La
otra historia de la calle Sierpes.
A
Pepelu.
Esta espléndida mujer
que charla y gesticula en la calle Sierpes es Doña Ernestina Queipo
de Llano Martí. Tiene la elegancia que dan el poder, el dinero y sus
33 años. Acaba de salir de la sombrerería Maquedano y se está
despidiendo de sus amigas doña Amalia y doña Josefina. Las tres
hablan, sonríen y agitan sus brazos como si algo les impidiera
percartarse del ambiente de angustia que asola la ciudad en estos
días de julio de 1940.
Doña Ernestina luce un
vaporoso vestido azul y, aunque es temprano y el sol no está aún en
todo lo alto, su cabeza va elegantemente equipada con una pamela del
mismo color, con tres flores rosas y una redecilla de hilo fino. Sus
amigas parten hacia arriba, en dirección a la Plaza de San
Francisco, mientras que ella marcha en sentido contrario hasta que
decide sentarse en uno de los veladores de la plaza de la Campana. El
atento camarero sabe lo que ella tiene decidido tomar: un corto de
café con una nubecilla de leche. Un periódico extranjero ha sido
olvidado en la pequeña mesa redonda. Ella apenas le dirige una leve
mirada, pero le es suficiente para poder leer las grandes letras
negras que dicen: “La Lozère, un vrai désastre!”.
El camarero deposita
cuidadosamente la taza de café sobre la mesa y pregunta: “¿Algo
más, doña Ernestina?”. “No, gracias, Mariano. Es suficiente.”
El camarero gira sobre sí mismo y se adentra en la cafetería por la
puerta que da a la misma plaza de la Campana. En ese instante una
señora de unos cincuenta años aparece en la plaza. Viene de la
misma calle Sierpes y se detiene de pie junto al velador, frente a la
propia doña Ernestina. El contraste no puede ser mayor. Va vestida
toda de negro: falda larga y blusa. Lleva, recogiéndole el pelo, un
pañuelo también negro en la cabeza. Sus ojos son grises y sus manos
arrugadas. Mira fijamente a doña Ernestina. Parece reconocerla.
Parece también que está deseando hablar. No se decide. Se gira,
camina dos pasos hacia la calle Velázquez, se para, se vuelve a
girar y finalmente comienza a hablar desde algo más de dos metros de
distancia.
“Yo la conozco, doña
Ernestina. Por favor. Usted puede ayudarme. Por favor. No es por mí.
Es por mi hijo, por favor. ¡Es tan joven! Él no ha hecho nada. Se
tuvo que marchar, pero fue por error. Él quiere volver y usted tal
vez pudiera hacer que lo haga. Por favor, doña Ernestina. Aún no
tiene usted hijos, pero pronto los tendrá y sabrá lo que duele un
hijo.
(Silencio)
Estoy preparada para
visitar la tumba de mi hijo. Estoy preparada para yacer junto a él.
Pero no sé cómo vivir con este silencio, con esta ausencia. No he
vuelto a saber de él. Hace un año. Hágase cargo, por favor.
(Silencio)
¿Podría ahora
reconocerlo, su rostro, su voz? ¿Cómo le habrá cambiado la guerra?
¿La soledad? ¿El hambre?
(Silencio)
En su última carta me
decía que echaba de menos los paseos por el río, y los labios y los
susurros de Azucena, su prometida.
(Silencio)
Hace dos semana tuve un
sueño. Soñé que esperaba a mi hijo, que él tardaba, que no venía.
Y entonces me lo traían en una camilla unos milicianos. Llevaba las
manos delicadamente colocadas sobre su barriga. Lo depositaban en el
suelo y de pronto el suelo era el de mi cocina y él incorporaba su
cabeza, sonreía y decía: “Ya llegué, madre”.
Tal vez no fuera un sueño
y fuera una broma.
