Mientras escribía sentía cómo le subía la desazón. Conocía a la destinataria. O, más bien, la
conoció en otro tiempo, en otra vida ya. Conocía incluso su actual dirección. Pero ni
sabría lo que tendría que escribirle ni cómo lo entendería ella ni siquiera si
llegaría a leerlo. Una carta larga, después de tanto tiempo de ausencias reiteradas, era imposible. Una
nota sería lo mejor. Su nota única. Sintió el vértigo en el estómago, en la
garganta. Más tarde también en la nuca. Contemplar la posibilidad de girar la
cabeza para descubrir que el camino andado habría desaparecido tras la última
pisada, que nunca una huella había sido tan efímera. Decidió no volver la
mirada, no recordar. Al fin y al cabo nunca compartieron nada. Ese era el asunto,
que nunca habían compartido nada, sólo esta nota que ahora quería escribir y que
ella debería leer. Musitó: “el tiempo”. El vértigo acabó por nublarle los ojos.
Victoriosamente, surgió, como de la noche una leve luz, lo que siempre había
querido decirle. Entonces escribió: “sucede”.
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