sábado, 6 de junio de 2009

Inés -relato andaluz y uruguayo-:


En una tarde gris en la que hablamos del perverso amable Onetti.
Para Fernando. A. P., i. m.


El sobre cerrado encima de la mesa obliga a mirar los últimos años con ojos cansados. El café caliente y el paquete de tabaco abandonados advierten de su ensimismamiento. Ella contempla no se sabe qué, pero contempla. La ventana de la cafetería da al Arco de la Rosa en su confluencia con el Plaza del Padre Alvarado. Inés, que así se llama, no vive lejos de allí: la calle Virgen de las Lágrimas dista a algo menos de diez minutos. Todas las tardes, desde hace más de tres años, sale a tomar café a lo del Recadero, que es como todos en este pueblo llaman a la cafetería de la calle Conejero. Sale a la Avenida Maestro Santos Ruano y continúa por el Paseo del Príncipe, ella que es una princesa. Ahí se demora respirando el aire limpio, parándose unos instantes junto a cada uno de los árboles del parque y vigilando el paso del tiempo en cada una de las flores que llaman su atención. No se demora ni en la Plaza de la Constitución ni en la del Padre Alvarado y entra en la cafetería por la puerta grande que da a esta plaza. Pide un café con una gota de leche y sacarina, y se sienta junto a la ventana que da al Arco de la Rosa. Allí pasa unos veinte minutos fumando y mirando no se sabe qué. Después rehace el camino y vuelve a su piso de la calle Virgen de las Lágrimas. Pero hoy, esta tarde, no ha ocurrido así: para llegar a la cafetería del Recadero ha salido por la calle de la Esperanza, marchando muy deprisa ha continuado por la calle Mesones, pero a mitad de la misma, por sorpresa, ha girado bruscamente por la Viga que da a la calle Cintera, tal vez huía, tal vez no sabía adónde ir, tal vez no quería ir a lo del Recadero, tal vez odiaba la Plaza del Padre Alvarado, tal vez no quería soportar el Arco de la Rosa, pero cómo evitar las confluencias –perversas-, ha girado a la izquierda por la calle Conejero y ha entrado en la cafetería por la puerta pequeña que hay en ella. El Recadero no le ha preguntado qué quería tomar como hace todos los días. Algo debió sorprenderle: era más temprano de lo habitual –veinte minutos al menos-, había entrado por la puerta de servicio de la calle Conejero y no por la principal de la Plaza, no había mirado ni saludado a nadie. No obstante, le puso el mismo café con leche de siempre porque ella se había sentado en la misma mesa de siempre, frente al Arco de la Rosa. Ahora mira, está mirando al exterior a través del grueso cristal de la ventana –es por los ladrones, le había dicho el Recadero- y mientras mira, llora.

“Gracias, porque conseguiste que amara como nadie nunca logró amar. Esta fue tu mejor lección”.

En el rincón final de la calle Cristo de San Pedro juega una niña de unos nueve años. Bota una pelota de plástico en la pared y canta. A veces la bota en el suelo. A veces salta por encima de ella, sin dificultad, levemente. Su pelo castaño y fino, suave tal vez, salta con ella; su falda de flores, salta con ella también; sus tirantitas caen y se posan en su brazo, sobre todo la derecha, que es la que tiene que soportar el movimiento incesante del brazo y de la mano botando la pelota. No es una niña lánguida, es esbelta y flexible, laxa. De su rostro sobresale su nariz puntiaguda y algo corva. Sus ojos no miran, indagan. Es muy bella y muy tierna. El doctor Carlos Toneti, al otro lado de la calle, la mira.

“Gracias, porque al permitir que te amara, lograste reconciliarme con el mundo”.

Algunos hombres son como flores carnívoras, había dicho una vez su madre. Tienen olores perfumados y son vistosos desde lejos, atraen y atrapan y ya no sueltan hasta que consiguen lo que creen que quieren, porque nunca saben lo que quieren. No sabemos si el doctor Toneti era una flor carnívora, pero aquella tarde, en torno a las cinco, atrajo la pelota de plástico con que jugaba la niña, y la pelota atrajo a la niña junto al doctor Toneti, pero no la atrapó, salvo que esta historia revele lo contrario.

“Gracias por los besos que me diste, sin vergüenza, sin pudor, con tu boca grande y abierta”.

- Perdone, doctor.
- ¿Que te perdone?
- Por la pelota, doctor. Le he dado.
- ¿Me has dado? ¿Dónde?
- En el pie, doctor. ¿No lo ha visto?
- ¿No te he visto? Sí, te he visto, claro que te he visto.
- ...
- ¿No sigues jugando? ¡Anda, sigue jugando, que me gusta tu canción! Me gusta mirar cómo la cantas y cómo botas tu pelota. Juega Inés, que en invierno la tarde es corta y cuando se haga de noche te tendré que llevar adentro.

“Gracias por tus caricias, gracias por tus manos sabias, gracias por tus dedos cultos”.


