La otra Tercera historia.
Hoy vendrá.
Lo sé.
No recuerdo
desde cuándo tengo el don de atravesar con la mirada, pero sí la
primera vez que de forma consciente lo había conseguido provocar.
Tenía ocho años y estaba en el jardín de la casa de mis abuelos
paternos, un jardín como este de ahora, junto a una higuera vieja.
Sola,
alejada de los gritos de la familia que comenzaba a preparar la
merienda, con tanta delicadeza como cuando cogía en brazos a mi
nueva hermanita Inés, y sin que nadie me viera, cogí un higo entre
mis manos, lo limpié un poco con los dedos, o tal vez lo frotase. Y
de pronto, a través del higo comencé a ver a mi madre en la noche
anterior. Estaba en el sillón del salón de la casa dándole de
mamar a mi hermanita. Mi padre las miraba paciente. ¡De eso hace ya
tantos años! ¿cincuenta?
Años
después había empezado a comprender que no era yo la que tenía el
poder de atravesar con la mirada, de ver más allá de las cosas, de
recordar minuciosamente. Era al revés: las cosas evocaban en mí los
recuerdos, algunos incluso nunca vividos, como cuando vi a mi
hermanita en su primer día de colegio, sentada sola en una silla,
esperando a que llegara la maestra, ¿o no era Inés? ¿Quién sería?
Algunos objetos me provocaban visiones, recuerdos la mayoría de las
veces, fantasías también, pero fantasías recordadas, sentidas como
si las hubiera vivido.
Con los años
también había desarrollado otro don: el de predecir por unos
segundos lo que iba a ocurrir, a veces incluso por algunos minutos,
antes de que realmente ocurriera. Como ahora, sentada en un banco del
jardín de este balneario. Sonreía porque sabía que en unos
instantes llegaría él, el más elegante de todos los hombres. Nunca
vi a ningún otro al que le quedase tan bien la pajarita. Ahora
estaría saliendo de su habitación o tal vez bajando ya las
escaleras y pronto saldría desde detrás de la arquería que da al
jardín. Me buscará con la mirada y vendrá a sentarse junto a mí.
Sonriendo, sin decir nada. Así era Mario.
Ya lo veo
tras las columnas de los arcos, ya lo veo cruzar hacia el jardín, ya
lo veo buscarme. Ahí llega.
- ¡Hola,
Mario!
- ...
- ¿Qué
tal te encuentras hoy?
- …
- ¿Mejor?
Ayer parecías más apagado de lo normal.
- ...
- Sí,
hoy te veo mejor... y como siempre... tan elegante...
Mario
llevaba un fino pañuelo de seda blanca en el bolsillo de su
chaqueta. De pronto de este pañuelo empezaron a brotar imágenes.
Con Mario no había ningún problema, porque él me conocía desde
hacía años y sabía de mis poderes. Al principio no les hacía
mucho caso y decía que eran ensoñaciones mías, o algo parecido,
pero poco a poco fue comprendiendo que no le mentía, que las cosas
se dejaban transparentar por mi mirada. El pañuelo me llevó al día
en que Inés conoció a Mario. Inés había ido a una tienda del
centro a comprar telas para confeccionar unas servilletas y al salir
de la tienda estaba él, de pie, muy derecho, como siempre, muy
elegante, sonriente, como siempre, y atento. Estaba mirándola y
según supe más tarde, había quedado prendado de su belleza, de sus
cabellos, de sus ojos, o, como él decía, de su mirada.
Esa misma
noche, en la oscuridad de nuestra habitación, Inés me habló de él.
Me dijo:
- Hoy he
conocido a un joven. Me miraba de una forma extraña y ha preguntado
cómo me llamaba.
- ¿Y tú
qué le has dicho?
- Inés.
Que me llamaba Inés.
- ¿Y qué
más?
- Nada
más. Me vine para casa y ya está.
- ¿Y ya
está?
- Bueno.
Me siguió hasta la esquina y ahí se quedó. Antes de cenar aún
seguía ahí, pero ya no está.
