“Cuando
yo me haya ido y os haya preparado el lugar,
de
nuevo volveré y os tomaré conmigo,
para
que donde yo estoy estéis también vosotros”.
(Juan,
Evangelio. 14, 3)
Una multitud apasionada se agolpa en la calle que lleva
el nombre de su rey y en la plaza donde confluye la misma. La noche,
joven aún, está siendo vencida lentamente por los débiles cirios
encendidos. Los nazarenos y los penitentes avanzan inexorablemente
hacia la catedral. El paso ya recorre los últimos tramos de su
calle. A su altura se hace el silencio más absoluto. Miles de
personas enfervorecidas permanecen calladas cuando el paso desciende
hasta el suelo a la voz del capataz. Unos minutos de espera y
descanso para los costaleros que portan la imagen. Un leve murmullo
mientras las patas de la parihuela reposan en firme. Después,
silencio. La voz queda del capataz: “Vamos”. La cuadrilla en
posición. Suena el golpe sordo del llamador, un solo golpe. El paso
se levanta a pulso, lentamente, y un silencio escalofriante cubre
como un manto a todos los presentes.
De repente, los ojos de todos se abren redondos como
pistas de circo, las bocas redondas como plazas de toros. Jesús del
Gran Poder se está moviendo, no es el paso el que se mueve, es él
mismo quien suelta la cruz que lleva sobre su hombro en el montículo
del paso, se quita la corona de espinas y con una grácil genuflexión
la deposita sobre el manto de flores, de un salto se lanza a la
calle, sus potencias se refugian en el interior de sus ojos y, con
las manos unidas, comienza a caminar.
Nadie sale de su asombro. Todos gritan. Unos lloran,
unos claman, unos ríen. Una extraña locura parece haberlos poseído
a todos. El hombre de túnica morada, porque hombre parece y la
túnica es la misma que llevaba cuando su alma era de madera, camina
silenciosamente recorriendo el itinerario previsto hacia la catedral.
Todos van apartándose a su paso, manteniendo unos metros de
distancia a su alrededor, pero todos quieren seguirlo. Algunos osados
o necesitados o esperanzados intentan, sin lograrlo, tocarle los
vestidos. Sus ojos de fuego miran a un punto lejano, más allá del
final de la calle, del final de la plaza, más allá de todo
horizonte. Su paso lento es firme. Cuando enfila la calle sierpes se
detiene un instante, respira profundamente como si llevara siglos sin
hacerlo, disfruta del aire frío de la madrugada y continúa andando.
Su tez morena se oculta en las sombras; sus ojos, ya más apagados,
aún conservan una llama en su interior. Cuando se encuentra al final
de la calle, justo cuando va a adentrarse en la plaza de san
francisco, se detiene de nuevo y respira. Una mujer joven rompe el
círculo de respeto que todos le han dejado, se le acerca y
pregunta. “¿Eres tú, Señor, que has vuelto?” El gran poder,
refugio de inocentes, mira a la mujer que se retira en silencio con
su respuesta. Otros también le increpan, pero él ya ha emprendido
de nuevo su marcha lenta hacia la catedral. Un agente de la policía
urbana se le acerca por su costado, su mano toca el paño que lo
cubre, pero no puede detener la marcha del señor. El agente
retrocede con la imprudente mano adormecida. Al final de la avenida
de la constitución, el señor se detiene bajo el pórtico de la
catedral, se gira, bendice a la multitud, se adentra en el templo.
Las autoridades eclesiásticas expulsan del mismo a todos los
nazarenos, penitentes, costaleros y demás protagonistas de la fiesta
y cierran todas las puertas de la iglesia. El señor, con las piernas
cruzadas en el suelo del coro, permanece quieto y en silencio.
Ninguna autoridad osa perturbar sus oraciones.
Toda la noche ha permanecido el señor en el suelo de la
basílica, toda la noche en silencio y la quietud más absoluta: más
que hombre parece talla, a no ser por las llamas que encienden sus
ojos, por el sudor que mana de su frente y por la sangre que como un
fino hilo ha comenzado a brotar de sus muñecas y de sus empeines.
