Tal
vez cuando ella dejara el coche en la carretera aún tuviera que
andar durante más de quince minutos por senderos casi borrados
debido a la imparable expansión de la yerba que, en esta época del
año, marzo, invadía de vida a toda la zona húmeda del valle. No
obstante ella conocía tan bien los senderos que podría haberlos
recorrido a ciegas a pesar de los más de veinte años que debía
hacer que no visitaba la región. Tal vez, así me gusta imaginarlo,
llegara a la última curva de la vereda, una curva a la izquierda que
después de otros quince minutos más la devolvería de nuevo a la
carretera unos kilómetros más arriba. En esa curva cerrada, oculta
por la maleza y el tiempo, se escondía una fuente de agua fría y
clara, un manantial que solo visitaban algunos animales del bosque
cuando querían refrescar sus gargantas, como entonces tal vez le
ocurriese a Inés. Pero Inés no habría acudido veinte años después
a la fuente para calmar su sed, que agua fresca puede encontrarse en
más lugares maravillosos para suerte del caminante. A unos metros
detrás de la fuente comenzaba un muro de piedras que perimetraba una
finca. Detrás del muro una casa semiderruída, abandonada: la casa
que fue de sus abuelos maternos. Por ello conocía Inés tan bien el
lugar, porque en aquellos parajes había pasado muchos veranos con
sus padres, abuelos y hermanos. Allí había corrido, saltado,
gritado, jugado, allí había conocido también el amor por las
plantas, los árboles, los animales, las rocas,... amor que
lentamente fue configurando su vida. Aunque ahora la casa habría
sido invadida por las yerbas, ella aún podría distinguir
perfectamente las distintas dependencias que la formaban: la amplia
cocina con una chimenea gigantesca, con capacidad para asar un
cordero entero, el salón, las habitaciones, las cuadras,...
¿Qué
te había empujado a volver a esta finca familiar abandonada, Inés?
Verdaderamente nadie puede responder a esta pregunta y ya nadie lo
podrá hacer nunca. Nunca y siempre confluyen en lo eterno. Como en
ti ahora, Inés, confluyen el ayer que se aleja y el mañana que no
llega, ambos ya imposibles. Tal vez ella se engañara pensando en la
absurda idea de que había vuelto para ver si aún se conservaba en
el desván la vieja mariposa de cristal irisado de su abuelo que
tanto podría gustarle a su amiga Amalia quien estaba intentando
abrirse paso en el mundo de la moda y había puesto una boutique en
el centro de Sevilla. Esta mariposa de colores brillantes no sería
solo un detalle estético para la tienda, sino que sería su símbolo
y emblema, lo que marcaría su diferencia: calidad, paciencia,
artesanía manufacturada, mezcla de novedad y tradición, propuesta
de metamorfosis recomendadas. Pero realmente ella debía saber que la
razón de su vuelta al origen era otra. Días antes, sabemos todos
los que la queríamos, había descubierto que su marido Antón la
engañaba con una de sus colegas de trabajo. No obstante ella no
parecía disgustada por ello. Nunca culpó a nadie de lo que le
ocurría a ella. Además siempre había defendido que los pactos
están para incumplirlos, si no... por qué habrían de firmarse.
Realmente llevaban ya varios meses separados: dormían en
habitaciones distintas y había días en que sólo se cruzaban en el
pasillo o en la cocina, para comunicarse, como ella decía, con un
leve “Hola. ¿Sigues aquí?”. Durante esos días andaba aturdida
y sorprendida porque había descubierto que su marido Antón no se
había enamorado repentinamente de una joven guapa, risueña, pero de
mirada triste, sino que llevaba más de veinte años ocultándole sus
verdaderos sentimientos hacia la mujer a la que amaba, y ella, Inés,
siempre tan observadora, tan astuta y, a veces, tan grácilmente
retorcida, no se había percatado de nada, ni siquiera había
imaginado una ligera sospecha. Por mucho que Antón y ella ya no se
quisieran, veinte años de convivencia son muchos años, y tiempo
atrás ella sí que estuvo enamorada de Antón, o, al menos, así lo
creía. ¿Acaso esto carecía de importancia? Inés tal vez sentiría
que necesitaba meditar y, por ello, algo o alguien la habría
impulsado a esta vieja y abandonada finca de sus abuelos.