- ¡Estás
loca! ¿Cómo te dejaste seguir? ¿Por qué no me has dicho nada
hasta ahora? ¿Y si es peligroso?
- No
parecía peligroso. Sonreía.
Mientras le
hablaba a Mario recordándole sus recuerdos y los míos, mientras
veía lo que había sucedido treinta años atrás Mario callaba y
sonreía como debía sonreír aquella tarde y todas las tardes de su
vida.
A veces
recordar es como beberse un licor muy lentamente destilado.
Mario bajó
la mirada y observó el clavel que llevaba en el ojal. Yo también
miré su clavel blanco y nuestras miradas se encontraron, conectaron,
a través de los pétalos. Entonces no le conté lo que recordé,
pero sé que él sabía lo que yo estaba viendo y también sabía por
qué no se lo contaba.
Era el día
en que Mario llegó a casa con un hermoso ramo de flores. Inés
estaba muy nerviosa, porque intuía que Mario tramaba algo. Así fue.
Mario vino a pedir la mano de Inés. Inés lloró antes de dar su
beneplácito. Mi madre lloró durante aquella merienda. Yo lloré
aquella tarde y muchas tardes más. Por Inés y por Mario. Por la
felicidad de ambos. Cuanto más lloraba por ellos más desarrollaba
el poder evocador. Ya no podía controlarlo. Todo provocaba en mí
imágenes, recuerdos y recuerdos que se enlazaban con otros recuerdos
más antiguos o con imágenes de recuerdos que aún no habían
ocurrido. La felicidad de ellos era el motor que provocaba mis
evocaciones.
Ahora todo
ha cambiado.
Ya puedo de
nuevo regular el orden y el caudal de imágenes.
Aquella otra
tarde de hace más de veinte años Mario no sonreía. Me llegan las
imágenes ahora desde el brillo de sus zapatos. Siempre tan limpios.
Yo estaba muy nerviosa en la cocina de casa. Mi madre había salido
cuando llegó Inés, siempre tan alegre, con un sombrero nuevo y con
un vestido azul. Me preguntó que cómo me encontraba y le dije que
bien, que contenta de estar en casa con ella. Me preguntó por mamá.
Después de un largo silencio me anunció:
- Estoy
embarazada.
- ¿Cómo?
¿De verdad?
Fue una
enorme sorpresa. Ya empezamos a hablar de si sería niño o niña, de
sus ropitas, de su cunita, de su habitacioncita...
Después
tengo un vacío.
A veces
recordar es como meter una mano en el fuego o como abrasarse por
dentro.
Recuerdo que
más tarde, cuando llegó Mario, Inés estaba sentada en el sillón
con la cabeza caída sobre el pecho, parecía tranquila, como
dormida. Nunca supe qué había pasado, pero el entierro del día
siguiente que parece que nunca tuvo lugar, que fue un hecho irreal,
inventado.
Yo me quedé
muy triste después de la muerte de Inés. Tristeza que me duró
meses. Gracias a Mario pude superarla. Desde entonces él nunca me ha
abandonado. Aparece en todos mis recuerdos posteriores, sonriendo,
elegante, alto, recto, amable. Cuando fuimos a comprar el coche,
cuando visitábamos nuestro terrenito en las afueras, donde
construiríamos nuestra casa, cuando salíamos al teatro con los
amigos a quienes tanto queríamos y que tanto nos apreciaban,...
cuando nos venimos a vivir al balneario,... nunca me ha abandonado su
sonrisa, su mirada y ahora está aquí conmigo, sentado frente a mí,
tan silencioso. Sabe que estoy triste, porque sabe que el brillo de
sus zapatos siempre me evoca imágenes amargas. Por eso antes de que
empiece a llorar alarga su mano hacia mi cara. Va a decirme “no
llores, ángel”, pero nunca llega a decir nada y nunca llega a
tocarme la cara. Su mano leve la atraviesa y acaricia el poste de
madera que sujeta el banco en que estoy sentada. Después Mario se da
media vuelta y se marcha. Todas las noches, en lo oculto de mi
habitación, el mismo desasosiego: ¿vendrá Mario mañana a estar
conmigo, a hablarme y a tocarme la cara?