(Silencio)
De pequeño decía que
quería ser radiotelegrafista. El maestro indicaba en sus notas que
era muy aplicado. Años más tarde intentaba entrar en la Escuela
Superior de Ingenieros, pero la guerra lo truncó todo. Por favor,
doña Ernestina, haga que todo vuelva a ser como antes. Usted podría
hablar con su padre o, tal vez, con su suegro. Era tan feliz. Le iba
todo tan bien. De niño, las noches le daban miedo. ¿Tendrá miedo
ahora a las noches? Entonces me llamaba y me agarraba de la mano. Eso
parecía tranquilizarlo. ¿Y ahora? Entonces se dormía con sus
manitas entre las mías.
(Silencio)
A veces también sueño
que alarga sus manos hacia mí y me dice que tiene hambre. En mis
sueños suelo verlo pequeñito, hambriento, humillado.
Envidio a esas madres que
han visto volver a sus hijos ofendidos o mutilados. O a aquellas que
saben de ellos, aunque estén lejos o escondidos.
No odio. Por eso puedo
perdonar. Tal vez usted también pudiera...
Envidio incluso a las
madres que enterraron a sus hijos. Yo le llevaría flores a su tumba
y me sentaría a su lado y le hablaría.
(Silencio)
Con sus hermanos era
diferente, pero con este mi segundo hijo... de niño era tan
obediente, tan dócil, me agarraba de la falda y se pegaba a mis
piernas. Me necesitaba tanto.
Es un idealista que no
entiende nada de la vida real. La culpa fue mía. Una tarde lluviosa
me dijo: “Nada de lo que me has enseñado existe”. “Nada es
real”. “¿Qué será de mí?” Pasamos toda la tarde sentados en
silencio frente a la ventana de la cocina.
(Silencio)
Estaba enamorado de la
Antigua Grecia y un día, cuando era un muchachito, vino a mi lado y
me dijo que quería ser filósofo. Su padre le respondió: “Hoy
día, en nuestro país, ser filósofo es difícil. Si dices la verdad
acabarás en el manicomio... o en la cárcel”. Más tarde se
enamoró de Italia. Después, años después, me dijo: “No me
preguntes nada mamá, pero me he apuntado con los milicianos”. Hace
más de un año que no sé nada de él. Marchó a Francia. Tal vez
usted pueda hablar con el padre de usted y dejarlo volver. Es bueno.
No ha matado a nadie. No hubiera podido. Es demasiado débil y bueno.
O con su suegro, tal vez. Usted también tendrá hijos. Por favor.
Dígame que sí. Que lo intentará al menos. Dígamelo.
(Silencio)
No puede durar tanto un
exilio.
No puedo seguir viviendo
sin saber de él.
No necesito vivir sin él.
(Silencio)
“Tú me has educado,
madre. No me digas ahora que nada de lo que me enseñaste era
verdad”. “Me educaste bien, sólo que no calculaste con acierto
el número y el poder de los fanáticos. Ellos no podrán evitar que
exista todo lo sublime que me enseñaste.”
¿Qué le podía decir yo
entonces? ¿Que la patria no lo merecía? ¿Qué la mejor de las
ideas no vale la sangre que se pierde? ¿Es digno que una patria
condene a muerte a sus mejores hijos?
No sé qué me pasó
entonces, pero no pude dejar de llorar. Hasta hoy no he podido dejar
de llorar. Por favor, doña Ernestina. Usted puede ayudarme.
(Silencio)
Las vecinas murmuran. Ya
ni se molestan en cerrar las ventanas para que yo no pueda oírlas.
Yo les pregunto: ¿por qué vosotras sí tenéis a vuestros hijos a
vuestro lado? ¿Por qué yo no sé nada del mío?
Sólo me interesan sus
cosas, sus cartas, sus libros. Me encierro en su habitación y allí
paso las horas. No puedo más. Estoy desgarrada. Mi hijo es mío y no
vuestro. Hace un año que me muero. No estoy enferma, pero me muero.
Si no me he quemado en la calle, si mi marido no ha salido aún a
matar o a martarse, es porque ya estamos muertos. Solo que nadie se
ha dado cuenta, ni nosotros mismos.
