Pacientemente, como un
orfebre, había jugado a idear laberintos dentro de laberintos,
infinitos dentro de infinitos. Era el juego de la desesperación,
según decía. La ansiedad, tal vez, o la angustia por salir de un
laberinto le acababa conduciendo -inexorablemente- a otro interior o
en un plano inferior. La escasa lucidez le advertía que escapar de
este último -huera esperanza y remota posibilidad- significaría
entrar en el primero de nuevo, donde todo volvería a comenzar,
cierto que con una experiencia previa, pero no menos cierto que con
más cansado espíritu. El tiempo, siempre en marcha, marcha siempre
hacia adelante. Ahora no era un juego o tal vez fuera un juego real.
No se trataba de un laberinto imaginado, de una diablura de la razón.
Era la misma razón desesperada la que se le hundía más y más cada
vez que circunvolucionaba en pos de una salida digna a su vida. Y
bien que lo sabía desde tiempo atrás. No había remedio. ¡Tal vez
un milagro, una intervención divina, un desesperado gesto que
rompiese los pasillos de la razón y lo transportase a la salida o lo
hiciese escapar de su propio pasado, por él mismo tramado!
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario