domingo, 9 de septiembre de 2018

Renacimientos:



Otro amor de verano.

Se colocó frente a la taza del váter, se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, y se dispuso a orinar. Con delicadeza se pellizcó el escroto y el glande, deseando que un grueso chorro de orina brotase con fuerza de su polla. Nada. Nada brotó, aunque sentía unas ganas enormes de orinar. Después de más de cinco minutos de espera, comenzó a expulsar un ligero hilo de orina y unas cuantas gotas que apenas amarillearon el depósito del váter. Aún con ganas de orinar, se agachó, se subió los calzoncillos y los pantalones, no se lavó las manos, y salió del cuarto de baño con la cabeza baja, la mirada perdida y los hombros caídos. Este era Andrés, profesor jubilado de literaturas comparadas, de sesenta y cinco años, soltero, putero y aficionado al tabaco de calidad y al güisqui caro.

De joven había querido ser escritor, pero pronto descubrió que carecía de sensibilidad y de imaginación: era incapaz de inventar ninguna historia nueva, ninguna anécdota que no hubiese vivido con anterioridad, pero sobre todo era incapaz de imaginar lo que hubieran sentido los protagonistas de sus historias. Hecho este extraordinario dado que cuando leía historias escritas por otros, entonces se introducía con pasión en los relatos y ya se imaginaba ser John Silver, ya el Conde de Montecristo o ya Margarita Gautier. Una vez que comprendió que no estaba destinado para la literatura creativa, se dedicó al disfrute de la lectura y, con ello, acabó ejerciendo de profesor en una facultad de filología de Madrid. De hecho este momento fue el de la primera muerte de Andrés. Él sintió cómo su vida, de no estar dedicada a la creación, carecía de sentido, para nada la quería. Ahí comenzó su afición al güisqui y a las putas, al fin y al cabo, pensaba, una esposa no era más que una puta aburrida y cara.
No obstante esta primera muerte, también tuvo Andrés un primer renacimiento. Fue a comienzos del año escolar 83-84. Aquel año impartía un curso sobre novela decimonónica europea y a sus clases se habían apuntado un grupo insoportable de señoritas demi-vierges que suspiraban cuando apenas había terminado de leer algún texto. Aunque sus ojos lo miraban a él y sus oídos parecían escuchar los textos leídos por él, realmente, ni los ojos ni los oídos de estas señoritas eran capaces de mirar o de oír nada que ocurriera fuera de sus propias cabezas: jóvenes onanistas que confundían sus vulgares deseos con sus amores soeces. Pero, en cambio, una jovencita morena de pobladas cejas y de ojos negros destacaba en ese grupo de aspirantes a capadoras de jóvenes incautos y de locas ansiosas de rellenar sus huecos internos y vidas vacías con sonrosaditas carnes, mocosas narices y desentonados gritos. Esa morena delgada, de pechos generosos y ropa ceñida, miraba de forma diferente, lo miraba a él, atendía a la lectura de los textos, disfrutaba con ellos, y, especialmente, miraba sus labios cuando leían, y sus ojos cuando la miraban a ella, únicamente a ella. El curso se hubiese convertido en un prometedor diálogo entre dos solitarios aislados, si no hubiera sido por esas espectadoras parásitas, maledicentes cotillas y mujerucas de banales aspiraciones que en un mundo menos hipócrita solo hubieran servido para ser esclavizadas, sodomizadas y vejadas por pestilentes viejos babosos que satisficieran sus desequilibrados deseos con el color de sus billetes. Ella destacaba por encima de esas calamidades. Tal vez fuese por la falta de imaginación y de sensibilidad de él, o por la patológica timidez de todo profesor, o, tal vez, por la excesiva prudencia que de ella emanaba, pero los hechos fueron que transcurrió el curso, que él nunca le dirigió ni una sola palabra que no tuviera que ver con Flaubert, con Stendhal, con Dostoievski o con Tolstói, y que la joven morena despareció contoneándose del campus con una matrícula de honor en el certificado de sus calificaciones. El último día de clases, la joven se había pasado por el despacho de Andrés. Quería consultarle algo, que la aconsejase sobre algo. Había llamado a la puerta cerrada con tres toques de nudillos. Él había abierto sorprendido y cuando la vio frente a sí apenas pudo subirse las gafas, ajustarse los lazos de la pajarita y articular unas leves palabras. “¿Se-se-señorita? ¿Qué-qué desea?”. “Querría saber si podría usted aconsejarme”, dijo ella. “¿Aco-consejarla? ¿Sobre qué-qué?”, había preguntado él impostando la entrecortada voz. “Sobre literatura, profesor. Querría que me indicase algunos conocimientos que debería alcanzar durante este verano. ¿Sería usted tan amable?”. “¿Tan amable? Cla-claro hija, pase y sién-én-tese”. Su primer renacimiento consistió en recuperar la confianza en su capacidad de sentir: la voz de la muchacha era grave y sensual como un murmullo que llegase de muy lejos, de una caverna subterránea; sus labios, enormes y rojos, debían ser la entrada a esa caverna misteriosa, poblada de ángeles benéficos que debían de transportarle con sus alas a algún paraíso solo por ella conocido; sus ojos, negros y profundos, predisponían a la desorientación absoluta en que se encontraba Andrés. Un enorme vigor se había apoderado de él cuando se produjo el roce de una de sus rodillas con la propia. Una corriente eléctrica se había descargado en esa rodilla, había corrido por sus nervios hasta su columna y se había estrellado en forma de sensación placentera en la base de su cráneo. Este choque violentísimo le hizo levantar la pierna y darle un puntapié a la papelera colocada junto a su escritorio, que se volcó desparramando por el suelo su última colección de fotografías de jóvenes semidesnudas llamada “¡Cuba Libre!”. “Señorita”, había dicho, “no se equivoque usted conmigo. No soy co-co-comunista”. Ella se limitó a sonreír. Apenas cinco minutos después esa luz del universo había salido del despacho con una lista de obras y de autores imprescindibles y él se había quedado solo, despatarrado sobre el sillón, derrotado como héroe tras cruenta batalla y con la amarga sensación de ser el más imbécil de los mortales: había sido invitado por los dioses a visitar el paraíso y había renunciado a la invitación por absurda incomparecencia.
No obstante, la intensa emoción que vivió durante ese curso y, sobre todo aquellos apenas cinco minutos, le devolvieron toda la pasión perdida años atrás emprendiendo así un verano creador repleto de mala literatura, de vomitivos relatos para viejas ñoñas y de un inexistente presupuesto para gastos sexuales. Ese verano, puro sexualmente, estuvo repleto de amor soñado, de amor recuperado, de amor idealizado, de amor pleno, bello e inocente. Fue su verano de amor.

