Cuando llegaba la primavera, las aguas que circundaban el muelle de Ostia no eran tan cálidas como el sol exterior pudiera indicar, pero el buzo se enfundaba en su traje y, lentamente, descendía las escaleras de madera del bote y caía, más lentamente aún, hasta alcanzar el fondo. Quince años hundiéndose lentamente en el fango todas las mañanas soleadas de primavera y de verano habían contribuido a despertar primero y a perpetuar después unas constantes tardes de febrículas que invitaban al sueño y a la ensoñación. El buzo nunca había salido de su barrio, pero sus manos habían tocado húmedos tesoros de Cartago, de Etiopía, de la India o de la misma Roma, y sus ojos, enceguecidos por la escasa luz, habíanse posado sobre ánforas, perlas, aparatos metálicos de ignoto uso, cerámicas decoradas que después vendería en el mismo muelle de Ostia. Cierto que en alguna ocasión se las tuvo que ver con alguna inquieta morena o con algún rápido escualo zigzagueante, pruebas de ello conservaba en su piel, pero más cierto es que siempre encontraba, por la mañana, el acicate necesario que le impulsara a saltar al bote en busca de tesoros naufragados. ¿Para qué salir del barrio del muelle de Ostia, si todos los objetos exóticos imaginables permanecían aguardándolo a unos metros de profundidad? Su mirada animal difícilmente dejaba entrever una astucia no aprendida y útil para sortear las adversidades: escualos, pulpos, rocas puntiagudas o enormes veleros de duros cascos. Cierto también que a veces deseaba respirar una amplia y abierta bocanada de aire dulce u oír, aún lejano, los gritos de las gaviotas en lugar de ese silencio ensimismado, ensordecedor, de ese aire sucio y corto que le proporcionaban sus cañas largas, de ese olor penetrante a orines viejos y a pescados podridos.
viernes, 1 de abril de 2011
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