Otras
tardes de fútbol.
Enero
de 2018:
- No fue en 1980, como afirmas. Fue en el verano de 1978, porque tú y yo acabábamos de cumplir once años.
- Gracias. Siempre he sabido que tú andabas mejor de memoria que yo.
- Tampoco has descrito el vestido que llevaba la Maluca el día en que apareció. Era rojo, por encima de la rodilla y sin mangas.
- Es verdad. Se muestra tan vivo en mis recuerdos que lo había pasado por alto.
- Lo demás está bien. Salvo que no has mencionado que tú y yo éramos muy amigos. Tú-y-yo-y-Luis hasta que llegó ella.
- Claro, eso también es verdad.
Mientras
mantengo esta conversación con Marcos en un cementerio de Berlín
junto al nombre de Luis, muerto hace ya veinte y cinco años, siento
que los recuerdos van activándose en proporción inversa a la
temperatura que noto descender en mis pies helados. Creo que él,
Luis, nunca hubiera aceptado que nadie contara esta historia de
niños, porque nunca habíamos vuelto a hablar de la Maluca, ni de su
vestido, ni de sus ojos. Él también se fue o desapareció con ella
aquel verano, o casi, porque pronto le perdimos el rastro. Años
después supimos que había tenido problemas con el alcohol o eso nos
dijo su hermana. Cuando conocimos de su maltrecha vida, ya llevaba
varios años muerto. Su hermana nos lo dijo: “Javier, Marcos, Luis
ha muerto”. Desde entonces, hace más de veinte años que llevo
queriendo contar y escribir esta historia.
Todo
comenzó la primera tarde de las vacaciones del verano de 1978. Yo me
acababa de poner las zapatillas de deporte y había bajado las
escaleras de mi casa corriendo junto a Luis en dirección al campo
que había junto a la iglesia del barrio. Lo llamábamos el campo de
la iglesia. Disponíamos de un largo verano para jugar al fútbol a
todas horas, para lanzar desafíos a los niños de los otros patios.
Esa primera carrera del verano hacia el campo de la iglesia, calzado
con unas zapatillas poderosas y veloces, es lo más cercano que nunca
he conocido a algo así que pudiéramos identificar con lo que
entonces los mayores llamaban libertad. La iglesia estaba como
hundida detrás de un pequeño muro y el campo, no muy grande, como
medio campo de fútbol de los de verdad, quedaba en alto respecto a
ella. Cuando Luis y yo llegamos, ya estaban allí todos los demás
jugando. Nunca nadie esperaba a nadie. Los niños no entienden de
paciencias, y la madre de Luis era muy latosa y siempre conseguía
que llegáramos los últimos.
Cuando
estábamos jugando, de pronto, apareció por detrás de la iglesia,
circulando despacio pero con firmeza, y gruñendo, una gigantesca
máquina excavadora, como si fuera un extinto y torpe animal
prehistórico. Justo cuando apareció la máquina subiendo la
pendiente que daba al campo de fútbol lazó por el tubo de escape
una enorme nube de humo negro. El aire de junio estaba inmóvil y la
nube densa tardó en disiparse. Cuando lo hizo, sobre el muro,
apareció la figura extraña de la niña Maluca: más o menos de
nuestra edad, baja y delgada, levemente jorobada, con dientes de
ardilla, de una piel tan blanquísima que contrastaba radicalmente
con unos ojos negros y profundos, muy abiertos, muy atentos. Todos
nos quedamos fijos en ella, pero sobre todo Luis que no pudo
apartarle su mirada hasta pasados unos minutos. Ella saltó por
detrás del muro, hacia la iglesia y todos volvimos en silencio a
jugar al fútbol. Luis abandonó la portería, él era nuestro
portero titular, y se fue pendiente abajo a buscar a la niña. Ya no
los volvimos a ver hasta pasadas unas horas, al final de la tarde.
Venían andado desde el estrecho callejón que corría paralelo a la
tapia de una fábrica desmantelada que suponía, más allá de la
iglesia, la frontera natural de nuestras aventuras.
A
la Maluca le gustaba sentarse sobre el muro, con sus canijas piernas
colgando, mostrando sus huesudas y oblongas rodillas desnudas, y con
sus manos apoyadas junto a sus muslos para enaltecer su figura y
mirar mejor nuestras carreras, nuestros pases, nuestras luchas. A ti,
Marcos, te gustaba hacer las alineaciones, diseñar las estrategias y
disparar desde lejos. A mí me gustaba que ella nos mirara jugar;
pero eso sobre todo le gustaba a Luis. Si cuando llegábamos al campo
ella no estaba allí, a él se le quitaban las ganas de jugar, se
hacía el remolón, te decía, Marcos, que jugaras por él, aunque tú
eras nuestro defensa central titular, también hacías de portero
suplente. Pero cuando ella llegaba y clavaba sus profundos ojos
negros en nuestro juego, Luis volvía a la portería y comenzaba a
tirarse sin miedo hacia la pelota. No había forma de meterle un gol.
