martes, 19 de octubre de 2021

La boca del infierno:

 

Esa tarde había concedido salir con unos compañeros del trabajo para olvidar lo que acababa de ver o para borrarlo de su memoria de manera inocente: no mirar hacia dónde nunca quiso ni debió hacerlo. La tentación excesiva es irrenunciable.

Su obsesión por las metamorfosis poco a poco le fue convenciendo de que nada de lo que había visto había ocurrido verdaderamente. Casi llegó a olvidar lo que vio. Siempre le habían atraído las transfiguraciones fuesen en el dominio que fuesen, en la naturaleza o en el arte, en sus amistades cercanas o en territorios lejanos, porque mezclaban en su seno lo maravilloso con lo terrible. Nunca dejó de atraerle más el temor que la esperanza, más la pasión del odio que la del amor. En estas reflexiones solía consumir su tiempo, ya estando solo, ya rodeado de sus compañeros con sus inquietudes más o menos banales o cotidianas. Una delgada capa de indiferencia hacia el mundo lo mantenía aislado, separado de un entorno que siempre consideró hostil, al menos desde que recordaba tener conciencia de sí mismo.

Más tarde, cuando se despidió de sus compañeros, giró sobre sus pies y marchó hacia su apartamento. Unos pasos después escuchó “¡Andrés!”. Era la voz de Emilia, amiga, además de compañera, con quien había mantenido, o tal vez aún mantuviera, una relación amorosa que ella consideraría intensa. Volvió a girarse y ella volvió a hablar: “¿Estás bien, Andrés? ¿Te ocurre algo?”. Él miró desde la distancia sus preciosos rizos de pelo negro, y ante las preguntas y la mirada compasiva de ella, no tuvo más remedio que retroceder en sus recuerdos y retornar al momento en que vio lo que no entendía y no pudo hacer nada más que asumirlo con pavor. Pero a Emilia no le pudo decir nada. “Nada”, dijo. “No me ocurre nada. Creo que tengo un problema de estómago y no me encuentro bien”. “¿Quieres que te acompañe al hospital? Si no te encuentras bien, tal vez sea mejor que te vea un médico”. “No, gracias, Émilie. Me iré a casa e intentaré dormir. Mañana estaré bien. No te preocupes. Gracias”. Y volvió a girarse sobre sus zapatos, para comenzar a andar o a flotar. “Espera”, dijo Emilia. “¿Quieres que te acompañe a casa?”. “No es necesario, Émilie. Estoy bien. Mañana nos vemos en la oficina”, cortó audaz.

Así se despidieron Andrés y Emilia esa noche. Él notaba el peso de la mirada de ella sobre su huesuda espalda mientra caminaba en dirección a su apartamento. Esta conversación y los ojos de Emilia clavados sobre su cogote devolvieron a Andrés a su extraña e inquietante realidad que transcurría, pensaba, en el interior de su piso, en un mundo tan interno como el centro de su propia alma, si alma tuviera.


Introdujo la llave en la cerradura del portal de la calle. En el vestíbulo se cruzó con dos adolescentes que hacían de guardianes del amor en el vano de la escalera. Andrés no se dirigió a ellos ni les dio las buenas noches y tampoco ellos interrumpieron sus movimientos y gemidos. Subió a la cuarta planta y se colocó frente a la puerta cerrada de su apartamento. Con decisión y miedo introdujo la llave en la cerradura, giró la muñeca y escuchó al cerrojo deslizarse hacia la derecha. La puerta se abrió y dejó salir desde la oscuridad del interior el agrio olor de su piso cerrado, de su alma putrefacta. Entró en el apartamento, cerró tras de sí la puerta y quedó sumido en la más absoluta de las oscuridades. No quería encender la luz. Así vería mejor la raya horizontal brillante bajo la puerta del cuarto de baño. Pero ahora no estaba, no aparecía ni siquiera levemente. Todo estaba a oscuras y en silencio, y la raya de luz bajo la puerta no existía, nunca había existido, pensó. Tal vez todo hubiera sido un error o una ilusión o una alucinación o una pesadilla. Tal vez la soledad o el mezcal o las dos cosas juntas... Tanto alcohol o tanta mala literatura como había consumido en las últimas semanas no debían ser muy recomendables. Pareció tranquilizarse, cerró los ojos y extendió sus largos brazos en cruz. Así permaneció unos instantes. Después apretó fuertemente sus puños y comenzó a bostezar cuando abrió los ojos y volvió a ver lo imposible: la raya de luz bajo la puerta del cuarto de baño volvió a iluminar levemente la estancia. Raudo giró el picaporte de la puerta abriéndola con violencia. La luz del baño estaba apagada. Todo seguía a oscuras, pero cuando volvía a cerrar la puerta, después de unos segundos, la franja de luz volvía a aparecer. Le parecía incluso que brillaba con más intensidad que la primera vez, que la primera franja que había visto esa misma tarde. Mas cuando abría la puerta, una y otra vez, la luz desaparecía y el cuarto de baño volvía a quedar de nuevo sumido en una oscuridad total.


