(Relato,
en forma de parábola, narrado por quien no conoce lo que narra).
La
habitación está en penumbra. La débil luz del atardecer penetra
por la única ventana iluminando tres rostros de mujer. El primero es
el de una mujer joven, sentada, con las manos anudadas entre las
piernas, mirando al horizonte que se muestra tras la ventana
entreabierta. Su rostro no parece decir nada, solo mira con ojos
oscuros y vacíos. El segundo es el rostro de una mujer de mediana
edad, está sentada a unos metros de la primera, más lejos de la
ventana, por ello su rostro apenas si está iluminado; ésta mujer no
mira hacia el horizonte exterior, sino hacia los ojos de la mujer
joven, éste es su horizonte. Su rostro tampoco parece decir nada y
sus manos también se encuentran anudadas entre sus rodillas; es como
una réplica desvaída y envejecida de la anterior mujer. Al fondo de
la habitación todavía puede apenas percibirse el rostro de una
tercera mujer, ésta es la más anciana, la más oscurecida, la más
desvaída, una sombra entre las sombras. Parece mirar indistintamente
a las dos mujeres anteriores: ahora a la más joven, tal vez su
nieta, que mira al horizonte a lo lejos, el que se muestra detrás de
la ventana entreabierta, en el exterior; ahora a la menos joven, pero
fuerte aún, que mira a la soñadora, a su hija tal vez, al horizonte
interior. Esta mujer, la más anciana de las tres, parece pensar y
mientras piensa, habla y dice: “¿Qué será de mí?”. La más
joven de las tres ahora también piensa y repite: “¿Qué será de
mí?”. La tercera, en cambio, piensa y calla para sí
preguntándose: “¿Qué será de nosotras?”.
Hace
muchos años, más de dos mil años, llegó a la aldea un hombre de
pelo hirsuto y negro, se aproximó a una de las casas del borde del
poblado, se asomó a una ventana que estaba entrecerrada y tocando
con los dedos el quicio de madera, dijo en voz muy baja, pero firme:
“Mujer, déjame entrar que tengo hambre y sed”. La mujer sola que
habitaba la casa lo dejó pasar. Después él dijo: “Mujer déjame
yacer contigo que vengo de muy lejos y estoy cansado de vagabundear
por los desiertos y los valles”. Esta vez la mujer meditó, mas,
finalmente, aproximándolo al lecho le permitió yacer junto a ella.
Dos semanas después el hombre, de ojos claros y profundos como un
lago, se marchó dando las gracias y la mujer se quedó esperando
inútilmente su regreso durante semanas y meses, hasta que una noche
le nació un hijo de pelo negro y ojos claros, profundos. Fueron
pasando los años, y con ellos, como la alegría, el hijo se le fue
alejando hasta que una noche se encontró sola, triste y vieja.
Lloraba la ausencia de su hijo, lloraba por su vida perdida, lloraba
por el cansancio de su malgastado cuerpo. Su casa seguía aún
situada al borde de la aldea. Después de su casa, de su habitación
más bien, que solo era un cuartucho oscuro y pequeño el lugar que
habitaba, solo el desierto. A veces en los desiertos imágenes
lejanas se muestran cerca: espejismos se llaman. Debe ser que las
imágenes fuertes y vivas en un tiempo rebotan en el espejo de la
arena y vuelven a rebotar en el espejo del cielo y otra vez hacia la
arena y acaban reflejándose a decenas de kilómetros. Pero esta vez
fue distinto. No fueron las imágenes las que se repetían
indefinidamente por los campos y las villas, sino el llanto
silencioso de esta mujer sola. Su llanto lastimero, que nació al
borde de su casa y al borde de su vida, que fue redoblándose por la
arena, por los valles y por las montañas como un eco infinito y que
lleva ya veinte siglos resonando en las calles, en los talleres y en
las fábricas de grandes ciudades, de viejos burdeles, de
esperanzadoras casas de acogida,... No son muchas las que pueden oír
estos lloros, pero son siempre mujeres y son siempre mujeres al borde
de un precipicio las que perciben estos ecos de llantos lejanos.
Un
relámpago iluminó esa tarde el cielo detrás de las colinas y tras
él, unos segundos después, un trueno. La mujer joven preguntó:
“¿Habéis oído?”. La otra mujer sentenció: “Ha sido un
trueno. Aunque no llueve”, y la mujer anciana balbuceó, como
dudando: “Yo he escuchado un llanto”. “Eso es”, dijo la más
joven, “ha sido un lamento, un lloro”. La otra mujer dijo: “No
digáis boberías: todas sabemos que los cielos no lloran”. Otra
vez se iluminó la habitación con un relámpago. “Escuchad ahora”,
dijo la más joven. Y las tres atendieron al trueno, que finalmente
no era un trueno, que era más bien un leve gimoteo que rompía en un
claro llanto que se iba desvaneciendo como si se alejara por los
campos, por los valles y por las colinas. Después la habitación
quedó en silencio y a oscuras. Pasados unos segundos, las tres
enmudecidas vieron cómo se acercaba una sombra de hombre hacia la
ventana. Ya más cerca confirmaron que era un hombre de ojos claros y
pelo negro quien miraba y tamborileaba en el quicio de la ventana. La
mujer joven preguntó: “¿Quién será?”, la otra mujer preguntó:
“¿Qué querrá?”, y la mujer más anciana preguntó: “¿Por
quién vendrá?”.