“No
hay comportamientos sin marco de interpretación,
y
lo que hay es la posibilidad de interpretaciones alternativas,
pero
vinculadas con el núcleo de modo sinecoide.”1
Tras leer muy despacio este
párrafo, el viejo susurró: “Se me han muerto ya tantos que no
distingo vivos de muertos”. Después permaneció en silencio,
contemplando el texto y más después volvió a susurrar:
“veinticinco palabras en total; ciento treinta y ocho letras;
letras más repetidas, la “e” y la “o”, quince veces cada
una”; pocas veces la “e” vence a la “a”, solo trece “aes”
-pensó-; “consonante más repetida, la “t”, ocho veces, pero
distribuida solo en cuatro palabras. No sé si esto es belleza o, tal
vez, heroicidad”. En casi todas las batallas -pensó- la “t”
resulta la letra más heroica. “Palabra más repetida, “de”;
más corta, “y”; más larga, “interpretaciones”.
“Interpretaciones...”, volvió a murmurar. “Siempre y todo son
'interpretaciones'”. “La “t” está presente en los grandes
héroes, en “Hamlet”, por ejemplo, o en “Quijote”. En cambio
no aparece en “Aquiles”, pero sí en “Héctor”. La conducta
de Héctor, aceptando un combate a muerte que sabía perdido, fue más
heroica que la de Aquiles, que la de Aquiles y que la Agamenón, que
la de Menelao y que la de Paris”.
El viejo consumía su tiempo
devanándose los sesos con estos y otros juegos cabalísticos,
contando y midiendo palabras y números, escrutando sus relaciones
sobre páginas blancas. De repente se percató de que la “i”
central, de las trece “íes” presentes, la tercera de
“posibilidad”, terrible palabra, por su indefinición permanente,
por su falta de límites, heroica en sí misma, era una “i”
distinta, más grande y roja que el resto de letras. Esa “i”
abrió sus alas y comenzó a volar. Una “i” volando como una
mariposa con alas de ribetes carmesíes. El viejo agarró su bastón,
su deforme y ajada “t” nudosa y se lanzó a la calle por primera
vez después de más de tres meses de encierro en pos de esa extraña
y prometedora “i” voladora.
Afortunadamente para el viejo el
mágico lepidóptero no tenía prisas por llegar adonde quiera que
quisiese, lo que daba tiempo a este sorprendido héroe para proseguir
con la falsa caza, parar a coger aire y continuar tras su quimera.
Ambos fueron atravesando calles y descampados, siete solares, tres
callejones solitarios y finalmente pararon frente al portalón
deteriorado de un vencido almacén de alguna abandonada fábrica de
cristales rotos. La delicada mariposa de alas carmesíes posóse
sobre un casi borrado cartel semidescolgado que en otro tiempo debió
anunciar “Entrada”. Esto no podía ser otra cosa que una
indicación. El viejo quizá entendiese que la “i” alada le decía
“entra de una vez”.
El edípico viejo de tres
piernas abrió el portalón del almacén y se adentró en un oscuro,
polvoriento y húmedo espacio de más de cien metros de largo y de al
menos cincuenta de ancho y veinticinco de alto. El suelo era de
tierra y en el perímetro interior filas de estanterías repletas de
cajitas enumeradas que, pudo observar, contenían objetos
deteriorados de todas clases y tamaños: arandelas oxidadas, tuercas
pasadas, tornillos, clavos y tachuelas doblados, agujas de todos los
tamaños y formas con las puntas rotas, anzuelos quebrados, arpones
corroídos por la humedad, correajes y cuerdas deshilachadas, ruedas
de engranajes melladas,... El viejo fue recorriendo lentamente las
estanterías y los códigos anotados en cada caja. No lograba
encontrar ninguna lógica o coherencia a tales signos: los sumaba,
los dividía, los multiplicaba,... nada. Cada código parecía
independiente del resto y del contenido de la caja a la que
pertenecía. Desesperado y cansado se sentó en un viejo sillón
inglés de madera que se encontraba en el centro del almacén. Con
las piernas temblorosas, con los ojos enrojecidos, con la boca seca y
con la mano izquierda sobre la “t” rota del bastón permaneció
en silencio contemplando desde su centro a la “i” voladora
girando en círculos concéntricos en torno a su cabeza. Un rayo de
sol se colaba por una de las ventanas superiores y permitía ver al
viejo el vuelo tembloroso y previsible del lepidóptero carmesí. La
derrota inflamaba y desesperaba la voluntad del ajado soñador.
