miércoles, 1 de mayo de 2024

El poeta:

 


A Ingrid Parrilla Sánchez.


"Entonces, ¿era un hombre que acababa de soñar que era una mariposa?

¿O era una mariposa que soñaba que era un hombre?"

(Zhuang-Tse, sabio taoísta chino, IV-III siglo antes de nuestra era).


La verdad es el vuelo. Lo demás es sueño.

La primera vez, creo, tenía cinco años. Quizá seis.

Al principio hubo un silencio. En mi entorno todo fue poco a poco enmudeciendo. Yo mismo no escuchaba ni mi propia voz. Parecía que me hubiera introducido dentro de una amplia y hueca caverna. Pero fuese ésta caverna o cántara, no sentía miedo alguno. Más bien sosiego, sentía incluso placer. Mi cuerpo, que tan bien conocía, parecía de otro. No podía controlarlo. Y lentamente comenzó a elevarse. Quiero decir que comencé a ver cómo se elevaba. Yo estaba, cómo explicarlo, fuera de mi cuerpo y éste, independiente de mí, se elevaba por encima del suelo. Mantuvo la postura que yo le había dejado: sentado en el piso y con las piernas cruzadas, pero lo veía separado del suelo. Elevándose al menos dos cuartas formadas por la mano de un niño de cinco años. Así se mantuvo, en el aire, durante unos segundos. No creo que esta primera levitación -no recuerdo ninguna anterior-, durase más de treinta o cuarenta segundos.

La verdad es que no puedo recordarla con rigor. Se me confunde con otras posteriores. Pero de lo que estoy seguro es de que yo no la provoqué, es decir, surgió sola sin que mi voluntad o nada parecido hiciese nada, y de que fueron unos segundos de sumo placer y nada sorprendentes. Quiero decir que esta primera levitación y todas las restantes fueron totalmente espontáneas y agradables.

Después de ésta vinieron otras. Siempre con las mismas caracterísicas, pero todas de diferentes duraciones: el silencio impuesto, el ensimismamiento, mi actividad cerebral invadida de placer, un olor ácido y agradable, y la sensación de que mi cuerpo fuese más ligero que el aire o, quizá sea más exacto escribir, que el aire se hiciera tan denso como para hacer que mi cuerpo, independiente de mí, flotase en el espacio. Alguien tal vez pueda suponer que era como si mis venas y arterias se hubieran llenado de gas, pero no es así, mi cuerpo no se sentía ni pesado ni inflado ni hinchado, simplemente el aire exterior a él se había convertido en una forma de magma espeso, en una forma de fluido denso y graso, y mi cuerpo, sin dificultad y sin que yo me lo propusiera, comenzaba a elevarse al mismo tiempo que yo salía de él y podía así contemplarlo desde fuera, como si yo también gravitase a su alrededor.

Otra característica de estas primeras levitaciones de cuando era niño era que siempre me ocurrían estando solo. Más adelante, cuando ya tenía unos doce años, comenzó a barruntarme la idea de que era posible que todo fuese resultado de una imaginación muy activa, como me decía mi madre ("este niño no está nunca tranquilo ni quieto"). Quiero decir, comencé a dudar de si realmente ocurría lo que yo observaba y vivía que ocurría o si todo esto era pura fantasía. Esta última idea fue creciendo en mi interior cuando me percaté de que siempre me ocurría estando solo. Si nadie me veía tal vez fuese porque no ocurriera nada de lo que yo vivía. Pero a los catorce años, cuando ya creía que acabaría necesitando de la ayuda de un psiquiatra y cuando estaba a punto de confesárselo todo a mi madre (acababa de levitar tan alto y tanto tiempo que había visto a mi cuerpo saliendo por el balcón abierto y flotando en dirección a la calle y al cielo azul), observé cómo baby, el perro del vecino me observaba desde el balcón de enfrente. Y no me estaba mirando a mí, sino a mi cuerpo. Cuando éste traspasó el umbral que marcaba la barandilla del balcón, baby dio un par de ladridos roncos, como intentando avisar a todos de que aquello no era normal.

