Otro
amor de verano.
Se
colocó frente a la taza del váter, se bajó los pantalones y los
calzoncillos hasta abajo, y se dispuso a orinar. Con delicadeza se
pellizcó el escroto y el glande, deseando que un grueso chorro de
orina brotase con fuerza de su polla. Nada. Nada brotó, aunque
sentía unas ganas enormes de orinar. Después de más de cinco
minutos de espera, comenzó a expulsar un ligero hilo de orina y unas
cuantas gotas que apenas amarillearon el depósito del váter. Aún
con ganas de orinar, se agachó, se subió los calzoncillos y los
pantalones, no se lavó las manos, y salió del cuarto de baño con
la cabeza baja, la mirada perdida y los hombros caídos. Este era
Andrés, profesor jubilado de literaturas comparadas, de sesenta y
cinco años, soltero, putero y aficionado al tabaco de calidad y al
güisqui caro.
De
joven había querido ser escritor, pero pronto descubrió que carecía
de sensibilidad y de imaginación: era incapaz de inventar ninguna
historia nueva, ninguna anécdota que no hubiese vivido con
anterioridad, pero sobre todo era incapaz de imaginar lo que hubieran
sentido los protagonistas de sus historias. Hecho este extraordinario
dado que cuando leía historias escritas por otros, entonces se
introducía con pasión en los relatos y ya se imaginaba ser John
Silver, ya el Conde de Montecristo o ya Margarita Gautier. Una vez
que comprendió que no estaba destinado para la literatura creativa,
se dedicó al disfrute de la lectura y, con ello, acabó ejerciendo
de profesor en una facultad de filología de Madrid. De hecho este
momento fue el de la primera muerte de Andrés. Él sintió cómo su
vida, de no estar dedicada a la creación, carecía de sentido, para
nada la quería. Ahí comenzó su afición al güisqui y a las putas,
al fin y al cabo, pensaba, una esposa no era más que una puta
aburrida y cara.
No
obstante esta primera muerte, también tuvo Andrés un primer
renacimiento. Fue a comienzos del año escolar 83-84. Aquel año
impartía un curso sobre novela decimonónica europea y a sus clases
se habían apuntado un grupo insoportable de señoritas demi-vierges
que suspiraban cuando apenas había terminado de leer algún texto.
Aunque sus ojos lo miraban a él y sus oídos parecían escuchar los
textos leídos por él, realmente, ni los ojos ni los oídos de estas
señoritas eran capaces de mirar o de oír nada que ocurriera fuera
de sus propias cabezas: jóvenes onanistas que confundían sus
vulgares deseos con sus amores soeces. Pero, en cambio, una jovencita
morena de pobladas cejas y de ojos negros destacaba en ese grupo de
aspirantes a capadoras de jóvenes incautos y de locas ansiosas de
rellenar sus huecos internos y vidas vacías con sonrosaditas carnes,
mocosas narices y desentonados gritos. Esa morena delgada, de pechos
generosos y ropa ceñida, miraba de forma diferente, lo miraba a él,
atendía a la lectura de los textos, disfrutaba con ellos, y,
especialmente, miraba sus labios cuando leían, y sus ojos cuando la
miraban a ella, únicamente a ella. El curso se hubiese convertido en
un prometedor diálogo entre dos solitarios aislados, si no hubiera
sido por esas espectadoras parásitas, maledicentes cotillas y
mujerucas de banales aspiraciones que en un mundo menos hipócrita
solo hubieran servido para ser esclavizadas, sodomizadas y vejadas
por pestilentes viejos babosos que satisficieran sus desequilibrados
deseos con el color de sus billetes. Ella destacaba por encima de
esas calamidades. Tal vez fuese por la falta de imaginación y de
sensibilidad de él, o por la patológica timidez de todo profesor,
o, tal vez, por la excesiva prudencia que de ella emanaba, pero los
hechos fueron que transcurrió el curso, que él nunca le dirigió ni
una sola palabra que no tuviera que ver con Flaubert, con Stendhal,
con Dostoievski o con Tolstói, y que la joven morena despareció
contoneándose del campus con una matrícula de honor en el
certificado de sus calificaciones. El último día de clases, la
joven se había pasado por el despacho de Andrés. Quería
consultarle algo, que la aconsejase sobre algo. Había llamado a la
puerta cerrada con tres toques de nudillos. Él había abierto
sorprendido y cuando la vio frente a sí apenas pudo subirse las
gafas, ajustarse los lazos de la pajarita y articular unas leves
palabras. “¿Se-se-señorita? ¿Qué-qué desea?”. “Querría
saber si podría usted aconsejarme”, dijo ella. “¿Aco-consejarla?