Aunque el viejo siempre había
dispuesto de una gran memoria, el hecho insospechado fue que nunca
pudo recordar el camino de vuelta a su casa y a su habitación
abarrotada de libros descosidos y medio rotos desparramados por la
mesa, por la cama y por el suelo. Pero lo cierto fue que a la mañana
siguiente, cuando el sol ya comenzaba a destacarse sobre el
horizonte, el viejo estaba de nuevo decidido a emprender la vuelta al
almacén para descifrar aquellos códigos secretos, que, sin duda
ninguna, debían esconder una verdad oculta y fundamental, ya fuese
por primitiva o simple, ya fuese por lejana, compleja o difícil.
Tanto andar y tanto pensar...
para nada. Derrota tras derrota. Siete veces, siete días, siete
volvió el viejo al almacén acompañado de su inseparable mariposa
carmesí. Y siete fueron sus decepciones, siete empresas truncadas,
siete caídas desesperadas.
En la última de estas visitas y
estando apunto de abandonar el almacén el viejo pudo observar en un
rincón, el que daba al oeste, una pequeña portezuela de hierro y
sobre ella un extraño aparato de unos veinte centímetros de largo,
diez de ancho y cinco de alto. Con mucha dificultad logró retirar
algunas estanterías que le impedían llegar hasta el picaporte de la
puerta. En el momento en que intentó inútilmente abrirla, el
aparato rectangular comenzó a emitir un leve zumbido. Tal vez alguna
corriente eléctrica se había conectado cuando intentara girar el
picaporte. El paralelepípedo se encendió iluminando un abecedario
acompañado de diez números y una pregunta: “¿Qué es necesario
para ganar una última batalla?” El viejo se apresuró a escribir
una respuesta rápida: “una espada”. Nada ocurría: desaparecía
la respuesta escrita y permanecía iluminado el abecedario. “Un
cañón”, “una bala”, “una ametralladora”, escribía. Nada,
nada, nada. Recurrió después a sus extraordinarias cábalas: una
“t”, “dos tes”, “cinco jotas”, “veinte aes”, “una
'i' voladora”, “una posibilidad”, “una tortura”, “siete
interpretaciones”. Nada, nada, nada. Finalmente escribió con dedos
doblados y temblorosos: “Darla”. Para ganar cualquier batalla lo
primero que hay que hacer es darla, aunque sea la última. El
paralelepípedo se apagó, un engranaje tras la férrea puerta
comenzó a moverse hasta oírse claramente un “clic” en el
interior. El viejo, con miedo, giró el picaporte y el pestillo
interior cedió vigorosamente. Entonces pudo abrir la portezuela y
pasar al otro lado, al lado de más allá.
Cuando el viejo traspasó el
umbral de la puerta penetró en un lugar imposible, en un no lugar o
en un no tiempo. La habitación tenía las mismas dimensiones que el
almacén del otro lado: más de cien metros de largo y al menos
cincuenta de ancho y veinticinco de alto. Realmente -¡qué
paradoja!- era el mismo almacén anterior, pero como si estuviera
reflejándose en un espejo, solo que ahora no había estanterías
colgadas de las paredes, sino pinturas, cuadros, cada uno de ellos
enumerado, clasificado, seguramente eran fechas los códigos
anteriormente no identificados, fechas pasadas, remotas, y fechas
futuras, cuadros aún inexistentes, aún no pintados, que colgaban en
las paredes de esa imposible habitación. “Tal vez 'imposibilidad'
sea aun más terrible que 'posibilidad'”, pensó el viejo. La
habitación no tenía sentido, no podía existir. Desde fuera el
almacén ocupaba una isla en medio de un solar, no tenía más
almacenes anexos. ¿Cómo era posible, entonces, su existencia? Pero
dentro del mismo todo cobraba una coherencia preclara y evidente.
Pudo ver su cuerpo reflejado en
un espejo rectangular en un rincón de la habitación mágica. El
reflejo le mostraba su rostro, eso era indudable, pero su rostro de
más de cincuenta años atrás, su rostro juvenil, su cuerpo recto,
elegante, con traje gris y corbata, sin su bastón, innecesario ya.
Estuvo minutos contemplándose frente al espejo en silencio.
Probablemente entonces su mente no lograra articular ningún
pensamiento, era una mera receptora de impresiones. Notó que el
dolor de las rodillas y de los dedos habían desaparecido. Se miró
las manos. Eran sus manos, pero las que fueran cincuenta años atrás.
Eran manos juveniles. Después ya no pudo recordar más. Nunca pudo
recordar el camino de vuelta a su casa y a su habitación. Solo días
después pudo reconocer que había dormido profundamente.
Antes de amanecer se despertó
sobresaltado. No lograba discernir si lo que creía haber vivido en
esa extraña habitación no habría sido sino un sueño, un sueño de
anciano vencido, delicado y picajoso. Con mucha dificultad logró
levantarse de la cama, lavarse la cara y mirarse al espejo. Este
espejo de su habitación de ahora le devolvía una imagen conocida,
un rostro arrugado, unos párpados caídos, unos labios menguados,
unos ojos rojos y una barbilla temblorosa. Decidió volver al almacén
con toda la celeridad que pudiese. Agarró su bastón y emprendió su
marcha o su huida, tal vez. La mariposa carmesí comenzó a guiar su
camino nada más logró salir a la calle.
