“Me
tocó disparar. Su vida estaba, por fin,
en
mis manos, y le miré con ansia,
tratando
de descubrir en su rostro la huella del temor.”
(Aleksandr
Sergueyevich Puchkin, El desafío.)
En
la vieja y astrosa ciudad portuaria de Santalalluvia todos sintieron
un escalofrío nervioso cuando a las siete de la tarde, del tren
procedente de Ciudad Nueva, apeose Atanasio Montañés Duquelas, a
quien todos en el lugar conocían, después de veinte años de
ausencia, como “el novio”.
La
cara negra de “el novio” reflejaba un rictus de seriedad
fantasmal, irreal, de lejanía; sus ojos enrojecidos miraban más
allá del horizonte, tal vez hacia un pasado lejano, pero vivo,
presente. Desde la altura de la atalaya que era su cuerpo “el
novio” pudo contemplar una vez más las naves podridas junto al
astillero, la ancha avenida de El Rencor y los rostros sorprendidos
de los vecinos que lo enfilaban con sus miradas asustadas e
inquisidoras. El regreso de “el novio”, por más que fuera
esperado por todos, no podía ser deseado por nadie en la ciudad que
murmuraba.
Tal
vez los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos de “el
novio” fueran contemplados por aquellos que conocían lo sucedido
veinte años atrás:
Era
una tarde gris y blanca de septiembre, de aire quieto y humedad
agobiante, había una iglesia con las puertas abiertas, una
escalinata y un novio alto y negro aguardando algo, muchedumbre
alrededor, una novia esperada que no terminaba de llegar. Un hermano
de “el novio” que tampoco llegaba: concomitancias, una ausente
copia blanca del hermano negro, un rencor que empieza a nacer, a crecer, a desarrollarse. El tiempo que avanzaba, “el novio” que
se desesperaba, la muchedumbre que murmuraba, los grajos que olían
la carne que prometía putrefacción. Un hombre alto y negro que
comienza a bajar la escalinata, que emprende su marcha o su huida
avenida arriba, que busca no queriendo encontrar, que gira una
esquina y después otra y otra más, que abre una puerta y que
finalmente descubre lo que siempre debió quedar oculto siempre.
¿Cuánta verdad eres capaz de tragar, “novio”? ¿No es mil veces
más fácil sobrevivir en la mentira que respirar el aire tóxico de
una verdad miserable? Un novio que, con ojos redondos como soles,
contemplaba enmudecido la escena sospechada para la que nadie estuvo
dispuesto nunca.
Después...
lo habitual en estos lares de tinieblas y tiempos de recuerdos
borrosos: miradas, insultos, voces, llantos y un duelo al amanecer.
Toda
la noche estuvo “el novio” en la taberna de Las Ensoñaciones
lagrimeando junto a una botella de aguardiente, sin hablar con nadie,
sin mirar a nadie, sin escuchar a nadie, sin comprender cómo en el
transcurso de una noche puede caber toda la eternidad.
Al
amanecer dos hombres caminan al lugar de la cita terrible: parten de
orígenes distantes, recorren calles diferentes, atraviesan distintas
encrucijadas, pero ambos convergen, ante las miradas de todos los
observadores, en el mismo punto de encuentro. El sol acaba de salir
por el este, “el novio” negro se coloca en la posición que da al
sur, su hermano blanco en la que da al norte, al oeste un sendero
estrecho por el que solo cabe una persona. Frente a frente, sin
dirigirse ninguna palabra, ambos levantan su revolver en dirección
al otro, hermano frente a hermano, “el novio” con el rictus
desencajado, el otro con mueca de desprecio.
Nadie
supo nunca por qué “el novio”, que aunque ya nunca más fue
novio, todos siguieron refiriéndose a él de esta manera, bajó su
revolver y quedose en pie con ojos perdidos en el horizonte. Algunos
más tarde afirmaron que esta reacción fue resultado del desprecio
observado en el rostro de su hermano. Éste, su sombra blanca, por
contra, no bajó el brazo, apuntó directamente al pecho de “el
novio” y todos pudieron oír el estruendo del disparo en aquella
mañana en que los grajos sobrevolaban la escena esperando la
recompensa prometida. Pero tal vez por su falta de destreza, o por su
atolondramiento, o por su sentimiento de culpa, o por un azar del
destino, o por vaya nadie a saber por qué, el tiro fue errado y la
sombra o reflejo blanco de “el novio” quedose petrificado, en
pie, con los brazos caídos, aguardando la bala que habría de llegar
desde el otro lado del espejo que reflejaba su mismo rostro en negro.
