En
la borda divisando el puerto.
Aún
no comprendo por qué decidió partir de este puerto salobre y sucio,
dejándome en tierra y con la boca llena de arena. Todavía hoy,
quince años después, siempre que vengo a esta playa, donde las
gaviotas espulgan con sus picos y sus lenguas entre los neumáticos
gastados, donde hierros oxidados recuerdan tiempos mejores de
prosperidad y de trabajo, siento la boca llena de arena salobre.
Miguel decía que añoraba Europa, su pueblo y su casa, que la vida
se le hacía imposible en este lugar desculturalizado, que los días
se le hacían largos a pesar de que contemplaba cómo su vida se
marchaba rápidamente hacia un horizonte nauseabundo. Mis manos, mis
palabras y mis gestos no lograron infundir en su alma todo el amor
que comprendía la mía. ¡Qué torpes son los gestos para quien no
tiene ojos para mirarlos! Mi atención por su cuerpo no provocaba más
que su indiferencia. Nunca comprendí que tal vez él ya estuviera
lejos. Lo recuerdo acodado en la borda mirando hacia la playa. Quise
observar una sonrisa cuando se asomaba para contemplar la costa y el
bullicio. Después alzó un brazo y con su mano lánguida me hizo
adioses. Entonces creí percibir un leve indicio de tristeza. Esa
tristeza que salía de su mano y de sus ojos, que se elevaba por los
aires, que corría hacia la costa, bajaba a tierra y se pegaba a mi
piel hasta hoy. No he podido despegármela ni un solo instante. ¡Qué
torpes fueron también mis palabras, que no supieron hacerle entender
que mi vida sin él no tenía sentido, que si se marchaba yo moriría,
que no volveríamos a vernos nunca más, que yo no podía volver a
España, que la vida sin él me sobraba! Él no tenía oídos para
escucharlas. Pero desde la costa a mí sí me pareció oír sus
palabras: “te quiero”, “un día volverás”, “no te
olvidaré”. Sobre todo, ¡qué torpes fueron mis manos y todo mi
cuerpo! Mientras sentía el abrazo que me enviaba desde la distancia,
notaba cómo mi cuerpo se deshacía en miles de lágrimas que se
fundían con la arena y alimentaban al mar, donde continuaban por
leve tiempo unidas entre sí, hasta que se abrazaban al casco de la
nave y a él se pegaban como a mi piel se había pegado la tristeza
de su marcha, de su huida, de su adiós.
Desde
entonces, todas las semanas acudo a este puerto americano de Norfolk,
me sitúo en el mismo punto donde lo vi partir y respiro
profundamente en un intento desesperado de llegar a sentir, aunque
fuera levemente, su presencia imposible o su olor desaparecido, o,
tal vez, para abandonar definitivamente la pegajosa desgracia con que
me embadurnó aquella tarde y que aún hoy no termina de secarse y
caer.
Los
vidrios rotos, los hierros oxidados, los neumáticos gastados, los
gritos de las gaviotas no provocan más pena que la que yo sigo
trayendo todas las tardes solitarias a esta desconocida fría playa a
que acudo a verter mis lágrimas intentando responder a la única
pregunta a la que me he tenido y tengo aún que enfrentar en mi vida:
¿por qué te fuiste?