El doctor Carlos Toneti había llegado enviudado al pueblo, procedente de Cádiz, hacia poco más de diez años. Montó una consulta en la calle Cristo de San Pedro, donde vivía. Allí conoció a su vecina Marta Ibáñez, mujer de Evaristo Cornejo, a quien Dios tenga en el más seco desierto de su infierno: violento y borracho murió una noche acuchillado por la espalda en el burdel del Lechuguino mientras fornicaba, encima de la pelirroja, la Berenjena, al final de Camallo Enrique, no sin antes haber dejado embarazada a Marta Ibáñez. El propio doctor Toneti confesó que sintió un placer único, una liberación, una levedad espiritual, una alegría y hasta un perfume deleitoso, edulcorado, amargo pero agradabilísimo, la noche en que ayudó a que Marta pariera a Inés, a Inés. Inés.

“Gracias por tus risas”.

Marta le hacía la comida y la casa mientras Inés se la llenaba de risas y de canciones. Él pagaba bien, siempre fue generoso. Ayudaba a Inés con los deberes del colegio: las primeras letras, los primeros números, las primeras sumas, los primeros exámenes. Recordaba todas sus muecas, todos sus gestos, todas sus manías, todos sus reproches. Por la tarde, sacaba su silla a la puerta y se dedicaba a mirar a Inés furtivamente al principio, audaz a veces, descaradamente al final. Pero siempre con alegría.

“Gracias por tu boca, por tus labios delgados pero tuyos, únicos, tuyos. Gracias por prestármelos, a veces. Regalados, nunca ganados, que contigo nunca jugué. No los añoro, porque jamás se pierde lo que bien se tuvo, amor.”

Y así siguieron algunos años, como una familia de casas separadas, pero las confluencias son perversas, siempre son perversas. Marta había ido a la Puebla a resolver unos asuntos familiares e Inés se había quedado a comer en casa de una amiga del colegio que vivía en la calle de San Juan. Marta telefoneó al doctor y le pidió el favor, ¡el favor! de que fuese a recoger a Inés a la calle de San Juan, número cinco, antes de que se hiciera de noche, que ella llegaría tarde, en el último autobús, a eso de las doce, que le diese algo de cenar y que la acostase y la acurrucase y la acompañase hasta que ella viniera, por favor.
A las cinco de la tarde fue el doctor Toneti a la calle de San Juan número cinco a recoger a Inés. Cuando salieron del portal, giraron a la izquierda y después a la derecha, y en el Arco de la Rosa Inés cogió de la mano al doctor Carlos Toneti, lo que provocó en éste un vertido de sudor y sangre en su cara, en su pecho, en su espalda, en sus testículos, que impregnó el barrio durante días. Entraron por Rojas Marcos y siguieron por San Sebastián, giraron a la izquierda y entraron en Licenciado Manuel Calderón y finalmente a la derecha por el callejón José María Rojas Lobo que desembocaba en las cerradas callejas Cristo de San Pedro y Cristo de la Vera Cruz.
El doctor Toneti dejó que Inés soltara sus carpetas en su casa y saliera a la calle, a su rincón, a botar la pelota de plástico mientras él la miraba desde su silla, la oía y se deleitaba con sus movimientos, con sus saltos y con sus risas y con sus canciones.

“Gracias otra vez por concederme tus manos sabias, tus dedos cultos. Gracias por permitir que los míos recorrieran torpemente tu cuerpo de punta a punta, tus pies tus pantorrillas tus muslos tus nalgas tu espalda tus pechos tu cara tu nuca tu cabello tu sonrisa tu boca tus dientes. Gracias por hacer de mis groserías gotas de licor. Gracias por permitirme beber de tu fuente secreta su licor sagrado.”

Marta no llegó a las doce, ni a la una, ni a las dos, y el doctor Toneti permaneció con Inés toda la noche, todo el tiempo de la noche, junto a ella, acurrucándola, besándola, acariciándola en sus partes más ocultas y oscuras y luminosas y besándola otra vez y más veces, y junto a ella, con ella entre las sábanas, enredados, jugando, luchando y, al fin, amaneciendo.
Esto mismo solía acontecer al menos una vez a la semana y así nació el rito: la liturgia de las tres caídas: la del Arco de la Rosa, la del rincón de Cristo de San Pedro y la de la noche.
Marta los sorprendió un amanecer y un velo negro cayó sobre los ojos del doctor Toneti.
Primero fueron los gritos y los llantos, luego los golpes. Más tarde el juicio y finalmente el presidio.

“Gracias porque me diste la vida, porque contigo viví, porque sin ti nunca hubiera nacido. Por ello no quiero morir, porque tú, de alguna manera, permaneces en mí como yo, de alguna manera, también permanezco en ti. Porque deseo lo que ocurrió, y volvería a procurar que ocurriese, como tú, tal vez, también lo deseas, como lo deseaste y, tal vez, lo volverías a desear.”

Ahora Inés mira y recuerda, respira. Han pasado diez años, ahora tiene veinte y recuerda y no sabe lo que debe recordar y callar y ocultar y decirse. Mira al Arco de la Rosa y respira y huele con ansias y vuelve a respirar el frío aire húmedo que penetra por la ventana y que le trae olores pasados.
Antes de morir en prisión dejó una carta que ahora está sobre la mesa de la cafetería del Recadero e Inés no sabe si abrirla, si leerla, si romperla, si ignorarla. Mientras se decide, fuma y mira nadie sabe qué y llora.

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