En septiembre comenzó un nuevo curso escolar y Andrés fue a su primera clase debidamente perfumado y trajeado para, desde la cima de su tarima, buscar con la mirada a su querida joven morena entre las huecas mujeres que lo miraban con supuesto e impostado embeleso. Pero ella no volvió a aparecer por la facultad ni ese día ni ningún otro y su ausencia mató de nuevo a Andrés. Esta, su segunda muerte, llegó con dilatadas zambullidas en el güisqui y recurrentes visitas a las casas de señoritas de las afueras de la ciudad: mujeres con ojos pintados de colores vistosos, bocas pestilentes rellenas de viejas almenas, y voces rotas y ajadas que apenas si podían prometer un soez placer animal.

Después de treinta y cinco años, Andrés, ya viejo y permanentemente malhumorado, solitario y poseído por una suerte de malaje que hacía que todos se alejaran de él, que su mera presencia fuera suficiente para expulsar a todos de su vera, ya no recuerda ni la voz, ni los labios, ni los ojos de aquella morena sensual de su segunda muerte; pero sí que recuerda aquel primer renacimiento. Guarda como un tesoro los ripiosos relatos de amor que escribiese aquel verano de amor soñado, de vez en cuando los relee, sobre todo en las noches frías de invierno que le impiden salir de casa; pero siempre recuerda que hubo al menos un día y un momento en que llegó a sentir una corriente eléctrica por todo su cuerpo y daría todo el resto de vida que le quedase por volver a sentir algo parecido.

La noche le empujó a salir; mayo llegaba a su final y empezaba a hacer calor, así que decidió conducir hasta la casa de citas habitual. Pero no tuvo más remedio que parar a mitad de camino, malestacionar el coche en una esquina y entrar en el primer bar que encontró abierto. Tenía unas enormes e irreprimibles ganas de orinar. Se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, se pellizcó suavemente el escroto y el glande, y esperó. Como ya venía siendo habitual el caño deseado no apareció; las ganas de orinar eran enormes, pero nada brotaba de su polla. Después de varios minutos cayeron unas gotas que no calmaron sus necesidades. Con el rostro aburrido se subió los calzoncillos y los pantalones, se abotonó la bragueta, se abrochó el cinturón y salió del baño. Se dirigió a la barra y, con los hombros bajados y la cabeza agachada, pidió un güisqui doble. La camarera apenas lo miró, le sirvió el licor, puso un posavasos y depositó la copa en él. La mano de Andrés esperaba el contacto con el cristal frío cuando se topó con la mano de la camarera. Sus dedos se tocaron un instante y de pronto se produjo de nuevo el milagro: una corriente eléctrica partió desde el exterior del dedo meñique de su mano derecha, corrió a todo lo largo del antebrazo y del brazo, llegó a la columna y se estrelló con virulencia en la base de la nuca. Andrés sintió un vértigo olvidado, miró a la camarera vieja, de cejas pobladas, de pelo ajado teñido de rubio, de ojos negros y de labios deprimidos, y sintió un movimiento repentino en el interior de su bragueta. Este era el anuncio innegable de su segundo renacimiento, de un nuevo verano de amor que aún le reservaba la vida, de un nuevo paraíso al que no estaba dispuesto a renunciar.

José Manuel Martínez Arias

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