(Silencio)
Cuando nació era muy
pequeñito. Menos de dos kilos y medio. Parecía una niñita y me
daba miedo cogerlo en brazos. “Vida mía”, le decía
estrechándolo en mi pecho. Después creció muy bien, delicado, pero
bien. A los cinco años me dijo: “Mamá, una ola me dejó en la
orilla”. Nunca entendí lo que le pasaba, lo que quería. ¡Pero es
tan cariñoso! Una ventosa noche, agarrándome la mano, me preguntó:
“¿quién llora ahí fuera?”. “Tengo miedo, mamá”, dijo.
(Silencio)
Volvió de su primera
campaña muy cambiado. Sus ojos no eran los mismos. Ni su voz.
Parecía más recio y firme. Distante. Sus hermanos también lo
notaron. Cogió a su sobrino en brazos y se quedó quieto. Frío. Le
sudaba el rostro. Tenía tanto miedo.
(Silencio)
Anoche volví a soñar
con él. Había una enorme extensión de arena. Era de noche. A veces
fogonazos blancos se extendían por el campo. Lo veo intentando
esconderse, huyendo. Explosiones. Yo corro tras él. Intento
alcanzarlo. Se me escapa. Estoy a punto de agarrarlo por la espalda,
pero caigo y él se marcha: no se ha dado cuenta de que era yo quien
le seguía. ¿Cómo ha podido no sentir mi presencia? ¿Habrá
olvidado mi voz? ¿Por qué seré tan débil? Sus pasos son tan
largos.
Hace tres meses una mujer
me dijo: “Si no lo hubieses educado así, todavía seguiría
contigo”. No puedo quitarme estas palabras de la cabeza. Yo soy la
única culpable, señora. Por favor. Pero no puedo seguir sin saber
de él. Por favor, permítanle volver.
(Silencio)
(Se tira al suelo)
(Llora)
Ahora rezo, dice. Rezo
todos los días. Acudo a la iglesia y rezo. Tal vez Dios y usted
pueden ayudarme. Sus padres, don Gonzalo y doña Genoveva son buenos
cristianos. Ayúdenme por favor.
Busco amparo. ¿No quiere
usted escucharme? ¿Por qué, señora, no me atiende? ¿Acaso ya
estoy muerta y aún no me he enterado de ello? Por favor, doña
Ernestina. Es usted una buena señora y cristiana. Apiádese de mí,
por humanidad.
Él es bueno. Marchó a
Francia. En su última carta me decía que estaba en La Lozère, con
los guerrilleros. Liberando a Francia. ¿Quién lucharía para
liberar a una patria que no es la suya? Es tan generoso. Si usted lo
viese y le mirase a los ojos no dudaría de su bondad. Él no está
hecho para la guerra. Cuando se fue me dijo que volvería. Por eso
aún lo espero. Porque sé que está vivo y que volverá.
(Doña Ernestina ha
estado escuchando todo el discurso de la señora de negro sin
moverse. Mirándo al frente con la taza de café entre sus dedos.
Ahora mueve su mano para tapar el titular del periódico: “La
Lozère: un vrai désastre! Des centaines de soldats espagnols sont
morts. Un champ du sang”).
(Silencio hecho de
otro silencio. Finalmente la señora de negro vuelve a hablar.)
Sólo fue mío mientras
era pequeño. Después me lo robasteis. Ahora sólo me habéis dejado
el miedo al paso del tiempo, el miedo a olvidar sus ojos, su voz. No
tenéis derecho a arrebatarme mis recuerdos.
(Aprovechando el
silencio más largo, doña Ernestina deja unas monedas sobre la
pequeña mesa redonda. Se levanta, recoge el periódico y los
paquetes, y en silencio marcha en dirección a la calle Alfonso XII.
Cuando pasa junto a la señora de negro no dice nada, no hace ningún
gesto.)
José Manuel Martínez Arias.