Aún
faltarían algunas horas para que el sol se pusiese y se hiciese de
noche. Tiempo más que suficiente para meditar y recoger la mariposa
de cristal irisado. Probablemente sacara de su bolso una llave
grande, y entrara en la casa, como si entrara en el recinto oculto de
un templo abandonado, pero no olvidado, necesario. Quizá subiera con
dificultad al desván donde sabría que no se encontraba el anhelado
lepidóptero brillante porque ella, como todos, sabía que siempre
estuvo en su maletín de nogal negro, encima de la gran chimenea del
salón, pero donde sabría que encontraría cientos de otros
cachivaches viejos. Tal vez dentro del cajón de una cómoda más
vieja que ajada apareciera una caja de latón. Allí debía estar lo
que verdaderamente buscara y la habría llevado hasta allí: una
sepia fotografía de su primo Isidro de quien de joven, adolescentes
ambos, entre aquellos cerros rebosantes de vidas, quizás estuviese
enamorada. Tal vez recordara que con los años se fueron distanciando
sus encuentros y que finalmente se acabaron separando sin despedirse.
Tal vez se justificase pensando que después ya estaba Antón, el
pacto matrimonial, los niños,... Quizá rehusase recordar que Isidro
la había buscado en la ciudad, pero que -¡claro!- ella era una
señora casada, con familia, en fín, imposible dejarse llevar por la
resbaladiza ladera de los sentimientos cubiertos con el delicado velo
de los deberes contraídos. Tal vez supusiese, como años atrás, que
sería mejor olvidarlos, borrarlos, ignorarlos. Pero ahora, la
traición de su marido, aunque ya no lo amase, habría despertado en
ella sus amores dormidos y entre ellos el amor por su primo. Esto
habría vuelto definitivamente su vida pasada una aventura inútil.
Probablemente Inés no sintiera la traición por el romance de su
marido, sino tal vez por lo duradero del mismo, porque mientras él
la engañaba durante tantos años, ella había permanecido siéndole
fiel a pesar de sus sentimientos silenciados hacia su primo. Esto
debió parecerle absolutamente inaceptable. Tal vez se sentiría
vacía o tonta o ridícula. Seguramente Inés no habría querido
vengarse de su marido, habría querido vengarse de ella misma, por su
torpeza, por su tozudez, por su ceguera. ¿Por qué había tenido que
ser ella siempre tan exigente consigo misma? Él, Antón, pensaría
ella, la había traicionado, pero no a sí mismo; ella, en cambio,
pensaría, se había traicionado a sí misma, había faltado al pacto
principal que uno sella con su vida en el instante mismo de su
nacimiento y esto era lo que, tal vez, no podría perdonarle a él,
aunque sabría en conciencia que la única culpable verdaderamente
era ella. Era ella misma la que debería pagar por su traición, por
su deslealtad consigo misma.
Quizá,
después, bajara al salón a recoger la mariposa, la metiera en una
bolsa de tela vieja y manchada, y comenzara el camino de vuelta al
coche. Quince minutos de ida se habrían convertido en una hora de
vuelta. Siempre fue una soñadora. Cuando llegara a la carretera,
estaría agotada no solo físicamente; durante esa hora de camino no
habría dejado de darle vueltas a su culpabilidad, a su traición a
sí misma. La imagino colocando con sumo cuidado y cautela el estuche
en el asiento trasero del coche y sentándose firme al volante. Tal
vez cuando arrancara y comenzara a conducir, mirara por el espejo
retrovisor y viese su vida pasada frente a la por venir o tal vez un
rayo del último sol de la tarde incidiese sobre la irisada
superficie de cristal del lepidóptero. Ello debió hacer que se
despistara y que no viera un piedra enorme en mitad de la carretera,
una curva a la izquierda y el árbol en el que acabó hundiéndose
terminando en él sus días y sus pensamientos. Tal vez solo una
muerte inútil y absurda podría corresponder a una traición
igualmente absurda e inútil y tal vez Inés no mereciera este relato
que le escribo.
Firmado:
Isidro.