sábado, 9 de junio de 2018

Esperanzas:


(Relato, en forma de parábola, narrado por quien no conoce lo que narra).

La habitación está en penumbra. La débil luz del atardecer penetra por la única ventana iluminando tres rostros de mujer. El primero es el de una mujer joven, sentada, con las manos anudadas entre las piernas, mirando al horizonte que se muestra tras la ventana entreabierta. Su rostro no parece decir nada, solo mira con ojos oscuros y vacíos. El segundo es el rostro de una mujer de mediana edad, está sentada a unos metros de la primera, más lejos de la ventana, por ello su rostro apenas si está iluminado; ésta mujer no mira hacia el horizonte exterior, sino hacia los ojos de la mujer joven, éste es su horizonte. Su rostro tampoco parece decir nada y sus manos también se encuentran anudadas entre sus rodillas; es como una réplica desvaída y envejecida de la anterior mujer. Al fondo de la habitación todavía puede apenas percibirse el rostro de una tercera mujer, ésta es la más anciana, la más oscurecida, la más desvaída, una sombra entre las sombras. Parece mirar indistintamente a las dos mujeres anteriores: ahora a la más joven, tal vez su nieta, que mira al horizonte a lo lejos, el que se muestra detrás de la ventana entreabierta, en el exterior; ahora a la menos joven, pero fuerte aún, que mira a la soñadora, a su hija tal vez, al horizonte interior. Esta mujer, la más anciana de las tres, parece pensar y mientras piensa, habla y dice: “¿Qué será de mí?”. La más joven de las tres ahora también piensa y repite: “¿Qué será de mí?”. La tercera, en cambio, piensa y calla para sí preguntándose: “¿Qué será de nosotras?”.

Hace muchos años, más de dos mil años, llegó a la aldea un hombre de pelo hirsuto y negro, se aproximó a una de las casas del borde del poblado, se asomó a una ventana que estaba entrecerrada y tocando con los dedos el quicio de madera, dijo en voz muy baja, pero firme: “Mujer, déjame entrar que tengo hambre y sed”. La mujer sola que habitaba la casa lo dejó pasar. Después él dijo: “Mujer déjame yacer contigo que vengo de muy lejos y estoy cansado de vagabundear por los desiertos y los valles”. Esta vez la mujer meditó, mas, finalmente, aproximándolo al lecho le permitió yacer junto a ella. Dos semanas después el hombre, de ojos claros y profundos como un lago, se marchó dando las gracias y la mujer se quedó esperando inútilmente su regreso durante semanas y meses, hasta que una noche le nació un hijo de pelo negro y ojos claros, profundos. Fueron pasando los años, y con ellos, como la alegría, el hijo se le fue alejando hasta que una noche se encontró sola, triste y vieja. Lloraba la ausencia de su hijo, lloraba por su vida perdida, lloraba por el cansancio de su malgastado cuerpo. Su casa seguía aún situada al borde de la aldea. Después de su casa, de su habitación más bien, que solo era un cuartucho oscuro y pequeño el lugar que habitaba, solo el desierto. A veces en los desiertos imágenes lejanas se muestran cerca: espejismos se llaman. Debe ser que las imágenes fuertes y vivas en un tiempo rebotan en el espejo de la arena y vuelven a rebotar en el espejo del cielo y otra vez hacia la arena y acaban reflejándose a decenas de kilómetros. Pero esta vez fue distinto. No fueron las imágenes las que se repetían indefinidamente por los campos y las villas, sino el llanto silencioso de esta mujer sola. Su llanto lastimero, que nació al borde de su casa y al borde de su vida, que fue redoblándose por la arena, por los valles y por las montañas como un eco infinito y que lleva ya veinte siglos resonando en las calles, en los talleres y en las fábricas de grandes ciudades, de viejos burdeles, de esperanzadoras casas de acogida,... No son muchas las que pueden oír estos lloros, pero son siempre mujeres y son siempre mujeres al borde de un precipicio las que perciben estos ecos de llantos lejanos.

Un relámpago iluminó esa tarde el cielo detrás de las colinas y tras él, unos segundos después, un trueno. La mujer joven preguntó: “¿Habéis oído?”. La otra mujer sentenció: “Ha sido un trueno. Aunque no llueve”, y la mujer anciana balbuceó, como dudando: “Yo he escuchado un llanto”. “Eso es”, dijo la más joven, “ha sido un lamento, un lloro”. La otra mujer dijo: “No digáis boberías: todas sabemos que los cielos no lloran”. Otra vez se iluminó la habitación con un relámpago. “Escuchad ahora”, dijo la más joven. Y las tres atendieron al trueno, que finalmente no era un trueno, que era más bien un leve gimoteo que rompía en un claro llanto que se iba desvaneciendo como si se alejara por los campos, por los valles y por las colinas. Después la habitación quedó en silencio y a oscuras. Pasados unos segundos, las tres enmudecidas vieron cómo se acercaba una sombra de hombre hacia la ventana. Ya más cerca confirmaron que era un hombre de ojos claros y pelo negro quien miraba y tamborileaba en el quicio de la ventana. La mujer joven preguntó: “¿Quién será?”, la otra mujer preguntó: “¿Qué querrá?”, y la mujer más anciana preguntó: “¿Por quién vendrá?”.

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