Otra Navidad con ángel.
“Perdonadle,
porque no sabe lo que hizo”.
José
Saramago, El Evangelio según Jesucristo.
Sevilla,
año 2067. Tres años después del apocalipsis. Un hombre de mediana
edad camina por las desoladas calles de una ciudad fantasma...
La
eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo
después de mirar al vacío durante miríadas de horas. Tal vez por
ello es por lo que, lenvantándose, proclama: “Hágase la luz en
aquel rincón de la galaxia”. Y la luz se hace. A mí siempre
me falta tiempo para impedir semejante atrocidad. Ya conozco las
demencias del viejo, sus vicios, sus inconsciencias. Y con la luz y
en la luz, que precisamente yo tengo el deber de llevar a los
hombres, se hacen también los valles y las montañas, y las aguas de
los mares y las de los ríos, y las plantas y los animales, y el
hombre y después la mujer para que le sirviera a éste de fiel
compañera. Dios, con un soplo, les dice a ellos: “Henchid y
dominad la tierra”. Entonces, a espaldas del viejo, decido
hacerme con el control de esta región de la galaxia. Decido
construir, para gozo del hombre y de la mujer, un jardín, un vergel,
un edén y ellos retozan inconscientes, hasta que el viejo dirige su
mirada hacia ellos y decide que son demasiado felices, que son casi
como él de felices, que eso no es tolerable y los condena a la
ignorancia eterna, al olvido de sí, colocando en el centro del
paraíso un árbol frondoso y advirtiéndoles “comed cuanto
queráis de este árbol de vida”. Y el hombre y la mujer fueron
desdichadamente idiotizados para solaz del viejo. Sus carcajadas
retumban en los cielos y la mujer dice al hombre: “son truenos”
y el hombre dice a la mujer: “eso debe ser. Ven conmigo mujer,
que no tengas frío”. Con mis brazos siembro un árbol nuevo en
el vergel, el árbol del conocimiento del bien y del mal, me
transfiguro en serpiente, llamo a la mujer y le digo: “Come del
fruto de este árbol y serás feliz como Dios”. La mujer come y
da de comer al hombre. El viejo, que ve alterados sus planes,
surgiendo entre las nubes, grita: “Fuera del paraíso. Me habéis
desobedecido. Avergonzaos de vuestro cuerpo, trabajad, sudad”.
Fui yo quien les dio, primero a ella y después a él, unas hojas de
parra para cubrir sus rubores. Desgraciados, qué pena me dan.
Mirando desde su trono, el viejo no oculta una sonrisa.
La
eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo
después de mirar durante siglos aquella lejana región de la
galaxia. Tal vez por ello, por aburrimiento, es por lo que decide
destruir la vida que ha creado, animales y hombres principalmente.
Levantándose proclama: que llueva y llueva hasta que toda la tierra
sea cubierta por las aguas. A mí nunca me falta tiempo de acudir al
hombre y decirle: “Construye un arca con tus hijos, reúnete
después con ellos y con tu mujer, escoged una pareja de todas las
especies que conozcáis y esperad a que pase la tormenta. El viejo,
como el vicio, es inconstante. Creed en mí”. Trescientos días
y trescientas noches de diluvio terrenal, trescientos días y
trescientas noches hasta que el arca finalmente se posa en la cima de
una montaña, trescientos días y trescientas noches hasta que los
animales comienzan a repoblar la tierra y con ellos el hombre y la
mujer, que -confiados- cruzan sus miradas y quédamente hablan de mí
y conmigo: las primeras y leves oraciones. El viejo ve alterados sus
planes y, surgiendo entre las nubes, grita: “Que la tierra sea
un infierno para el hombre y para la mujer. Que entre los animales y
plantas que se han salvado, algunos se conviertan en sus depredadores
y otras en venenos jugosos y mortales para sus cuerpos”. Fui yo
quien les dio al hombre y a la mujer, unas hojas para sanar sus
enfermedades y un paño para enjugar sus lágrimas. Desgraciados, qué
pena me dan. Mirando desde su trono, el viejo no oculta una sonrisa.