Creo que fueron estos ladridos los que me, iba a escribir, me despertaron; pero en ningún momento estuve dormido. Estos ladridos me reintrodujeron en mi cuerpo y comencé a controlarlo torpemente, como si fuera el piloto novato e inexperto de una enorme nave. Poco a poco reconduje mi cuerpo hacia mi habitación y torpemente lo volví a depositar sobre el piso.

Desde ese instante comencé a sentir que podía controlar voluntariamente mis levitaciones: podía saber cuándo ocurrirían, podía provocarlas, podía reconducirlas, podía también reducirlas. Y más adelante incluso no estando solo. Pero esto siempre me cuesta un enorme esfuerzo que me deja tan cansado que necesito horas para recuperarme. Además, siempre que lo he hecho, quiero decir, siempre que he levitado junto a otras personas, lo he hecho a poquito, es decir, por ejemplo, estando sentado en un sofá y levitando solo un par de centrímetros o algo así. Generalmente prefiero levitar solo y cuando dispongo de tiempo. Relajo mi cuerpo, me siento a descansar, me concentro en algo que esté frente a mí y lentamente siento cómo el resto de los objetos se va alejando, que el espacio que me separa de ellos va creciendo, que el aire se va haciendo más y más denso, y cuando estoy frente al blanco en que se ha convertido el tal objeto fijado, comienzo a alzarme. En ese mismo instante yo salgo de mi cuerpo, que queda flotando en mitad de la habitación, y me dispongo a observar, a escrutar, a mirar con otros ojos, a representarme los objetos y a las personas de maneras diversas y ajenas, nuevas, siempre en silencio o, quizá sea más exacto, manteniendo soto voce una conversación conmigo mismo, pero sin ser yo ninguno de los dos interlocutores. No sé si esto es exacto o claro para los demás, pero para mí sí lo es. Al fin y al cabo esto lo estoy escribiendo para mí, por si alguna vez, ojalá que no ocurra, todo quedase olvidado. Esta soledad profunda que me invade y me anega como si fuera una ola enorme, me hace total y profundamente feliz. Me siento feliz al sentir que el aire que me rodea es más pesado y denso que mi cuerpo. Quizá no sea tampoco esta la palabra, feliz, la más adecuada, pero no encuentro otra con que pueda sustituirla y que se refiera exactamente a lo que quiero decir: cuando estoy en plena levitación no quiero en ningún momento volver a mi estado... normal. Pero, es cierto, que después de una duradera elevación me siento profundamente cansado, incluso si no hay nadie presente, sobre todo en las últimas ocasiones, agotado como si yo mismo hubiera tenido que soportar el peso de mi cuerpo volador.

Esto lo estoy escribiendo porque los últimos episodios se han visto acompañados de una novedad extraña. Ha comenzado a aparecer una suerte de repugnancia, de asco cuando mi cuerpo recupera su posición sobre el suelo. El aire a mi alrededor comienza a enrarecerse o mi cuerpo comienza a adensarse y lentamente éste vuelve al piso. En el momento en que siento la dura horizontalidad bajo mi piel, en que su dureza se me impone irremediablemente, me invade una sensación de asco. Como si yo, o lo que sea, no quisiese volver a la normalidad y se vengase de mí por mi estúpida vuelta a lo cotidiano. En ese momento la repugnancia es total. En las dos últimas ocasiones la sensación de náuseas era infinita, el estómago revuelto y con ganas de vomitarlo todo. Por ello, estoy procurando en vano no comer nada durante las cinco horas previas a un episodio de levitación. El asco es tan atroz que caído en la cama o en el suelo, me dejo conducir por el sueño y duermo profunda e inexorablemente. No obstanta, este sopor y este asco no logran borrar la sensación de felicidad, pero me están haciendo creer que mi vida consciente no es más que un sueño y que, en cambio, mi vida real es la que transcurre cuando estoy lejos del espacio y del tiempo. Quiero decir, que la verdad es la verdad de mi vuelo y que lo demás es sueño, como decía al principio de esta reflexión.

Por ello me escribo este texto, para olvidar la increible y absoluta soledad de mi vida.

Alonso Cano: San Francisco de Borja (1624):

 


Soy Francisco de Borja y Aragón. III General de la Compañía de Jesús, IV Duque de Gandía, I Marqués de Llombay, Grande de España y Virrey de Cataluña. Nieto de Don Alonso de Aragón, Virrey de Aragón e hijo ilegítimo del Rey Fernando II de Aragón. Bisnieto de Rodrigo de Borja, más conocido como Papa Alejandro VI.

