Érase
una vez que se era...
Una
habitación muy calentita en que se podía escuchar la siguiente
conversación:
- Mira, Luisito. Mañana vamos a ir a la ciudad.
- ¿Qué es la ciudad, mami?
- La ciudad es un sitio muy grande donde hay muchas casas y mucha gente.
- ¡Ah, mami! Como el pueblo de abajo.
- No, Luisito. La ciudad es mucho más grande que el pueblo de abajo, con mucha más gente y con muchos coches que corren mucho.
Luisito
imaginó que la ciudad debía ser como muchos pueblos de abajo juntos
y con mucha más gente y desconocida.
- ¿Para qué tenemos que ir a la ciudad, mami?
- Vamos a comprar paños y ovillos de lana.
- ¿No hay paños en el pueblo de abajo?
- Como los que estoy buscando, no, Luisito. Vamos a hacerle un gabán a tu padre y tiene que ser de paño bueno. Tú quieres que papasito esté bien abrigadito allá en las rocas, ¿verdad Luisito?
- Sí, mami. ¿Y hace mucho frío en la ciudad, mami?
- ¡Qué cosas dices, Luisito! En la ciudad hace menos frío que aquí. Nosotros vivimos en la montaña y la ciudad está en el valle.
- ¿En el valle, mami?
- Sí, claro, Luisito, en el valle. Y el valle es más cálido que acá arriba.
- Entonces, mami. ¿Para qué quieren paños tan calentitos en la ciudad?
- Vamos, Luisito. No hagas preguntas tontas. Venga,... termina de tomarte el vaso de leche y vamos a dormir que mañana tendremos que madrugar.
- Vale, mami. Pero... como tú vas a comprar paños y ovillos, y yo voy a estar solito... ¿nos podemos llevar con nosotros a Barrigoncito?
- Vale, cariño. Puedes decirle a Barrigoncito que mañana se viene con nosotros.
Barrigoncito
era el juguete favorito de Luisito: un botijo de goma azul decorado
con puntos blancos y con una cabeza de dinosaurio en el lugar del
pitorro. La boca de Barrigoncito no expulsaba fuego, no era un
dragón, sino agua. A Luisito le gustaba beber el agua que brotaba
del gaznate de Barrigoncito.
La
madre vio que el niño no estaba muy tranquilo con eso de ir a la
ciudad y por ello le dijo:
- Luisito, no tengas miedo, aunque la ciudad sea grande y esté lejos. Tú tienes que agarrar a Barrigoncito con una mano y con la otra me agarras a mí. No me sueltes y, como siempre te digo -y este es nuestro secreto-, no te salgas del camino que te vaya trazando. Así no te equivocarás. Y si no te equivocas, nada puede salir mal.
Así
fue cómo Luisito quedose tranquilo y durmiose junto a su amiguito de
plástico.
A la
mañana siguiente, la madre vio a Luisito que le decía al dinosaurio
azul: “No te sueltes de mi mano y no te salgas del camino. Ya te lo
he dicho otras veces. ¿Me comprendes Barrigoncito? Si haces lo que
debes, no te equivocarás.” Después de soltarle el cuello que
tenía agarrado con fuerzas, Barrigoncito respondió como
desinflándose:
- Psssssssííííííííííííí...
Primero
subieron a la carreta del vecino de una huerta cercana que tenía una
enorme barriga y que los llevó con un viejo burdégano hasta el
pueblo de abajo. Allí tomaron un autobús azul y verde que los llevó
después de mucho, pero mucho rato, hasta la ciudad. Cuando llegaron
Luisito tenía cara de cansado. El viaje se le había hecho largo,
largo. Y después de las compras aún le esperaba el trayecto de
vuelta.
- Estás muy callado -dijo la madre.
- Está muy lejos la ciudad, mami. Y es muy grande. ¿Verdad Barrigoncito?
- Psssssssííííííííííííí... -dijo el muñeco.
- Ahora, Luisito. No te sueltes de mi mano. Aún falta mucho para llegar al almacén. ¿Vale?
- Sí, mami. Que no te suelte de la mano y que no me salga del camino. Ya lo sé, mami. ¿Y tú te has enterado?
- Psssssssííííííííííííí... -respondió Barrigoncito.