Ya de amanecida se le acerca un hombre de alta sotana.
Permanece en silencio unos minutos junto al señor. Finalmente
pregunta: “¿Eres quien esperamos, que has vuelto como
prometisteis?” No haya respuesta el arzobispo. Aún se mantiene
junto al señor varias horas. Pero en la iglesia solo se escucha,
ominoso, el silencio. Finalmente, tal vez cansado, o decepcionado, o
desesperanzado, o aburrido, o desconfiado, o enfadado, o confundido,
o perplejo, o angustiado, o dolido el arzobispo se levanta y se
marcha.
Pasa otra jornada y concluye. A la mañana siguiente,
sábado santo, otras autoridades deciden increpar al orante. Felipe
VI de España, el presidente del Parlamento Europeo, el presidente de
la Comisión Europea, el presidente de los Estados Unidos de América,
el de la Federación Rusa, y otras más de quince autoridades se
dirigen al señor y le preguntan: “¿Eres quien pareces ser?” El
señor, refugio de culpables, los mira a todos con sus ojos
encendidos, uno a uno, y permanece en silencio; después se refugia
de nuevo en su interior, parece descansar.
Las autoridades se van marchando.
Las televisiones, las radios, los periódicos no dejan
de publicar explosivos titulares: “el señor está con nosotros”,
“el señor guarda silencio”, “¿qué calla el señor?”,
“¿para qué ha vuelto el señor?”. Algunos medios concluyen:
“Esto es el apocalipsis”. Otros: “Finalmente era el único dios
verdadero”. La locura recorre las calles: quienes creen que
llevaban una vida disoluta, o quienes creen que se regodeaban en la
maldad, en el oportunismo o en la perversión corren despavoridos y
claman perdón; quienes creen lo contrario sonríen a todas horas, se
abrazan por las calles, y cantan y danzan cogidos de las manos. El
señor, en silencio, parece llorar; de sus muñecas y de sus pies
brota un río de sangre que sale ya por todas las puertas de la
catedral, baja las escalinatas y se extiende por las calles de
Sevilla en todas direcciones. El río está teñido de rojo como el
cielo del atardecer.
Al amanecer siguiente, domingo de resurrección según
quiere la tradición, acude a la iglesia el papa Benedicto XVI, quien
sumisamente se acerca al señor, apoya sus manos en sus hombros y le
dice: “Por favor, ayúdame”. El señor parece conmoverse, levanta
la mirada y responde. “¿Qué necesitas?”. “Necesito perdón,
dios”. El señor parece irritado: “Eras tú quien debías mostrar
el camino”. “Lo sé, señor -responde el papa-, pero... ¡el
camino está tan borroso y es tan incierto! ¡Ayúdame! ¡Ayúdanos!”
“Vine a tomaros conmigo una vez preparado el lugar, pero... ¡habéis
trabajado tanto para borrar el camino, que ya no sé hacia dónde
conduciros! Tal vez sea tarde mi venida, tal vez subestimé vuestra
inteligencia o vuestra capacidad de acción y dominio, tal vez la
vida del hombre sea un error”. “Por favor, señor -respondió
Benedicto-. No te vayas y nos dejes en soledad. Tú eres el gran
poder. No todo debe estar perdido. Piensa que tal vez haya aún
tiempo, que tal vez hayas vuelto demasiado pronto. Concédenos más
tiempo para emprender nuevas tareas. Por favor”. El señor cerró
los ojos, meditó y al caer la noche pronunció su sentencia: “Así
sea concedido”. Después su cuerpo se inflamó. Quizá fuesen las
llamas de sus ojos quienes iniciaron la combustión. Rápida
combustión que sólo dejó a los pies del albo padre un leve
montículo de cenizas que el viento no tardó en dispersar por la
nave, por los aires, por los cielos, por las aguas del río,
eliminando con ellas toda mancha de sangre que ya se iba expandiendo
por todos los continentes de la tierra.
José Manuel Martínez Arias.