La
eternidad es aburrida. O al menos eso es lo que debe pensar el viejo
después de mirar durante siglos aquella lejana, pero maravillosa,
región de la galaxia. Tal vez por ello es por lo que decide destruir
la paz y la concordia entre los hombres todos y las mujeres todas,
incitándolos a construir una torre elevadísima, que llegara a los
cielos, empeño imposible, además de inútil, pero empeño que
acabaría desgastando la voluntad de los hombres y de las mujeres,
desgaste perverso que divertiría al viejo. Fui yo quien infundo a
los hombres todos el deseo de elevar sus plegarias hacia mí, hacia
los cielos, y con ellas crece la torre. Pero el viejo, observando el
irrefrenable crecer de la torre y temiendo el asalto a su trono,
proclama: “Que se confundan sus lenguas”. Y sus lenguas se
confunden: los viejos no entienden a los jóvenes, ni los hombres a
las mujeres, ni los padres a sus hijos. La torre cae en mil pedazos y
muchos hombres y mujeres perecen entre los escombros de la
incomprensión. Una ciega y cruenta guerra recorre la región.
Llorando, decido bajar para infundirles a los hombres todos un don
divino que el viejo nunca me hará perdonar: el sentido moral, que ya
han olvidado desde la mordedura de la manzana prohibida, y el sentido
de la justicia del que nunca han dispuesto. Esta vez voy depositando
ambos sentidos delicadamente, uno a uno, en todos los hombres y en
todas las mujeres de la tierra, porque solo así pueden sobrevivir a
las demencias del viejo y a su propia naturaleza maldita. Muchos años
duran aún las guerras, muchas catástrofes tienen que padecer, hasta
que finalmente, dispuesto a morir por ellos decido bajar a la tierra
y nacer en la tierra, como hombre vivir, y sufrir como hombre, morir
como hombre a manos del hombre, intentar salvar al hombre de sí
mismo y de su dios creador. En la tierra nazco en el día que los
hombres y las mujeres llaman de la Natividad, en el exacto día en
que comienza mi pasión. Esa noche el viejo no despega su mirada del
corral en que el hombre coloca sobre una mesa maltrecha un paño, un
trozo de pan y una jarra de vino. No despega su mirada del gesto del
hombre que sirve de apoyo a la mujer cansada para que ésta se
aproxime a la mesa. No despega su mirada tampoco del niño recién
nacido que soy yo como hombre. Y el viejo siente celos del hombre que
tiene una tarea, de la mujer que tiene otra tarea, de mí que soy
como él mismo más joven, de mi tenacidad. Y el viejo siente odio
hacia mí, hacia él mismo, hacia quien él mismo fue, es y será.
Mas esta vez no proclama nada, en secreto dirige su acción. El
hombre, paciente, sentado a la mesa mira el fondo de la jarra y las
figuras que las migas de pan han dibujado sobre el paño. En ellas o
con ellas o sobre ellas cree ver algo, una imagen, una intuición tal
vez. Proclama a la mujer: “Levántate, coge a tu hijo y lo que
puedas llevarte contigo mientras yo preparo el asno. Nos vamos de
aquí”. Aquella noche el gobernador manda degollar a todos los
niños recién nacidos en la ciudad. Esa visión del hombre me salva
a mí todos los días desde entonces.
En
su trono el viejo proclama: “Rafael, Gabriel, Miguel, Azrael,
Uriel, venid a mí. Haced desaparecer la tierra. Destruid la tierra,
esa inmunda tierra. Borrad al hombre, desagradecido, borrad a la
mujer, traidora, de la faz de la tierra”. Blanca espuma mana de
su boca: “Azrael, Uriel, Miguel,... venid a mí”. Gabriel
dice: “El viejo está demente”. Rafael: “El viejo ha
perdido el juicio”. Uriel: “El viejo delira”.
Miguel: “Tal vez deberíamos llevarlo al tribunal de la Suprema
Unidad. Él juzgará”. Azrael: “Él juzgará”.
Rafael: “Él juzgará”. Uriel: “Él juzgará”.
Yo, Lucifer, proclamo: “Hombres todos, perdonadlo, porque no
sabe lo que hace”.
Sevilla,
año 2067. Tres años después del apocalipsis y tres días después
de la Navidad. Una densa lluvia de polvo dorado cae sobre toda la
superficie de la tierra. El hombre de mediana edad camina por las
desoladas calles de una ciudad fantasma. La mujer con un niño en
brazos sigue los pasos del hombre. A veces se para a rebuscar entre
los escombros, mientras no deja de susurrar una tonada: “duérmete
niño, que en el edén todos somos hijos del amor”.
José Manuel Martínez Arias.