosis recomendadas. Pero realmente ella debía saber que la razón de su vuelta al origen era otra. Días antes, sabemos todos los que la queríamos, había descubierto que su marido Antón la engañaba con una de sus colegas de trabajo. No obstante ella no parecía disgustada por ello. Nunca culpó a nadie de lo que le ocurría a ella. Además siempre había defendido que los pactos están para incumplirlos, si no... por qué habrían de firmarse. Realmente llevaban ya varios meses separados: dormían en habitaciones distintas y había días en que sólo se cruzaban en el pasillo o en la cocina, para comunicarse, como ella decía, con un leve “Hola. ¿Sigues aquí?”. Durante esos días andaba aturdida y sorprendida porque había descubierto que su marido Antón no se había enamorado repentinamente de una joven guapa, risueña, pero de mirada triste, sino que llevaba más de veinte años ocultándole sus verdaderos sentimientos hacia la mujer a la que amaba, y ella, Inés, siempre tan observadora, tan astuta y, a veces, tan grácilmente retorcida, no se había percatado de nada, ni siquiera había imaginado una ligera sospecha. Por mucho que Antón y ella ya no se quisieran, veinte años de convivencia son muchos años, y tiempo atrás ella sí que estuvo enamorada de Antón, o, al menos, así lo creía. ¿Acaso esto carecía de importancia? Inés tal vez sentiría que necesitaba meditar y, por ello, algo o alguien la habría impulsado a esta vieja y abandonada finca de sus abuelos.
Aún faltarían algunas horas para que el sol se pusiese y se hiciese de noche. Tiempo más que suficiente para meditar y recoger la mariposa de cristal irisado. Probablemente sacara de su bolso una llave grande, y entrara en la casa, como si entrara en el recinto oculto de un templo abandonado, pero no olvidado, necesario. Quizá subiera con dificultad al desván donde sabría que no se encontraba el anhelado lepidóptero brillante porque ella, como todos, sabía que siempre estuvo en su maletín de nogal negro, encima de la gran chimenea del salón, pero donde sabría que encontraría cientos de otros cachivaches viejos. Tal vez dentro del cajón de una cómoda más vieja que ajada apareciera una caja de latón. Allí debía estar lo que verdaderamente buscara y la habría llevado hasta allí: una sepia fotografía de su primo Isidro de quien de joven, adolescentes ambos, entre aquellos cerros rebosantes de vidas, quizás estuviese enamorada. Tal vez recordara que con los años se fueron distanciando sus encuentros y que finalmente se acabaron separando sin despedirse. Tal vez se justificase pensando que después ya estaba Antón, el pacto matrimonial, los niños,... Quizá rehusase recordar que Isidro la había buscado en la ciudad, pero que -¡claro!- ella era una señora casada, con familia, en fín, imposible dejarse llevar por la resbaladiza ladera de los sentimientos cubiertos con el delicado velo de los deberes contraídos. Tal vez supusiese, como años atrás, que sería mejor olvidarlos, borrarlos, ignorarlos. Pero ahora, la traición de su marido, aunque ya no lo amase, habría despertado en ella sus amores dormidos y entre ellos el amor por su primo. Esto habría vuelto definitivamente su vida pasada una aventura inútil. Probablemente Inés no sintiera la traición por el romance de su marido, sino tal vez por lo duradero del mismo, porque mientras él la engañaba durante tantos años, ella había permanecido siéndole fiel a pesar de sus sentimientos silenciados hacia su primo. Esto debió parecerle absolutamente inaceptable. Tal vez se sentiría vacía o tonta o ridícula. Seguramente Inés no habría querido vengarse de su marido, habría querido vengarse de ella misma, por su torpeza, por su tozudez, por su ceguera. ¿Por qué había tenido que ser ella siempre tan exigente consigo misma? Él, Antón, pensaría ella, la había traicionado, pero no a sí mismo; ella, en cambio, pensaría, se había traicionado a sí misma, había faltado al pacto principal que uno sella con su vida en el instante mismo de su nacimiento y esto era lo que, tal vez, no podría perdonarle a él, aunque sabría en conciencia que la única culpable verdaderamente era ella. Era ella misma la que debería pagar por su traición, por su deslealtad consigo misma.
Quizá, después, bajara al salón a recoger la mariposa, la metiera en una bolsa de tela vieja y manchada, y comenzara el camino de vuelta al coche. Quince minutos de ida se habrían convertido en una hora de vuelta. Siempre fue una soñadora. Cuando llegara a la carretera, estaría agotada no solo físicamente; durante esa hora de camino no habría dejado de darle vueltas a su culpabilidad, a su traición a sí misma. La imagino colocando con sumo cuidado y cautela el estuche en el asiento trasero del coche y sentándose firme al volante. Tal vez cuando arrancara y comenzara a conducir, mirara por el espejo retrovisor y viese su vida pasada frente a la por venir o tal vez un rayo del último sol de la tarde incidiese sobre la irisada superficie de cristal del lepidóptero. Ello debió hacer que se despistara y que no viera un piedra enorme en mitad de la carretera, una curva a la izquierda y el árbol en el que acabó hundiéndose terminando en él sus días y sus pensamientos. Tal vez solo una muerte inútil y absurda podría corresponder a una traición igualmente absurda e inútil y tal vez Inés no mereciera este relato que le escribo.
Firmado: Isidro.