Después
de recorrer calles y calles, chocar con las piernas de centenas de
personas que vestían de formas extrañísimas, sobre todo las
mujeres, con unas faldas, unos sombreros y unos zapatos rarísimos,
incomodísimos, pensaba Luisito; después de no ver más que
adoquines y adoquines en el suelo llegaron los tres, una madre
resuelta y capaz, pero impotente por saberse ignorada en ese espacio
ajeno, un niño asombrado y cansado, pero confiado ciegamente en el
poder de su mami, y un botijo de plástico sin voluntad, anuente con
cualquiera que le preguntase lo que quisiese; después de más de dos
horas de caminata y caminata,... llegaron a una tienda a la que la
madre había llamado El almacén.
Esta
mujer se agachó para situarse a la altura de Luisito y le dijo muy
seria:
- Mira, Luisito. Voy a entrar un momento en el almacén para recoger el paño. Quiero que te estés quietecito aquí en la puerta. No te muevas, que yo no tardaré en regresar. ¿De acuerdo, cariño?
- Pero, mami... ¿Te vas a ir muy lejos?
- Ya te he dicho que no, Luisito. Voy a entrar en el almacén y en un ratito estoy de vuelta. ¿Vale?
- Vale, mami. Pero... ¿vas a tardar mucho, mami?
- Ya te he dicho que no, Luisito. En un ratito estoy de vuelta, pero tú y Barrigoncito no os movaís de aquí. ¿Vale?
- Vale, mami. ¿Vale, Barrigoncito?
- Psssssssííííííííííííí...
La
madre entró en la tienda y Luisito se quedó con su muñeco en la
puerta esperando a su mami. Pasaron unos minutos y Luisito se
aburría. Hablaba con Barrigoncito, pero, claro, Barrigoncito no era
un compañero muy divertido. En la acera de enfrente había una
tienda que tenía en el escaparate unos objetos rarísimos: plumas,
bolígrafos, lápices de colores, sacapuntas, postales,... Luisito no
quería desobedecer a su mami cruzando la calle y saliéndose del
camino, pero... quizá fuese el aburrimiento o la curiosidad o la
insensatez o que Barrigoncito respondiese “Psssssssííííííííííííí...”
cuando él le preguntase “¿Vamos?”... Luisito y su dinosaurio
cruzaron la calle y se pusieron a contemplar el escaparate. ¿Qué de
cosas raras y qué bonitas? ¿Para qué servirían todos esos
objetos? ¿Qué suerte tenían los niños de la ciudad?
Luisito
no sabía cuánto tiempo estuvo contemplando el escaparate de
enfrente, pero entonces recordó que su mami le había hecho prometer
que no se saldría del camino, así que volvió rápido a la puerta
del almacén, pero la puerta del almacén había desaparecido, ya no
estaba allí. Luisito había recorrido el escaparate de la papelería
de enfrente y este escaparate estaba en una esquina. La acera que
ahora tenía enfrente Luisito no era la acera de antes, era otra y
estaba más lejos, y por la calle pasaba mucha más gente. Luisito le
preguntó a Barrigoncito:
- ¿Cruzamos?
Barrigoncito
respondió:
- Psssssssííííííííííííí...
Y
ambos cruzaron la calle. El almacén había desaparecido. La ciudad
parecía otra ahora que se sentía solo. ¿Y su madre? ¿Cuánto
tiempo se había llevado mirando el escaparate?
Pasados
unos minutos la madre de Luisito salió del almacén y al no ver a su
hijo en la puerta, alzó la mirada con inteligencia y para la suerte
de su hijo. Rápidamente divisó al pequeño llorando en la acera de
la otra calle junto a su bucarito de plástico azul. La madre no
llegó a ver la cara de alegría de Luisito cuando su madre se
dirigía hacia él diciéndole:
- ¿No te tengo dicho que me hagas caso y que no te salgas del camino? Venga, deja de llorar y vamos que aún tenemos que volver a casa.
Luisito
dirigió una mirada de cariño a su madre y otra de reprobación a su
muñeco: ¿No te tengo dicho que hagas siempre lo que debes? Así no
te equivocarás. Vamos Barrigoncito, que todavía nos queda mucho
camino de vuelta.