Se convertía en un auténtico gato.
Así
fue transcurriendo todo el verano: carreras y aventuras por las
mañanas y por las tardes, a veces hasta nos adentrábamos en el
mismísimo callejón prohibido, y siempre jugando en el campo de la
iglesia, lanzando desafíos a todos los niños del barrio, con la
Maluca junto a nosotros, mirándonos y dejándonos hacer, pero sin
ser uno de los nuestros.
Una
tarde Luis, mintiendo, dijo que se encontraba mal, que le dolía un
brazo y que no podía jugar con nosotros. Se sentó en lo alto del
muro junto a la Maluca y mientras nosotros jugábamos ellos miraban.
Más tarde, Luis nos contó que la Maluca no entendía nada de
fútbol, que ni siquiera le gustaba, y que lo que hacía era contar
los botes del balón y observar sus recorridos. Dijo que el primer
día que nos vio jugar, contempló una jugada extraordinaria. Contó
que él mismo, Luis, había sacado el balón dándole un puntapié
fuerte y alto hacia el centro del campo, que la pelota había botado
en el suelo sobre una abultada piedra saliente y que antes de botar
de nuevo, yo había lanzado un chupinazo hacia la portería rival
marcando un gol hermoso, espectacular. Fue una jugada aparentemente
simple, pero que, debido sin duda a algún ignoto misterio, no había
vuelto a repetirse nunca, nunca más. En cosas como esa se fijaba la
Maluca.
Un
día le vimos a través de los botones descosidos de su vestido parte
de su espalda. No era jorobada. Tenía unas cicatrices abultadas y
bermejas. Luis, que decía haberlas visto de cerca, porque ella se
las había dejado ver, decía que eran los muñones de unas antiguas
alas. La Maluca parecía venir de un lejano lugar. No le conocíamos
ni padre ni madre ni hermanos ni abuelos,... Siempre que el sol
comenzaba a ponerse y todos nos volvíamos a nuestras casas, ella se
dirigía al callejón y en su negrura, como en un túnel, se alejaba
de nuestra vista perdiéndose, disolviéndose hasta el día
siguiente.
Al
final de aquel verano, cuando Luis ya no quería jugar con nosotros y
prefería quedarse junto a la Maluca mirándonos jugar o paseando por
el borde del callejón o adentrándose en él, apareció de nuevo el
enorme animal prehistórico subiendo por la pendiente que da a la
iglesia. Aquella tarde el juego quedó interrumpido como la primera
vez. Cuando la máquina llegó arriba lanzó de nuevo una densa nube
de humo negro. Tras ella se encontraban la Maluca y Luis. Cuando el
aire húmedo de septiembre, que anunciaba el final del verano, logró
disipar la nube, la Maluca había desaparecido. Luis permanecía de
pie, solo, más alto junto al muro, mayor que a principios del
verano.
Desde
entonces Luis se volvió taciturno y solitario. Cuando le
preguntábamos por la Maluca no respondía o sólo parecía balbucir
algo así como “Se fue”. Entonces giraba sobre sí mismo y
se marchaba.
Después...
el paso del tiempo... él se marchó con un hermano mayor a Madrid...
dejamos de vernos hasta que algunos años más tarde me topé con él
a la puerta de su casa. Nos saludamos con un abrazo y unas palmadas
en la espalda y comenzamos a hablar como si nos hubiéramos visto la
tarde anterior. Se lo veía contento. Me habló de sus años en
Madrid, de lo que había estudiado y de los trabajos que había
realizado, me habló también de los proyectos que barruntaba, de sus
viajes soñados, de que quería montar un taller de mecánica de
motocicletas, me habló también de visitar la próxima semana
Berlín.
- ¿Berlín? -le pregunté.
- Sí. Allí está la Maluca. ¿Te acuerdas de ella? Finalmente apareció. Vive allí. Se dedica a contar historias o a inventarlas.
- ¿Pero tú seguiste sabiendo de ella?
- No. Sólo hace unos días. Por eso he vuelto, para despedirme de mi madre y de mi hermana. Me envió una carta y me han entrado unas ganas irreprimibles de ir a verla. Sigo siendo un impaciente -dijo con una sonrisa-.
Aquí
y ahora, sentados sobre una abultada piedra saliente frente a una
lápida sucia y un sol vencido pero aun hermoso, espectacular,
veinticinco años después de aquel último encuentro con Luis,
estábamos Marcos y yo, en un cementerio de Berlín, en estos días
de finales de septiembre en que el viento frío y húmedo de la
tarde, cargado de recuerdos, nos susurra al oído que nunca más
somos quienes fuimos, haciéndonos añorar aquellas lejanas tardes de
fútbol, las únicas tardes verdaderamente libres de nuestras vidas.
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