La eternidad no cabe solo en una noche, sino que también cabe en
unos segundos. Todos permanecían en silencio y hasta los grajos
quedaron inmóviles flotando en el aire frío de aquella mañana que
nunca nadie hubiera querido que aconteciese.
Pasados
unos instantes y sin que el disparo esperado brotase del revolver de
“el novio”, éste dijo antes de girarse: “No es ahora. Ya
vendré a cobrarme el tiro que me debes en otro momento”. Después
“el novio” se dirigió a la estación, esperó enmudecido al
primer tren que por aquella ciudad muerta tuviera a bien arribar, y
en él se marchó.
En
él se marchó hasta hoy, veinte años después. Todos conocían la
historia de “el novio”, todos sabían a qué había venido ahora
“el novio”, todos conocían que el regreso era inevitable, todos
entendían que “el novio” había vuelto a Santalalluvia para
cobrarse el disparo que le debía a su hermano blanco, a su sombra
blanca, a su reflejo blanco y todos sabían que el desenlace final
era inevitable. Tal vez por ello cuando los viandantes de la avenida
de El Rencor vieron aparecer el rostro serio de “el novio”
sintieran un escalofrío nervioso recorriendo sus cuerpos.
Su
paso lento comenzó a cubrir la avenida en dirección a la iglesia.
Esta vez no subió la escalinata. En la plaza aguardó la llegada de
su copia blanca y ruin. Todos sabían que la vuelta de “el novio”
era el regreso de un fantasma lejano, de un pasado remoto pero
presente, fantasma de carne y hueso, mas amasado con odio, rencor,
desesperación y orines viejos.
Alguien
debió de llevarle la noticia al hermano, alguien debió de decirle
que Atanasio había vuelto con una guadaña en forma de revolver en
el bolsillo, alguien, quién puede saberlo, tal vez se alegrase de
que los últimos veinte años no habían acaecido o habían sido
borrados y que el instante eternizado con los grajos flotando en el
aire frío de la mañana continuaba ahora con el calor de esta tarde,
frente a la iglesia donde ayer un novio negro y alto quedose
esperando inútilmente la llegada de su novia en el día de sus
bodas.
Muchos
fueron los que se reunieron en torno a la plaza para ver el
espectáculo. Muchos los que se lamentaban por no haber hecho nada
para disuadir a “el novio” de su disparate. Muchos los
atolondrados que cambiaron sus llantos por risas y muchos más los
que cambiaron sus risas por llantos. Todas las contradicciones
parecieron resolverse en el instante en que la sombra blanca de “el
novio” llegó a la plaza y se colocó, desarmado y con los brazos
caídos, con la mirada triste y fija en los ojos de “el novio”
frente a su otro yo esperando por fin el estruendo del trueno que
habría de llegar. Su rostro seguía reflejando el mismo desprecio y,
tal vez, aunque fuera solo por ello, se estuviera asegurando su
propia muerte. Frente a frente, con el sol poniéndose por el oeste,
con “el novio” en el norte y su hermano en el sur y con la única
puerta de la iglesia abierta en el este. Veinte años a la espera de
una bala que lleva tu nombre son muchos años, debió de pensar el
condenado. Frente a frente, hermano contra hermano, silencio, y
hombres y mujeres expectantes ante lo inevitable.
Tal
vez “el novio” sintiese todo el rencor acumulado, rejuvenecido
con vigor, cuando vio el rostro de su hermano y tal vez ello fue lo
que le dio las fuerzas necesarias para agarrar el revolver, sacarlo
de su bolsillo derecho, levantar el brazo y apuntar al pecho de su
sombra. Veinte años esperando este momento, que ahora sí, debía
producirse por una cuestión de necesidad.
Los
grajos volvieron a quedarse inmóviles en la altura de la tarde, el
silencio invadió la plaza, una nube gris cubrió el cielo, cuando un
disparo retumbó en el corazón de la ciudad espantando a todos los
presentes: un cuerpo que cae al suelo, un cuerpo que comienza a
verter su sangre pegajosa en las losas de la plaza, una vida que se
derrama sin solución, un rostro serio y negro que mantiene sus ojos
abiertos contemplando un horizonte lejano, tal vez un pasado remoto
pero presente.
Un
hombre muerto es siempre ocasión para callarse.