De
colores.
Por
la mañana es Iván. Pantalón chino gris, negro o, excepcionalmente,
azul marino. Camisa de algodón fino blanca, gris, negra,...
Americana oscura, corte slim o similar, lisa o a rayas...
Por
la tarde es Inés. Pantalones de piel ajustados y de colores
brillantes. Blusa o top de llamativas flores, de topos variados -que
asaltan-. Chaqueta o blazer informal, cuello beige de piel
sintética con cálida pelambre. Colores, muchos colores en el rostro
en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las
mejillas en el cuello...
Iván
conoció a Pedro hacía tres meses, pero a Pedro quien verdaderamente
lo enamoró fue Inés. Una noche hecha de humos... Pedro le acercó
una copa de vino tinto a Inés. Ella lo miró, le guiñó un ojo,
esbozó una sonrisa con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia
su maquillada mejilla derecha, dobló casi imperceptiblemente la
cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su blanca
muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos rosas
muy finos y largos. Pedro no pudo sino sucumbir al poderoso encanto
que, en forma de nimbo luminoso, emanaba de Inés, encanto ingenuo,
infantil. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva angélica
ama de ojos verdes, voz grave y secretos misteriosos en demanda de
ser revelados.
Van
tres meses de convivencia e Iván o Inés y Pedro no pueden
imaginarse sus vidas separadas. Su conexión es absoluta, como el
verde del cielo al atardecer y el gris del mar, -creen-: sienten que
realmente siempre estuvieron juntos, aunque no fueran capaces de
conocerse o de dirigirse el uno al otro, pero siempre siempre, aunque
en su ignorancia, habían estado el uno al lado del otro, como el
azul y el amarillo convergiendo en el verde de sus miradas. Tal vez
espalda contra espalda habían sido condenados a no verse nunca. Pero
un golpe del destino, un azar en aquella noche secreta, un nudo en el
hilo de sus vida, un salto cuántico en una dimensión desconocida
había logrado girarlos y colocarlos frente a frente, cara a cara,
verde contra verde y ya nunca nada podría hacer que se separasen,
nunca nada podría interponerse entrambos, disolverlos, separarlos.
Salvo, claro está, la familia de Pedro.
Su
madre era una piadosa mujer, conservadora y paciente. Su amarilla
piel envejecida conservaba en sus pliegues no solo el tiempo
transcurrido, sino también la memoria pasada. En sus surcos podían
leerse todas sus experiencias vividas sentidas imaginadas. El padre
de Pedro era además un conservador militante verde caqui, porque
militar era, coronel del ejército de tierra. Hombre adusto,
malencarado, serio, de poblado y rizado bigote. Pedro adoraba a sus
padres y quería, necesitaba que conocieran a Inés o a Iván.
Para
Iván era un problema, para Inés también. Según él, Pedro debía
hablar antes con sus padres, tenerlos informados: tal vez ellos no
supieran o sospecharan que su hijo Pedro el albo pudiera enamorarse
de un muchacho como él. Según ella, era un mal comienzo no informar
desde el principio a los padres de Pedro que por las mañanas se
llamaba Iván.
Pedro
no quería preámbulos y concertó una cena en casa de sus padres
para, según les dijo, presentarles a su pareja, a la persona que más
feliz lo hacía, a la persona con la que quería compartir cada
minuto cada segundo cada instante de su vida.
Iván
o Inés estaban echos un lío. Iván creía que debía ir a la cena
como Inés, pero Inés opinaba que tal vez fuese más correcto ir
como Iván. Finalmente decidieron ir ambos: vestido como Iván
(pantalón chino gris. Camisa de algodón fino blanca. Americana
gris, corte delicado, lisa, de hilo de lana muy finamente trenzado),
pero maquillado como Inés (colores, muchos colores en el rostro en
los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas
en el cuello...). Los ojos y los labios de Inés eran verdaderamente
más grandes, atractivos y sensuales que los de Iván. De esto no
cabía duda alguna.
Pedro
estaba encantado esta tarde. Por fin sus padres conocerían a Iván
el gris, sobre todo su padre, por fin conocería a la multicolor
Inés.
Fue
la madre de Pedro quien abrió la puerta, detrás su marido el
militar con su vistoso bigote. Pedro hizo las presentaciones: “madre,
padre,... ésta es Inés aunque algunos por las mañanas la llaman
Iván. Es encantadora y desde hace tres meses no entiendo mi vida sin
ella. Espero que os guste”. Los cuatro pasaron al salón, la
mesa ya estaba preparada. La ocre madre de Pedro quería sonreír,
pero tal vez se le escapase una lagrimita y tal vez por ello marchó
a la cocina. Pedro el albo la siguió. Iván o Inés y
Pedro-padre-caqui se quedaron solos en el salón, de pie junto a la
lujosa mesa preparada para acoger los más deliciosos sabores.
Pedro-padre parecía nervioso enfadado sorprendido. Iván o Inés
estaba nervioso sorprendido temeroso. De repente Pedro-padre llenó
una copa de vino tinto y la alargó hacia Iván o Inés. Ella o él
lo miró, le guiñó un ojo verde, esbozó una sonrisa roja con sus
labios carmesíes levemente ladeada hacia su mejilla derecha
maquillada, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su
izquierda y aceptó la copa levantando su muñeca por encima de su
mano lánguida y caída, con los dedos muy finos, largos y rosas.
Pedro-padre no pudo dejar de sucumbir al poderoso encanto que emanaba
de Inés o Iván, encanto multicolor con no pequeñas dosis de
celeste ingenuidad pero con algunas gotas de misterioso malva. Cayó
postrado a sus pies, dominado por su nueva ama de ojos verdes, voz
grave y secretos en demanda de ser revelados.
José Manuel Martínez Arias.