Esa noche le llevó tiempo conciliar el sueño. Giraba y giraba sobre el colchón húmedo y caliente. No obstante, escuchó o imaginó o soñó o creyó soñar que un ruído salía del baño, parecía proceder del interior de la taza del váter. Sonaba como un ronroneo o como un continuo raspar: “Ron”, “ron”, “ron”,... Más tarde, en el sueño, ese sonido fue transformándose en algo parecido a una voz no humana: formada por sonidos demasiado agudos que acababan conformando una palabra de extraños timbre y tono. “Ven”, “ven”, “ven”,... En el sueño Andrés sintió miedo, pero en el sueño sintió también cómo el sopor lo tenía atrapado en el sueño: soñaba que el sueño lo vencía y le impedía moverse o gritar o mirar o decir.


A la mañana siguiente se encontraba cansado. Estaba claro que no había dormido bien, que el sueño no había conseguido reparar el cansancio acumulado durante los días anteriores. No obstante no quedaba otra que ir a la oficina. La puerta del cuarto de baño estaba abierta, aunque él recordaba perfectamente que se había ido a la cama con la puerta cerrada y con la franja de luz en el suelo. La puerta abierta era una invitación a entrar en el baño, pero Andrés decidió no hacerlo. ¿Temor? Pero ¿temor a qué? No podía o no quería entrar o algo le indicaba que no debía hacerlo. Tomó un rápido café y marchó veloz a la oficina.

Todos sus compañeros pudieron ver su rostro demacrado y sin brillo, su mala cara después de una pésima noche. Algún compañero llegó a decirle: “¿Qué? ¿Anoche seguiste con la marcha, eh?”. Otro dijo: “¡Déjalo! ¿No ves que no te escucha?”. Emilia lo agarró del brazo y susurrando le preguntó: “¿Dónde estuviste anoche? Te estuve llamando hasta las cuatro. Cuando te fuiste me dejaste preocupada”. “No te preocupes Émilie. Estaba muy cansado y nada más llegar a mi apartamento me fui a la cama. Hoy parece que me encuentro mejor”. “¿Te sigue molestando el estómago?”. “No, Émilie. Del estómago estoy bien”. “Entonces, ¿a qué se debe esa mala cara? ¿Por qué no te vuelves a tu apartamento y descansas?”. “¿A mi apartamento dices? No, creeme. Estoy mejor aquí”.


La jornada transcurrió con normalidad, pero a las cinco Andrés debía salir de la oficina y volver a su pisito viejo del cuarto sin ascensor de la calle No me olvides. Algo parecía advertirle: “No vayas. Huye, huye, huye,...”.

En la acera Emilia, con su abrigo largo, se le agarró al brazo y le dijo: “Hoy me voy contigo. Te acompaño a tu apartamento”. “No es necesario, Émilie. Estoy bien. Es solo que estos días algunos recuerdos me asaltan cuando menos lo espero”. “Pues más razón para quedarme contigo. Yo conozco artes mágicas que pueden hacer que tus malos recuerdos se alejen a lugares y destinos lejanos. Tú las conoces”, dijo ella. Y se agarró con más fuerza al brazo de Andrés, quien no tuvo más remedio que aceptar su proposición no sin atender antes a las palabras que resonaban en el interior de su cráneo: “No vayas. Huye, huye, huye,...”.


