domingo, 8 de abril de 2018

Sucede:



Una primera vez.

Él preparaba el desayuno cuando ella dijo: “No te preocupes”.
Después la miró a unos ojos que parecían añadir: “Estoy bien, quédate tranquilo”, mientras su boca repetía: “No te preocupes”.
Dos tostadas saltaron a la vez. Mientras él las untaba lentamente con mantequilla, ella llevaba con dificultad un vaso de leche a la mesa del comedor. La radio daba las noticias de la mañana.
Desayunaron en silencio.
Él no le quitaba los ojos de encima; ella, en cambio, parecía jugar con el servilletero metálico. Después él alzó una taleguita y en ella fue metiendo una botellita de agua, un zumo de piña y un par de galletas.
En silencio se pusieron los impermeables; él la ayudó a ella, y en silencio también cerraron la puerta del piso. Salieron a la calle.
La mañana estaba húmeda: el aire fresco de septiembre parecía querer rivalizar con el aire caliente de los pulmones.
Él fue todo el camino intentando recordar un poema hacía tiempo olvidado. Iban cogidos de la mano, pero era él quien llevaba cogida la mano de ella, era él quien no quería soltar la mano de ella, era él quien necesitaba sentir los dedos de ella entre sus dedos.
Doblando la última esquina logró recordar el verso que buscaba: “y que jamás me obliguen el camino a elegir”, dijo.
Ella lo miró sin comprender nada. Después repitió: “No te preocupes. Estaré bien.”
Una vez frente a la verja de entrada ella lo miró sonriendo. Él también dibujó una sonrisa en su boca, o eso quiso. Después separaron sus manos y él dijo: “Recuerda que siempre estaré contigo”. Ella sonriendo, mirándolo, volvió a decir: “No te preocupes, papá, que hoy voy a conocer a muchos amiguitos nuevos. Quédate tranquilo.”
Cuando separaron sus manos él vio cómo se alejaba y cómo era engullida por una boca grande en su primer día de colegio. A él le hubiera gustado sentir que la vida de ella se hacía más poderosa, y que crecía y crecía por encima de su cabeza, aunque se alejara de la de él. “Hasta luego, mi vida -dijo-.”

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