La tolerancia es un ídolo de dos cabezas: la de la igualdad y la de libertad.
Para que todos permanezcamos distintos, singulares y únicos reconozcamos que todos somos iguales. La mirada a la que alcanza esta cabeza, llamada igualdad, no ha de tener límites: cualquier discriminación desigualitaria es condenable.
(Si los actuales estados democráticos no quieren matar o dejar morir a este bello monstruo de dos cabezas debe atender a este inmenso mar en toda su extensión.)
En cambio, la otra cabeza, la de la libertad, debe tener la mirada corta. ¿Cuáles son los límites de esta mirada?, esta es la pregunta que lleva respondiendo la filosofía política, al menos, desde el siglo XVIII.
(Si los actuales estados democráticos no quieren matar o dejar morir a este bello monstruo de dos cabezas debe atender a este triple límite que ha de limitar la abusiva (abrasiva) mirada del deseo de libertad:
- Ningún estado debe renunciar a su independencia en nombre del miedo o del deseo de protección.
- Ningún estado debe permitir que, dentro de ellos mismos, surjan intereses por parte de otros estados, representados ya por individuos, ya por asociaciones, ya por instituciones.
- Ningún estado debe permitir la desigualdad discriminatoria (negativa o positiva) de ninguno de sus miembros: la intolerancia es lo único intolerable.)