Una
primera vez.
Él
preparaba el desayuno cuando ella dijo: “No te preocupes”.
Después
la miró a unos ojos que parecían añadir: “Estoy bien, quédate
tranquilo”, mientras su boca repetía: “No te preocupes”.
Dos
tostadas saltaron a la vez. Mientras él las untaba lentamente con
mantequilla, ella llevaba con dificultad un vaso de leche a la mesa
del comedor. La radio daba las noticias de la mañana.
Desayunaron
en silencio.
Él
no le quitaba los ojos de encima; ella, en cambio, parecía jugar con
el servilletero metálico. Después él alzó una taleguita y en ella
fue metiendo una botellita de agua, un zumo de piña y un par de
galletas.
En
silencio se pusieron los impermeables; él la ayudó a ella, y en
silencio también cerraron la puerta del piso. Salieron a la calle.
La
mañana estaba húmeda: el aire fresco de septiembre parecía querer
rivalizar con el aire caliente de los pulmones.
Él
fue todo el camino intentando recordar un poema hacía tiempo
olvidado. Iban cogidos de la mano, pero era él quien llevaba cogida
la mano de ella, era él quien no quería soltar la mano de ella, era
él quien necesitaba sentir los dedos de ella entre sus dedos.
Doblando
la última esquina logró recordar el verso que buscaba: “y que
jamás me obliguen el camino a elegir”, dijo.
Ella
lo miró sin comprender nada. Después repitió: “No te preocupes.
Estaré bien.”
Una
vez frente a la verja de entrada ella lo miró sonriendo. Él también
dibujó una sonrisa en su boca, o eso quiso. Después separaron sus
manos y él dijo: “Recuerda que siempre estaré contigo”. Ella
sonriendo, mirándolo, volvió a decir: “No te preocupes, papá,
que hoy voy a conocer a muchos amiguitos nuevos. Quédate tranquilo.”
Cuando
separaron sus manos él vio cómo se alejaba y cómo era engullida
por una boca grande en su primer día de colegio. A él le hubiera
gustado sentir que la vida de ella se hacía más poderosa, y que
crecía y crecía por encima de su cabeza, aunque se alejara de la de
él. “Hasta luego, mi vida -dijo-.”