Estudié en Zaragoza con el matemático y filósofo Gaspar Lax. Me formé en la Corte de Don Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fui amigo personal de la Reina Doña Juana I de Castilla.

Mi padre, Don Juan de Borja, me concedió el título de barón de Llombay mientras que el Emperador me nombró Gentilhombre de la Casa de Borgoña.

En 1529 casé con Doña Leonor de Castro, dama de la Emperatriz Doña Isabel. Esta noble y bella señora, sin igual en toda corte europea, me nombró Caballerizo Mayor suyo y elevó mi baronía de Llombay a Marquesado.

Pero la emperatriz Doña Isabel murió prematuramente el 1º de mayo de 1539 en Toledo, con tan solo 36 años de edad. Bella como pudo demostrar el singular Tiziano. Ningún otro acontecimiento en vida me ha provocado tamaña impresión. El día de su muerte fue el día de mi conversión.

Una vez muerta doña Isabel, tuve que encabezar el funeral junto a su hijo Felipe, así como organizar la comitiva que habría de escoltar el cadáver de la emperatriz hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, junto a los abuelos de su noble marido el emperador Carlos. Al llegar a la noble ciudad de Granada tuve que descubrir el féretro antes de su depósito definitivo en el sepulcro a fin de corroborar la identidad del cadáver. Cómo una mujer tan bella y tan joven pudo descomponerse de tamaña manera. Cómo es posible que su calavera aún mantuviera el rictus de su rostro en vida, no siendo los mismos ni su piel ni sus cabellos ni su humanísima mirada. Nunca volveré a servir a señor o señora que se me pueda morir.

Por tres veces renuncié al capello cardenalicio, porque nunca me atrajeron ni los ropajes ni las lisonjas ni las riquezas ni las influencias que estos procuran. Mis batallas siempre fueron otras: obediencia, pobreza y castidad, y el estudio atento de las criaturas con que Dios nos proveyó y la ordenación de todos los asuntos religiosos de la Orden Jesuita que tuvo a bien acogerme en su seno y a la que humildemente me debo en cuerpo y en alma.

El malhumorado de Don Alonso quiso dedicarme su atención y componer un retrato de mi cuerpo delgado y serio, cincuenta y dos años después de mi muerte, y mostrando en él los cinco elementos fundamentales que lo fueron de mi vida: el señor Jesucristo en forma de sol que ilumina las almas desde el cielo; el hábito jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros; los tres galeros cardenalicios arrojados en el suelo de la estancia, con los que algunos pretendieron tentarme como si fuera joven pretencioso y arrogante; la calavera coronada de la bella emperatriz doña Isabel, esposa amantísima de mi señor Don Carlos, y la seriedad en la mirada que me caracterizó durante todos y cada uno de mis años de vida.

El irascible de Don Alonso no supo dibujar mi rostro dado que él no llegó a conocerme en vida. No obstante sí que supo recoger en el lienzo las tribulaciones que me asolaron en Granada tras tener que contemplar el rostro desaparecido de Doña Isabel, mi señora. Años me llevé recordando sin quererlo ese rostro de muerte y no solo mientras velaba mis sueños. ¡Dios! ¿Por qué tuviste que diseñar una vida tan fugaz? ¿Por qué tuviste a bien arrebatar la vida a la más joven y bella y sabia de las reinas de Europa? ¿Qué temías? ¿Es que la querías solo para ti? ¿Cómo una vida tan prometedora y bella puede corromperse hasta dar lugar a la más asquerosa y mugrienta y negra de las pestilencias? ¡Qué poco vale la vida ante la muerte inmensa que la rodea por todos los lados! ¡Qué brecha de luz más estrecha en la obscuridad de la noche más oscura y más eterna! ¿De qué valen las promesas, los éxitos, los esfuerzos, los honores o los linajes? Nada de todo ello importa ante la inexplicable, la intransigente y la inexorable muerte. ¿Por qué vivir? ¿Para qué? ¿Por qué amar? ¿Para qué soñar? Nadie puede librarse de tu implacable mirada y no hay más.