En
la borda divisando el puerto.
«Años
después de aquella soberbia tarde, cuando ya todo me parece carecer
de importancia porque mis viejas falsas ilusiones han ido
adormeciéndose paulatinamente con el transcurrir de los años y
porque mis éxitos, más altos de lo que jamás soñara, han cubierto
con creces mis juveniles expectativas, he de reconocer, ante el altar
de esta cubierta y de mi propia conciencia, que tal vez fuese un
error enrolarme en aquel ejército de zafios malandrines, fugitivos
desvergonzados y malhadados rufianes de largos dedos y cortas
vergüenzas, y que por más que siempre me hubiera afirmado en que no
merecía mejor trato que mis compañeros del tercio de don Miguel de
Moncada en que me encontraba por aquellas fechas, porque era tan
malandrín, tan desvergonzado y tan rufián como ellos, en el fondo
de mi alma siempre deseé ser contemplado como un espíritu refinado
condenado por error a vivir en un cuerpo débil, en un tiempo sucio,
en una edad detestable y en un imperio tanto más grande como
despreocupado por sus almas más nobles, puras y bellas.
Verdaderamente a mí nunca me habían traído sin cuidado los Estados
Pontificios, las Repúblicas de Génova o de Venecia, la Orden de
Malta, el Ducado de Saboya o los mismísimos Reinos de las Españas;
tampoco me cubrían de indiferencias las invasiones otomanas, el
turco o el moro, por lo que años después escribí -tanto para
regocijo de mis amables lectores, como para la anuencia de don Juan
de la Cuesta y de don Pedro Fernández de Castro- aquello de 'la más
memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan
ver los venideros'; no obstante estas cuitas, lo que a mí siempre
más me inquietaron fueron mi nombre y mi pecunio, tan corta
distancia entrambos como la que va de un dolor a un lamento, de un
insulto a una estocada, de una broma a una riña entre aquella tribu
de soñadores fraudulentos, de fabuladores sin cuento, de artistas
del desvarío y de fanáticos de la mentira, en una palabra de la
chusma
que me rodeaba y a la que yo mismo daba cuerpo. ¡Y eso que aún no
conocía de mi probable afán contranatura
apenas atisbado en mis años juveniles, desinhibido y despreocupado
-aunque jamás anunciado- en mis posteriores años de cautiverio en
celda mora y finalmente silenciado durante mi cojo casorio!
He
de recordar también el momento en que la galera Marquesa que
me conducía por el espacioso piélago atracó, si algo así puede
decirse porque se corresponda con los hechos, junto con otras más de
doscientas naves, en el puerto de Corfú, gobernada por el capitán
don Diego de Urbina a las órdenes de don Juan de Austria, hermano
natural de nuestro buen rey don Felipe y hombre cabal. No se veían
las aguas del salado mar por la cantidad de navíos prestos a la
batalla que se disponían en el puerto y en sus inútiles e
invisibles embarcaderos: nunca un ejército igual se dispuso en los
lomos del mar. Divisando desde la borda el puerto y a lo lejos la
ciudad, malo y con calentura, pero no poco ansioso por entrar en
combate, pensé: “¡Dios, qué infectos demonios me trajeron aquí!
Aún no estoy preparado para enfrentar la muerte. ¿Y si por huir de
mis miserias menores he venido a acabar cayendo en las fauces de este
gigantesco y hambriento león que oigo rugir entre mis sienes?”.
Después
de más de quince años aún no sé bien qué me impidió saltar por
la borda y, embozado o disfrazado de mujer o en traje de arnaúte,
ocultarme por las calles de la ciudad extraña, simulando una
humildad que me hiciera invisible o provocando la caridad de alguna
comerciante vieja o gorda campesina. ¡Cielos, aún tendría hábil
mi mano izquierda! 'No hay
en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar
la libertad perdida'. “¡Diantres, 'con las armas se conservan los
reinos y se aseguran los caminos, se guardan las ciudades y se
despejan los mares de cosarios', pero, diablos, cuánto pesa el
deshonor y cuán leve se muestra el espinazo que debe soportar el ser
de la memoria y la memoria del ser!”.
¡Qué
me tenía preparado el cielo que de sustento me servía aún no tenía
conocimientos! Nada sabía aún de los ahorcamientos, de los
empalamientos o de los desorejamientos de los que mis ojos tendrían
meses después sobrado alimento en Argel; nada sabía todavía de mi
amo griego renegado; pero no soy yo de los que hablan y se esconden
detrás de lo que algunos llaman condición humana, porque siempre he
perseguido, buscado y luchado por la libertad propia y la de otros,
solo por ella vale la pena jugarse la vida, o algo así parecía
afirmar mi viejo maestro, nutrido en la ácida savia erasmista, don
Juan López de Hoyos cuando recordaba y repetía: 'solo el viejo se
va al otro mundo sin sufrir el cansancio de la vida y sin sentir la
llegada de la muerte'. De él y de mis memorias aprendí la lección
-de la que tanto me beneficié- de tener paciencia en las
adversidades. Mañana... Lepanto... presto a la batalla.» Vale.
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