¿Sobre qué-qué?”, había preguntado él impostando la
entrecortada voz. “Sobre literatura, profesor. Querría que me
indicase algunos conocimientos que debería alcanzar durante este
verano. ¿Sería usted tan amable?”. “¿Tan amable? Cla-claro
hija, pase y sién-én-tese”. Su primer renacimiento consistió en
recuperar la confianza en su capacidad de sentir: la voz de la
muchacha era grave y sensual como un murmullo que llegase de muy
lejos, de una caverna subterránea; sus labios, enormes y rojos,
debían ser la entrada a esa caverna misteriosa, poblada de ángeles
benéficos que debían de transportarle con sus alas a algún paraíso
solo por ella conocido; sus ojos, negros y profundos, predisponían a
la desorientación absoluta en que se encontraba Andrés. Un enorme
vigor se había apoderado de él cuando se produjo el roce de una de
sus rodillas con la propia. Una corriente eléctrica se había
descargado en esa rodilla, había corrido por sus nervios hasta su
columna y se había estrellado en forma de sensación placentera en
la base de su cráneo. Este choque violentísimo le hizo levantar la
pierna y darle un puntapié a la papelera colocada junto a su
escritorio, que se volcó desparramando por el suelo su última
colección de fotografías de jóvenes semidesnudas llamada “¡Cuba
Libre!”. “Señorita”, había dicho, “no se equivoque usted
conmigo. No soy co-co-comunista”. Ella se limitó a sonreír.
Apenas cinco minutos después esa luz del universo había salido del
despacho con una lista de obras y de autores imprescindibles y él se
había quedado solo, despatarrado sobre el sillón, derrotado como
héroe tras cruenta batalla y con la amarga sensación de ser el más
imbécil de los mortales: había sido invitado por los dioses a
visitar el paraíso y había renunciado a la invitación por absurda
incomparecencia.
No
obstante, la intensa emoción que vivió durante ese curso y, sobre
todo aquellos apenas cinco minutos, le devolvieron toda la pasión
perdida años atrás emprendiendo así un verano creador repleto de
mala literatura, de vomitivos relatos para viejas ñoñas y de un
inexistente presupuesto para gastos sexuales. Ese verano, puro
sexualmente, estuvo repleto de amor soñado, de amor recuperado, de
amor idealizado, de amor pleno, bello e inocente. Fue su verano de
amor.
En
septiembre comenzó un nuevo curso escolar y Andrés fue a su primera
clase debidamente perfumado y trajeado para, desde la cima de su
tarima, buscar con la mirada a su querida joven morena entre las
huecas mujeres que lo miraban con supuesto e impostado embeleso. Pero
ella no volvió a aparecer por la facultad ni ese día ni ningún
otro y su ausencia mató de nuevo a Andrés. Esta, su segunda muerte,
llegó con dilatadas zambullidas en el güisqui y recurrentes visitas
a las casas de señoritas de las afueras de la ciudad: mujeres con
ojos pintados de colores vistosos, bocas pestilentes rellenas de
viejas almenas, y voces rotas y ajadas que apenas si podían prometer
un soez placer animal.
Después
de treinta y cinco años, Andrés, ya viejo y permanentemente
malhumorado, solitario y poseído por una suerte de malaje que hacía
que todos se alejaran de él, que su mera presencia fuera suficiente
para expulsar a todos de su vera, ya no recuerda ni la voz, ni los
labios, ni los ojos de aquella morena sensual de su segunda muerte;
pero sí que recuerda aquel primer renacimiento. Guarda como un
tesoro los ripiosos relatos de amor que escribiese aquel verano de
amor soñado, de vez en cuando los relee, sobre todo en las noches
frías de invierno que le impiden salir de casa; pero siempre
recuerda que hubo al menos un día y un momento en que llegó a
sentir una corriente eléctrica por todo su cuerpo y daría todo el
resto de vida que le quedase por volver a sentir algo parecido.
La
noche le empujó a salir; mayo llegaba a su final y empezaba a hacer
calor, así que decidió conducir hasta la casa de citas habitual.
Pero no tuvo más remedio que parar a mitad de camino, malestacionar
el coche en una esquina y entrar en el primer bar que encontró
abierto. Tenía unas enormes e irreprimibles ganas de orinar. Se bajó
los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, se pellizcó
suavemente el escroto y el glande, y esperó. Como ya venía siendo
habitual el caño deseado no apareció; las ganas de orinar eran
enormes, pero nada brotaba de su polla. Después de varios minutos
cayeron unas gotas que no calmaron sus necesidades. Con el rostro
aburrido se subió los calzoncillos y los pantalones, se abotonó la
bragueta, se abrochó el cinturón y salió del baño. Se dirigió a
la barra y, con los hombros bajados y la cabeza agachada, pidió un
güisqui doble. La camarera apenas lo miró, le sirvió el licor,
puso un posavasos y depositó la copa en él. La mano de Andrés
esperaba el contacto con el cristal frío cuando se topó con la mano
de la camarera. Sus dedos se tocaron un instante y de pronto se
produjo de nuevo el milagro: una corriente eléctrica partió desde
el exterior del dedo meñique de su mano derecha, corrió a todo lo
largo del antebrazo y del brazo, llegó a la columna y se estrelló
con virulencia en la base de la nuca. Andrés sintió un vértigo
olvidado, miró a la camarera vieja, de cejas pobladas, de pelo ajado
teñido de rubio, de ojos negros y de labios deprimidos, y sintió un
movimiento repentino en el interior de su bragueta. Este era el
anuncio innegable de su segundo renacimiento, de un nuevo verano de
amor que aún le reservaba la vida, de un nuevo paraíso al que no
estaba dispuesto a renunciar.
José Manuel Martínez Arias