Primero dieron un largo paseo por los jardines centrales de la ciudad, después se sentaron en un café, y charlaron y charlaron largo rato. Andrés incluso logró dibujar una leve sonrisa en su boca. Más tarde fueron a cenar a un pequeño bar no lejos de su apartamento, pero finalmente debieron enfilar, inevitablemente, el portal donde vivía Andrés. Cuanto más se acercaban más nervioso e inseguro se sentía él, y más inquieta y desesperada se volvía ella.

Una vez frente al portal Andrés se quedó petrificado con la llave en la mano. Tal vez no quisiese girarla, tal vez fuese la primera vez que rehuyera inconscientemente de las metamorfosis, de las transfiguraciones. Emilia fue quien le quitó la llave con un rápido gesto, la introdujo en la cerradura y con un giro de muñeca abrió el portal. Después, en el vestíbulo, un golpe sonoro y desagradable a vidrios y a metales se escuchó a sus espaldas. La pareja de enamorados seguía en sus asuntos en el vano de la escalera, pero esta vez pararon un instante, escrutaron a Emilia, luego miraron a Andrés y ella dijo con agudísima voz “Buenas noches”. Emilia respondió: “Buenas noches”. Comenzaron a subir las escaleras. Emilia se reía de la escena que acababa de contemplar: él, tan serio y espigado con el cinturón desabrochado, y ella, tan cortés y con el carmín corrido por las mejillas. Pero la risa de Emilia fue cediendo conforme iban subiendo las escaleras. La angustia de Andrés también iba en aumento. Cada rellano era más oscuro y denso que el anterior. Era verdaderamente un crescendo de amargura, de soledad, de temor. Cuando llegaron frente a la puerta del apartamento, Andrés sacó su llave, la introdujo en la cerradura y giró la muñeca. El cerrojo se movió hacia la derecha y la puerta se abrió dando un leve salto. Esta vez Andrés encendió la luz y se introdujeron en el interior del pequeño salón. Él tuvo la precaución de mirar el borde inferior de la puerta del cuarto de baño y pudo ver con tranquilidad la oscuridad que emanaba de ella. Fue la primera vez en toda la tarde que Andrés se relajó, alargó sus brazos, apretó sus puños y esbozó una sonrisa dedicada a Emilia.

En la cocina se sirvieron un copa de bourbon y pronto las risas se expandieron por el apartamento. Hasta que, como proviniendo desde un lugar muy lejano o muy profundo, Andrés comenzó a escuchar un leve ronroneo. De pronto mudó su rostro. Ahí estaba otra vez el rumor que no entendía, que no podía soportar y que pronto, lo sabía, se convertiría en una llamada.

Se dirigió a Emilia con los ojos muy abiertos, con la boca en un rictus imposible, como de máscara de teatro, irreal. “¿Lo escuchas, Émilie? ¿lo escuchas?”. “¿Qué dices Andrés? ¿Qué preguntas si escucho?” “Ese run, run, run,... ¿Lo oyes?” Emilia se quedó en silencio aguzando el oído. Después dijo: “Parece provenir del baño”. “Entonces... no es cosa mía, ¿no, Émilie?”. “¿Cosa tuya, Andrés? Pero qué dices. Es un ruído que sale del baño”. Emilia pudo ver la franja de luz que brillaba bajo la puerta del cuarto de baño. Preguntó: “¿Hay alguien ahí, Andrés? ¿Hay alguien más en tu apartamento?”. Él la miró y apenas llegó a decir “No sé” cuando Emilia saltó hacia el cuarto de baño, abrió la puerta y vio sobre la taza del váter un ser horrible, un pequeño monstruo de unos cincuenta centrímetros de altura, con escamas en lugar de piel, con la espalda huesuda y largos brazos, con los voluminosos puños muy apretados, con la boca abierta y llena de agudos dientes, con el rostro apagado y sin brillo, y con los ojos fuera de sus órbitas como horas antes los tuviera Andrés. El monstruo agarró a Emilia del brazo, la introdujo en el cuarto de baño y la puerta se cerró con violencia. Nada ni nadie más supo de ella. Cuando Andrés intentó reaccionar todo estaba en calma, la luz del baño estaba apagada, la franja de luz de debajo de la puerta había desaparecido, así como también habían desaparecido las extrañas voces que lo llamaban desde el interior de la taza del váter y así como también había desaparecido su temor o su obsesión por las mutaciones, por los giros y por los rizos de la pobre Émilie.