"Se queda sola, iluminada
por la oronda luna. Calma.
Tatiana escribe, siempre fijo
el pensamiento en Oneguin.
La carta de la joven virgen
rebosa de amor sincero.
Por fin la tiene terminada.
Tatiana, ¿a quién la has destinado?"
(A. S. Pushkin, Eugenio Oneguin. Cap. III, Poema XXI)
Primera escena:
En el centro y al fondo del escenario se ve un banco rodeado de frutales y de voluptuosas flores. Debe ser primavera. Se escucha música que parece provenir de un salón lateral. Una joven sale del salón por el lado derecho del escenario. Va vestida con traje de fina gasa. Su cabello, media melena, está levemente sujeto para que se descuelgue apenas sobre su espalda. No lleva tocado. Se sienta en el banco y suspira. Parecería el banco del amor si ella no estuviese sola o tal vez sea el banco del amor precisamente porque ella está sola. Se hace el silencio, como si el salón de baile contiguo se hubiera distanciado kilómetros o leguas o verstas. Comienzan a escucharse los trinos de los ruiseñores. Ella mira al horizonte pensativa. Vuelve a suspirar. Agacha su cabeza.
Por el lado izquierdo del escenario entra un joven. Lleva frac con el cuello alzado, pantalones grises bombachos, el sombrero de copa entre las manos, porta largas, voluminosas y rizadas patillas. Se acerca lentamente hacia el banco. Se para a unos dos metros de la joven.
Ella levanta el bello rostro y lo mira a los ojos. Antes ha suspirado. Definitivamente es el banco del amor. Él rehúsa mirarla. Hablan. Tal vez ella preguntase “¿Por qué?”. Tal vez él respondiese: “No puedo entregarte mi vida” o “Tengo otras misiones”, “o negocios”, “o asuntos”, “o tal vez”. Ella prefirió no responderle y por ello quizá bajase su mirada y se levantase del banco. Una vez a su altura él no supo ya qué decirle. Él le entregó una carta. Tal vez la carta que ella le enviase y en la que le confesase su amor. Muy atrevida debió de ser ella para tal hazaña. Él le devolvió, pues, su carta. Ella la recogió y la arrugó entre sus manos. Ahora no dejaba de mirarlo. Él agachó su cabeza antes de girarse y salir por donde había venido. Ella, lentamente, apesadumbrada quizá, volvió hacia el salón lateral donde otra vez sonaba la música, un vals. El banco del jardín, del amor o del desamor, quedó vacío y lentamente va yendo al negro.
Segunda escena (quince años después):
En el centro y al fondo del escenario se ve un banco rodeado de árboles descuidados. Parece el mismo banco de la escena anterior, pero es otro. Este está más viejo, más ajado, como el jardín. Es otoño. Un otoño muy húmedo y gris. Incluso ventoso. Nuevamente se escucha música procedente del salón lateral. Un hombre entra por el lado izquierdo del escenario. Parece provenir del exterior de la finca. Viste con un traje chaqueta negro. Es elegante, pero algo denota en él que su apariencia exterior no se ajusta a su sentir interno: tal vez camine con cierto desequilibrio, aunque rápido. Sí, parece que tiene prisa. Se sienta en el banco y espera. Impaciente. Lleva un sombrero hongo entre sus manos. No para de darle vueltas. Quizá esté nervioso.
Deja de sonar la música y se hace el silencio en el jardín. Pero en esta ocasión no se escucha a ningún ruiseñor ni a ninguna otra ave canora. Solo se escucha el viento. O tal vez sean los suspiros violentos y desasosegados del hombre. Aún porta las patillas rizadas y voluminosas de la escena anterior.
Por el lado derecho se acerca una mujer. Lleva el pelo recogido en un moño alto. En sus cabellos brillan algunas perlas. No lleva tocado. Su vestido es delicado, pero no de gasa. Camina despacio hacia el banco. Observa al hombre. ¿Lo reconoce? No se sienta a su lado.
Cuando él la mira, deja su sombrero sobre el banco y le extiende ambas manos hacia las de ella. Ella le toca los dedos a él. Él intenta agarrarlas para atraerlas, parece. Ella no se lo permite. Permanece de pie. Él se levanta y habla con ella. Tal vez le implore diciéndole: “Por favor. He comprendido. No puedo vivir sin ti”. Tal vez ella, seria, le responda: “Lo sé, pero no es ahora el momento”. Él le entrega una carta. Ella la recoge, pero no la lee. La arruga en su mano derecha. Parece que quiere marcharse. Quizá él le pregunte: “Pero ¿es que ya no me amas?” y quizá ella, parándose en seco antes de marcharse definitivamente, le responda: “Esa no es la cuestión. Claro que te amo. ¿Acaso vale la pena fingir? Pero la cuestión es otra. Ya no es el momento”.
Ella abandona el jardín y sale del escenario por la puerta que da al salón de baile. Vuelve a escucharse la música.
Él se queda en el centro del escenario delante del banco del amor o del banco del desamor, ese que nunca estuvo ocupado por los dos amantes a la vez. Él sale lentamente del escenario por el lado izquierdo. Poco a poco el banco va fundiéndose al negro.