Una vez frente a la portezuela
volvió a encontrarse con el paralelepípedo apagado sobre la misma.
Giró el picaporte y aquél se iluminó. El enigma ahora era otro:
“¿Qué es la imagen móvil de la eternidad?” El viejo no tuvo
que pensar mucho. Pulsando teclaa tecla sobre el abecedario escribió:
“El tiempo”. Escuchó el mecanismo interior y el clic posterior.
Giró de nuevo el picaporte y la portezuela se abrió. La habitación
volvió a aparecer desde lo imposible. Las pinturas viejas, recientes
y futuras, perfectamente codificadas aparecieron cubriendo todas las
paredes. Después pudo observar que pasados unos minutos todas iban
renovándose, unas sustituían a otras. El espejo seguía allí
reflejando su cuerpo joven. Estuvo horas o segundos o semanas, nunca
se supo, observando el movimiento de las pinturas. Algunas, las
menos, eran pinturas, las más, eran fotografías y películas, que
mostraban hechos ocurridos en diferentes momentos de la historia
pasada y futura. Al viejo le interesaba poco el futuro, prefería
concentrarse, regodearse en el pasado, siempre había sido un
nostálgico y melancólico sentimental. Más tarde o más temprano,
dado que el tiempo no existía en el interior de aquel imposible
almacén, observó un tabernáculo en el centro geométrico de aquel
paralelepípedo mágico. Estaba bordeado por cuatro columnas y en el
interior de estas columnas una máquina de hierro, una maquinaria más
bien, parecida a las que pudieran haberse construido a finales del
siglo XIX, con muchas piezas de hierro engranadas, con tuercas, con
tornillos, con arandelas, con palancas, todas herrumbrosas. Dos
placas de cristal destacaban en el frontal de la maquinaria. El viejo
ahora joven se colocó frente a ellas, avanzó sus manos y colocó
las palmas en el centro de sendos cristales.
La máquina comenzó a
funcionar: un zumbido in crescendo delataba alguna corriente
eléctrica que se conectaba a un rotor. Varios pistones silbaron
liberando gases y humos, muchas ruedas comenzaron a girar ganando más
y más velocidad, el almacén entero pareció comenzar a girar y a
flotar en el espacio. El zumbido, después de alcanzar una altura
insoportable para los oídos, cesó de golpe; el almacén pareció
seguir flotando pero ya no giraba o eso debió creer el viejo ahora
joven. Los códigos de las paredes se transformaron en fechas y los
cuadros junto a ellas comenzaron a mostrar imágenes correspondientes
a esas fechas. Pudo verse a sí mismo en el momento de su boda, pudo
ver y oír a su joven esposa que lo miraba a los ojos y le decía:
“Te quiero, cariño”. Pudo ver a su padre llegando a la casa
familiar después del trabajo cargado con una bolsa de papel en la
que portaba unos lápices y unos cuadernos nuevos. Recordaba esos
cuadernos y lápices desde hacía tantos años... y ahora estaban
ahí, podía verlos y tocarlos, no solo eran imágenes. Pudo ver y
oler a su madre que le calmaba unas fiebres con paños fríos en su
frente. Pudo notar la humedad de los paños, pudo sentir la suavidad
de la mano de su madre en su frente, pudo oír su voz una vez más
preguntándole: “¿te encuentras mejor?”. Pudo abrazar a su madre
joven cuando él tenía apenas siete años. Pudo ver también a su
hijo enfermo tumbado en la cama y a su esposa agarrándole una mano.
Pudo abrazar a ambos y sentir cómo ambos lo abrazaban a él. Pudo
hacer el amor con su esposa una vez más y susurrarle quedamente que
nunca tendrá la oportunidad de decirle todas las veces que lo
hubiera sentido todo lo que la amaba.
Cuando diez días después de
muerto encontraron el cadáver del viejo acostado en su lecho todos
los que lo vieron reconocieron que en su rostro había quedado
grabada una leve sonrisa. Cuando levantaron el cuerpo para
depositarlo en una camilla de la mano del viejo cayó un lapicillo y
un papel enrollado con unas letras escritas. Cuando alguien cogió el
papel entre sus dedos pudo leer: “'El tiempo no existe'. Cuatro
palabras, siete sílabas, dieciséis letras, ocho vocales y ocho
consonantes. Vocal más repetida la “e”, cuatro veces. Victoria
absoluta sobre la “a”, cero veces. Consonante más repetida la
“t”, dos veces”.
1Gustavo
Bueno: El mito de la cultura.
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